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Capítulo 2. Parte 3

Tarz apareció en escena, y con sus garras enganchó al soldado que más cerca estaba de Ray y le desgarró el abdomen y pecho. El lobo les rugió, enseñando sus dientes manchados de sangre. Los soldados frenaron, asustados por tal fiera.

Y entonces Ray escuchó como alguien contenía la respiración. Venía de detrás de él. Dándose la vuelta vio a una joven que se escondía tras una de las torres. Y a Ray se le paró el corazón por un momento. ¿Quizás...?

Sin detenerse, fue hacia ella y la cogió en sus brazos, haciendo que esta gritara y llorara por el miedo.

Ray la observó detenidamente, y la chispa de esperanza que había brotado en su pecho no terminó de prender. Pero ahí estaba, se le había presentado en el momento que más lo necesitaba. Los dioses la habían puesto en su camino por algún motivo y él iba a utilizarlo.

—Dejadnos ir o la mato —la colocó frente a él, con su puñal apuntándole en el cuello. Notó cómo Rey se tensó al momento, y Ray sonrió de soslayo. Había dado en el clavo.

—¡Retroceder! —ordenó el monarca y los soldados acataron dando pasos hacia atrás.

—Diles a tus hombres que se acabó —señaló hacia donde el resto de taüre y lobos que quedaban seguían luchando por sus vidas. Rey hizo un movimiento con la mano y de repente unas sirenas sonaron. Los soldados se replegaron, manteniendo sus armas guardadas. Y Ray silbó, haciendo que su clan también dejara de luchar. Los lobos se agazaparon, desconfiados y con los lomos erizados. Los taüre al fin pudieron respirar, dejando que la lluvia de la noche eliminara la sangre que brotaba de sus heridas.

—Suéltala —le ordenó el duque Ludovic, que había llegado junto con más hombres para terminar con lo que ellos habían empezado. Lo reconoció, era otro de los rostros que aguardaba en su mente para cuando llegara el día, acabar con su vida lenta y dolorosamente.

—No hasta que lleguemos al bosque —los hombros de la joven temblaban y Ray sintió que fuera ella quien tenía que pagar las consecuencias.

Duque y Rey intercambiaron unas palabras, seguramente viendo qué otras opciones tenían. Tras unos minutos, ambos asintieron.

—¡Monroe! —le gritó a su amigo, que gracias a los dioses se encontraba bien. Este fue corriendo hacia él—. Guíanos de vuelta a casa —le dijo una vez que estuvo a su lado—. Pero estad atentos, y preparados por lo que pueda pasar.

—Que así sea.

Y poco a poco emprendieron la marcha hacia el bosque. La tensión que había en ese momento le hizo parecer a Ray que todo iba más lento de lo normal. Temía por las vidas de su pueblo, si no conseguía sacarlos vivos de allí nunca se lo perdonaría. Su alma siempre estaría deambulando triste porque no fue capaz de salvar a su pueblo.

—No te va a pasar nada —le susurró a la joven, esperando tranquilizarla con sus palabras. Aunque sabía lo necio que era eso—. Te lo prometo.

Ella no contestó, se limitaba a controlar la respiración, a controlarse a sí misma para no hundirse en la desesperación y miedo que bañaban su cuerpo.

En su camino hacia atrás, Ray observó la cantidad de cuerpos que había. Interiormente oró por sus hombres y lobos caídos, aquellos que no podría devolver a casa. Aquellos, cuyos cuerpos no serían enterrados bajo la tierra de aquel lugar que les dio la vida, y donde todo taüre debía descansar una vez que pasara al otro lado.

Y sin querer, su mente voló de nuevo hacia su tesoro. ¿Dónde estaría? ¿Dónde lo tendrían escondido? Aunque habían estado cerca, les había faltado tiempo. Los cirzenses eran un rival duro, no se dejaban aplastar fácilmente. Pero ellos tampoco.

Cuando salieron de Cirzia y llegaron a los inicios del bosque, dónde todo había comenzado en esa fatídica noche, pudieron relajarse. Ya nada podía hacerles daño ahí.

—Hemos cumplido con nuestra palabra —dijo Rey, que se encontraba bajo el portón de Cirzia junto con el duque Ludovic y sus hombres —. Ahora cumplir vosotros con la vuestra.

Ray miró a sus hombres y lobos, contando mentalmente los que quedaban. Habían caído más de la mitad, y muchos de los que quedaban necesitaban atención urgentemente. Sus heridas eran graves, aunque se mantenían en posición firme sin dejarles ver a los cirzenses lo que habían conseguido. No les dejaría relamerse los labios. Ray estiró los hombros con orgullo.

Miró a Monroe y en sus ojos encontró el apoyo que necesitaba. Monroe era su segundo al mando, sabía lo que le pasaba por la cabeza en todo momento y no habría llegado hasta ahí sino hubiera contado con su ayuda.

—El día que nos devolváis lo que es nuestro —soltando a la joven, dejó que uno de los taüre la cogiera suavemente del brazo—, haremos lo mismo.

Y entonces, estalló el caos. Los gritos de los cirzenses llenaron la noche y los taüre corrieron bosque adentro con una joven que acaban de robar frente a sus narices.

¿La historia se repetía?

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