Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

13 - Benedicta

Resonó un golpe seco en las puertas del castillo, se abrieron de par en par aun siendo altas e inmensamente pesadas, y los pasos de las botas de tela se escucharon como si de un caballo a trote se tratara.

La sala quedó en silencio en segundos, y mientras Uriel avanzaba entre paredes de piedra y suelos de ladrillo cincelado, los guardias corrieron hacia él para detener su avance. Pero, tan pronto como se acercaron y este posaba su talón, el suelo crujía y se resquebrajaba.

Una advertencia, como los religiosos dirían, para mantener las distancias.

Aunque todos ellos tuvieran el arma desenvainada, ninguno fue capaz de acercarse ni hacerle frente, pues sentían como si algo... les dijera que no era un enemigo.

Como si algo les insistiera en que no era a él a quien debían advertir ni amenazar, sino al que se debía de escuchar y aceptar.

—¡Lovhos! —gritaba por todo el castillo— ¡¡Lovhos!!

El pueblerino se había aseado y sentado en la cama.

Su cabeza estaba hecha un lío, pero a la vez, sumamente embobado. Había disfrutado de aquel encuentro mucho más de lo que esperaba, y aunque la reina había ido con una meta meramente política, deseaba que también lo hubiera disfrutado tanto como él.

Pensó que sería incómodo y desagradable, pero lejos de la realidad, habían conseguido que todo saliera sobre ruedas. Debía agradecer a la enfermera por haberlos acompañado.

—¡¡Lovhos!! —La puerta de su habitación salió volando por los aires, haciendo un estruendo al otro lado de la pared.

El pueblerino abrió los ojos de par en par, y vio a Uriel entrar por la puerta.

—¡¿Quién ha sido?! —gritó frente a él.

—¿Quién...? —Se había levantado de su asiento en un instante. Estaba totalmente desorientado tras ver la madera volar.

—¿A qué maldita mujer... has dejado que tome tu descendencia? —juntó su rostro, severamente enfadado.

—¿Qué? —parpadeó— ¿No habías dicho que aprovechara mis días con mujeres?

—¡Puedes acostarte con quien quieras, pero querer expandir la semilla de un dios, es otra cosa!

—¿Qué... diferencia hay?

El ángel suspiró y arrugó su nariz, intentando calmarse. En parte, no le había explicado nada.

—¿Quién ha sido?

Lovhos frunció su ceño, desconfiado del agresivo temperamento que empezaba a acostumbrarse.

—Has lanzado la puerta de una patada —mencionó confundido, con los ojos clavados en la madera—, no es que me importe decirlo, pero no me siento cómodo compartiéndolo contigo —desvió su mirada.

>>Además... ¿qué tiene de malo que los dioses vuelvan? Si el mundo así lo quiere, y por algo habré nacido, será porque los necesita.

El intruso quedó en silencio varios segundos.

—Eres estúpido hasta la médula.

Lovhos miró hacia él, escuchándolo hablar nuevamente:

—De cualquier forma, la encontraré —suspiró molesto—, pero dime, Lovhos, ya que la curiosidad te aflige. ¿Cuánto hace que no ha caído una tormenta que arrase con pueblos y aldeas?

El pueblerino frunció su ceño, desconcertado.

>>¿Cuánto hace que plagas que destrozan las cosechas no aparecen? ¿Y cuánto hace que la peste no avanza entre los hombres?

>>¿Cuánto hace que el mundo no presencia una calamidad?

El hombre quedó atónito, con los ojos clavados en su mirada, y Uriel sonrió:

—¿Lo vas entendiendo?

—Pero... ¿eso lo hacen ellos?

Uriel agravó su voz:

—No tienes ni idea de lo que serían capaces por un poco de diversión.

Segundos después, Lancelot apareció en la puerta acompañado de un sinfín de guardias.

—¡Alto! —exclamó, quedando atónito al ver el bastidor destrozado.

Ambos miraron hacia atrás, y Uriel habló una vez más:

—¡Volvemos a encontrarnos, valeroso guerrero! ¿le ha preocupado mi entrada? —Ladeó su cabeza, soltando un suspiro de gracia—. No se preocupe, no vengo a hacerle daño, aunque se está resistiendo a darme un nombre.

El escudero dio un paso adelante.

—¿A qué has venido esta vez?

—Un nombre, escudero. La mujer que guarda el hijo de un dios en su seno.

Lancelot alzó las cejas de asombro, y su mirada se juntó con la del pueblerino. ¿Por qué la quería?

—¿Qué quieres de ella?

El ángel estiró su cuello con ligera molestia. Estaba empezando a cansarse.

—Una tarde junto a un ser celestial, el cual recordará el resto de su vida. Un maldito instante en el que descubra que el encuentro carnal entre humanos es sólo la punta de un iceberg, y que lo que le queda por ver, superará con creces lo que ha vivido hasta ahora.

Lovhos quedó asombrado. ¿Qué diantres era un iceberg?

—¿Piensas hacerle daño?

El ángel sonrió.

—Eso dependerá de qué haya después de la muerte para ustedes. Tal vez... sea liberada, como ciertas tribus lejanas pronuncian.

Lancelot apretó el mango de la espada, y sin previo aviso, la blandió hacia él.

Uriel esquivó con rapidez, y Lovhos se apartó hacia atrás.

—¿Así es como un honorable escudero ataca? ¿te has ganado ese puesto de tal forma?

—Fuera del castillo —advirtió.

Uriel mostró los dientes entre su sonrisa, desenvainando.

—Me encantaría ver cómo lo intentas.

Llevó una de sus piernas hacia atrás, y en tan sólo un parpadeo, se abalanzó hacia el escudero.

Lancelot alzó la espada con rapidez, habiéndole dejado apenas un segundo para reaccionar.

Si no lo hubiera bloqueado, estaba seguro de que habría muerto al instante.

—Grandes reflejos —murmuró el ángel en su rostro.

Dio varios pasos adelante, y Lancelot retrocedió sin poder evitarlo, quedando en la pared del pasillo arrinconado.

Los soldados sacaron sus espadas y, en un intento de ayudar a su superior, se abalanzaron hacia él.

Los verdes ojos del escudero resplandecían con cada brillo de las mañanas. Los candiles dejaban una ligera traza de naranja en sus ojos, dejando salir una pizca de amarillo por la mezcla, y muchas veces reflejaban lo que tenía delante de él por su pálido color.

Esos ojos plasmaban en su pupila nítidamente lo que lo rodeaba, y en un instante, donde la realidad se tornó a fantasía y la cordura de los hombres se dobló como una espiral desorientada, vio lo que jamás pensó que sería testigo:

Alas blancas saliendo de la espalda del hombre. Grandes, resplandecientes, y con un calor que aparentaba ser la cuna de donde había nacido.

Los soldados de su alrededor se estamparon con ellas, y los que quedaron atrás, no se acercaron.

Los brazos del escudero temblaron, absorto en la inconcebible experiencia que estaba experimentando, y cuando se tambaleó en su defensa, Uriel no desaprovechó la oportunidad.

Separó las espadas, y desde un lateral, arremetió con ingente fuerza.

Lancelot, atónito, se dejó caer al suelo, esquivando con apenas décimas de segundos, y miró hacia arriba.

La pared había dejado una línea por donde la espada pasó. La piedra se había cortado como si de un pan mañanero se tratase.

—¿Te costaba entender qué clase de ser celestial era? —habló Uriel—. No te preocupes, es normal para ustedes no creerse las cosas hasta verlas.

Lancelot seguía parpadeando, estático en el suelo.

Lovhos avanzó tras él, sigiloso y con los nervios a flor de piel, pero con el temple equilibrado, y alzó el brazo; sacando una ligera llamarada de sus dedos, y apuntando a la espalda del ángel.

Uriel, al notar un ardor provenir tras sus alas, se giró con rapidez, desviando la espada hacia atrás.

Lovhos no se movió, todavía en un estado de shock, y la hoja del ángel, tan rápida que apenas daba tiempo a esquivar, rasgó su garganta en un corte inesperado.

La mano del pueblerino se dirigió hacia el lugar, y parpadeando, no fue capaz de ver la gravedad de la lesión hasta mirar hacia abajo:

Sangre brotando sin parar por todo su pecho, y dirigiendo su otra mano a su garganta con rapidez.

Lancelot hinchó su torso de aire, e instantes después, gritó desesperado.

—¡Lovhos!

Uriel frunció el ceño.

—Eres un maldito imbécil —espetó. De alguna forma, y por el rostro que había mostrado, parecía que no quería hacerle daño. Pero tampoco esperaba que no se moviera del sitio.

Las cejas del pueblerino se arquearon, expresando un ingente miedo salir de su mirada, y el ángel habló:

—O lo atiendes ya, o morirá en segundos —advirtió al escudero.

Lancelot parpadeó, y se levantó con rapidez hacia él.

Posó sus manos en su garganta y lo tiró al suelo, presionando tanto, que casi lo ahogaba.

—¡Cálmate! —expresó— ¿Puedes curarte? ¿puedes hablar?

Lovhos jadeaba asustado. Estaba más que claro que no podía hacer nada.

Uriel frunció el ceño, y suspiró profundamente. Guardó sus alas y se fue del castillo.

Lancelot miró hacia atrás, viéndolo irse.

Buscaba a la chica, pero al casi asesinar a un hombre, se retiró. ¿Qué clase de ética tenía ese maldito ángel?

Lovhos, como última opción, y antes de perder la consciencia, juntó los dedos con la herida.

Lancelot no dejaba de presionar, y mientras las manos del pueblerino rodeaban las suyas, notó un tremendo calor salir de ellas.

El fuego azul verdoso salió de sus dedos, y el escudero, con la boca abierta y el ceño fruncido, aguantó con todas sus fuerzas la quemadura que estaba sintiendo sobre sus placas.

Lovhos quemó su garganta, y su herida, cicatrizó en un instante.

Lancelot apartó las manos con rapidez, viendo la marca quemada en su piel, y al pueblerino quejándose desesperado del dolor que sufría.

El olor a carne quemada lo estaba asfixiando, y sus manos dolían como si las hubiera metido en una chimenea al rojo vivo.

Arrugó sus labios, presa del pánico, y gritó:

—¡¡Maeve!!

—Ha eclosionado, mi señor —habló el domador de Roshvalig.

Ländo se levantó de su asiento y avanzó junto a él, dirigiéndose a la sala que resguardaba la nueva criatura.

Habían acomodado un sinfín de piedras alrededor del huevo, imitando el nido de donde había sido encontrado. Pero para sorpresa de todos cuando llegaron al lugar, la pequeña criatura, esta con un gran parentesco a un caballo cualquiera pero con seis patas, estaba golpeando las rocas hacia afuera.

Acababa de nacer, y su instinto ya lo estaba empujando a hacer cosas para su supervivencia. La naturaleza no daba descanso ni a los infantes.

—¿Un caballo, de un huevo? —habló el rey.

—Sí, mi señor. Además, parece estar sumamente incómodo en este lugar. Cree estar buscando a su madre, y todavía no sabemos de qué se alimenta.

Ländo quedó en silencio. Si ni su mejor domador entendía los actos de esa criatura, nadie más sabría qué hacer con él.

—Siga buscando una forma —miró hacia el hombre—, y si no reacciona, siga intentándolo.

El domador asintió, echando un último vistazo al animal.

Qué clase de criatura era esa, la cual no se alimentaba ni de carne ni de plantas, y que además, su primer instinto al nacer era alejar todas esas piedras de su nido. Qué ser más extraño.

—¿Lovhos? —habló la enfermera—. ¿No puedes hablar?

Se había situado de cuclillas frente a él, mientras este permanecía sentado en la cama.

Se había llevado una de sus manos a la cicatriz, notando rugosa y áspera la zona, y volviendo a apartar la mano del lugar.

Abrió los labios, ligeramente, e intentó esbozar alguna sílaba. Sin embargo, lo único que pudo sacar fue un ligero tono forzado.

Maeve parpadeó asombrada, y a la vez, preocupada. Se levantó y miró hacia Lancelot, quien esperaba a su lado, acompañado de la reina.

—No... quiero dar una sentencia ya, pero es posible que no pueda hablar, al menos, hasta un par de meses. Tiene la garganta destrozada, y gracias a dios que se le ocurrió quemar el corte —echó un vistazo hacia atrás—, de lo contrario, hubiera muerto.

Lancelot tragó saliva. Estaba increíblemente apenado por él.

—Entonces, ¿ya no podrá usar su poder? —interrumpió Cristalline.

Maeve permaneció mirando hacia atrás, esperando que él mismo respondiera, pero no levantó la cabeza.

Se giró hacia ambos y negó con la cabeza.

La reina frunció su ceño, tanto de lástima, como de frustración, y se fue del lugar.

Lancelot la observó irse, pero no la siguió.

—¿Cómo tienes las manos?

Volvió a mirar hacia ella.

—No se preocupe. Estarán bien.

La enfermera arqueó las cejas. Sabía que eso no era cierto.

—No las oculte hasta que la quemadura desaparezca. Y tal vez deba dejar de cargar la armadura un tiempo. Se le ve estresado.

Lancelot suspiró cansado.

—Tal vez...

—Lo vigilaré, descansa —mencionó, dejando de lado su estatus.

Lancelot miró hacia ella y luego hacia el suelo, finalmente saliendo de la habitación.

Maeve se giró hacia atrás.

—Lovhos —alzó la voz, y él la miró—, vayamos a dar una vuelta por la ciudad. Estás bastante estable para haber perdido esa sangre, así que aprovechemos el día.

El pueblerino desvió su mirada, no quería moverse del sitio. Pero Maeve sujetó su mano y tiró de él.

—No voy a aceptar un no como respuesta —murmuró a su lado—, ¡vamos!

Para llegar a la ciudad cruzaron por jardines ostentosos en las entradas, bajaron inmensas escaleras, y tocaron calles ricas en decoración.

Ahora que lo pensaba, Lovhos nunca había visto esa zona, pues había sido arrastrado al castillo inconsciente. Estaba absorto en todo el paisaje que se había perdido.

Se mezclaron entre la gente, y vio un millar de personas yendo y viniendo sobre los caminos de ladrillo. Las casas eran de piedra, decoradas con balcones de madera, cortinas a juego con sus puertas, y flores en las entradas.

Era una ciudad hecha prácticamente de ladrillo en todos lados, pero le daba un toque acogedor.

Habían zonas donde el agua corría entre las rocas, y en esas diminutas rendijas, asomaban brotes de hierbas.

Todo el mundo comparaba ese reino con el de Fiurdem, pues aunque este destacara por su trabajada roca, también tenía muchas plantas para decorar.

A su vez, Fiurdem era algo más pobre, y sus caminos estaban hechos de tierra. Sin embargo, gracias a que la naturaleza seguía recorriendo sus calles, muchos árboles habían enraizado en todas partes. Sus plazas eran grandes y abarrotadas de gente, y todos vestían preciosos vestidos y trajes para degustar el fresco aire que las plantas ofrecían.

Inostreya contaba con bancos de piedra, y Fiurdem de troncos; empezando a quemarse.

Inostreya disfrutaba de su soleado día y delicadas tiendas al aire libre, y Fiurdem estrenaba un cielo grisáceo debido a las llamas, y sus puestos de comercio vacíos y envueltos en ceniza.

Inostreya festejaba día y noche con cánticos en las plazas los días relucientes, y Fiurdem, en sus explanadas, daban la bienvenida a un nuevo estilo de decoración: muertos en todas partes.

Fiurdem, por primera vez en mucho tiempo, había cambiado sus preciosas vistas por un escenario que todo el mundo odiaba, temía, y evitaba: un escenario de guerra.

—¡Por aquí! —gritaban los soldados sacando el mayor número de civiles de las calles.

—¡La zona norte está arrebatada de ellos! —gritaba otro, desesperado.

—¡Pues nos vamos al sur! ¡alguna salida tendrá que haber!

En sus oídos, una melodiosa canción hecha de gritos, madera crepitando, y llantos a la distancia. El hierro fundido apestaba, y la vista de los grandes árboles, antes adornados con pétalos rosados, daban paso a un cuadro resaltado.

Qué bella armonía, la naturaleza siendo quemada con el fuego, y tras él, intentando volver a nacer sobre sus cenizas.

Las almenaras de las atalayas prendían con fuerza. El aviso estaba dado, y sólo les quedaba esperar a que alguien los socorriera.

Sin embargo, Inostreya había sido atacada en su interior por un ser celestial, ahora desaparecido, Voldian no ayudaría debido a su posición en la guerra, y Roshvalig, aunque tuvieran un acuerdo neutral, decidió no ir, pues estaba ensimismado por su nueva criatura que, quién sabe cuándo, podrían usarla para defenderse o atacar.

Se habían quedado solos, y de eso, nadie se enteraría hasta que el castillo hubiera quedado arrasado.

Cyrus fue iluso. Tan iluso, que pensó que no estaría solo en esa maldita guerra.

Pero al final las leyendas siempre cuentan la misma historia: los reinos que caen, y los reinos que sobreviven. Curiosamente, nunca suele haber un reino neutral en ellas.

Tal vez por ese mismo motivo estaban siendo aplastados como si de insectos se tratara.

—Y he aquí el motivo de su propia extinción. El motivo por el que el reino de los humanos nunca ha merecido descanso, y siempre me mantengo allí donde se necesite.

El fuego de la ciudad ardía con llamas de varios metros de altura. La gente a su alrededor peleaba con la piel llena de rasgaduras y la carne de cortes. Los niños gritaban y las madres lloraban.

Todos ellos con una misión en ese lugar; la cual en conjunto, creaban un lienzo macabro.

—He aquí el motivo por el que nunca descanso, y el motivo por el que, vaya donde vaya, sé que no habrá final.

Un lienzo rojo: de sangre, naranja: del fuego, y azul: del cielo estrellado.

—Nunca aprenderéis —Se llevó la mano a la frente—, nunca seréis capaces de comprender.

El suelo empezó a temblar, y un estruendoso sonido salió de las entrañas del núcleo de la tierra.

Los soldados se tambalearon, y las ligeras casas quemadas, cayeron con el movimiento.

La ciudad quedó en silencio durante unos instantes. Qué silencio tan agradable. Qué silencio tan relajante y calmado.

Un silencio que Cyrus vio desde su ventana, entre todo el caos y lejanía, sobre un hombre que llevaba en la espalda alas blancas.

—Almas perdidas —mencionaba, y en segundos, todo el mundo lo miraba—. Almas que alimentarán los cielos con sus ruegos, y sufrirán en la eternidad por su pecado.

Dio un paso. El suelo se quebró.

Dio otro paso. Un terremoto se originó.

El tercer paso, una manzana destruyó.

Y el cuarto, el castillo se resquebrajó.

Fiurdem allí donde lo conocían, bello y resplandeciente, cayó en un hoyo sin igual. Y en donde debía estar el territorio y su ciudad, sólo quedó una cosa: ruinas y polvo.

Un gigantesto palacio se derrumbó en cuestión de segundos, y la ciudad entera se sepultó en sus propias construcciones. No hubo árboles, ni personas, ni animales que sobrevivieran a esa caída.

Uriel cerró los ojos, en el centro de la calamidad que había creado, y cogió una profunda bocanada.

—Benedicta —murmuró—, ojalá estuvieras aquí para ayudarme en mi misión.

Un profundo pesar se acogió en el corazón del ángel. Ese que pocos habían conocido y una imagen de asesino se le había adjudicado.

Ese que clavó su espada en el suelo, se arrodilló tras ella, y sus alas lo rodearon.

Esa criatura que mantenía una férrea figura, pero en su interior, sólo buscaba una cosa: justicia.

—Que el cielo se apiade de vuestras almas —sentenció.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro