Capítulo 1. Parte 1
Cirzia, reino de los hombres.
El sol brillaba con la intensidad de un día de verano, y eso se notaba en el ambiente. El pueblo estaba en plena ebullición, el mercado real se encontraba repleto y la gente animada hablaban los unos con los otros, sus voces se escuchaban por encima del tintineo de las monedas al pagar, y seguro que ese día los mercantes se consiguieron un buen jornal. Era un día perfecto para ser feliz.
Ayla dirigió la mirada al cielo, le gustaba la sensación del sol sobre su piel, le gustaba mirar a las distintas aves ir de un lado a otro, moviéndose con total libertad. Esa que a veces ella sentía que no tenía. Le gustaba imaginarse de dónde venían y cuáles eran sus próximos destinos.
Iba caminando con su hermana, Nimue, al lado. Era día de compra, y por lo tanto uno de sus favoritos. Era la oportunidad perfecta para escapar del castillo de la familia Ludovic, sus carceleros, perdón... sus señores. A sus diez años, sólo tenía el recuerdo de vivir y servir allí, junto con su hermana mayor. Nimue era catorce años mayor que ella, se ve que sus padres se lo pensaron bien antes de tener otro hijo. Se lo pensaron tanto, que su madre murió en el parto y su padre, que no pudo aguantar tal pérdida, se suicidó dejando a dos niñas solas. Nimue era tan solo una adolescente, que tuvo que aprender a ser madre y cuidar de una recién nacida. Y vamos si lo consiguió, para Ayla su hermana era su salvavidas, su ancla. Su todo.
—Buenos días Bonco, ¿cómo están hoy las mazorcas? —preguntó Nimue al mercadero de las verduras, examinando el puesto pieza por pieza.
—Riquísimas, esta cosecha ha salido inmejorable, ¡mira qué grandes! —Ayla se rió de su entusiasmo, le caía muy bien ese hombre—. Pero es mejor que las probéis —guiñándoles un ojo cogió un par de ellas y echándole sal por encima se las dió—. Para mis mejores clientas.
—Muchas gracias, Bonco. Tú siempre tan amable.
—¡Gracias, Bonco! —agradeció también Ayla, antes de darle un gran mordisco. Hacía horas que habían desayunado, se habían despertado al alba para limpiar las zonas comunes del castillo antes de que los duques se despertaran, y habían salido a hacer la compra. Sus estómagos ya estaban rugiendo—. ¡Están buenísimas! —se relamió los dedos y volvió a darle otro bocado.
—¿Y los rábanos, están buenos? —preguntó Nimue, y eso siempre le llamaba la atención a su hermana. Porque no había día en el que no le preguntara a Bonco qué tal estaban esas hortalizas, pero luego nunca las compraba.
—En un par de noches, estarán mejor —Ayla ni intentó preguntar, siempre que lo hacía la evadían con que eran cosas de mayores y eso la cabreaba. Ella ya era mayor, tenía ni más ni menos que ¡diez años!
—Ponme un par de kilos, otro par de tomates, de cebollas, tres de patatas, cinco lechugas... —fue recitando Nimue de su lista, mientras le daba pequeños mordisquitos a su mazorca—. Ah, y ponme un kilo de fresas, tienen una pinta estupenda. Seguro que a Edwin le encantará recibirlas, con esto va a crear un postre de ensueño.
Edwin era el cocinero del castillo, su amigo y la figura más parecida que Ayla había tenido alguna vez de un padre.
—Y ojalá que podamos probarlo —suplicó la pequeña, haciéndosele la boca agua con tan solo pensarlo.
—Seguro que Edwin nos guarda un poquito —Nimue le guiñó un ojo a su hermana, le pagó la cuente a Boco y echaron las cosas sobre el carro de madera que arrastraban.
Despidiéndose del mercante, continuaron su camino. Ya habían comprado todo tipo de pescado, legumbres y carne, y estaban poniendo rumbo al castillo cuando pasaron por la puerta de la tienda de pergaminos y libros de la señora Andoga.
—Por favor, Nimue —le rogó la pequeña, cogiéndola de las faldas de su vestido gris, el que tenían que llevar en sus labores cotidianas.
—No me pongas esos ojitos de corderito —intentó ser fuerte ante su hermana pequeña. Le apartó el mechón de cabello negro que se le había puesto encima de los ojos y la miró seriamente —. Está bien, pero ya sabes que no podemos comprar nada. No tenemos dinero para eso.
—¡Lo prometo! —aplaudió Ayla y juntas entraron al establecimiento.
Este era una torre de piedra de baja altura que desde fuera parecía que no escondía gran cosa, pero que una vez que entrabas el olor a pergamino te inundaba y veías largas y largas hileras de libros. Ayla y Nimue podían ser tan felices ahí.
—Buenos días, mis dulces niñas —las saludó la señora Andoga. Era una mujer mayor, un tanto regordeta que llevaba su pelo canoso recogido en un moño bajo—. ¿Hoy también venís sólo a mirar?
Nimue le hizo un gesto de disculpa, odiaba tener que entrar ahí y ver cómo su hermana se ponía los dientes largos sin poder hacer nada para contentarla. Estaba ahorrando para poder comprarle uno, pero su salario apenas le permitía mantenerlas.
—¿Puedes echarle un vistazo al carro? Juro que seremos rápidas.
—Ve con tranquilidad Nimue, al fin y al cabo, hice esta tienda para personas apasionadas como vosotras. Disfruto viendo vuestro entusiasmo, y lo comparto.
—Muchas gracias, Andoga —quienes conocían a Nimue, conocían su historia. No estaba sola en las sombras de su camino hacia el cambio.
—Por cierto, tenéis que echarle una ojeada a un libro nuevo que nos acaba de llegar. Lo tenéis en el tercer pasillo, segunda estantería a la derecha. Se llama Corazón Veloz, y promete no dejaros indiferente.
Apenas había terminado la frase y Ayla ya estaba corriendo en su busca, Nimue sonrió con dulzura y la siguió. Le dejó que fuera ella quien diera con el libro, sabía que para ella eso era como un juego, y disfrutaba viéndola así.
—¡Lo tengo! —Ayla se puso a dar saltitos de alegría y se lo pasó a su hermana. Nimue sabía leer, era ella quién le leía todas las noches antes de dormir y quién le enseñaba a hacerlo. Por la tarde, antes de acabar con sus tareas domésticas, cogía sin que nadie se diera cuenta un libro de la biblioteca de los Ludovic, y al amanecer lo volvía a dejar en su sitio. Los señores Ludovic eran un poco reacios con sus cosas. Bueno, pensó Nimue, eran reacios para todo.
Nimue ojeó el libro, se empapó de su olor, de su portada, contraportada... De todo de ello. Amaba leer y le había pasado esa pasión a su hermana.
—¿Nos va a gustar? —preguntó una Ayla inquieta, mirando con esperanza a los ojos azules de su hermana. Le recordaba al río Archie, el cual rodeaba el reino de Cirzia y atravesaba el jardín del castillo de la familia Ludovic. Este era tan profundo y misterioso como lo era Nimue.
—Nos va a encantar —lo colocó en la estantería y cogió a su hermana de la mano —. Ya es tarde, tenemos que irnos.
—Pero, ¿de qué trata el libro? —se despidieron de la señora Andoga, cogieron su carro y continuaron el camino.
—De dos hermanos, de las adversidades que tienen que afrontar en sus vidas y de cómo el amor todo lo puede —Cirzia tenía adoquines de piedra y eso hacía que el arrastrar un carro de madera de tres ruedas fuera complicado. Cada vez que se quedaba atrancado entre dos, Nimue tenía que empujar con todas sus fuerzas mientras que Ayla, con un palo, hacía palanca en la rueda principal.
—¿Y eso es así? ¿El amor todo lo puede? —y ahí Ayla pensó en que su hermana podía saber, de primera mano, el significado del amor. Alzó la mirada y observó de verdad a su hermana, que tenía una belleza digna de una princesa. Su pelo rubio platino, bajo los rayos del sol, soltaba destellos dorados que hacían que todo a su alrededor brillara aún más. Y tenía un rostro angelical, al fin y al cabo, de eso se trataba. Nimue era su ángel.
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