10 - Lovhos, el protagonista
—Te lo mereces, niño maldito. Sólo causas desgracias allí donde vas.
—Yo no he hecho nada... —Habían tirado una cubeta de agua sucia sobre el niño, el cual rondaba los ocho años.
—¡Claro que sí! —respondió un tercero- ¡Mi madre no estaría enferma de no ser por ti!
—Pero yo no he hecho nada... —sollozaba.
—Todo el mundo lo sabe. No estarías en el granero encerrado por ser inocente, niño maldito.
El dúo de jóvenes habían ido a visitarlo por aburrimiento, y mientras más lo veían llorar y quejarse, envuelto en excrementos de cerdo y vaca, más gracia les hacía.
—Por favor... —suplicaba—. Yo no he hecho nada... —sollozaba.
Pasaron días, semanas, y meses. Y mientras más crecía, más se preguntaba: "¿Qué he hecho? ¿por qué estoy aquí? ¿por qué tengo estas marcas? ¿por qué todo el mundo las odia?"
Nadie quería saber de él, mas su patrón en la piel ahuyentaba a todo el que las veía. De alguna forma, sentían que debían alejarse, como si permanecer a su lado les hiciera retorcerse y separarse de la vida.
Era un sentimiento casi como... viajar sin vuelta atrás; como si abandonaran su cuerpo, su alma, o su planeta.
Un terror infundido en lo desconocido.
Pasaron varios años, y en ningún momento tocó el exterior. Había vivido en ese lugar desde el primer año de vida: su madre no lo quería, y su padre intentó acabar con él en un arrebato de ira. Su familia había sido tratada como un despojo desde que nació, y no tuvieron otra opción que abandonar la aldea. Sin embargo, la maldición que su linaje parió, lo dejaron atrás.
Sabía lo que era el sol por las pequeñas rendijas que dejaban traspasar los rayos entre ellas. Sabía lo que era una mujer, por la señora que limpiaba el granero, sabía qué era la comida, por las migajas que algún niño le tiraba a escondidas, y el cariño, por la compañía que una joven le daba de vez en cuando; hablando entre tablas.
Pero también sabía lo que era el dolor cuando era apedreado por grupos de adolescentes. Sabía lo que era ser despreciado, y amenazado de muerte un millar de veces.
En parte... deseaba que alguna de todas esas veces se cumpliera.
Pero los momentos que más recordaba con nitidez no eran todos esos. Esos eran desagradables e incoherentes. Pero los que más recordaba... eran los de una mujer, la cual entraba varias veces en semana para darle de comer a los animales.
Cada vez que entraba, rezaba por que tuviera un buen día para así no desquitarse con él.
La mujer que cuidaba de los animales era conocida por su brutalidad a la hora de tratar con ellos. Siempre llevaba un hierro con ella cada vez que entraba al granero.
Se encargaba de traer y llevar a las vacas, de ordeñarlas, o de cambiar a los cerdos de establo.
Esa mujer... a veces traía el hierro al rojo vivo para mover a los animales más rápido, pues no tenía paciencia alguna en hacer su trabajo. Y cuando había tenido una discusión en su familia, un tropiezo con una piedra, o una simple tos que la atragantara, sólo podía mirar hacia una cosa: Lovhos.
Los gritos desde fuera del granero se escuchaban a leguas, mas todo el mundo sabía qué estaba pasando; pero nadie se inmutaba.
Lovhos había conseguido irse de esa aldea mucho tiempo después. Cuando rozaba los veinte años, quizás.
Sin embargo, para poder zafarse de ese lugar tuvo que tropezar muchas veces, pues no vivía en un lugar cualquiera, sino en una isla.
Para salir de allí debía construir una barca y saber qué llevar en su viaje.
Taló árboles con hachas improvisadas. Se lesionó mil veces, y mil veces volvió a empezar. Aprendió sus primeras palabras en aquella isla, asombrado, y a la vez, empezando a pensar que tampoco estaba tan mal ese poder que tenía.
Pero, de la misma forma que a veces agradecía tener una fuerza superior por su habla, muchas otras, entraba en un pánico severo.
Despertaba cada noche, chillando y sudando. Se miraba las manos y recordaba, con expresada nitidez, los gritos de toda la aldea arder en semejante llamarada, la cual oscureció el cielo de un gris pálido.
Sentía satisfacción de ver a la mujer que lo torturaba muerta, pero a la vez, un profundo desconsuelo al recordar los cadáveres de las personas que no tenían nada que ver. No eran nadie para él, pero tampoco les deseaba un final tan desagradable.
Se llevaba las manos a la cabeza, gritando de ira, de culpa, y de tristeza. Sus lágrimas salían sin previo aviso, e incluso, cuando a veces estaba distraído fabricando la barca, asomaban sin razón.
Debía detenerse, gritar, sufrir en soledad, y volver a sus tareas una vez se relajara.
Tras semanas intentando lo que aparentaba imposible, finalmente, pudo salir de la isla, y el cual con suerte, se vio arrastrado hacia una nueva península.
Allí se escondió, se mezcló entre la gente, y aprendió a vivir las costumbres que eran normales en ese lugar.
Escondió sus marcas, y no dejó que nadie las viera. Nunca fue visto hasta el momento en el que la aldeana, Cristalline, y compañía, las vieron esa vez; tras ser capturado por las guerras entre reinos.
Para su sorpresa, no temían las marcas, y además, admiraban su poder. Pero él jamás pensaría de la misma forma, pues su pasado se clavaba como una flecha en el pecho cada vez que lo recordaba.
Así fue, como entonces, había despertado una vez más bajo los techos de ese inmenso castillo y propiedad de la reina, suspirando.
Se irguió sobre el catre, somnoliento, y parpadeó varias veces. Los ojos le pesaban, y su seriedad se destacaba con extrema facilidad, pues había recordado una vez más su pasado.
De hecho, estaba tan distraído, que no fue capaz de ver a la persona que tenía a su lado.
—¿Qué demonios eres?
Escuchó.
Y tan rápido como lo escuchó, se giró hacia su lado; absorto en la imponente figura que tenía frente a él.
—¿Qué? —mencionó asombrado.
Los ojos del ser que lo observaban eran dorados, y su color, este sumamente inusual, había brillado con la sombra de sus mechones castaños.
—Eso debería preguntar yo —el ceño del individuo estaba severamente arrugado, como si estuviera aguantando las ganas de asesinarlo— ¿Quién de todos eres?
Lovhos quedó atónito. —¿Perdón?
El hombre se acercó a él, y en menos de un instante, sujetó su pelo con fuerza desde la nuca.
—¿Quién de todos ellos eres? —repitió amenazante.
El pueblerino sujetó la muñeca del hombre con fuerza, mostrando un rostro adolorido, y mirando hacia él con sumo asombro.
¿Qué estaba pasando? ¿qué estaba preguntando?
—No sé qué estás diciendo, pero podemos hablarlo... con tranquilidad —de alguna manera, estaba sintiendo que le iba a separar la piel del hueso. Le dolía a horrores, y qué ingente fuerza tenía.
El hombre suspiró molesto, y tiró de él hacia atrás.
Lovhos se quejó con un grito ahogado, y sintió su camisa ser levantada con fuerza.
—¿Qué haces? —preguntó confuso, mirando sus movimientos.
El hombre alzó las cejas, y sonrió con una mueca satisfecha.
—Así que esto es lo que los dibujos mostraban... Yggdrasil, en la piel de un simple hombre -jadeó con gracia—, qué insólita condición.
Lovhos parpadeó, atónito y confuso. ¿Sabía lo que era?
—¿Yggdrasil? —Estaba tan intrigado, que de un momento a otro dejó de forcejear— ¿Sabes qué significa?
El hombre miró hacia él, extrañado.
—¿No eres consciente de lo que llevas?
Abrió sus labios de asombro. —¿Debería saberlo?
Su atacante sonrió.
—No realmente —y mientras seguía sosteniendo su cabeza, desenvainó una espada.
Lovhos quedó estupefacto.
—¡Espera! ¿qué ocurre? ¿por qué tengo estas marcas? —trincó las manos en la muñeca que apresaban su cabeza, intentando liberarse y moviendo su garganta para, por si fuera necesario, esbozar una de sus palabras con premura.
Sin embargo, el hombre había soltado su cabeza, y con rapidez, apresado su cuello con fuerza, llevando la punta de la espada a su garganta.
—He oído que puedes crear tornados con tus palabras, pero no sería inteligente por tu parte mostrármelo —Lovhos cogió la mayor bocanada de aire que pudo antes de ser apresado con desorbitada fuerza.
Estaba quedándose sin aire, y sin poder hacer nada para remediarlo.
—No puedo... respirar —esbozó con extremo esfuerzo.
El hombre entrecerró los ojos, sopesando si acabar de raíz con el problema, o esperar a que se desarrollara su historia un poco más.
Momentos después, varios toques en la puerta alertaron a ambos. Y mientras que Lovhos observó de reojo la entrada, inamovible, el hombre giró su cabeza ligeramente.
—Lovhos —mencionó Lancelot desde fuera—, tienes una reunión con la reina —abrió la puerta, y al mirar al frente, un panorama inesperado como tal, había empequeñecido sus pupilas:
Un desconocido en el interior del castillo, sin saber cómo diantres había burlado a los guardias, armado y ahorcando al pueblerino sin dejarle apenas oxígeno atravesar su garganta.
Su cuerpo había quedado helado varios segundos, hasta que por fin, tras breves instantes, reaccionó.
—¡Suelte a ese hombre!—exclamó desenfundando su espada.
El atacante quedó serio. Aflojó el agarre del pueblerino, y se giró hacia el escudero.
Lovhos tosió ahogado, mirando hacia las sábanas con ligero mareo.
—Disculpe mi atrevimiento —este guardó su arma—. No es mi intención ser descortés. Tenía una duda sin resolver.
Lancelot mantuvo su postura. —¿Quién eres? ¿y qué quieres de él?
El hombre subió sus comisuras con una sonrisa que recordarían toda su vida, pues no era una común: era una sonrisa que aparentaba guardar hacía años, una sonrisa que ansiaba mostrar, como si estuviera esperando que preguntaran quién era, y una sonrisa que se mostró como si hubiera llegado al éxtasis en tan sólo unos instantes.
Ya había dado su nombre antes en una taberna, pero eso no le importó. Esta vez era diferente, porque sabía que desde este momento, bajo el lecho de la nobleza, sería reconocido por todos los habitantes de ese vasto lugar.
—Soy aquel al que todos rezarán cuando llegue el día que señale. Aquel al que rogarán para que las guerras acaben, y aquel al que intentarán controlar para manejar los hilos del mundo.
Cogió aire, incrustando la mirada en el escudero frente a él.
—No soy un dios, como los rumores cuentan, mas ellos morirán bajo mis manos si se atreven a nacer. Soy vuestro motivo de vida y vuestra muerte, un hombre al que temerán si osan ir contra él, y al que amarán si cumplís con su moral.
Alzó la cabeza, mostrando una macabra sonrisa.
—Soy Uriel, caballeros. Y soy un arcángel que ha venido a visitaros.
Y cuando pensaban que lo habían visto todo, un nuevo encontronazo en la vida les había golpeado.
¿Quién demonios era Uriel?
Las manos de Lancelot temblaron durante unos momentos, sintiendo un miedo que antes no había experimentado.
Era cierto que con la llegada de Lovhos el mundo había empezado a girar cada vez más rápido, y los días, a serle más cortos. Las guerras se acercaban con rapidez y sin intención de detenerse, y las cosas que antes parecían increíbles, ahora eran reales.
Pero, ¿un arcángel?
—¿Qué diantres estás diciendo? —habló Lancelot, y Uriel alzó una ceja.
—¿Recelo? -sonrió.
Lovhos, todavía atónito, interrumpió: —¿A qué has venido?
Uriel desvió su mirada hacia él, dejando la espalda al descubierto frente al escudero.
—Desde antes de tu nacer he sentido algo en mi interior. Algo que me llamaba como si necesitara ayuda para aflorar —caminó hacia la ventana, dejando que el sol alumbrara su rostro—. Un presagio, una intuición, o una corazonada.
Juntó su mirada con la del pueblerino, y en lo que aparentaba ser un simple vistazo, era más bien una advertencia:
—Un dios naciendo, donde en su día asesiné.
Los labios de Lovhos se abrieron, y las manos del escudero se bajaron; relajando su postura al asombro.
—Pero yo no soy ningún dios...
Uriel lo miró con ligera sorpresa.
—Claro que no lo eres, ya estarías muerto —y respondió con seriedad—. Pero eso no implica que no haya algo en tu interior germinando. Algo, que si osa aparecer, tal vez tu mayor problema no sea la estancia en la que te acomodas o la guerra que esté por venir.
Lovhos nunca había sentido vibrar su columna como le vibró al escuchar esas palabras. El escalofrío que recorrió sus entrañas, casi lo hizo vomitar.
—Sin embargo, todavía no sé si acabará naciendo, pues busca mi ayuda para aparecer —sonrió—, y cree que sus ángeles estarán ahí para ellos siempre.
Por alguna razón, ambos hombres sentían un desbordante sentimiento de anhelo a su lado. Un sentimiento que les insistía en hacerles creer que no era un ángel malvado, ni mucho menos un asesino de dioses. Pero sus palabras... no estaban para nada en la sintonía a lo que su cuerpo expresaba.
—¿Busca tu ayuda? —preguntó el pueblerino. Tenía, sino cientos de preguntas, miles de ellas— ¿Por qué no se la darías? ¿y por qué lo asesinarías?
Uriel alzó la cabeza, cogiendo un profundo suspiro el cual llenó sus pulmones:
—Soy un ángel, no un salvador. Mi fuerza reside en ellos, y fue hecha para ellos. Pero no por ello debería seguir sus convicciones —Había apoyado sus ojos en las pupilas del hombre—. Una tutoría que nunca te quiso para nada más que sus ambiciones, o en tu caso, unos padres que nunca te quisieron.
Lovhos tragó saliva, sintiendo una enorme punzada clavarse en su pecho. ¿Tanto se notaba su falta de estima?
—Dioses que usan su poder como les place, y lo que menos quieren hacer, es reinar con justicia.
Los labios del ángel se abrieron ligeramente, esbozando una sonrisa como un regocijado delirio:
—Una justicia, que quieran o no, impondré allí donde vaya. Aunque eso me cueste una eternidad.
Aquella mañana debía ser tranquila, mucho más que las otras, pues sólo debían atender la reunión con Lovhos y la reina. Hablarían un poco de su porvenir, ligeramente de las guerras, y de manera idealista las estrategias que podrían ejercer.
Pero esa mañana, a diferencia de como esperaban, fue la más larga de todas, la que más revolvió sus estómagos, y la que más atentaba su cordura. Esa mañana fue la más desconcertante con gran diferencia.
—Pero entonces, ¿no son sus palabras las que están en el árbol? ¿es acaso, el dios renaciendo? —Lancelot interrumpió, apoyando la punta de la espada en el suelo.
Uriel parpadeó, y empezó a reír.
—¡Qué dice, escudero! ¡Yggdrasil no son vanas palabras que puedan usarse en un humano! ¡Yggdrasil... lo es todo!
Lovhos y Lancelot quedaron igual que antes.
—¿Todo? —preguntó el pueblerino.
Uriel esbozó una armoniosa sonrisa, empezando a caminar por la habitación, y narrando como un famoso bardo ambulante:
—Yggdrasil... ¡famosas ramificaciones tiene, mas mundos sostiene! —alzó los brazos, girándose hacia ambos con un rápido movimiento de pies—. Una rama para Asgard, otra para Midgar, y otra para Helheim... y cuántas más... —apoyó su mano en su barbilla, y la otra sosteniendo su codo—. Aunque creo que eso no os importe —arqueó una ceja.
>>¡Sobre el cielo! —murmuró mientras encogía levemente su cuerpo— ¿lo oís? ¿lo escucháis respirar?
—No —interrumpió Lancelot—, no escuchamos nada excepto tu inesperada actuación —estaba empezando a cansarse.
—¡Claro que no! Sois humanos después de todo.
Lovhos se llevó la mano a la frente. Lo menos que esperaban, era ese cambio tan repentino de personalidad.
Sin embargo, pudieron entender cómo pudo escabullirse durante tanto tiempo, pues al no parecer la misma persona, y sólo por su labia, podría hacerse pasar por cualquiera.
Uriel sonrió una última vez, volviendo a la seriedad que trajo consigo.
—Yggdrasil es el árbol que sostiene los nueve mundos, y vivís en uno de ellos. Pero, el por qué llevas tatuado el árbol de la vida en el cuerpo, no lo sé. Sólo he venido a comprobar que el trabajo que hice tiempo atrás, sigue en pie.
Lovhos habló, aprovechando su franqueza:
—Si llegara a nacer, ¿qué pasaría?
Uriel entrecerró los ojos, suspirando, y como si se estuviera cuestionando esa decisión.
—Te mataría —mencionó.
Su garganta no pudo evitar tragar saliva, sintiendo un gigantesco nudo.
—¿Y cómo sabré si... nacerá?
El arcángel lo miró con una satisfacción desmedida.
—Cuando sientas mi espada clavarse en tu pecho, y tal vez, desde la espalda, sabrás que habrá reencarnado del todo.
Lancelot parpadeó y Lovhos quedó pasmado.
—Hasta entonces, disfruta de las cómodas camas nobles, de las deliciosas cenas, y de los placeres de las mujeres. Pues todavía no estoy seguro de ello, pero si así fuera, ya sabes cuál es tu destino.
Y como si de una calamidad se tratara lo que trajo consigo, Lovhos sólo pudo expresar una emoción que hasta hacía un par de años, no mostraba:
Desánimo, ansiedad, declive, y abatimiento.
Había conseguido zafarse del pasado. Había conseguido sobrevivir todos esos años, pasando por innumerables castigos llevados por una condición desconocida, y había llegado a un momento en su vida que podía, dentro de sus posibilidades, vivir en paz.
Pero cuando fue capaz de averiguar, aunque no fuera por sus manos, el motivo del por qué nació así, no pudo ser capaz de expresar alivio ni realización.
Sólo sintió una ingente tristeza conquistar sus entrañas.
Había nacido, y no sólo era ese el problema, sino que había nacido por un simple y único motivo: para reencarnar a un dios, que hasta ahora, lo único que había hecho por él, era darle una vida de desgracias, tristeza, y dolor en todos y cada uno de sus recuerdos.
¿Por qué demonios había nacido? ¿para eso? Para eso, prefería morir.
Lancelot tiró la espada en el suelo, caminando con prisas hacia él, y sujetó sus manos.
Lovhos había situado sus muñecas en su frente, apretando con fuerza su mandíbula y sintiendo una ansiedad crecer por momentos.
Dio gracias a que ese hombre estaba con él ahí, pues no sabía si esa vez, se ahogaría con la fuerte respiración que estaba teniendo.
Empezó a gemir, jadeando, y soltando un sinfín de lágrimas bajo sus ojos.
Lancelot juntó su rostro con su armadura, una vez más, y sujetó con extrema fuerza su cuerpo, evitando que se moviera hasta que se calmara.
Uriel miró desde las alturas la escena, con una expresión impasible, pero en el fondo de su corazón, una ligera lástima por el hombre.
Si hubiera visto ese ambiente años atrás, no le hubiera importado en absoluto, pero esta vez... tal vez la culpa hiciera que se arrepintiera de sus actos.
Sin embargo, esa, es otra historia. Pues Lovhos, en este lugar, es el protagonista.
Uriel abrió las ventanas, y mientras que Lancelot miró hacia él con rapidez, sólo pudo ver lo único que había dejado atrás: una pluma blanca.
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