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Capítulo 3. Parte 3

Al día siguiente, a la joven le costó levantarse. Había trasnochado más de lo normal ayudando a Duncan a estrechar lazos con Leslie, y aunque ésta era una yegua cabezona, la estaba conquistando. Era su don, el joven tenía el poder de dejar embelesado a todo aquel que tuviera el privilegio de mirarlo.

—Vamos, bella durmiente —Nimue le lanzó el cepillo del pelo, que Ayla aún medio durmiendo no tuvo reflejos para cogerlo, y cayó al suelo—. El sol está a punto de ponerse y tenemos mucho trabajo por delante —bufó, cogiendo el cepillo y peinándole a su hermana el cabello negro.

Por dentro sonrío, sabía el motivo de porqué tenía tanto sueño. Las primeras veces que notó que su hermana se escapaba, siempre después de una pesadilla en la que estaba segura de que era ella la protagonista, la siguió. Acudía a los establos, con los caballos, se había hecho amiga de la yegua a la que salvó. Y aunque sabia lo peligroso que era eso para ella, para ellas, no le dijo nada. Hacía como si no supiera nada, como si durmiera toda la noche como un tronco y no notara su falta. Porque de lo contrario, Ayla dejaría de hacerlo. Quizás porque si ella se lo decía, sería más consciente del peligro que corrían. Había pensado que, desde aquel día, Ayla había cambiado. Y así había sido, estaba más en su mundo, sonreía menos y la lectura de la noche no la disfrutaba tanto. Sabía que no podía olvidar lo sucedido.

Y verla sonreír con los caballos, ser tan natural y a su manera feliz, la reconfortó. Sabía que su esencia seguía estando ahí dentro, bajo la capa de piedra que el señor Ludovic le había creado.

Le anudó el cabello en una larga trenza que la dejó caer sobre su hombro izquierdo, y dándole un beso en la coronilla la instó a seguirla.

—Empezaremos por el despacho del señor —Ayla notó cómo su hermana se tensaba al nombrarlo—. Hoy tiene reuniones desde bien temprano.

Y así lo hicieron, vestidas con sus trajes grises y paños en mano comenzaron a limpiar parte por parte. Mientras lo hacían, el cuadro del señor Ludovic, que estaba colocado en lo alto de la pared de piedra, detrás del escritorio, parecía perseguirlas con la mirada. En él, el duque se encontraba en una postura lateral, con las manos unidas detrás de su espalda y con la cabeza alta y mirada desafiante. Le daba escalofríos cada vez que miraba ese cuadro, casi tanto o más que cuando veía al señor en persona.

Después de limpiar el despacho, pasaron a la biblioteca. Allí, Nimue se dispuso a dejar el libro que habían estado leyendo la noche anterior.

—Ayla, mira. ¡Ven! —le dijo alegremente, con un libro sobre sus manos—. ¿Cómo se titula?

La estaba examinando, ya sabía leer casi perfectamente. No había sido fácil puesto que durante un tiempo estuvieron sin coger ningún libro de la biblioteca, les había dado miedo que pudieran pillarlas después de lo ocurrido.

—Corazón veloz —leyó claramente la pequeña, sonándole el nombre, pero sin saber de qué—. ¡Corazón veloz! —repitió con más entusiasmo cuando cayó en la cuenta de qué libro se trataba. Era el que les había recomendado Andoga, y desde entonces no habían tenido la oportunidad de leerlo.

—Esta noche lo cogeré y empezaremos a leerlo, Ayla —la abrazó Nimue, con la primera noticia alegre que ese día había querido regalarles.

—Estoy deseando que llegue el momento —aplaudió la pequeña, y volviendo a dejar el libro en su sitio siguieron con sus tareas.

Una vez que terminaron con la primera planta, ya había amanecido y los señores estaban despiertos, a punto de reunirse en el comedor donde esperarían su desayuno.

—Cuando termines con la segunda planta, ve a la cocina por favor Ayla. Debes de desayunar antes de seguir —le dijo Nimue, que tenía que irse a servirles el desayuno a los señores. A Ayla le enfurecía el modo en el que tenían a su hermana para todo, la tenían para la limpieza, para servirles, para ir al pueblo a por los recados... Y le dejaban que ella sola hiciera tales tareas. No dejaban que Ayla la ayudara a servirles, decían que era muy pequeña como para saber sostener una bandeja cargada de alimentos. Y en ese preciso momento, mientras veía alejarse a su hermana se prometió que aprendería. Aprendería lo que hiciera falta para no dejar sola a su hermana con esa tarea.

Subió a la segunda planta, donde se encontraban los dormitorios. Empezó por el de los señores, que era una estancia enorme en la que presidía una cama con barrotes de madera a cada lado de las que colgaban unas cortinas verdes. Recogió la ropa que había tirada por el suelo y la metió en el cesto que llevaba, hizo la cama y se dispuso a limpiarles el baño al cual se entraba por una puerta que había en la misma habitación. Cuando terminó, observó el cuadro que colgaba al lado de la puerta. En él se veía a unos señor y señora Ludovic más jóvenes, con una niña de cabellos rubios al lado y sobre los brazos de la señora un bebé rechoncho de ojos grandes y azules tirando a grises. Se trataban de Duncan y su hermana, y Ayla sonrió al verlos. Nimue le contó que meses atrás, se habían llevado a la hermana de Duncan a un reino vecino, con unos amigos de los señores duques, para presentarla en sociedad allí. Le habían asegurado un brillante futuro junto con una familia poderosa. Y eso hizo soñar a la joven. Se imaginó todas las aventuras que podría vivir si hubiera nacido bajo un apellido noble. ¿La habrían prometido con algún conde, duque o incluso rey?

Aún con mariposas revoloteando por su soñadora mente, salió de ahí y limpió habitación por habitación hasta llegar a la última. Se trataba de la del joven duque, y se disponía a entrar hasta que escuchó voces tras la puerta.

—Anoche nuestro ejército les atacó—distinguió que decía el señor Ludovic, y pegando la oreja a la puerta continuó escuchando—. Y fue nefasto, volvieron menos de la mitad y con las manos vacías.

—¿Qué queréis de ellos? —preguntó Duncan.

—Si te lo dijera, no lo entenderías —Ayla se preguntó si en algún momento de sus vidas el señor Ludovic habría sido un buen padre, porque le hablaba a su propio hijo con desprecio—. Eres muy joven aún para saberlo.

—Entonces, ¿por qué me lo cuentas? —notaba en su voz un deje de desesperación. Se notaba que Duncan quería contentar a su padre pero que a veces le resultaba imposible. La pequeña estaba segura de que, si hubiera tenido la oportunidad de conocer a sus padres, no tendría que haberse esforzado por hacerlos sentir orgullosos.

—Porque necesito que entiendas, que un día, quizás más pronto que tarde, tendrás que ir a luchar contra ellos. El ejército de Cirzia mengua con cada ataque, y en algún momento los varones de cada casa serán llamados a formar.

—No me importa —dijo con decisión, como si al fin pudiera hacer algo por contentar a su padre—. Lo haré con orgullo. Defender a Cirzia.

—Pero, ¿acaso sabes levantar una espada sin hacerte daño?

Duncan no contestó. Se sintió como si hiciera lo que hiciera, o dijera lo que dijera, nunca sería suficiente para su padre.

—Si me demuestras que eres válido —continuó diciendo el duque—, mis hombres te enseñarán el arte de la guerra. Pero, y escúchame bien Duncan —El bello de Ayla se erizó, la voz del señor Ludovic le provocaba siempre de las peores sensaciones—. Demuéstrame lo contrario y te llevaré lejos de aquí donde dirás adiós de una vez a la niñez. Y cuando eso ocurra, quiero que pongas en tu mente un solo objetivo: Matar a todos y cada uno de sus asquerosos salvajes. Nos han robado mucho más de lo que te imaginas.

Ayla se asustó por la ira en su tono, por su cabeza comenzaron a formarse miles de preguntas. ¿De quienes hablaban? ¿Quiénes eran esos salvajes? ¿Acaso Cirzia estaba en guerra y ellos, los sirvientes lo desconocían? Fuera como fuese, sintió pena por ellos. ¿Qué habían hecho para causar tal odio en el señor? Aunque no era muy complicado hacer enfurecer al duque, ella misma lo había vivido en sus propias carnes. ¿Qué se estaba perdiendo?

Estaba dispuesta a ir corriendo en busca de su hermana a contarle lo que había escuchado cuando la puerta se abrió de par en par y dos pares de ojos azules la miraron. Unos, con aversión. Los otros, sorprendidos.

—Bueno, bueno, bueno. ¿Qué tenemos aquí? —la sonrisa que le dedicó el señor era de total placer. Se le había presentado una nueva oportunidad de hacer sufrir, y Ayla pudo ver cómo se relamía los labios—. ¿Ahora también espías, pequeña rata?

—Iba a limpiar la habitación, mis señores —la pequeña se mantuvo con la cabeza agachada, en posición inclinada—. Hasta que he escuchado vuestras voces y me iba a ir.

—¿Osas responderme? —el señor dio un paso hacia ella, enfurecido.

—Padre —interrumpió Duncan—. ¿No ves qué dice la verdad? Está asustada.

Sin quitar la mirada de ella, la repasó de arriba abajo debatiendo entre si escuchar a su hijo o por ende hacer lo que siempre le venía en gana.

—Hace bien en estarlo —pasó por su lado, empujándola a su paso y haciéndola caer de culo. Ayla pudo ver cómo Duncan se levantaba de un salto de su cama, dispuesto a ayudarla—. Si te vuelvo a pillar escuchando tras una puerta, no habrá segundo aviso.

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