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Capítulo 9

Cuando pierdes la normalidad de tu jornada, puede ser una perdición. El día parece seguir, y uno nunca sabrá si éste lo esperará o, por el contrario, continuará su rumbo, dejando por la marcha a aquel que no siguió su ritmo. Tampoco sabrá cuánto perdió, mucho menos cuánto ganó, o si es que lo hizo. 

Richard Allen decía que era mejor no saber que te esperaba en la avenida derecha ni en la izquierda. Que el centro sabía las respuestas, y que por tentadora que parecieran tus laterales y más prometedores que el crepúsculo, debías de ir derecho. Él no creía en los desvíos, pero yo sí.

Para cuando terminé de estrechar la mano de aquel viejo General, me explicó poco. Diría que algo insípido e inconcluso. Por supuesto que no confiaba en mí como yo con él. No iba a dar todas sus jugadas y cartas en una sola ocasión. Quería mantenerse protegido en caso de ser traiconado, y me parecía algo perfecto. La tan ansiada reunión se acabó y no solo no sabía un carajo, sino que tendría que llevarme al inútil de Wegner conmigo para que viera que las ordenes que me habían dado se cumplieran. 

Tan solo es el comienzo del trato y llevo la desventaja. Parizza, por su parte, apoyó mi disgusto por la falta de información, así que él decidiría decirme cuando el subordinado del loco le informara con lujo de detalle cupan leal era a la causa. Aunque parecía una paradoja, vi la sinceridad y la ayuda en los ojos del joven General. Prometió algo, y aunque me resistía a creer, mis sentidos me decían que creyera, que intentara confiar por una última vez. 

Suspiré mientras los ya tan familiares colores monocromáticos ocupaban mi visión. Limpié con mi manga un poco el vidrio del transporte y recosté mi cabeza en él. No tuve tiempo de poder analizar todas mis emociones, del hecho de que al llegar a casa no escucharía la televisión, ni vería detras de esa fachada desmoronada a una mujer inocente que parecía mas una niña. Ya no recibiría los insesantes mensajes paranoicos al salir del trabajo. Mordí mi labio hasta sangrar al pensar en su ausencia. Sin ella nada impedía que fuera como siempre, salvaje y con un hambre voraz por todo aquello que se me había quitado. 

—Llegamos—golpea mi hombro el subordinado del loco. 

Me levanto sin contestar y hago una mueca de desdén. Los dos sabemos que no es una fascinación enterarnos de que viviremos bajo el mismo techo y que me espiará todo el tiempo para que la parte del trato sea cumplida. Pero tenemos que hacerlo. Tenemos un deber.

Bajamos y el olor nauseabundo me relaja. Hace que la tensión de mis músculos disminuya un poco. Estoy en casa, en el único espacio que mantiene unos pocos buenos recuerdos. Mientras disfruto del paseo corto, mi compañero parece despreciar cada parte que pisa. La inexistente gente que circula incluso quieren destruir el horro de su mirada. Una que no conocía la parte abominable de una ciudad atestada de hoteles y resturantes de alcurnia. Río por lo bajo y veo las flores secas, sintiendo alivio por pisar de nuevo algo conocido. 

Abro la puerta y me hago a un lado—Entra, princesita, no vaya a ser que te secuestren.

Mira con aversión lo que pagué con mis tres trabajos. Casi quiero golpearlo, pero me deleito con su asco justificado. No conoce está parte de la vida, y me resulta intrigante. Seguramente las familias en su país no tiene que sufrir los desprecios y males de la traición y las jugarretas. 

—Puedes usar ésa recámara—señalo la habitación—no se desperdicia la comida, así que intenta estar cuando sirva—me quito la camisola negra del restaurante con rapidez  y busco una nueva en el pequeño buró al lado del sillón. 

—¿Qué estás haciendo?—pregunta casi histérico.

—Tengo que ir a trabajar—saco mi celular y miro la hora, omitiendo los mensajes y las llamadas pérdidadas—mierda, solo tengo media hora.

Quito del camino a Wegner y voy corriendo a buscar la parte baja del complemento. Ajusto bien el uniforme e intento que mi pelo no parezca un desastre mientras voy por el desodorante para menguar el olor que desprende mi cuerpo. Apenas pasó un día. Quien diría que se vieron una variopinta gama de asuntos y puntos. 

—No me esperes, llegaré hasta mañana—subo el cierre y agarro mis cosas. 

—¿Mañana?—pregunta confuso.

Me volteo, esperando la broma, pero no está—Tengo tres empleos—viro los ojos—joder, no puede ser que no te hayan dicho algo tan sencillo. 

Despacho el tema y voy corriendo hacia la puerta. No pierdo más tiempo explicándole al novato del subordinado todo sobre mi vida el tiempo que tome ésto, y que espero que no sea mucho, pues mi madre está de por medio. Un dolor ataca mi pecho mientras voy trotando hacia mi destino. Saber que está lejos en algún lugar putrefacto hace hervir mi sangre.

Espera un poco, Elizabeth
























(...)

Mirar a Layla en el trasncurso de la jornada se volvió tedioso y acribillante. Todo ella desprendía un aura matadora en mi dirección que no menguaba incluso con la presencia de Arthur. Éste último intentaba, por todos los medios, captar su atención, y lo lograba por ratos, pero jamás superaría las palabras en la lengua que tenía para mí. Por otra parte, yo atendía con premura y eficiencia a los clientes, presa de la angustia por el trabajo que me auguraba por la noche.

Limpio el sudor con un pañuelo y lavo mis manos. Cuando vuelvo a salir del baño de empleados, una fresa grande y rosa obstruye mi campo de visión. Suspiro y recuesto mi cuerpo, a la espera de sus gritos. Su indescifrable gesto fruncido me mira con los ojos entrecerrados. Se queda callada y ninguna de las dos habla. Cruzo mis brazos y abro la boca, pero me interrumpe. 

—Lo que sea que te hubiera mantenido ocupada ayer, podías haber avisado. 

—Estaba atendiendo unos asuntos, Lay—es lo único que digo. 

—¿Cuáles?

La miro fijamente y me reprendo mentalmente por mentirle—Papeles del seguro de mamá. Otra vez está recayendo.

Su rostro empieza a deformarse hasta parecer culpable—Yo...perdón, piccolina—muerde su labio y desvía su mirada. 

—Está bien, no te preocupes.

—¡Che cavolo!—sujeta su cabeza—me preocupe mucho, pensé...—se queda en silencio.

—¿Qué pensaste, Lay?—pregunto intrigada.

—Nada, nada—menea desesperada la cabeza, desechando sus pensamientos—anda, sigue trabajando. Luego platicamos.

Se va, dejándome con una pizca de incertidumbre, aunque no puedo mantener el hilo de mis pensamientos y emociones mientras trabajo. Siempre interfieren en mi actitud, y hoy más que nunca necesito que la cotidianeidad siga a mi alrededor. Respiro y mentalizo a mi cuerpo a seguir, a pesar de que lo único que quiero  hacer es correr hacía la peste de Prettion. Camino por el pasillo, frotando mis manos contra la tela del babero negro y escucho el bullicio característico italiano. Cuando llego al centro, veo salir corriendo a Layla del restaurante con premura. Detrás de ella va Arthur, quien solo grita su nombre. Frunzo el ceño ante la caótica escena.

—¡Mierda, espérame, Ly!—grita Arthur hasta desvanecerse. 

Me acerco hacia mi compañero y escucho la conversación que tiene con el gerente provisional—Sí, lo sé, todo seguirá normal hasta que la señorita Di Marco vuelva. 

—¿Te ha dicho algo más?—niega con la cabeza. 

—¿Perdón, qué ha pasado?—pregunto, y ambos me miran indecisos. 

—La señorita Di Marco dejará de venir por un tiempo al restaurante, me ha comentado que surgió un incoveniente en su familia.

Muerdo mi labio—¿Acaso una urgencia médica?—el gerente niega y nos ordena que vayamos a seguir atendiendo. 

Anoto en la libreta las ordenes y los minutos avanzan de forma tortuosa mientras mi en mi mente van pasando las imágenes del juez en aquella habitación. Él, hablando sobre su trato con Viktor con Parizza.

Cierro los ojos y dejo que los minutos se conviertan en horas. Los clientes van llegando y yéndose satisfechos, y lo único en lo que puedo pensar es en cómo hacer que todo funcione. No hablaron más de cómo iba a acercarme hacia Darek Visconti, y ciertamente el terror de toparme con ése hombre sigue presente y activo.

Al final, el gerente provisional avisa a los que trabajamos ahí lo que ya habíamos escuchado mi compañero y yo. Todos se cuestionan la ausencia de Layla y las inquisitivas llueven como relámpagos, menos yo. Probablemente la urgencia se deba a su padre. Muerdo mi labio y me callo, no debe de haber culpa. Ni siquiera un atisbo.

Corro hacia la tienda de Erick, rezando para que su humor no haya superado su racionalidad. No quiero perder el trabajo y menguar con el parásito que me espera en casa. Llegó sudando hacia la entrada y por el vidrio me mira con sorpresa mi compañero de turno. Sus ojos de pánico son tardíos, pues la voluptuosa figura de Erick obstruye mi campo de visión.

—Espero que tus vacaciones hayan sido afables—elucubra un sombrío enojo.

—Yo...—no me sale nada, así que trago saliva y me preparo para lo que viene.

Todo lo que me ha costado la idiotez de Richard.

—¿Sabes cuánto dinero perdí por ti, estúpida?—pregunta al punto de gritar. Incluso si recibiera una reprimenda no me sorprendería, pero tampoco dejaría que sucedería.

Por el rabillo del ojo veo que mi compañero sale de su puesto y se encamina con premura—Señor, no creo que sea bueno montar una escena, podríamos espantar a los clientes—sus palabras son tensas cuando se inmiscuye.

Erick voltea a ver a mi compañero, el estudiante de medicina, y una parte de su enojo desciende hasta hervir en silencio.

—Ésta es una advertencia, Allen. A la próxima puedes despidiéndote de tu estadía aquí—me da un empujón y tengo la retahíla de insultos en mi boca—ahora pónganse a trabajar, par de inútiles.

Se va, azotando la puerta de la tienda, y nos deja en un silencio incómodo. No me queda más que agradecerle con la mirada a mi compañero e ir al almacén para ponerle el babero y empezar a hacer inventario.

Hay poca continuidad en las rutinas anteriores en las que las personas gozan de comprar, pero las hay. Mientras me dedico a arreglar las filas de productos y contar con minuciosidad, los sonidos de la caja al cobrar hacen que mi corazón se sienta satisfecho y tranquilo. Por fin una parte parece cotidiana y cercana.

—Disculpe.

Volteo cuando escucho a un hombre tocando mi hombro e intento no poner una cara de sorpresa y enojo. El trajeado Wagner viste ropa mucho más casual a lo que se vería en éstas calles, lo que lo hace ver más joven de lo que es. Sus ojos negros me miran de arriba abajo e intenta esconder el acento de su idioma natal.

—Tenemos que hablar.

Es lo único que dice. Su voz es apenas un susurro y se muestra ronca, como si hubiera gritado por horas, cuando pareciera que hace unos minutos lo dejé en mi casa, observando cada detalle de ésta.

—No puedo, estoy laborando...

No me deja terminar y se encamina hacia la salida.

—Sígueme—es lo último que dice.

Aprieto la tabla en la que estaba haciendo el inventario. Muerdo con fuerza mi labio mientras miro con rencor el camino que traza Wagner. No fue una petición, fue una puta orden. Y por muy ansiosa que esté de terminar el asunto, no puedo evitar desencadenar mi reticencia a las ordenes.

Camino hasta la caja y me acerco a mi compañero—Tengo que salir un momento, ¿Podrías cubrirme?

Su cara de confusión me lo dice todo, está preocupado por mí. Sabe que si a Erick se le ocurre llegar no tendrá otra opción más que decirle la verdad.

—No te tardes.

Le agradezco y salgo corriendo en busca de aquél insólito compinche. Mi visión se torna caótica a la hora de hallar su rostro, pero al final lo veo. Se recarga en uno de los pilares de los viejos edificios a punto de desmoronarse, en el clímax del callejón que lleva hacia otra zona de los suburbios.

Suspiro y camino mientras inspecciono la calle. No quisiera que alguien viera mi actitud sospechosa, así que evito las luces y rodeo hasta alcanzar la oscuridad en la que se mezcla.

—¿Qué demonios quieres? Estoy trabajando, nos pueden ver—miro a los lados de guisa frenética.

—Cálmate, gatita, me aseguré de que no fuera así—baja la capucha que lo cubre y alborota su cabello—llegó nueva información sobre Visconti, me ordenaron ponerte al corriente.

—¿Y no puedes esperar a que llegue en la mañana?—pregunto y se queda callado.

Oh, claro que no podía esperar.

No sabía a qué hora llegarías, y tengo asuntos que atender también. Mis horarios no se pueden acoplar a los tuyos.

Cierro los ojos y analizo la excusa más tontera del mundo que acaba de salir de su boca.

—Lo discutiremos cuando llegue en la mañana, todavía me faltan unas horas hasta estar libre.

No dejo que hable y salgo del callejón despotricando por la idiotez del subordinado.















(...)









Para cuando el alba se deja entrever, despierto a mi compañero del colchón y nos dedicamos a ocultarlo de los malos ojos. Estiro mi cuerpo y agradezco la fortuna de haber tenido una hora de sueño. Mis músculos siguen tensos, pero ya no por cansancio atenuante del estrés de éstos días.

Me despido y dejo que los del otro turno entren hasta abrir completamente. Aunque a ellos les pagan mucho menos que a nosotros, no se quejan. Si acaso encontrar un empleo por éstos lares se convierte en un lujo, perderlo implicaría el desastre mismo.

Camino con parsimonia para llegar a la casa cuando cruzó por el bar de Robert, el cuál, inusualmente, no destella por su música. Y no debía de esperar menos. Durante el interrogatorio con los Generales, mi mente no reparo en mis tres amigos o que podía esperar de ellos. Me hace sentir culpable puesto que se preocuparon por mí éstos años, pero tampoco podía cargar con todo.

Mi tarea primordial era encontrar y llevarme a Elizabeth. Irnos tan lejos que nada ni nadie nos encontrará, por mucho que alguien pusiera esfuerzos.

Llego hacia la desgastada fachada y abro, consciente de la ausencia de mi madre. Voy hacia el sillón y dejo caer mi cuerpo estrepitosamente. La tensión no ha desaparecido, soy consciente de ello, pero esperaba que al llegar eso difiera.

—Pensé que llegarías más tarde.

No volteo—Debo aprovechar el tiempo y buscar a Richard. No debería de pasar mucho para que llame o suponga que he volteado la ciudad para encontrar a mi madre.

Oigo sus pasos al acercarse y me lanza al estómago una tableta. Gruño por el acto e inspecciono la información en la pantalla. Lo primero que veo son las secciones en la que se configuran las carpetas y el organigrama del plan que destaca por su grandeza.

—Lo primero que debes saber es que tu fecha del pago de la deuda se adelantará. Prettion se ha enterado del secuestro de Robert y sus chalanes, y ha mandado a sus guardias a por ti ésta noche, cuando salgas de trabajar del restaurante.

—¿Qué...?—me quedo estupefacta—pero no he hecho nada. Demonios.

—Notaron mucho movimiento en uno de sus burdeles. Ahí era donde se encontraba cuando recibió la noticia sobre el bar. Ahora—cambia la pantalla y se vislumbra el viejo junto con otras personas, entre las cuales está Visconti, sentado, y con un semblante airado, pero elegante—ha mandado a por todos aquellos con los que lidiaba directamente Robert, y tú eres una de ellos.

—¿Y qué se supone que harán ustedes para protegerme?—me paro de un salto e intento ponerme a su altura, pero me gana por mucho.

Sonríe—Nada. No podemos interferir hasta tener lo que queremos. Y queremos la cabeza de Darek Visconti.



















(...)






Entrar y sentir la ya sensación tan reconocida de ser observada no sirvió en nada para calmarme. Cuando Wagner dejó en claro que su objetivo era únicamente Visconti, y Prettion como galardón, me vi caer en un hoyo tan inmenso y sin límite.

Sería llevada a la fuerza ante el viejo para rendir cuentas sobre la desaparición de su confidente. Y aunque tenía mucho que decir, no lo haría. No le debía nada a nadie, pero quedaba a deber. He ahí de nuevo el sentido de la justicia. He ahí otra de mis contradicciones. Sacrificaría a todos por ella y por mí. Tenía que sostenerme a alguien y ése alguien podía estar, en éstos momentos, percudida de indeseables decepciones.

El gerente provisional nos alienta con uno de sus monólogos y nos deja partir uno a uno con incentivos, provenientes de Layla para compensar su ausencia. Cuando llega mi momento de salir, el miedo ataca las paredes de mi cuerpo y me hace querer correr. Mañana es Lunes y es mi día libre, por lo que sólo tenía que ir a la tienda de Erick para cumplir con la jornada típica y estoica.

Sabía que lo que me deparará hoy el maldito destino, cambiaría todo. Probablemente Erick me despediría, perdería la casa pero falta de pagos, y tal vez no vea nada más, pues no sabía que me tenía preparado el viejo Prettion.

Relajo mis manos y apresuro un poco el paso. Falta poco para llegar a la tienda y siento un alivio al percatarme que no han venido por mí, como había dicho Wagner, o eso creí.

De la nada, unas manos me agarran por los hombros y aprisionan mi boca, por lo que mis ojos se abren como platos e intento rebatir, aunque es fútil. Wanger me dijo que no me resistiera, que cooperará, pero no se lo pondré fácil a él ni a Polizzi.

—¡Ayuda!—pataleo y grito sobre la mano que ahora me arrastra hasta empujarme hacia el asiento trasero de un coche.

Mi cabeza golpea contra el mullido colchón de los traseros y un hombre corpulento que me es ajeno me calla con el simple acto de su pistola en mi sien. Subo las manos temblorosa. Él sonríe y da la orden de encaminarnos.

En el transcurso su mirada no se quita de mí. No es descarada ni lujuriosa, solo demuestra exigencia y cumplimiento. Tampoco intento moverme un centímetro, por lo que mi cuerpo sufre el resentimiento de la pose recostada en la que me encuentro. Ninguno de los tres siente el tiempo que pasa hasta llegar a una de las zonas empresariales discretas y silenciosas que jamás haya visto.

—Llegamos.

De un rápido movimiento, el hombre que me apunta con firmeza me suelta un puñetazo para noquearme durante unos segundos, y lo consigue. Gimo de dolor y toco con lentitud mi nariz y ojo, sintiendo lo punzante. Del otro lado, la puerta en la que está mi cabeza, se abre. Me agarra del hombro y me orilla a caminar desorientada, trastabillando en varias ocasiones.

Subimos escaleras y cruzamos un par de puertas hasta llegar a una caoba que rompe todas mis fuerzas. Entramos sin avisar y me arroja al piso. Pongo mis manos al último momento y paro un poco el golpe.

Delante de mí está el viejo Prettion, vestido con un traje negro que lo estiliza junto a sus peculiares joyas que opacan sus canas. Alzo la mirada mientras el terror se acelera. Mis labios tiemblan sin temor alguno y no es hasta que llego a su semblante que no veo su adoración. Saborea la exquisitez de mi rostro y cuerpo.

Levanto mi cuerpo a gatas y retrocedo  hasta tocar la pared. No hay nadie más en la habitación salvo nosotros y el sonido del viento. Se acerca como un cazador despreciable hasta tocar uno de los mechones de mi cabello.

—Hace tanto tiempo que no te veía, preciosa Eyén.

Toda la valentía que estuve reuniendo y de la que me jacto se desmorona en un microsegundo. Sus dedos parecerían delicados, pero son repulsivos cuando intenta tocar más allá. La primera vez fue peor, pero había gente. Le fascinaba tener a la hija de un gran escritor y, adoraba la herencia que me había dejado.

Le encantaban mis ojos, me lo había dicho.

Prettion—intento mantener la compostura.

—Creo que nuestro segundo encuentro ameritaba una... iniciación más decorosa—lame su labio inferior—pero me temo que no es así.

No hablo ni intento hacer un amago, ya que el más y mínimo movimiento podría provocar algo peor.

—Creo que no tengo que preguntar dos veces—entrecierra los ojos—¿Tuviste algo que ver con la desaparición de Robert?

Por mucho que sea una maestra es odiar y mentir descaradamente, observo sus ojos. Unos tan viejos y malignos que no descartan la posibilidad de leer mi alma y escuchar mi frenético corazón con ansías. Su sonrisa, en cambio, deja entrever uno de sus dientes de oro.

—No—respondo firmemente, consciente del sudor que quiere apoderarse de mi frente y de los nervios que suben por los índices de mis dedos.

El viejo Prettion se acerca hasta aplastar su pecho contra el mío. Se deleita con lo simple del acto, y el vómito quiere ascender de mi garganta para salir, aunque lo retengo. La joya que tiene en una de sus manos gira para desprenderse y empezar a jugar entre sus manos. Me evalúa durante unos minutos. Analiza como un jaguar.

—Oh, eres tan pequeña...—alza su mano y uno de sus dedos toca con suavidad mi mejilla—te podría desaparecer sencillamente, hermosa Eyén—lo último me lo dice cerca del oído, como si compartieramos un secreto.

Trago saliva—¿Eso es todo?

Sus ojos se encienden, cómo la primera vez que nos vimos. La primera vez que alguien lo retaba. En ése momento no sabía quién era, ni cuán maquiavélico podía llegar a ser, mucho menos de lo que me haría ver para controlar hasta el ínfimo terror de mi cuerpo.

—Per il momento—alcanzo a escuchar antes de que despegue abruptamente su cuerpo del mío y camine hasta su escritorio para sacar un puro.

Saco el aire que no sabía que contenía y me quedo esperando.

—Que los lagos y los cielos te vuelvan a ver, hermosa Eyén.

Me despacha, y sólo quiero arrancarle la cara. Cierro los ojos y respiro, pues el dolor de saber que mi padre era un abominable ser vuelve a recapitular toda mi juventud.

Te odio, Richard.







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   T R A D U C C I O N E S 

1. Che cavolo (cielos)

2. Per il momento (por el momento)

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