14 - Brebaje de ángeles
—No, mi señora —Lancelot mencionaba en los aposentos de la reina, escogiendo con sumo cuidado la ropa de la chica y vistiendo ropajes pueblerinos—. No está a salvo en el castillo. Debe retirarse cuanto antes —Cristalline observaba desde atrás, sentada por última vez sobre la cama que sabía que no volvería a ver, y sorprendida por verlo vestir ese estilo.
—¿Y ya está? —habló ligeramente molesta— ¿así, sin pelear por ello, es como dejaremos el reino?
El escudero arrugó el ceño mientras hurgaba en el armario, pero no se detuvo para responder. Sin embargo, las siguientes palabras que la chica escogió, hicieron temblar su temple con molestia:
—Me gustaría hablar con el hombre al que tanto temes —Lancelot se giró hacia atrás, sorprendido.
—¿Qué demonios dice? La quiere muerta, Cristalline.
—Si lo que quiere es matarme por llevar a un posible dios en mi útero, podría hacer algún pacto con él. Un beneficio mutuo, tal vez. —El hombre había fruncido su ceño. Estaba cansado de sus necios planes.
—Si lo hubiera visto, no estaría diciendo esas palabras. Ni yo, siendo el mejor guerrero del reino, pude hacerle frente —mencionó serio—. No permitiré que descubra quién eres.
Pero la chica se levantó del asiento, insistente como acostumbraba.
—Lovhos te ganó una vez, no veo por qué cualquier otro no pudiera a estas alturas.
Lancelot quedó callado, ligeramente herido en su orgullo.
>>Quiero hablar con él.
Cristalline confiaba en su estatus. Pensaba que ese hombre que tanto obedecería hasta la muerte, seguiría al pie de la letra su orden, pues ya había hecho un deshonor frente a ella. No obstante, por mucho que la joven pensara que sería así por siempre, sus días de reina para su escudero, se habían acabado:
—Lo lamento, Cristal. Su padre me encomendó una misión que supera sus deseos en estos momentos.
Cristalline quedó boquiabierta escuchando sus palabras, y no pudo evitar expresar un desmedido desagrado; explotando con un arrebato infantil.
—¡Mi padre está muerto! —El hombre parpadeó— ¡Soy la reina! ¡Su maldito legado, y la que debe hacer flotar este reino! ¡Trátame como tal, maldita sea!
Pero tan pronto como calló, un silencio incómodo y estresante entre ambos fue la cuna de sus palabras, tan tajante, que dolía en los tímpanos:
—Usted no nació para ser reina, y desde que su padre murió, estas tierras fueron condenadas —sentenció.
La chica abrió los labios de asombro, y Lancelot volvió a revolver sus ropas en el armario. Quedó en silencio viéndolo hacer lo que mejor se le daba: actuar por órdenes.
—Llevaremos poco equipaje. En la ciudad compraremos atuendos más adecuados para pasar desapercibidos —volvió a hablar.
—Cómo osas... —espetó Cristalline.
Lancelot se giró hacia atrás, extrañado de su respuesta. Y cuando su rostro se desvió hacia ella, la mano de la joven se levantó, dándole una bofetada con fuerza.
—Tú no eres ningún escudero —mencionó severamente enfadada—. Eres un maldito perro que sólo obedece a mi padre incluso después de su muerte, ¿me equivoco? De hecho, estoy segura de que nunca me tuviste en cuenta como reina.
Lancelot mantenía sobre sus brazos la ropa que había seleccionado con sumo detalle: pantalones desgastados que llevaba tiempo sin usar, camisetas y blusas con pequeñas humedades que debían tirarse pero se habían olvidado en las esquinas del armario, y algún que otro zapato de cómodo caminar.
Sus brazos estaban cargados, y la quemazón de sus manos era un mártir constante en su piel, provocando agobio a cada momento y atentando a su paciencia. Su ceño se había fruncido, y aunque Cristalline pensaba que callaría y obedecería como siempre hacía, esta vez, fue diferente.
Dejó caer la ropa al suelo, y mientras la chica parpadeaba asombrada por su comportamiento, el hombre la sujetó de los brazos, clavando los adoloridos dedos sobre su piel.
—Se acabaron tus días de reina, Cristal —habló, y en su voz, el respeto que siempre usaba en el habla, desapareció—: Tu padre me ordenó cuidar de su reino tanto como a ti, pero cuando me expresó con sus últimas palabras, momento que no estabas ni presente, cabe decir; que cuando ambas situaciones se vieran en compromiso, te eligiera por encima de todo.
>>Sus órdenes, quebrantando mis principios, fueron un duro golpe en mi honor. Mi pecho late con fuerza y me ata con vigor para que me detenga. Impasible y sereno, como me ves, no es mi humor en estos instantes. Pero acepté una última palabra, y pienso cumplirla aunque eso me suponga la vida.
Apretó sus manos con fuerza. Le dolían, pero decidió mantener su agarre.
—Me da igual que te eches a llorar como una niña, o que me golpees cuando te dé un arrebato. Todo eso es molesto, bastante molesto —repitió, intentando que recapacitara sobre sus acciones—, pero ya es suficiente de tus impulsos adolescentes. Todo esto se ha originado por tu disparatado plan de querer quedar embarazada, y ahora, tu vida corre peligro y no quiero ser yo quien lleve tu cuerpo frío y duro hacia la tumba que, además, cavaré con mis propias manos —Frunció su ceño, cogiendo una gran bocanada de aire y sosteniendo sus palabras con la mayor fuerza que disponía en esos momentos—. Así que recoge la maldita ropa del suelo, y guárdala en una maleta, porque nos vamos.
Por primera vez, la reina había sido ordenada, y a su vez, arrinconada y despojada de sus títulos.
Ni siquiera fue tratada como un igual, sino como un sirviente que evitaba trabajar con diligencia.
En las ajetreadas calles del reino, Lovhos había sido arrastrado por diferentes puestos de ventas. Maeve lo llevaba a tiendas de telares —emocionada de ver tanta variedad siempre que iba—, por bares, invitándolo a degustar la cerveza del territorio, y a tabernas destacadas por sus inverosímiles pero deliciosos platos.
—Este es mi preferido —habló delante de la entrada de una de las tabernas.
Su puerta dibujaba un arco en la parte superior, con su curva marcada por el atento detalle al ladrillo, flores, y un cartel que invitaba a entrar a cualquiera que tuviera curiosidad por su diseño: "Taberna Vall. Refugio de dioses"
Lovhos observaba en silencio, con rostro impasible, pero ligeramente asombrado. Cada vez que volvía a la realidad e ignoraba la conversación de la mujer, volvía a recordar el malestar que llevaba en su garganta. El nombre de esa taberna tampoco lo ayudaba mucho.
—¿Entramos? —Maeve lo sujetó del brazo, tirando con delicadeza hacia dentro, y él se dejó llevar.
En su interior se vestían mesas de piedra maciza acompañadas de sillas de madera; estas de gran peso debido al material que habían usado para decorar el local, y con tela grisácea tapando sus asientos. Una vez sentados, sobre ellos colgaba una lámpara, alumbrando con tenue luz de velas donde comerían.
—¿No es bonito? —Maeve apoyó los codos en la mesa observando al hombre distraerse con la decoración, el barullo de la gente de su alrededor, y el ambiente que las velas creaban.
Lovhos miró hacia ella, y con ligereza y habiendo olvidado su condición, abrió sus labios intentando expresarse. Sin embargo, lo único que pudo sacar fue un simple "Mm-".
La mujer no tuvo que esforzarse para ver el desánimo que había aparecido en un instante en su rostro.
—No te preocupes —murmuró—, aunque no tenga nada para ayudarte en mi medicina, deberías recuperarte pronto. Eres joven y fuerte, tu cuerpo hará lo que sea por volver a como estaba.
Lovhos suspiró.
—¡Buenas tardes, mis fieros clientes! ¿qué les apetece comer? —Las comisuras de Maeve se levantaron, y Lovhos arqueó una ceja escuchando su fantasioso espectáculo.
—¡Buenas, buen señor! ¡lo de siempre, si puede ser!
—¡Por supuesto, señorita! ¿y para usted? —esbozó una tremenda sonrisa, la cual, Lovhos no imitó.
—Sírvale lo mismo. Ya que es mi invitado, debo asegurarme de que le guste el local —sonrió, y el camarero parpadeó.
—¿Lo mismo? —echó a reír—. Está bien, ¡pero luego que no se arrepienta! —Maeve expresó una pícara sonrisa mientras el hombre se iba y luego miraba hacia Lovhos. Permanecía cabizbajo.
—¿Quieres irte? —mencionó seria.
Sin embargo, para su sorpresa, negó con la cabeza.
A sus alrededores habían un sinfín de mesas ocupadas, y cada cual mantenía diferentes grupos destacados por su patrón recurrente en el local: soldados, familias con hijos, o parejas.
Un pedido por aquí, otro por allí, y otro hacia el fondo. Bebidas, platos hasta arriba, y todos con unas pintas deliciosas: "Mjolnir" en una mesa, nombre característico de una de las armas celestiales como el martillo de Thor, convertido en una chuleta con posición elevada, simulando vagamente la herramienta. "Hela" conocida como la diosa de la muerte y, sobre la mesa, un estofado que olía a humedad, pero en el paladar, una deliciosa elección. "Gunnr" la valquiria que mismo nombre significaba batalla, en un plato que debías pelear más por apartar las espinas de un pescado, que disfrutar de su carne.
Lovhos escuchaba una y otra vez nombres característicos de esas leyendas, intentando ignorar su procedencia y la realidad que había descubierto hace apenas unos días. Su ceño se frunció ligeramente. ¿Por qué Maeve lo había llevado a ese lugar?
—¿Te incomoda? —Finalmente, rompió el hielo como si supiera en qué demonios estaba pensando.
Lovhos la miró con asombro.
—Tantos nombres celestiales, tanta mitología, y tú descubriendo que todo lo que oyes probablemente sea verdad —su tono de voz se había agravado—. ¿Sientes envidia por todos ellos? ¿Todos ellos quienes no saben ni la mínima fracción de lo que es real y lo que no? ¿del poco tiempo que te queda, y de sus risas ignorantes a ese hecho?
Si bien la garganta del pueblerino había llegado a un punto donde podía estar cómodo y no sentir molestia exceptuando la ligera quemazón que aparecía de vez en cuando, en el momento en el que Maeve empezó a decir exactamente lo que pensaba, pudo apreciar el dolor en su trago y respiración una vez más. Un dolor que lo hacía retorcerse en silencio cada poco tiempo.
—Lancelot me cuenta todo, hasta cuántas rayas tienes en las marcas: noventa y cuatro, para ser exactos —Lovhos alzó las cejas—. También me cuenta tus desvaríos y tus ataques de ansiedad —Cruzó los brazos, suspirando y mirando hacia él.
>>Entiendo que no puedas hablar, aunque seguramente tampoco me lo hubieras dicho de poder, pero, ¿qué te ha ocurrido en el pasado para que estés teniendo esos episodios? No es raro que alguien te amenace de muerte en algunas situaciones, pero tu reacción es excesiva.
Por alguna razón, estaba empezando a sentir desagrado al estar con ella, pues tocaba temas que no quería recordar, además de hablar sobre él sin tapujos.
—¿Estás exagerando, Lovhos? —y en lo que el silencio aclamaba respuestas y sus ojos se encontraban, la comida llegó.
—¡Yggdrasil para ambos! ¡La famosa ensalada hecha de enredaderas y toques dulces al paladar!
Los ojos de Lovhos no se separaron de la enfermera, con las manos del camarero traspasando entre ambos, y el olor del plato inundando sus fosas nasales. Sin embargo, esta vez, el mirar del pueblerino fue un poco más desafiante. Estaba empezando a molestarse, pues sospechó que traerlo allí, fue planificado desde el principio.
—Que aproveche —mencionó Maeve mientras desviaba su mirada y sus brazos hacia el plato.
Lovhos cogió el tenedor con lentitud, observando las decoraciones del mismo. Era brillante y su grabado abstracto estaba perfectamente dibujado en su metal. Qué manos más habilidosas habían sido las que forjaron ese delicado pero necesario utensilio.
Hundió los dientes del tenedor en la ensalada y apretó con fuerza entre los vegetales que tenía: un poco de lechuga, zanahorias, y muchos más ingredientes que no supo diferenciar. Aunque, entre todos los condimentos que tenía, se encontró con una uva. ¿Una uva en una ensalada?
Frunció su ceño ensimismado, intentando atraparla con un ligero jugueteo. Maeve masticaba y lo observaba batirse en la batalla entre el tenedor y la uva, curiosa y divertida de verlo con algo más que una personalidad derrotista.
Y cuando por fin la atrapó, la levantó frente a su cara. La observó con tranquilidad, con su característico color morado... o tal vez violeta. Nunca supo diferenciar qué diferencias tenían esos colores. Igual que el lila. Eran nombres inútiles para colores muy parecidos.
Se la metió en la boca y mordió, viendo a Maeve observarlo con una ligera sonrisa.
Lovhos parpadeó, e instantáneamente desvió sus ojos, algo avergonzado.
—Y yo que pensaba que la voz no era lo único que te habían quitado —rio—, tienes ternura después de todo. Me pregunto qué clase de persona serías si sepultaras esa tristeza que te opaca.
Lovhos volvió a suspirar.
Ciertamente... él también llegó a preguntárselo alguna vez. ¿Encontrarse a sí mismo? Parecían palabrerías de monjes o ejercicios inventados por alguna curandera. Pero por otra parte, haber experimentado tanta tristeza, desgracia y apatía, era el motivo por el que nunca llegó a mostrarse tal y como era.
Se preguntó una y otra vez, mientras las plantas se enredaban en su boca al moverlas con la lengua, y la zanahoria se le escapaba de sus muelas... ¿qué clase de personalidad tendría, si hubiera vivido como una persona normal?
Miraba hacia su alrededor, viendo niños reír con sus padres, soldados celebrar sus descansos, y parejas mostrar amor; o incluso, alguna que otra discusión inverosímil. Le hubiera gustado probar eso alguna vez.
¿Hubiera sido una persona seria? ¿o por el contrario, un hombre que le gustara hacer reír a la gente? ¿Un profesor para enseñar? ¿o un minero orgulloso de su trabajo? ¿Qué le gustaba hacer, para empezar?
Para cuando miró su plato, ya lo tenía vacío.
Maeve estaba terminando el suyo, pero sumamente feliz de verlo pensar por sí mismo de vez en cuando.
Posó los cubiertos sobre la piedra y apoyó los codos en la mesa. Se llevó una de sus manos a su garganta, y casi como si estuviera reuniendo el valor para saltar por una cornisa, cogió una gran bocanada de aire:
—Hes... —arrugó su cara. Sus dedos se incrustaron en la carne quemada y apretó con fuerza. Sabía que no lo conseguiría, pero no pudo ni mencionar en orden sus letras, ni sacar siquiera una ligera vibración. Volvió a bajar su mano, apenado.
Maeve parpadeó.
—Debes tener paciencia, Lovhos —mencionó.
El camarero del local apareció una vez más, interrumpiendo el decaído ambiente que se creaba con extrema facilidad, y mencionó con alegría:
—La tan preciada bebida que la señorita ama con locura: el brebaje de ángeles.
Lovhos parpadeó al ver el vaso. Alto, fino, y con un color amarillento. Su líquido todavía daba vueltas, siendo revuelto con esmero justo antes de traerlo. La parte superior formaba una espiral entre una blanquecina y beige textura, y su olor, extrañado de que una bebida tuviera olor; era cítrica con un toque dulce aromatizado.
—Que aprovechen, fieles guerreros —habló el camarero y se retiró.
Maeve sonrió.
—¿Cómo quieres hacerlo? —juntó sus manos—. ¿De un trago como un hombre en necesidad, o un sorbo como la alta cuna con sus innumerables platos en la mesa?
Lovhos miró el vaso, luego a ella. Lo juntó en sus labios, y se mantuvo sin beber.
—¿Es eso desconfianza? —dijo burlesca.
El pueblerino alzó las cejas con una ligera mueca sonriente tras su frase, y bebió, pero para sorpresa de nadie, un pequeño sorbo.
—¡Así pierde toda la emoción! —mencionó riendo.
Sin embargo, agradeció por su vida haber dado un simple sorbo, pues a medida que el líquido bajaba por su boca y garganta, empezó a sentir un ardor quemar sus entrañas. El estómago se revolvió y una fuerte presión en el pecho lo asfixió varios segundos.
Apoyó las manos en la mesa y se levantó con rapidez, girándose hacia un lado y empezando a toser con locura.
Maeve rio.
—¡Lo había olvidado! —mencionaba entre risas— ¡con la herida en la garganta tiene que estar ardiendo como el infierno! —volvió a reír mientras Lovhos se retorcía con la quemazón, llevándose las manos al pecho desesperado.
>>¿Puedes respirar? —no podía dejar de reír.
Lovhos miró hacia ella, con cejas curvadas y con una expresión que marcaba detalladamente la pregunta: "¿Por qué?"
Maeve suavizó su rostro y habló serena:
—Bien hecho.
El hombre parpadeó. "¿Bien hecho?"
Se acomodó.
—Sientes dolor, igual que todos los demás, sientes la necesidad de detener el tormento cuando te sucede, como cualquier otra persona, y sientes la necesidad de seguir respirando, aunque te hayan cortado las cuerdas vocales —La chica cogió aire para seguir hablando, apoyando los codos en la mesa una vez más, y acercándose a él con una extrema seriedad—: Pudiste haber muerto en el castillo, pero no lo hiciste.
El barullo en el local se había disipado ligeramente, pues los soldados volvían a sus puestos de trabajo, y las familias a sus hogares.
>>No lo has dicho, pero el no tener un propósito en la vida se plasma en tu cara cada vez que te pierdes en tus pensamientos, hasta el punto de pensar en suicidarte —frunció su ceño.
Los ojos de Lovhos se apartaron de su rostro, los cuales habían estado clavados en sus labios con asombro. ¿Tan obvio era?
—Pero, ¿te has dado cuenta? —El hombre volvió a mirar hacia ella—. Eres un cobarde. Tanto, que no eres capaz de quitarte la vida. Y si me equivoco, dime —miró su garganta—, ¿por qué quemaste la herida? ¿no era acaso una muerte digna para ti? —esbozó una sonrisa—. Dudo que ese haya sido el motivo.
El rostro del hombre se arrugó. Odiaba admitirlo, e incluso, ni siquiera había llegado a pensarlo, pero tenía razón. Esa maldita enfermera tenía razón. Era tan cobarde que no podía matarse.
—Si realmente quieres morir, lo primero que tienes que tener es valentía —Levantó su mirada, encontrándose con la del hombre y esbozando una seriedad ascendente—: si el motivo por el que sigues vivo es tu falta de coraje, contrataré al primer sicario que encuentre para que te mate de una maldita vez.
>>Pero por el contrario, si estás tan triste y depresivo que no encuentras motivación para seguir viviendo, piensa en una cosa: sufres igual que todos los demás, y esta bebida quema en tu boca y garganta como le quemaría a cualquiera. Todos pasamos por lo mismo, y aunque tu destino sea diferente al de la niña de la cuna más alta que hay en este territorio, cada uno debe pelear por lo que le depara.
Maeve sujetó su vaso con fuerza, acercándolo al suyo y brindando sola.
—Si quieres seguir viviendo —sonrió con una mirada provocativa—, enfréntate a ese endemoniado ángel y gánate tu libertad.
Se bebió el vaso con tanta rapidez, que Lovhos quedó asombrado; devolviendo el cristal a la mesa de un golpe.
—¡Buen provecho! —exclamó.
Las manos del pueblerino temblaron durante unos instantes. Sólo de pensar en enfrentarse a una persona lo asustaba. Tenía miedo, mucho miedo, y más si se trataba de aquel ser. ¿Pero era posible siquiera?
Aferró los dedos en su vaso, vacilante de levantarlo, y lo acercó a sus labios. Maeve quedó sorprendida de verlo levantar el cristal una vez más, y con ojos cerrados, empezó a tragar con rapidez.
Su cuerpo se mareó y un fuerte dolor en el pecho lo balanceó. Maeve se levantó con prisas y se situó a su lado, riendo y mencionando con sus blanquecinos dientes asomados:
—¡Te has pasado! ¡eso sólo puedo hacerlo yo! —reía mientras lo sujetaba y las manos del hombre se desviaban a su pecho, adolorido—. ¡Ahora eres la segunda persona que ha logrado hacer eso a parte de mí!
La taberna empezó a gritar viendo la escena, pues sufriría de un malestar tremendo toda la tarde. Pero había hecho lo que ningún otro quiso probar: beberse el brebaje de ángeles en menos de dos segundos.
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