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Capítulo 1. Parte 3


Se trataba de Duncan, el primogénito de la familia Ludovic, aunque era el pequeño también era el único varón, puesto que tenía una hermana mayor, pero ella nunca podría tomar el título de su padre. Seguramente la casarían con algún joven de un reino cercano, o de la otra gran casa del reino de Cirzia. A Ayla le parecía una buena chica, siempre les hablaba con educación y respeto a los sirvientes y eso, estaba segura la pequeña, que no lo había aprendido de su padre.

—Podéis levantaros —y así lo hizo, mirándolo fijamente. Y ahí Ayla se dio cuenta de que, aunque tenía el mismo color de ojos que su padre, un azul claro tirando más bien a gris, su mirada era diferente.

El señor Ludovic miraba con frialdad, y hasta podías leer a través de ella cómo calculaba las cuentas de su castillo, cómo ideaba un plan tras otro para mejorar la estabilidad económica de su familia e incluso, cómo hacerte sufrir si le hacías saltar las alarmas. No tenía miramientos para desatar su furia y mano dura con quien se atrevía a desacatar sus normas o deseos. Por eso, lo normal era que los sirvientes no aguantaran tanto y quienes lo hacían era porque tenían algo que les ataba ahí. Nimue le decía que ellas pronto saldrían de ese lugar, pero mientras tenían que aguantar, y eso que Ayla había tenido la suerte de no tener que verlo tanto, no como su hermana, que tenía que servirles siempre y el más mínimo error podía acarrearle latigazos. Ya alguna vez los había sufrido y Edwin la había curado, mientras la pequeña de las hermanas se quedaba a su lado agarrándole la mano y llorando. Nimue siempre le decía que no pasaba nada, que estaba bien. Aun en esos momentos, la mayor era quien consolaba a la pequeña. Y odiaba al señor Ludovic por ello. Era un ser cruel y despiadado. Y se merecía lo peor.

En cambio, su hijo no miraba así. No lo hacía como si fuera superior a ellas ni como si fueran una rata a las que quisiera aplastar. Lo hacía... normal.

—¿Sabes? —continuó diciendo él y Ayla se dio cuenta de que lo había estado mirando de más. Enseguida sus mejillas se tiñeron de rojo —. Los caballos pueden sentirnos, saber cómo somos —se acercó a Sloan, quedando frente a Ayla y le acarició.

La pequeña se había quedado como una estatua, quieta y muda. Y el caballo resopló frente a ella, haciendo que su pelo se meciera suavemente. Eso provocó que ella se riera.

—Y eso significa que confía en ti —Duncan tenía el cabello rubio, lacio y le llegaba a la altura de la nariz. Él también estaba sonriendo.

—Es precioso —la pequeña se apartó cohibida por la cercanía del joven duque. Aunque tenía doce años, parecía más mayor. Era alto y su cuerpo ya estaba abandonando la niñez para dar paso a la adolescencia.

—Preciosos son tus ojos —le contestó él, haciendo que ella se volviera a ruborizar—. Nunca había visto unos como los tuyos.

Y ella tampoco, le quiso contestar. Y era cierto. Ayla tenía los ojos de un color violeta que era único. Siempre que iba al pueblo se fijaba en los ojos de todos y cada una de las personas con las que se cruzaba. Siempre que entraba algún sirviente nuevo, lo escudriñaba fijamente haciendo que éstos se sintieran de golpe muy incómodos. Y nunca encontraba lo que buscaba. Nimue le decía que su padre tenía también los ojos así, que eran preciosos y que eso marcaba el linaje de su familia.

—Duncan, ven aquí —dijo a sus espaldas una voz que hizo que el vello de la nuca de Ayla se erizara. Unos escalofríos le recorrieron todo el cuerpo.

El chico miró a Ayla por un breve instante y seguidamente corrió al lado de su padre, que se encontraba fuera del establo. La pequeña no quiso darse la vuelta por miedo, sentía que el señor Ludovic era una especie de serpiente que con solo mirarla podía dejarla noqueada.

Pero lo hizo, y cuando fue así pudo ver cómo le decía algo a Duncan, quien la volvió a mirar y negó con la cabeza. Juntos, retomaron su paso hacia el recinto cerrado con vallas blancas donde los jinetes solían entrenar con los caballos. Ayla cogió una horca y se puso a limpiar la paja mientras se acercaba a la ventana para ver lo que hacían.

Vio a varios hombres que rodeaban lo que parecía una yegua. Ésta estaba inquieta, intentando zafarse todo el rato de aquellos hombres. Tenía el pelo dorado y una preciosa crin blanca alargada, y Ayla ya no le pudo quitar la mirada de encima. Era tan bonita. Y tan rebelde. Que le gustó.

—Nos la ha regalado Rey para ti —le dijo el señor a su hijo, orgulloso por tal obsequio, apretándole el hombro a Duncan—. Vas a tener que aprender a domarla, es una yegua indómita. Tómatelo como tu primera clase para aprender a ser un buen señor: nunca permitas que nadie ni nada escape de tu control —iba a ser como él, su padre iba a poner todo el empeño para que su único hijo varón tomara todas las directrices necesarias para acabar siendo un despiadado hombre—. Empieza. Ahora.

Uno de los hombres que sujetaban a la yegua le dio una fusta, Duncan dudó en cogerla o no, pero notaba los ojos de su padre sobre él, quemándole, por lo que la cogió. Se acercó a la yegua lentamente, observando cada detalle de ella. Era preciosa. Y salvaje. Y estaba seguro que le iba a costar la vida tratar de domarla, pero a ella acabaría destruyéndola. Como su padre, todo lo que tocaba lo destruía.

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