Capítulo 2. Parte 2
—¡Monroe! —gritó a su amigo, que estaba terminando de matar a uno de los soldados—. ¡Conmigo! —llamó a varios más y juntos con los lobos de cada uno de ellos, se dirigieron al norte de Cirzia, donde le habían indicado que tenían que ir. Como habían ideado en la estrategia, se llevaron consigo los escudos robados de los hombres con los que habían luchado, y un tronco enorme y pesado que habían arrastrado desde el bosque.
En su paso, vio el enorme castillo de Rey. Se alzaba majestuoso en el centro del reino, con piedras blancas y torres grises. Era inmenso, y se preguntó cuántas personas vivirían ahora en él. Desde luego, menos desde que la hija de Rey se fue de aquel lugar, lejos. Para siempre.
Estaba lleno de antorchas y se escuchaba el ir y venir de los soldados, sonrió para dentro cuando se imaginó la cara que habría puesto el monarca. No se esperaba que su amado reino pudiera caer bajo las manos de unas personas como los taüre, a quienes odiaba tanto.
—Jodete Rey, ojo por ojo —murmuró para sí mismo y apretaron el paso.
Dejaron atrás el castillo real y llegaron hasta uno más pequeño, pero mucho más importante para Ray. El él se encontraba lo que era suyo, lo que le habían robado hacía años.
—Hay que darse prisa —apresuró a sus acompañantes, atravesando el puente hacia el portón. Llovieron flechas sobre sus cabezas y se taparon con los escudos, a sus espaldas se escucharon hombres llegar. Eran de los suyos, gracias a los dioses.
Entre varios de ellos cargaron el gran tronco de madera y se colocaron en posición.
—A la de una, dos ¡tres! —indicó Ray, y sus hombres empujaron con todas sus fuerzas el tronco contra la puerta haciendo que esta se tambaleara.
Mientras tanto, otros de los taüre lanzaban sus puñales y piedras contra los hombres colocados en las torres que disparaban flechas. Hicieron caer algunos.
—Otra vez. Una, dos ¡tres! —y así una y otra vez, hasta que la puerta hizo un ruido de vacío y cayó contra el suelo fuertemente levantando una alta capa de polvo.
No esperaron más y entraron a raudales en las inmediaciones del castillo de los Ludovic, donde les recibieron otra gran cantidad de soldados. Los lobos se abalanzaron sobre estos, y aunque sus mordiscos eran letales y sus garras mortíferas, no eran inmunes a las espadas de los soldados. Con impotencia vio caer a algunos de sus lobos. Estaban luchando en una guerra que no era ni suya.
Los lobos habían formado parte del clan de los taüre desde que estos llegaron al bosque y consiguieron amaestrarlos. Los primeros hombres, que habían sido expulsados del reino a su suerte, descubrieron que el bosque no estaba solo. Un gran depredador anidaba en él, el lobo. Y muchos fueron el alimento de este animal. Hasta que empezaron a adoptar su forma de vida, cazaban y se alimentaban como lo hacían ellos, de los animales que había por el bosque. De los cuales también aprovechaban las pieles para abrigarse en las frías noches en la intemperie. Y aprendieron lo más importante de ellos, iban en manada. Un lobo solitario no era nadie en un bosque inmenso como aquel, siempre iba acompañado de otros. Y así hicieron también los primeros hombres, se dieron cuenta que tenían que unirse para así sobrevivir.
Y así, consiguieron que el lobo no fuera el único depredador del bosque. Cuando éstos intentaban cazar al hombre, no lo conseguían. A veces algún lobo tuvo que caer para que se dieran cuenta de que ahora ellos también formaban parte de ese lugar. Y que tenían que unirse para que ni hombre ni lobo perdieran más integrantes de sus manadas
—¡Ray, a las torres! —le gritó su amigo Monroe por encima del ruido que hacían las armas al chocar y de los gritos de dolor y rabia.
Y él lo entendió, junto a Tarz corrió hacia las torres que se encontraban al lado de un gran jardín y fue abriendo puerta por puerta encontrando personas asustadas que se aferraban a las sábanas como si éstas pudieran protegerlos. Se cruzó con ojos de hombres y mujeres adultas, de jóvenes, de ancianos... y todos rogaban por sus vidas. Pero no era a él a quien tenían que rogar.
—¿Te creías que iba a ser tan fácil? —una carcajada a sus espaldas paralizó la noche. Y como si fuera en cámara lenta, Ray se dio la vuelta, con puñal en mano, para encarar a su peor pesadilla.
—Rey —escupió, observando a la persona que tenía frente a él. Su cabello negro y barba ya estaba moteada de blanco en zonas donde se veía claramente el paso del tiempo. La última vez que lo vio le quitó su tesoro más preciado.
—¿No te das por vencido, Ray? —tenía soldados a su espalda, con las espadas preparadas para atacar cuando su monarca diera la orden—. La última vez os lo dejé bien claro —el taüre dio un paso hacia él, rechinando los dientes. El odio que sentía hacía aquel hombre le hacía ir más allá de sus pensamientos racionales—. Si os atrevíais a venir, tu sangre lo pagaría muy caro.
—Devolvedme lo que es mío —apretó los puños, intentando mantener la calma. Sus amenazas siempre iban acompañadas de acciones—. Y no derramaremos más sangre.
Rey volvió a reír, alzando las manos a sus costados.
—Mira a tu alrededor, Ray —y cuando lo hizo la rabia salió por cada poro de su piel—. Son los tuyos los que están cayendo —tenía razón, estaban en desventaja. Varios de sus hombres y lobos se encontraban en el suelo sin vida, y quedaban minoría. Su clan estaba muriendo y él lo estaba permitiendo, porque había pensado que podrían conseguirlo. Que ingenuo. Todo aquello que entraba en Cirzia, ya no salía con vida.
Los soldados dieron un paso hacia él, y sin esperarlo Ray lanzó su puñal a la cabeza de Rey. Iba directo, había sido un buen tiro, pero aquellos quienes protegían a Rey lo hacían con su propia vida. Ya se encargaba él de que así fuera. Uno de sus hombres lo apartó, recibiendo él el puñal en el cuello. Y cayó desangrándose, bajo los ojos de un hombre vil al que no le importaba que quien le había salvado la vida estuviera agonizando.
—¡Matadlo! —ordenó Rey, y sus soldados se abalanzaron sobre él.
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