Había una vez, un reino maldito.

Cirzia, que siempre había sido reinada por hombres egoístas y crueles, se alzaba imponente con sus grandes murallas de piedra dividiendo el reinado en dos. Los cirzenses, aquellos que vivían con esplendor y orden dentro del reino, cumpliendo una única ley que quien osaba saltársela, era condenado a muerte: Tenían prohibido salir al bosque.

El bosque, lugar de los salvajes, de los taüre, quienes se movían como sombras. Éstos, por ende, tenían prohibida la entrada al reino. Desde hacía años, existía una larga enemistad entre ambas naciones, pero podían coexistir porque respetaban las normas.

Hasta que dejaron de hacerlo.

Había una vez, un amor escrito.

Ella era diferente a lo que Cirzia había estado acostumbrada a tener en la nobleza. Su padre, quien no había tenido descendientes varones, comprometió a su hija con un aristócrata de otro reino del cual se había asegurado que cumpliera con las mismas características que todo alto noble del reino de Cirzia tenía que tener. Vil y sin escrúpulos.

Él era un joven taüre, que siempre había tenido curiosidad por ver cómo eran los de dentro del muro. Era valiente y astuto, y le dio a su pueblo algo que los hizo aún más especiales. Siempre tuvo el mismo sueño, unificar su pueblo y Cirzia. Él elegido para liderar. Y por eso, entre otras tantas cosas, lo eligieron como el rey del bosque, el rey del pueblo taüre.

Y sus mundos chocaron.

Ocurrió lo que estaba prohibido, ambos se enamoraron.

Escaparon juntos hacia el bosque, donde los taüre los aguardaron y la aceptaron como su reina.

Sentenciaron con promesas silenciosas un porvenir en el que estarían unidos hasta el fin de sus días.

Pero provocaron la gran guerra que a día de hoy sigue estando latente.

Y así, todo comenzó.