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12 - Sangre blanca

—Y cuando el reino se alce con su único rey, será cuando miren hacia atrás...

>>Pensarán. Pensarán una y otra vez: ¿Ha valido la pena? —Sobre las mesas reverenció a su público, alzando los brazos y orgulloso de su obra.

La gente en la taberna empezó a aplaudir y a gritar.

Un bardo ambulante había sido el mejor con diferencia en ese espectáculo, el cual tal evento se llevaba a cabo cada mes para honorar sus artísticos trabajos.

Ese hombre parecía llevar años de experiencia en los escenarios, y su inconfundible figura lo hacía lucirse fácilmente por donde quiera que fuera. Había dejado atrás a principiantes y a los más experimentados, destacando tanto en sus historias para el entretenimiento, como en el teatro corporal.

El bardo que ganara ese mes sería recompensado con el más importante evento de todos, el matrimonio entre dos naciones, y actuando en él como el mejor de su clase.

La caravana había llegado a las tierras fiurdanas hace horas, pero la noche había caído antes de su destino, deteniéndose una última vez en el camino.

—¿Estás nervioso, Gadiel? —habló la reina lerethiana en el campamento.

—¿Nervioso? ¿por qué? —el escudero permanecía de pie, dándole la espalda a su reina, la cual estaba bañándose en una palangana de costosa madera.

—Por ver a tu hermana de nuevo. Nunca os habéis llevado bien, ¿no? —deslizaba un paño húmedo por sus brazos, arrastrando consigo ligeras pompas de jabón sobre ellos.

—Si ver a mi hermana me pusiera nervioso, señora, tampoco podría estar en mi puesto ahora mismo.

Ilya echó a reír.

—¡Cierto, mi gran escudero!

Gadiel alzó una ceja y levantó una comisura, ligeramente orgulloso de su apodo.

Y como si no hubiera habido una conversación antes de esa, Ilya agravó su tono de voz:

—¿Has salido por tu cuenta de nuevo?

Gadiel miró hacia atrás. La sombra que la mujer proyectaba a través de las sábanas, estas colgando para ocultar su baño, lo atrajo con cierta peculiaridad.

—Así es.

—¿Y?

—Nada que haga cuestionar mi lealtad por usted —observó el suelo varios segundos—. Extraños rumores... sobre un dios. Pero desde que apareció el hombre y su habla, no se han dejado de escuchar todo tipo de cosas.

—Todo tipo de cosas, eh —murmuró la mujer, y Gadiel volvió a mirar hacia su sombra—. Ven.

El hombre suspiró, desganado, y entró entre las sábanas.

—¿Sí, mi señora?

—¿Y esa cara? ¿no te alegras de verme?

Gadiel sonrió con pereza.

—La he visto tantas veces desnuda que ya ha perdido su gracia.

La reina apoyó los codos en la madera, dejando el agua bajo sus hombros, y sus piernas cruzadas.

—Qué aburrido eres. Vamos, acércate.

Gadiel se sentó en el saliente.

—Dime, ¿tampoco sientes nervios porque te vaya a intercambiar a ese hombre, como parte del compromiso?

—Puedo traicionarlo cuando quiera.

—Ya... —sujetó su brazo, empapando la armadura—. ¿Y si sólo le dijera que te acepte por una noche?

Gadiel miró hacia ella.

—¿Una noche? —soltó un suspiro sarcástico—. Ese rey no aguantaría ni media noche.

Ilya echó a reír, y tras sujetar el brazo del hombre con su otra mano, tiró de él hacia el atrás.

El hombre cayó de espaldas al agua y sacó su cabeza con rapidez.

—¿Qué demonios hace? La armadura se oxidará —mencionó molesto.

—Vamos, Gadiel, que mañana me encontraré con mi prometido. ¿No quieres una noche juntos, como jóvenes huyendo de su destino?

—Muy graciosa... —Se sujetó con fuerza y salió.

Empezó a sacudirse con molestia. Sin embargo, debía despojarse de su armadura para secarla cuanto antes.

—Vaya... ¿Y qué hará ahora mi escudero en ese estado? ¿seguro que no quiere desnudarse?

—No —respondió con rapidez—. Iré a mi tienda. Salga ya, o cogerá un resfriado.

Ilya sonrió.

Maeve lavó la piel de la reina con una esponja humedecida. La deslizó por sus brazos, su torso, sus piernas, y finalmente, dedicó el resto del baño a peinar su pelo.

—Tiene una piel muy suave, mi señora. No sabe lo que daría por tener algo parecido —La enfermera sonrió amistosa. Casi nunca se veían a solas, y estar cerca de una joven que le recordara a su juventud, la animaba con emoción.

—Usted es bella por igual, Maeve. No debes sentir envidia —hablaba mientras sus mechones eran tirados hacia atrás con delicadeza—. Además, sus manos son capaces de narrar historias que ningún hombre ha podido, y sus ligeras arrugas en la frente destacan la experiencia que tiene en la vida.

Maeve parpadeó.

—Es muy amable, Cristalline. Aunque no me alegra que me diga que tengo arrugas.

—Lo siento, soy un poco torpe para dar cumplidos.

La enfermera rió.

Se vistió con un largo vestido azul; sujeto a la cintura con una cinta blanca bordada, y bajo el celeste de los vuelos, una falda blanca de tul. Así le daría un toque ostentoso y pomposo al moverse.

Se peinó con varias trenzas sobre la cabeza, y decoró sus mechones con flores amarillas.

Ya estaba lista.

—Se ve preciosa, mi reina —mencionó la enfermera.

Cristalline sonrió con ligera vergüenza. 

—Gracias.

Sin embargo, tan pronto como habían disfrutado de su breve encuentro, al salir de los aposentos, volvieron a la realidad.

Lancelot esperaba fuera para dirigirla hacia la habitación del pueblerino, y mientras que mostraba un rostro impasible mientras aguardaba a su reina, no pudo evitar expresar asombro cuando la vio salir de aquella sala.

—Mi reina... —quedó perplejo—. Se ve hermosa.

Cristalline alzó las cejas.

—Gracias... —desviando su cabeza hacia un lado.

Anduvieron por los pasillos. Lancelot liderando el camino, y Maeve sujetando la mano de la chica. Disimulaba, y de verdad que se esforzaba por disimular, pero era imposible no darse cuenta de su tiemble.

—No se preocupe, señora —murmuró a su lado—, estaré con usted en todo momento.

Cristalline asintió. Se sentía acompaña y segura. Sin embargo, la persona que más quería que estuviera junto a ella en esos momentos caminaba frente suya, serio y, seguramente, extremadamente molesto.

—Demos la bienvenida —un portavoz en las salas del castillo de Fiurdem habló—, a la reina Ilya, y a su escudero Gadiel.

Cyrus se encontraba en el trono sentado con un rostro severamente serio, y junto a él, Catriel con la mano en el mango de la espada.

—Buenas, Cyrus —habló Ilya—, veo que le ha llegado la noticia de nuestro matrimonio —Había sonreído con gracia al ver el ostentoso recibimiento—. ¿Todo esto es por mí?

—Bienvenida, reina Ilya —mencionó Cyrus—. Así es, esto es por usted. Aunque debo decir que saludo de igual forma a todos mis invitados.

—Qué agradable sorpresa —ignoró sus palabras, avanzando hacia el trono con ligereza—. Buenas, Catriel. Cuánto tiempo.

La escudera bajó su cabeza como saludo, y siguió formando.

Gadiel esperó a la distancia, observando a su hermana con desgana.

—Ilya —habló Cyrus—. ¿Hay algún motivo por el que me haya pedido esa proposición?

La reina sonrió.

—Por supuesto.

El reino esperaba expectante en sus casas las noticias sobre la respuesta del rey, y la mayoría de ellos, temían lo que se avecinaría si fuera una negativa:

El principio de la guerra.

—Sabe usted mis planes, Cyrus. Sabe mis intenciones, y sabe quién está conmigo en esta planificación. Pero también es sabido que usted no apunta a ningún bando. Sin embargo, rey Cyrus —cogió aire y sus cejas se alzaron, sonriendo con un sólo propósito: el de alzar las armas.

—Advirtió a Cristalline, ¿cierto?

Catriel arrugó su nariz con molestia. Cómo odiaba a esa mujer.

—Si eso es lo que le preocupa, señora, deba saber que mi boca no ha pronunciado una palabra que pueda tomarse como elegir a uno de los bandos.

Ilya echó a reír.

—¡Su escudera, Cyrus! ¡No me tome por estúpida!

Cyrus tragó saliva.

—Ella tampoco ha mencionado su reino ni sus planes.

La mujer giró su cabeza con una ligera sonrisa.

—Bien, entonces, ¿por qué no aceptaría el matrimonio?

Cyrus se levantó de su asiento, empezando a incomodarse sobre él.

—Me complace recibir dicha proposición, Ilya. Pero yo no siento lo mismo que usted.

—Por supuesto que no. Déjese de dar tantas vueltas, todo el mundo sabe que le gustan los hombres. Pero mi pregunta no ha cambiado. ¿Por qué no aceptaría el matrimonio?

El rey suspiró, incómodo.

—Porque mi reino se ha mantenido neutral durante largas generaciones, y así seguirá siendo durante muchas más.

La mujer se había empezado a molestar, sin embargo, Cyrus volvió a hablar, esta vez, más serio que nunca.

—Y, reina Ilya, si tuviera la simpleza de volver a tocar mis tierras, sin previo aviso, para proponerme algo así bajo unas condiciones de chantaje, no me dejará otra opción que advertirle: si ataca mi reino, puede que más de uno se vuelva contra usted.

Ilya quedó seria.

—Bien, de acuerdo —finalmente cediendo y cruzando los brazos—, aunque le puedo ofrecer una última propuesta para que recapacite.

El rey alzó una ceja, pensando en qué demonios se le había ocurrido ahora.

—Mi escudero es el famoso Gadiel, hermano de Catriel. Sabe usted bien qué tan buen guerrero es...

Catriel echó una pequeña mirada hacia su hermano, quien todavía se mantenía a la espera en la entrada.

—También sabe que es conocido por saltar de flor en flor, y por sosegar a un sinfín de jóvenes bajo sus brazos. Qué galán, ¿no lo cree?

—¿Qué insinúa, Ilya? Vaya al grano —insistió.

Ella sonrió.

—Si no acepta el matrimonio, tal vez, un día de estos en los que me aburra bajo tantos apetecibles almuerzos y aterciopeladas sábanas con olor a rosas... lo asesine con mis propias manos.

Catriel abrió la boca de asombro, moviendo ligeramente su armadura, y Cyrus frunció su ceño.

—No os lleváis muy bien, creo saber. Pero, ¿lo suficiente como para que no te importe la vida de tu hermano, Catriel?

Gadiel permaneció serio. No parecía haberle asombrado, y mucho menos pillado por sorpresa. ¿Acaso lo sabía?

¿No era él, el primero que huiría de un destino así?

—¿Cómo osa chantajearme, Ilya?

—No acepte —interrumpió su escudera, y Cyrus miró hacia ella.

—¿Qué haces hablando sin que te den permiso, lacayo? —la mujer espetó, molesta.

—No acepte —volvió a repetir, manteniendo su rostro impasible.

Cyrus cogió aire, y tras varios segundos en silencio, sopesando su respuesta, mencionó:

—Puede volver a sus tierras, Ilya. No habrá matrimonio.

Dicen que desde el exterior de las puertas se pudo escuchar el golpe que la reina dio a una de las columnas, envuelta en ira.

Gadiel se mantuvo a su lado, serio, y Cyrus y Catriel esperaron su ida tras el desahogo que tuvo con la piedra.

Había llegado al castillo con poca escolta, pero los mejores de ellos.

La caravana se había hospedado en varias posadas por la ciudad, y todos ellos, se habían dispersado por doquier.

Ahí fue cuando, con órdenes enviadas a través del escudero Gadiel y tras retirarse de la sala del trono, Ilya ordenó con la ira marcando cada centímetro de sus labios:

—Destruid la maldita ciudad.

Gadiel asintió, pero no sin una pizca de picardía.

—¿Pensaba asesinarme? —e Ilya respondió:

—Por supuesto que no.

El escudero no pudo evitar expresar un rostro incrédulo, pero finalmente, avisando a su guardia, extendida por todo el territorio, y ordenando atacar a todo lo que no fuera fiurdano.

—Lovhos —habló Lancelot a través de la puerta—. Vamos a entrar.

El hombre estaba sentado en el borde de la cama, nervioso, y con sus rodillas subiendo y bajando a gran velocidad.

Sus manos sudaban y su cabeza se sentía pesada. Estaba odiando con toda su alma ese maldito encuentro.

—¿Estás preparado?

Lovhos miró hacia él, incómodo.

—¿Se puede estar preparado para algo así?

Cristalline entró por la puerta, acompañada de Maeve, y el pueblerino quedó boquiabierto.

Qué bella se había vestido para la ocasión.

—Agradezco su... intento de ponerse cómoda, señorita. Pero no es... necesario conmigo. Soy de gustos simples —sonrió avergonzado.

La chica lo observó. No esperaba disfrutar del momento, pero en cierta parte, quería ser halagada.

—No se preocupe —respondió seria.

Lancelot movió ligeramente su comisura.

—Saldré fuera —miró hacia la enfermera—. Cuento con usted.

Maeve asintió y escuchó la puerta cerrarse tras ella. La situación se había convertido en el momento más incómodo de su vida.

—Bien... ¿cómo queréis hacerlo?

Ambos la miraron, y ella quedó extrañada.

—¿Qué?

Cristalline se sonrojó, desviando su mirada, y Lovhos miró hacia la chica, contagiándose de su atmósfera.

—Espera —mencionó la enfermera—, ¿alguno tiene idea de qué hacer, siquiera?

El pueblerino se llevó la mano a la frente, suspirando, y Cristalline arrugó su rostro de vergüenza.

—No... —murmuró ella.

—De verdad... —balbuceó la mujer.

Ambos se habían sentado en la cama, uno al lado del otro, y sus piernas se habían rozado ligeramente.

Maeve quedó en una esquina, acomodada en una silla tras guiarles para que se sentaran juntos, y cruzó los brazos, intentando destacar lo menos posible, pero ayudando cuando se necesitara.

—Díganse algo. La chispa tiene que vibrar entre ustedes o estaremos aquí todo el día.

Lovhos tragó saliva, empezando la incómoda conversación.

—Su traje es bonito —La tela se acomodaba ligeramente por encima de su pierna, pero no lo suficiente como para hacerlos sentirse demasiado cerca.

—Gracias —respondió ella, tremendamente seca.

El hombre alzó la mirada con disimulo hacia la enfermera. ¿Qué demonios debía hacer si estaba tan cerrada?

Carraspeó.

—Teniendo en cuenta la decisión que ha tomado, puede que sea una gran reina. Aunque también algo... psicópata.

Cristalline miró hacia él, y Lovhos empezó a reír con ligereza.

La chica abrió sus labios de asombro, y sonrió con él.

—Una reina loca... no me queda tan mal, ¿no?

Lovhos terminó de reír, soltando un último suspiro de gracia.

—No, qué va. Le queda bastante bien.

Se hizo un silencio desbordante. Un silencio tan largo, que Maeve se llevó las manos a la cara, estirándose la piel.

—Lovhos —alzó la voz. Él la miró— Apoya tu mano en su falda.

Cristalline miró hacia ella con rapidez, y luego hacia el hombre con temor.

Lovhos vio su asombro, y desvió su mirada.

Segundos después, empezó a mover su brazo sobre ella, apoyando la mano en su regazo, y notando a la joven crisparse.

—Lo siento —Sus ojos no dejaban de mirar la pared.

—Está... bien —murmuró ella.

Su mano se hundió en la tela, y empezó a aferrarse a la pierna con los dedos. Una difícil tarea con tanta ropa encima.

Las pulsaciones de la chica iban a mil, y Lovhos, empezaba a caer en un impulso lascivo con su brazo sobre ella.

Quería moverlo.

Era un hombre, y mantenía las piernas de la joven bajo sus manos. Tenía ganas de seguir deslizándose por toda su piel.

—¿Puedo... levantar un poco... la-

—Sí —respondió ella.

Maeve alzó las cejas. Estaban empezando a entenderse.

El vestido era bonito, y sus azules le daban un aspecto inocente. Pero a la hora de la verdad, había sido más un lastre que una ayuda.

Lovhos llevó su mano por el gemelo de la chica, y tiró con delicadeza la falda hacia arriba. Sus pupilas se habían dilatado ligeramente, pues sus dedos estaban notando el calor de la joven, y no pudo evitar soltar un suspiro.

Cristalline tenía sus manos en la cama, apretando los puños y sintiendo la mano del hombre sobre su piel. Tenía miedo, sentía pánico. Pero por alguna razón, sus dedos eran suaves y eso la calmaba.

Había notado el corazón del hombre en su muñeca, traspasándose a su pierna debido a la intensa pulsación. Estaba nervioso, tan nervioso que sintió alivio de saberlo.

Eso significaba que no pretendía hacerle daño, y mucho menos aprovecharse de ella.

Levantó una de sus manos y sujetó su rostro. Lovhos parpadeó, inesperado, y poco a poco, la joven juntó sus labios.

Lentamente empezaron a dejarse llevar, intercambiando salivas y experiencias.

Lovhos la apresó entre sus brazos con un movimiento delicado, y la chica se dejó sujetar con facilidad.

Sabían que no estaban ahí para nada más que el futuro de su reinado, pero para que saliera bien, debían conocerse.

Y no de la manera en la que un par de palabras intercambiadas daban paso a una imagen superficial de la persona. Tampoco de una manera en la que compartiendo estancia diariamente diera a entender una forma de ser de la persona. Para eso, ya tenía a sus criados.

Ellos necesitaban conocerse de una forma en la que, cuando ambos se encontrasen cara a cara, vestidos o desnudos, supieran qué estaban pensando, qué emoción estaban sintiendo, y qué les hacía excederse en su postura.

Estaban conociéndose de la forma en la que los adultos se expresaban.

Separaron sus labios, y Lovhos dejó su frente junto a la de ella.

—Lo lamento —murmuró—. No digo que no sea bella ni que me haya disgustado, pero no creo que pueda terminar con usted.

Cristalline sólo jadeaba junto a él. Estaba extasiada.

—¿Comprende lo que digo? —volvió a hablar el pueblerino.

La chica asintió, y Maeve se levantó.

—Yo me encargaré de eso —respondió.

Lovhos miró hacia ella.

—¿Qué?

—Acuéstate y desnúdate. En un rato estaré contigo —desvió sus ojos hacia la chica, observando sus piernas—. ¿Está mojada, Cristalline?

La chica parpadeó y asintió avergonzada.

—Bien —La sujetó del brazo y subió a la cama con ella.

Lovhos se desvistió, boca arriba, y se llevó las manos a los ojos, evadiendo el momento como mejor podía.

Las chicas se deslizaron por la cama de rodillas, y mientras que Maeve se situó a su lado, Cristalline se colocó encima de él con ayuda.

El corazón se le iba a salir del pecho, y Lovhos estaba a punto de tener un ataque de ansiedad.

—¿Ya estás colocada? —La falda de la chica tapaba todo bajo su cintura, y no ver lo que estaba sucediendo, la relajaba en gran parte.

Asintió, y Maeve metió la mano bajo la ropa.

La ayudó a colocarse, y mientras que Lovhos soltó un leve jadeo inesperado, Cristalline se intentó mover con ayuda de Maeve, mientras ella hacía el mayor esfuerzo porque el hombre acabara.

Uriel se había mantenido bebiendo en una taberna. Hablaba y reía con los hombres del barrio, y no dejaba de contar historias con gracia.

—Y cuando esperaba que me clavaran una espada en el hombro... ¿sabéis qué hizo? —Todo el mundo escuchaba expectante— ¡Se interpuso entre la espada y mi cuerpo! ¡Quién lo diría! ¡una maldita noble!

Empezaron a gritar emocionados.

—¡Pues a protegerla como oro en hambruna! ¡Así no se encuentra ninguna!

Uriel rió.

—Por supuesto que no. Es especial —murmuró.

Tragó con despecho, y mientras bebía, empezó a toser con locura.

—¡Cuidado hombre! —mencionó un aldeano.

Uriel apoyó la jarra en la mesa y frunció su ceño. Apretó el vaso con fuerza.

—¿Qué demonios?

Su pecho empezó a alterarse una vez más. Sin embargo, esta vez era diferente. Esta vez, era un dios en un útero humano.

—¿Qué demonios has hecho? —masculló, envuelto en ira, y salió de la taberna.

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