Capítulo 7. Parte 2
Rememorando aquella escena, había permitido cerrar los ojos y quedarse dormida. Y cuando al fin los abrió, se encontró a su hermana acostada junto a ella, mirándola con una sonrisa en la boca.
—Hoy has dormido profundamente, ¿eh?
—¿Qué hora es? —se incorporó de golpe, sintiendo el calor abandonar su cuerpo.
—Hora de despertarse —Nimue se levantó, comenzando a desvestirse y prepararse para un nuevo día de trabajo.
—He dormido un montón —se llevó las manos a la cara y quiso llorar. Se había quedado dormida, lo que significaba que no había ido a su encuentro con Duncan, y que habían perdido una de sus noches para estar juntos. Y lo peor de todo, que él la habría estado esperando toda la noche.
—Lo necesitabas —Nimue se acercó a ella y la ayudó a levantarse—. Últimamente has ido muy cansada, estás trabajando mucho. Tu cuerpo te ha pedido un descanso.
No quiso contestarle, porque si lo hacía le diría que su cuerpo lo que le pedía era estar con Duncan. A cambio, se vistió y cogiendo el libro que habían estado leyendo la noche anterior, siguió a su hermana.
Primero limpiaron la biblioteca, donde dejaron el libro, y después continuaron por el comedor, donde en unas pocas horas Nimue tendría que servirles el desayuno a los señores. Cuando pasaron al salón, Ayla se encargó de deshollinar la chimenea. Le encantaba imaginarse que ella algún día podría disfrutar de una estancia así, rodeada de muebles elegantes, sentada en un diván de terciopelo mientras que disfrutaba de su lectura y se dejaba acariciar por los rayos del fuego de la chimenea.
Mientras divagaba, no se dio cuenta de que su hermana se había subido en la escalera de madera que utilizaban para llegar a las zonas altas de las paredes y techos, y que al inclinarse hacia la derecha para limpiar una mancha que había visto en la ventana, había perdido el equilibrio, cayendo fuertemente contra el suelo.
—¡Nimue! —gritó Ayla mientras corría en su ayuda, con el corazón martilleándole el pecho por el miedo que corría por todas y cada una de sus venas—. Por favor, Nimue. ¡Dime que estás bien!
Se arrodilló a su lado, comprobando los daños en el cuerpo de su hermana.
—Estoy bien —contestó Nimue, intentando incorporarse sin éxito.
Se llevó una mano a la pierna izquierda y se quejó de dolor. Ayla miró dónde le dolía y pudo ver que la pierna se había quedado en una posición contraria a la que estaba la derecha.
—¿Te duele? —procuró, suavemente, llevarle la pierna a la dirección correcta, pero paró en cuanto su hermana se quejó. — ¿Puedes levantarte?
—Me temo que no —unos lagrimones amenazaban con escaparle de los ojos, tenía que dolerle muchísimo.
—Voy a pedirle ayuda a Edwin, espera aquí.
Corrió a la cocina en busca de su amigo, el cual ya estaba ahí puntual para preparar todo el menú del día. En cuanto le dijo lo que había pasado, abandonó sus tareas y fue como alma que lleva el diablo a por Nimue. La cogió entre sus brazos y la llevó de vuelta a su torre.
—Voy a avisar a la bruja Elara para que venga a verte —la acostó sobre la cama, y dejando atrapada su pierna entre dos cojines, le tapó—. Está empezando a amoratarse, vas a necesitar reposo.
—Eso es imposible —volvió a llorar, pero esta vez por la impotencia—. No puedo dejar sola a Ayla.
—Estoy aquí —se sentó junto a su hermana mosqueada, habían estado hablando como si ella no estuviera presente—. Y puedo decidir por mí misma. Claro que puedo hacerlo sola, tienes que descansar. Yo me ocuparé de todo.
—No sabes servir a los señores —volvió a quejarse, llevándose una mano a la frente. Cada vez se sentía peor.
—Aprendo rápido —se puso en pie firme, alisándose la falda del vestido que se le había arrugado por estar sentada—. Enséñame.
—Los señores no van a querer que les sirvas tú. Son unos quejicas.
—Ah bueno, pues que le sirva alguna pinche de cocina —cruzó los brazos, y miró a Edwin desafiante.
—No, no, no —empezó a negar con la cabeza el cocinero—. Eso es mucho peor. Nimue, estás tardando en darle indicaciones a tu hermana.
La susodicha bufó, subiendo la cabeza hacia el techo como si ahí pudiera encontrar la solución a sus problemas.
—Lo primero que has de saber —comenzó a decir, levantando un dedo —, es que debes de mantenerte callada en todo momento, salvo que ellos te pregunten. Si es así tienes que contestarles educadamente y no hacerles esperar —levantó un segundo dedo—. Les gusta desayunar una taza de té, el del señor con un terrón de azúcar y el de la señora con dos, acompañada de unas pastas. Edwin te lo dejará todo preparado en la cocina.
—Si tropiezas no pasa nada, siempre y cuando lo que lleves sobre tus manos se lo tires al señor —bromeó Edwin, haciendo que Nimue torciera los ojos y a Ayla se le escapara una pequeña y desvergonzada sonrisa.
—Al joven Ludovic, en cambio, le gusta desayunar una taza de leche junto a una pieza de fruta —continuó diciendo Nimue —. Nunca los mires a los ojos, la cabeza tiene que ir inclinada ligeramente hacia abajo —le indicó a Edwin que le mostrara cómo hacerlo. Y éste, acuclillándose para estar a la altura de la joven, le cogió la cabeza y se la puso en el ángulo correcto.
—Rumorean que hubo una vez un sirviente que lo miró a los ojos, y al día siguiente se lo encontraron muerto —el cocinero había cambiado el tono de voz a uno siniestro, como si estuviera contando una historia de miedo, y eso hizo que Ayla abriera de par en par los ojos con pánico.
—¡Edwin! —lo regañó Nimue, provocando que éste se riera—. Y no olvides inclinarte levemente hacia ellos cada vez que entres y salgas. Te será algo complicado hacerlo con las manos ocupadas, pero con la práctica irás mejorando.
—Emmm... Vale. Creo que lo capto —Ayla fue enumerando uno por uno todo lo que le había dicho su hermana, procurando que no se le olvidara nada.
—Pues vamos, los señores tienen que estar a punto de bajar al comedor —Edwin se dirigió a la puerta y Ayla lo siguió. Los nervios comenzaron a hacer de las suyas en su barriga.
—Suerte, pequeña —le sonrió dulcemente Nimue, y la joven le devolvió el gesto—. Lo vas hacer muy bien.
—Por supuesto que sí. He aprendido de la mejor, como siempre —y con eso, abandonó la estancia.
Cuando llegaron a la cocina, Edwin le colocó sobre las manos una bandeja de plata con todo lo que había nombrado su hermana anteriormente.
—Ya se les ha comunicado a los señores lo que ha pasado y que serás tú quien les sirva el desayuno hoy.
—Hoy y al parecer bastantes días más —susurró Ayla. Las manos y, por ende, la bandeja que sostenía, comenzaron a temblar.
—Tu hermana debe de reposar, pero con lo cabezona que es...—dijo él torciendo los ojos.
—De su testarudez ya me encargaré yo.
Cogiendo con fuerza la bandeja, se dirigió a la puerta de la cocina que comunicaba con el comedor. Respiró profundamente.
—Lo vas hacer genial —la animó Edwin tras su espalda, lo que le dio el impulso final que necesitaba para con su hombro, empujar la puerta y dar un paso dentro.
Los señores ya estaban sentados en la gran mesa de roble, cada uno en una punta y Duncan se encontraba en el medio de los dos. Como le había dicho su hermana, se inclinó levemente y la fuerza del acto le hizo tambalear aún más la bandeja.
Aunque no podía mirarlos a los ojos, Ayla sintió la mirada del joven puesto en ella, lo que hizo que se pusiera más nerviosa y podía asegurar que su rostro se había tornado a un color rojizo. Primero, con pies temblorosos, se encaminó hacia el señor Ludovic y, a una distancia prudente como le había dicho su hermana, le sirvió una taza de té con un terrón de azúcar.
Se atrevió a levantar los ojos y mirar a Duncan, quién había hecho lo mismo y la estaba mirando. Sin necesidad de hablar, le preguntó con la mirada si estaba bien, seguramente se había tirado toda la noche preocupado por ella, se le veía más cansado de lo habitual. Ella asintió con la cabeza.
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