Capítulo 6. Parte 1
Bosque, reino de los taüre.
Desde aquella noche en la que pactaron un juramento en la que sólo ellos dos sabían qué contenía, se habían vuelto cercanos el uno con el otro. La joven disfrutaba de todas las historias que le contaba, desde cómo se convirtió en líder de los taüre hasta cómo perdió lo que más amaba. Por su parte, Ray se había abierto inesperadamente a un enemigo cirzense pero sentía que podía confiar en ella. Ya la había estado observando adaptarse a la forma de vida de los taüre, y cómo a ésta no le desagradaba, pero desde la noche del funeral sus dudas se despejaron. Ella había sido la elegida por los dioses para ayudarle. Y con el paso de los días, había entendido el porqué.
—Cuéntame otra vez cómo os conocisteis —le dijo ella cuando iban paseando cerca del lago. Había aprendido a disfrutar de aquel lugar, y últimamente se le había pasado por la cabeza que podía ser feliz allí. Si no fuera porque en Cirzia había dejado atrás a personas muy importantes para ella, sobre todo a una de ellas. Que la extrañaba y la echaba tanto de menos. Cada día se iba a la cama rezando porque estuviera bien, le daba miedo todo aquello que desconocía pero que se podía imaginar. Pero pronto volvería a su lado, y lo haría siendo otra persona totalmente diferente.
—Te gusta torturarme, ¿eh? —le contestó él, con un deje de sonrisa asomando entre sus labios.
—Sé que lo haces y no es mi intención —la joven podía ver cómo la voz se le rompía cuándo le contaba algunas de sus memorias—. Pero cuando me lo cuentas, puedo llegar a ver en ti a aquella persona que conocieron una vez el pueblo taüre, y que ya no está.
—Y sabes bien porqué ya no está.
—Lo sé —atisbó a Tarz durmiendo plácidamente bajo las sombras de un árbol y pensó qué él también había conocido esa parte de Ray—. Pero me gustaría dar este paseo con esa persona que un día parecía más "humana".
—Ni que fuera un monstruo —dijo ofendido con esa voz ronca que sí le hacía parecer más un animal que una persona.
—Por favor —le suplicó ella, resoplando y levantando los ojos al cielo.
—Está bien. Está bien —Ray carraspeó y buscó en el fondo de su corazón, dónde guardaba todo aquello que más amaba, lo que ella le estaba pidiendo—. Nuestro pueblo, un pueblo libre, siempre se había caracterizado por nuestra forma de vida y por la gran familia en la que nos habíamos convertido con el paso de los años. Nos manteníamos alejados de Cirzia, de aquel lugar donde todo comenzó y acabó a la misma vez. No nos convenía acercarnos a un lugar dónde no éramos deseados, y más porque si lo hacíamos lo pagábamos con nuestra propia vida. Pero yo era un joven muy curioso, así como tú —le sonrío y ella le devolvió el gesto.
El sol calentaba fuertemente sobre sus rostros, aunque el aire que provenía era gélido. Las hojas de los árboles habían tornado a colores anaranjados, abandonando así el verde resplandeciente. Muchas de estas hojas se encontraban por el suelo, y a la joven le encantaba el crujir que hacían cuando las pisaban en su paseo. Las cosechas estaban yendo de maravilla, y estaban siendo unos días en los que se alimentaban bastante bien de los manjares que les proporcionaba la tierra.
—Por lo que un día —continuó diciendo Ray—, saltando nuestras propias normas, me acerqué más de la cuenta a las proximidades de Cirzia. Ahí pude ver, sorprendido, a una joven bajo uno de los árboles que se encuentran más cercanos a los muros del reino, en el límite del bosque. Siempre había sabido el miedo que tenían los cirzenses de salir al exterior por las historias que contaban sobre nosotros. Aunque creo que temían más bien a los lobos que a nosotros —ella asintió de acuerdo a lo que estaba contando Ray, en su hogar siempre habían contado cuentos de miedo para que nunca tuvieran la curiosidad de salir al exterior—. Y podía asegurar que no era uno de los nuestros por su piel, era blanca como el papel —la joven se miró a sí misma, ella también lo había sido, pero conforme más tiempo pasaba en el bosque, más tostada se iba poniendo su piel. Y no le disgustaba ese cambio—. Me sorprendió que se encontrará ahí, tan tranquila y a la vez corriendo tanto peligro. Era como si no fuera consciente de lo que le podía pasar, que estaba en nuestro territorio. Desde mi escondite, podía ver que estaba leyendo un libro. Intenté fijarme en sus rasgos, pero la vista no me lo permitía por lo que me acerqué a ella suavemente. Me acerqué tanto, que acabé encontrándome tras su espalda. No sé qué me llevó a cometer tal locura, ni si quiera lo había estado pensando, sólo me dejé llevar.
—No os atreváis a tocarme —pronunció ella de golpe con los labios apretados. Se había levantado del suelo de un salto, seguramente porque me había estado escuchando cómo me acercaba a ella, tenía buen oído —Ray sonrió, viviendo la escena de nuevo—. Y lo mejor de todo, es que empuñaba una daga con la que me estaba apuntando. Jamás había sentido anteriormente tal admiración por una persona.
—Sé luchar —me volvió a decir. Y yo veía cómo su boca se movía, pero no llegaba a comprender lo que me quería decir, no porque no la entendiera, sino porque me había quedado completamente prendado de ella. Tenía un rostro angelical, sus ojos me desafiaban y atrapaban a la misma vez.
—¿Podéis escucharme? —me volvió a decir, sus hombros se habían aflojado por lo que pude leer de su cuerpo que se había relajado un poco, pero seguía sujetando la daga con fuerza.
—Sí —le contesté, siguiendo observando cada parte de ella. Bebiendo de ella. Me parecía que su lugar debía de estar con nosotros. Era tan salvaje como el bosque.
—¿Qué queréis? —exigió saber ella, mirándome detenidamente, viendo qué podía alertarla de mí— Venís del bosque, ¿verdad?
—Lo siento, no pretendía asustarte —le contesté. Me sorprendía el delicado lenguaje que ella poseía. Até cabos con que así sería cómo los cirzenses hablarían. No se podía decir lo mismo de mi familia, la delicadeza no era nuestro fuerte.
—No lo habéis hecho —replicó con orgullo ella, y me dieron ganas de reírme porque sí que lo estaba, pero me llamaba mucho la atención que intentara ocultarlo. Se notaba que en su interior aguardaba una gran guerrera. Y ya me imaginé, sin conocerla, sin saber nada de ella, sin saber si ella quería lo mismo... que iba a ser la mujer de mi vida.
—Y si es así, ¿por qué sigues apuntándome con esa daga? —le pregunté, con una sonrisa extensa.
—Mi padre dice que no debo de fiarme de las personas como vos. Que sois peligrosos —vi cómo relajó las rodillas, dejando que éstas dejaran de estar flexionadas en una postura de defensa. Y yo baje la mano que había alzado inconscientemente al frente por si ella decidía atacarme.
—Entonces no lo hagas —le advertí. Y antes de que ella pudiera asimilar el significado de mis palabras, me moví con audaz rapidez y me coloqué tras ella. Sujetando la mano en la que sostenía el afilado instrumento, la insté a que lo soltara, y con la otra mano agarré su cintura para darle la vuelta y que quedaran completamente frente a mí—. Pero el peligro aguarda ahí dentro —le dije, acercando mis labios a su oído. Ahí pude comprobar que respiraba aceleradamente, pero su cuerpo no demostraba signos de miedo alguno—. No aquí fuera. Cuando quieras, te lo demuestro —le volví a susurrar y tras eso le planté un pequeño beso en el lóbulo. La solté, me agaché al suelo y rápidamente salí corriendo de allí, adentrándome en el bosque con mi nueva adquisición entre las manos y con una chispa en el corazón. Una chispa que me decía que se propagaría hasta armar un incendio completo.
—Le robaste la daga —le dijo ella, envolviéndose en su capa de algodón blanco, la cual había sido confeccionada por las sabias, cuyo grupo estaba formado por las mujeres más mayores del pueblo. También conocidas como ancianas, eran las que se encargaban de confeccionar la ropa y de que no faltara un plato de comida para cada uno de los taüre.
—Se la cogí prestada —desde que había comenzado a hablar una sonrisa había impregnado su rostro y a eso es a lo que se refería la joven cuando le había dicho que quería conocer la parte de él que lo abandonó hacía años atrás.
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