El vampiro de Pompeya
Siempre me gustaron los gladiadores. Sus cuerpos eran fuertes y su sangre espesa, impregnada de un sabor intenso que solo se manifestaba en quienes pasaban por los más duros entrenamientos.
Se resistían cuando me alimentaba de ellos, y al contrario que otros humanos, conseguían oponerse a mí con una ferocidad bestial. Los escogía durante el día, y los sorprendía en callejuelas y rincones oscuros por la noche. Ellos intentaban desprenderme de su cuello estrellándome contra las paredes, o atacándome con sus espadas, con poco éxito.
Al final, sin importar qué tan vigorosos hubieran sido en vida, todos caían a mis pies, inertes y vacíos en la muerte. Algunos llegaban a mirarme antes de morir, y yo veía en la manera en que sus ojos se agrandaban por última vez la confusión de haber sido vencidos por alguien tan ligero como yo.
En ese mundo que ya no existe, nunca nadie consiguió escapar de mi abrazo fatal, hasta que tú te cruzaste en mi camino.
Pompeya era famosa por su actitud relajada. Con sus calles animadas y llenas de vida, era la favorita de mercaderes y turistas, que buscaban aprovechar las burbujeantes oportunidades que ofrecía, con sus ofertas de servicios y espectáculos. Mi interés particular, por supuesto, estaba en las luchas de gladiadores.
Te vi pelear el primer día que llegué a la ciudad. En la arena eras feroz, pero elegante. La manera en que combatías me cautivó a primera vista. Te movías siguiendo el ritmo de un baile letal que encerraba a tus enemigos dejándolos indefensos y sin escape. Tu mirada lo veía todo: cualquier intento de ataque era bloqueado antes de concretarse, y tus ofensivas eran infalibles. Cuando venciste, el público a mi alrededor coreó tu nombre, llamándote, deseándote, honrándote.
Mi lengua recorrió el interior de mi boca, anticipándose a lo que sería probarte. Me pregunté qué tan intenso sería el sabor de la sangre de alguien tan imponente como tú, y como si hubieras adivinado mis pensamientos, clavaste tu vista en mí e hiciste un movimiento de saludo con la cabeza.
Esa noche, no me fue difícil encontrar el banquete donde se celebraba tu victoria. Bastaba seguir el rastro del aroma que desprendías, una tenue mezcla de sudor, sangre y la energía invisible que te acompañaba incluso después de haber pasado por los baños. Era imperceptible para el resto, pero inconfundible para mí.
El predio de la fiesta estaba preparado para recibir a la nobleza, con mesas atiborradas de frutas exóticas, las más finas carnes y los mejores vinos. Estabas acomodado en un sillón, rodeado de mujeres y hombres que competían por tu atención, y aun así tus ojos fueron hacia mí en cuanto me viste.
Sabía que llamaba la atención en esa ciudad, con mi complexión pálida exacerbada por mi naturaleza y mi falta de exposición al sol; aunque exponerme a él no me resultara fatal. Para entonces ya estaba acostumbrado a que los mortales elogiaran la belleza de mi rostro, una ventaja para mi trabajo de cazador. La expresión de deliciosa curiosidad que vi en ti no era nada nuevo para mí.
—¿Vienes del norte? —me preguntaste, entrecerrando tus ojos oscuros mientras hacías un gesto para invitarme a acercarme.
—Sí —respondí, con una sonrisa.
Me hice un lugar junto a ti sin dificultad y dejé que jugaras conmigo, entregándome a tus caricias toscas y a tus besos con sabor a vino, mientras contenía mis propias ansias de morder el interior de tus labios. No fui cuidadoso, como solía ser. Interactuar tanto con mis víctimas no era parte de mi proceder, pero tú fuiste difícil de resistir desde el primer momento. Incluso dejé que me llevaras a un cuarto hacia el fondo del edificio y me desvistieras, para darte todos los gustos que quisieras conmigo. ¿Por qué no? Aquello, que llevaba años sin experimentar, me resultó también placentero, por momentos tanto como el éxtasis de alimentarme de la sangre de otros.
Mi instinto, sin embargo, terminó por apoderarse de mí. No recuerdo cuándo pude dejar de contenerlo, pero sí la explosión turbulenta en mi interior cuando tu sangre tocó mi lengua y llenó mi boca. Luchaste como los otros, al principio, tratando de apartarme con violencia y fallando. Me encontré deseando que pudieras conmigo, para que aquella sensación arrebatadora se prolongara lo más posible. ¿Habrá sido ese deseo el que te dio la fuerza?
Me aparté solo un segundo. Eso no hubiera sido suficiente para otros, pero lo fue para ti, que de alguna forma conseguiste arrancarme de ti y empujarme contra el revoltijo de sábanas ensangrentadas en que se había convertido la cama sobre la que estábamos. Una de tus manos encerraba mis muñecas, y la otra rodeaba mi cuello. No era solo apariencia: tu fuerza era real, tanto como para opacar la mía, que estaba potenciada por una esencia sobrenatural.
—¿Qué diablos eres? —gritaste, sin aflojar tu agarre.
—Soy lo que ves —respondí, como pude—. Me alimento de sangre. Eres exquisito.
Reducido ante ti, yo estaba ahora en el lugar de quienes por tanto tiempo habían sido mis víctimas; impotente, agitado todavía por el olor y el sabor de tu sangre, y confundido por la ineficacia de mis acciones. Te las arreglaste para alcanzar tu espada sin soltarme del todo, y pusiste su filo contra mi garganta.
—Te voy a matar, monstruo.
—Me parece justo —murmuré—. Aunque no sé si puedas.
La idea ni siquiera me molestaba. Tenía curiosidad sobre si era posible. Recuerdo tu ceño fruncirse al escucharme. ¿Fue acaso mi falta de miedo la que te hizo dudar? ¿Fue el saber que tus amenazas no surtían ningún efecto en mí? Al final, la situación entera me resultaba más interesante que aterradora. Nunca había conocido un ser humano capaz de subyugarme.
El filo se alejó de mi cuello, aunque mantuviste la mano firme sobre el puño de la espada.
—¿De dónde vienes en realidad? —preguntaste.
Así empezó. Te conté de mí: sobre mi nacimiento en las frías tierras del norte, y del día en que fui sorprendido en el bosque por un ser que se alimentó de mí; de cómo esa criatura compartió su sangre conmigo, convirtiéndome en el mismo monstruo que era ella. Casi cien años habían pasado desde aquel incidente, y mucho había cambiado, pero no mi apariencia. Te invité a hundir el filo de tu espada en mí para que entendieras con tus propios ojos, y eso hiciste, abriendo un tajo en uno de mis muslos. La sangre brotó y se detuvo poco después, cuando la herida volvió a cerrarse.
—¿Quieres probar?
Mi invitación te hizo retroceder. Vi tu rostro deformarse en una mueca de disgusto, pero tu mirada siguió el recorrido de la sangre. Finalmente, la detuviste con tus dedos y te los llevaste a la boca. A juzgar por la forma en que tus ojos se iluminaron, debió saber mejor de lo que esperabas, ¿verdad?
Podría haber vuelto a intentar matarte cuando me soltaste, pero no lo hice. No solo porque ya habías conseguido controlarme una vez, sino porque de haber tenido éxito, tu muerte hubiera sido un desperdicio. Nos mantuvimos cada uno atento a los movimientos del otro, y así comenzó nuestra danza macabra.
Volvimos a vernos al día siguiente, y el que vino después. Me ofreciste de nuevo no solo lo que me habías entregado esa primera vez, el placer de sentirte en mí, sino que me dejaste saborear un poco más de tu sangre, bajo la condición de que tú serías quien marcaría los límites.
Se convirtió en una peculiar rutina entre los dos. Yo te contaba de mis viajes a lugares remotos, y tú de tu vida antes de ser gladiador, y de lo que harías cuando pudieras retirarte. Planeamos incluso visitar juntos alguno de aquellos lugares de los que yo te había hablado, cuando eso ocurriera. Tú nunca habías estado en el norte helado, y yo nunca había estado en tus tierras, las de los antiguos reyes, cerca de donde nacía el Nilo.
Yo no pensaba en lo nuestro como amor, pero a medida que el tiempo pasaba, me veía deslizarme hacia ti, sin remedio. Estaba jugando un juego peligroso. Un día, quizás cambiarías de idea sobre tener a un monstruo como yo rondando en tus alrededores, y yo no podría culparte. Te dije un día que siempre tuve la certeza de que serías la causa de mi muerte, como nunca tuve duda de que no te sacrificarías por mí. ¿Cuándo fue que ese sentir comenzó a cambiar?
Creí que aquel capricho pasaría, pero volvía a ti una y otra vez, sediento de tu sangre, de tu cuerpo, de tus historias. Empecé a preocuparme también por lo que ocurría cuando no estabas conmigo. ¿Qué tal si te herían de muerte en la arena? ¿Qué pasaría si enfermabas? ¿Cuánto tiempo más vivirías, luego de retirarte? Así fue que un día, comencé a pensar en la posibilidad de convertirte en lo que yo era. No estaba seguro de que funcionaría, tampoco, porque nunca antes lo había intentado.
—No sé si es lo que quiero —me dijiste, cuando te lo ofrecí—. Aunque sí sé que te quiero conmigo.
Unas noches después, la montaña cercana comenzó a rugir; su vibración persistió hasta el amanecer, cuando me refugié para intentar inútilmente dormir. El suelo estaba inquieto. Lo sentí en mis huesos: un crepitar curioso, un hormigueo constante que se filtraba desde lo profundo de la tierra hacia arriba, reptando por las paredes y perturbando las aguas. La confirmación llegó con los temblores que sacudieron la ciudad, y se volvió visible cuando de la cúspide de la montaña surgió una terrible columna de humo blanco.
Hubo quienes le restaron importancia, incluso cuando los temblores se intensificaron y una lluvia de ceniza empezó a caer del cielo. Para ellos, el Vesubio era solo una elevación que adornaba el horizonte, presidiendo sobre los fértiles valles que rodeaban a Pompeya. ¿Cómo imaginar que aquel gigante dormido era un volcán, cuando nunca habían visto uno en acción?
Los animales se inquietaron cada vez más con el correr de las horas. Todavía escucho los ladridos desesperados de los perros, y veo las bandadas de pájaros alejarse hacia el mar. Las esperanzas de que la montaña se calmara fueron desvaneciéndose. Me hubiera ido de la ciudad sin pensarlo, de no haber sido por ti. ¿Dónde estabas? ¿Habrías huido de las barracas de gladiadores, o estarías resguardándote en ellas?
El polvo se volvió más denso mientras me dirigía a las barracas, y a eso le siguió una tormenta de rocas. Para cuando llegué a destino, el cielo estaba oscuro, a pesar de que era pleno día. El peso de la roca y la ceniza estaba destruyendo los techos. Te busqué guiándome por tu olor, que tan bien conocía; temía encontrarte aplastado entre los escombros, como algunos de tus desafortunados compañeros. Te encontré apenas vivo, entre los restos de uno de los pasillos. Usé mi cuerpo como escudo contra la tormenta de rocas, que incrementaba su furia con cada segundo.
—¡Bebe de mi sangre! —rogué, abriendo un corte en mi cuello.
—¿No es demasiado tarde? —preguntaste, tu voz sofocada por el polvo nefasto—. Sálvate tú.
Sabiendo que quizás estuviera condenándome a mí mismo, me negué a moverme hasta que aceptaste mi propuesta. Insistí en que bebieras de mí cuanto quisieras, esperando que eso fuera suficiente para convertirte, y permanecí junto a ti, protegiéndote como podía mientras el mundo entero se derrumbaba a nuestro alrededor. Si ese era mi destino final, estaba dispuesto a aceptarlo. Me entregué a la negrura incandescente sin arrepentimientos.
Ese fue el día en que cayó Pompeya, y el día en que llegué a creer que los vampiros sí podían morir. Pero de entre el fondo de las ruinas candentes de la ciudad muerta, te sentí moverte impulsado por la sangre que yo te había dado; apartaste las piedras que nos enterraban, y me llevaste contigo hacia el exterior.
Para cuando emergimos, afuera reinaba el silencio. Donde se había erigido Pompeya no quedaba nada vivo, más que tú y yo.
Fin.
Hace tiempo que quería hacer una historia con un vampiro en Pompeya, y este desafío me hizo ponerme las pilas.
Me hubiera extendido un poco más, pero el límite eran 2000 palabras (y tiene literalmente 2000 palabras).
El disparador era una frase, que incluí como diálogo en formato indirecto ("te dije que..."). Además, elegí la segunda persona aparente para narrar (híbrido de primera y segunda). No es un narrador muy común, pero para historias cortas me gusta cómo funciona, le da un aire muy íntimo.
Los gladiadores vivían en un lugar llamado ludus, que era una "escuela de gladiadores". No lo llamé así porque dado el límite ajustado, no quería gastar palabras en explicar el término.
Los banquetes con los gladiadores: las fuentes difieren sobre si se hacían antes o después de los combates, pero se hacían.
Por último, esta es una animación super interesante del último día de Pompeya:
https://youtu.be/dY_3ggKg0Bc
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