Capítulo 2. Parte 1
Bosque, reino de los taüre.
El caluroso día de verano había dado paso a una tormenta nocturna. Los muros de Cirzia se alzaban con altanería conforme se iban acercando a ellos. Pronto, notaron su presencia. Se escucharon hombres gritarse los unos a los otros, dándose ordenes que nunca llegarían a recaudo. Hogueras que se encendieron y pronto volvieron a apagarse. Los guardias estaban cayendo.
—Están actuando —le dijo Monroe, y Ray lo miró con orgullo.
Miró también a la hilera de cientos de hombres taüre, cargados con puñales y martillos que ellos mismos habían hecho, y a los grandes lobos que había con ellos, que enseñaban los dientes preparados para destripar a quienes se le pusieran de por medio. Era el día. El gran día. Habían estado tanto tiempo esperando para ello, organizando hasta el más mínimo detalle para poder atravesar los muros del reinado y recuperar lo que era suyo. Habían entrenado sin descanso, durante día y noche y eso se reflejaba en sus cuerpos que estaban esculpidos y bañados por el sol. Ellos no contaban con armadura, solo con la naturaleza salvaje que el bosque le da a todo hombre. Sus pies y pechos iban al descubierto, y se podía notar como éstos se movían al compás de la respiración, profunda y nerviosa. Vestían con pantalones de lana oscuros y cinturones de cuero donde aguardaban las armas.
Habían contado con ayuda de dentro, con cirzenses que apoyaban su causa. Éstos, que eran por lo menos cien hombres, se trataban de personas que habían sufrido grandes desgracias bajo las manos del poder de Cirzia, y se habían revelado. Ray creía que eso nunca sería posible, que dentro de esos muros solo había personas cobardes que se contentaban con recibir palizas y mentiras, y que no estaban dispuestos a arriesgar nada por la excarcelación.
Pero se había equivocado. Estos hombres estaban matando a los guardias, silenciándolos para que la noticia de su presencia no llegará a oídos de las grandes casas ni de Rey. A cambio, se les pagaría con lo que más deseaban en el mundo, la libertad.
Ray sabía que, dentro de esos muros, y dentro de otros reinos, su pueblo era odiado. Que hablaban embustes sobre ellos y que sembraban el terror a sus habitantes para que estos nunca jamás se acercaran a ellos. Y lo habían estado consiguiendo durante varios años, pero ahora era el momento de los taüre. Iban a completar su venganza al fin.
—Es la hora —anunció a sus compañeros cuando vio cómo las grandes puertas de Cirzia se abrían de par en par—. ¡Vamos! —les gritó. Y la tierra del bosque tembló.
Corrieron al unísono, con las armas preparadas y con los lobos listos para el ataque.
Aunque contaban con el factor sorpresa, no sabían cuánto tiempo duraría. El que hubieran conseguido acallar a los guardias de la puerta no significaba que también lo harían con los que pululaban por todo el reino.
Los cirzenses que les había ayudado salieron corriendo en dirección al bosque, donde les esperaban los taüre encargados de su rescate. Se habían ganado el honor de formar parte de su familia, y pasara lo que pasara esa noche, Ray jamás olvidaría lo que habían hecho por ellos, por él.
Recorrieron el puente y entraron en silencio a Cirzia, y Ray la pudo observar al fin con detenimiento. Ahí había nacido su amada y ahí se había criado. Podía imaginársela sobre la fuente de agua que había en la plaza, o en cualquier calle paseando, sonriéndole a la gente como ella solía hacer.
Podía verla sobre el arrecife de la ventana de aquella torre, tarareando una canción y mirando a la luna. Podía verla en mil y un sitio de aquel lugar, pero dónde verdaderamente ella había sido feliz, era con él. En el bosque. A veces uno nace en el lugar equivocado, lo importante es darse cuenta y correr hacia lo que te llena el alma, justamente como hizo ella.
Y aunque Cirzia era bonita, sus adoquines, sus puestos, las diferentes torres, los grandes castillos... solo podía verla como una prisión. Y los taüre estaban dispuestos a liberar a todos aquellos que quisieran dar el paso.
Una flecha silbó en el aire y cayó a sus pies, y de repente empezaron a llegar soldados de todas partes con espadas y escudos en mano. Era la primera vez que iban a enfrentarse a algo así, que se adentraban en tierras enemigas con lo que todo eso conllevaba: No conocían el terreno, iban a ciegas. Pero estaban dispuestos a todo.
Con un gran rugido que le salió de lo más dentro de su ser, se lanzó contra ellos, y sus hombres lo acompañaron. Los grandes lobos saltaron sobre ellos y empezó a correr un río de sangre. Derribó el escudo del hombre frente a él, y con un martillazo le dio en la mandíbula, partiéndole el labio, aprovechó su contratiempo y con un empujón de su cuerpo lo lanzo al suelo. No tuvo que hacer nada más puesto que su lobo, Tarz, apareció con la cara ensangrentada y se lanzó al cuello del soldado.
Otro lo atacó con la espada en mano dispuesto a cortarle la cabeza, lo frenó con su martillo que chocó con la espada haciendo que saltaran chispas. Ray enseñó los dientes, y le lanzó el puñal, clavándoselo en el muslo. El soldado gritó por el dolor, pero no se detuvo. Cojeó hacía él y volvió a empuñar su espada, Ray lo evitó y lanzó una patada a su puñal, haciendo que este se clavara aún más en el muslo del soldado. Volvió a gritar y tropezó hacia atrás, Ray lo aprovechó y cogiendo el escudo con ambas manos, tiró de él con todas sus fuerzas, quitándoselo. Y se lo clavó en el pecho, a la vez que le extirpaba su puñal del muslo.
Se incorporó de golpe con un rugido cuando algo se clavó en su hombro derecho, por detrás. No dudo en llevarse las manos hacia lo que era y arrancárselo, viendo que era uno de los puñales de sus hombres caídos, que le había lanzado uno de los soldados. Mirándolo furioso, se lo lanzó de vuelta clavándoselo en la frente. De ésta salió una hilada de sangre y el hombre se desplomó con los ojos en blanco.
Continuó atacando, mientras la lluvia seguía cayendo sin descanso haciendo que la sangre corriera por las calles como si de ríos se tratara. Para ellos eso era una ventaja, estaban acostumbrados a vivir con todo lo que la naturaleza les daba. Pero para los soldados de Cirzia no lo era, no veían bien a sus enemigos, lanzaban los golpes sin apenas ver puesto que la lluvia les nublaba la vista. Les hacía ir más lentos, se resbalaban.
Y entonces Ray observó, habían caído muchos de los soldados, pero también varios de sus hombres. Y eso lo entristeció. Aquellos caídos no podrían volver con su pueblo, no podrían volver a besar a sus padres, mujeres e hijos. No podrían volver a sentir el sol sobre sus cuerpos, ni dormir bajo las estrellas. No podrían. Ray les había arrebatado eso. Por su causa, su gente le había seguido sin pensarlo y no había caído en la posibilidad de que no obtuviera los resultados deseados. ¿Y si todas aquellas muertes, todos aquellos sacrificios, eran en vano? No podía permitirlo, tenía que conseguirlo costara lo que costara.
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