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Capítulo 7

Cuando tenía seis años, recuerdo los maravillosos eufemismos que mezclaba Richard con sus cuentos en las noches que mamá espiaba por el rabillo de la puerta, adorando a su esposo y a su hija. Yacía ahí hasta que mis párpados caían y el beso de buenas noches alegraba su corazón.

Hubiera dado lo que fuera por ese momento. Por otra noche más así, alegres y despreocupados por un futuro desastroso. A la par que sus letras se volvían más exaltadas y llenas de pavor, las mías crecían en elegancia y atracción. Quería seguir su camino y enganchar a las personas con el don de mi escritura.

Ése destino se vió interpuesto por su traición y error. Por su desvergüenza y cobardía para no afrontar lo que tantas noches se afanaba por recordarme: enfrentar lo que no fuiste en el pasado y alejar del futuro lo que quisiste en el presente. Su latente recordatorio se convirtió en parte de mi alma. En mi dolor.

Y así aprendí a no confiar en los príncipes azules ni en los cuentacuentos nocturnos. Se volvieron salvajes, capaces de causar un dilema inconcebible en mi corazón del que no saldría bien parada. La mentira fluyó a la par, protegiendo lo poco que me quedaba.

Lo único que me quedaba del incendio de mi alma era ella: Elizabeth. La amaría y la cuidaría como él no pudo hacerlo. Daría todo lo que tuviera para salvarla, incluso si eso implicaba convertirme en lo que más repudiaba. En la injusticia misma.

—Kleine—acaricia con soltura el hombre.

Mis ojos no dejan de mirarlo cuál praxis. Mi corazón aplasta mi caja torácica. Mis manos tiemblan de la confusión, o de la ira.

Debería de haber compasión en los tres pares de ojos que prestan una delicada atención a mi figura. No la hay, y tampoco llega a sorprenderme como lo esperan. Subo lentamente lo que queda de mi cordura y analizo detenidamente la situación. Sus palabras.

—¿De qué habla?

A pesar de que lo sé, espero a que hable. Sonríe con complacencia y su dentadura se asoma hasta hacerlo parecer viperino.

—Vamos, mausi, nunca pensé que serías tan quisquillosa con la verdad.

Muerdo mi labio. Nada es más desesperante que tantear el territorio de alguien a quién no conoces. Es su primer error, susurro. No es apto hablar sin labia ni favores, otro punto a favor del cretino de mi padre.

Alzo la mirada y enderezo mi espalda—Habla claramente.

Sonríe, de nuevo, complacido. Los que yacen a su espalda se relegan a un segundo plano que no les favorece, su tensión me lo dice. Somos el viejo y yo, mirándonos como presas listas para atacar.

—No es un secreto la naturaleza de tu padre—con una de sus manos retira el mechón que cae de mi frente, no lo detengo—tampoco la tuya, por mucho que te afanes por esconderla—acerca su boca a mi oído—tan sólo eres un peón más de éste juego, no quieras ser también un daño colateral.

El latido de mi corazón se vuelve frenético de nuevo. Tiene razón en algo. Mi propia naturaleza no es un secreto siempre que se vea en acción, pero ésta no es la ocasión. Ni yo la conozco, y tampoco me aterra conocerla siempre que lo que salve sea más de lo que pierda. Y ya no hay nada que me quede salvo la mujer que me protegía de un mundo cruel y de sus elecciones equívocas.

No había perdido mucho en comparación a otras personas, pero fue suficiente para despotricar en contra del destino. Tenía una rabia incendiaria, capaz de arrastrar hasta el más inocente. Y no concordaba con mi sentido de justicia y respeto, pero eran mis propias contradicciones las que me mantenían a flote. No siempre tenía que seguir la verdad si se interponían mis sentimientos.

—Saca a tus perros y hablaré.

A pesar de que mi mirada seguía centrada en el viejo, por mi periferia vislumbre el disgusto de mis palabras, de mi altanería. Donato y su compañera se removieron incómodos, el primero más exaltado como se esperaba, y la segunda más recatada, pero inconforme por los sustantivos.

No le costó mucho despacharlos. Tan solo chasqueó los dedos y con un seco largo, Wagner, instó a caminar al pelinegro que ahora me incriminaba hasta la médula.

No sientas culpa, Eyén. Vas a negociar con el que está a cargo, no con el mediocre.

—¿Y bien, kleine Eyén?—abrió sus brazos, expectante.

Supe que lo que iba a hacer no solo iba a costarme a mí.

Perdón, susurré a todos los que iba a traicionar.



























(...)






—Richard solía esconder sus mayores adeudos en su primer libro. Era una libreta vieja y desgastada que no resultaba a plena vista.

«Cuando conocí a Robert, tuve que entregársela, pues ésta contenía una serie de números que le fueron robados a Prettion. Después me enteré de que fue un intento fallido de estafa por parte de mi padre para apaciguar la deuda de sus hombros.

«Obviamente el viejo Prettion no fue condescendiente con su castigo, por lo tanto, ya no solo la deuda era de mi padre, sino mía y de mi madre. Lo vi en varias ocasiones, en muchas de ellas solíamos platicar de la deuda, en otras tantas, parecía maravillado con la idea de tener a la hija de un ludópata que fue un gran escritor. Casi parecía extasiado.

«Hasta ése momento, desconocía con profundidad los términos de mi contrato para pagar una deuda ajena, por lo que, al recibir un dinero extra y darlo como adelanto en una fecha no acordada, el viejo se sorprendió y me mandó a buscar en medio de la noche para ajustar cuentas. No hay algo más tenebroso que alguien que quiere tu sufrimiento para saldar su confianza.

«Mi padre tiene mucho más que ver, nunca creí que fuera una simple deuda la que se sujetará para hacerlo pagar una vida. Es por ello por lo que me dediqué a averiguar más sobre lo que lo mantenía atado, pero poco encontré. Toda la información venía de Robert y los conocidos que me llegaron a conocer en las reuniones extraoficiales a mis pagos.

«Su enlace directo siempre fue Robert, era la única persona en la que confiaba ese viejo desconfiado, y por la que las conexiones de los suburbios se mantenían a flote.

Las manos del viejo enfrente de mí no se mueven, tampoco sus ojos. Está atento a mis palabras, demasiado, diría yo. Cuando termino de hablar, se para y agarra uno de las carpetas que hace unas horas estaban en mis manos. Hubiera averiguado mucho de no ser por la complejidad que me resultaba no saber otro idioma.

Camina y se sienta de nuevo. Abre la carpeta negra y extiende hacía mis manos una hoja. Aplano los labios y espero, pues sabe que ignoro completamente el contenido que me tiende.

—Puede que tu padre no sea una conexión exacta como lo hemos previsto—reposa todo su peso en la silla—pero esos dígitos que anotó en su libreta son algo que, hasta hace poco, su dueño se enteró del robo—me sonríe—ya lo has de conocer, es el señor Darek Visconti. Un frescales total y puro.

Me congelo a mitad de la oración, sosteniendo con fuerza la hoja de la carpeta. Trago saliva y la sensación peligrosa de incertidumbre y miedo se instala en mi pecho. Aquel hombre con un cabello perfectamente acomodado y rubio que no paraba de mirarte como un cazador dispuesto a condenarte a su aventura. A despellejar te de una forma nueva y seductora.

A primera vista, no había nada en él que pareciera más lejano que una buena noche y un juego de seducción, pero era la piel de un lobo. Su obsesión por las rosas y el blanco parecía hacerlo más sublime, pero todo era una farsa.

—No entiendo de que me habla...

—Polizzi—asiente.

Asiento conjuntamente y digiero la información.

—Tu padre no está huyendo por la razón que tú crees, kleine mausi.

Parece que haber soltado esa oración supone un gran esfuerzo. Aún así lo hizo.

Muerdo mi labio, sintiendo la sangre.

—¿Qué me intenta decir?

Suspira—Tenía una deuda, pero esa terminó hace unos meses. Es una situación muy compleja que lo deja anclado a Prettion como un servidor.

—¿Servidor de que?

—De sus muertes.

—No tiene sentido.

Devuelvo la hoja a la carpeta y la aprieto contra mi pecho. Bajo la mirada y empiezo a pensar. Si la deuda había terminado, ¿Por qué sigo pagando la?, ¿Por qué Robert no me dijo nada?, ¿Por qué Richard no intentó decírmelo?

Te está traicionando de nuevo.

Quiere exprimir hasta el último pedazo de tu alma, Eyén. Quiere que caigas como él lo hizo.

—¿Cómo puedo confiar en usted?

Atino a preguntar, insegura. No dejaré que toda la información que salga de su boca resulte en la pequeña flama que haga desencadenar mi mundo, de nuevo.

—No necesitas hacerlo. Dejaré que las pruebas lo hagan por mí.

Vuelve a levantarse de la silla y camina directo hacia la puerta. Mira sobre su hombro y me sonríe, esperando mi llegada. Me paro por inercia y camino hacia él con premura, ansiosa de conocer su respaldo.

Deja que pase, y lo primero que vuelven a ver mis ojos es a Donato. Su pie titila sin esperar un fin y la tensión muscular que irradia espanta a todo ser vivo que esté en su zona. Su cabello está más revuelto y cuando escucha el crujido de la puerta, sus ojos nos escanean con ferocidad. Odia recibir órdenes tanto como yo al ejecutarlas.

Da unas cuantas zancadas hasta estar a la altura de Polizzi, quién está encantado por el desastre que es su subordinado.

—No creo que sea apto que alguien como ella deba de pasear por las instalaciones.

Su petición es petulante, pero mantiene la deferencia.

—Poco importa lo que piense, Wagner.

Lo despacha con un ademán y me dirige sin hacer caso a los ánimos de otra persona. Los tres caminamos por el pasillo y veo habitaciones como en la que estábamos hace unos instantes, no hay decoración ni despilfarro, solo eficacia. Las personas que están dentro no desperdician su tiempo mirándome, pero si a Polizzi. Hacen un saludo y hasta que éste sale de su campo de visión, vuelven a sus tareas.

La determinación se observa en cada uno de sus ojos. No hay tiempo para perder en saludos, mucho menos en alguien como yo que no pinta en aquel sitio. Cada uno esta atento, pero no lo suficiente. Nada en mi presencia amerita más que un paseo. Tampoco me interesa mucho, solamente ansío ver las pruebas de las que me habla el viejo.

Caminamos, mientras giramos y zigzagueamos, entre aquel laberinto, para llegar a una gran ventana vinilo que me deja ver a una sola persona que no esperaba.

—¿Qué hace él aquí?

Sueno más brusca de lo que debería.

Me acerco a zancadas e intento atravesar la puerta para sacarlo, pero Polizzi me sujeta con fuerza del brazo y me jala hasta mirarme profundamente.

—Calle y observe.

Me zarandea hasta que está convencido de que voy a mirar atentamente. De que escuche lo que dirá.

Otro subordinado, está vez con un traje azul marino entra tras haber asentido a Polizzi y recarga su espalda contra la pared de aquel cuarto. Se le ve cómodo.

—Hace mucho que no nos veíamos.

Una sonrisa lobuna cuelga del hombre tras hacerle la observación.

—¡Pensé que habíamos llegado a un acuerdo, Viktor!—grita sin esfuerzo tras la ventana vinilo.

Yo no puedo dejar de mirar al hombre que, aunque parecía malévolo, había admirado tras intentar ser un buen padre para mí mejor amiga, tal vez la única que jamás había tenido. Su acento italiano es más reacio a abandonarlo cuando adopta otro idioma, y su reluciente traje con gemelos se ve sucio y desperdigado. El juez Di Marco parece indefenso y asustadizo.

Se ve como lo que es, otro más del juego, pienso.

Aprieto los puños, expectante, ¿Qué tiene que ver él en todo esto, conmigo?

—Oh, me temo que Polizzi no te será de ayuda ésta vez, pero puedes intentar sobornarme. Me fascinan los intentos fallidos.

El hombre de azul marino está extasiado ante el infortunio del juez, quién se remueve desesperado.

—No tienes autoridad para tenerme aquí, Parizza.

—Realmente no tengo autoridad en nada—se encoge de hombros—tampoco me ha llegado a detener.

Despega su pierna y cuerpo de la pared para caminar en círculos. Es otro simple juego para ellos. Una nimiedad de la que no se preocupan salvo que los perjudique. Cuando está seguro de que el juez Di Marco está lo suficientemente asustado, da un salto un su dirección y sus manos atinan en la silla que ocupa éste.

La instintiva reacción del padre de Layla se hace notoria. Sus ojos destilan un pavor que no sabe cómo hacerlo conjurar para hacerlo funcional. Sin embargo, controla sus más repulsivos insultos en otro idioma y empieza a negociar.

—Por mucho que te des ínfulas, no eres otro más de éste omnímodo escenario que solo compete a Viktor y a mí.

Sonríe de una forma dulce y tajante que me produce escalofríos. Es lo usual cuando sabe que ha ganado y dado en el meollo.

El hombre delante de él no dice nada, solamente espera. Su cuerpo se contrae varias veces y respira profundamente. Analiza la situación, o eso pareciera.

—Estoy intentando encontrar la puta orden en tus palabras, pero no me sale—azota las manos en los laterales de la silla y se ríe desquiciado—en serio, ésto es más emocionante de lo que me prometieron—alza sus manos y ofrece una oración.

Doy un paso atrás. El miedo me está poseyendo. Quiere iluminar las partes  que juré no volver a sacar. La actuación, si lo es, que estoy presenciando, amilana la fuerza funesta que me cubría en los pasillos, y si es algún método para convencerme, solo lo logra en poca medida.

Nunca trates con locos, pues a éstos con vino y música se las calma, pero jamás con la insulsa empatía, mi lago.

Otra de las lecciones de Richard se hace presente, y quiero arrancarme la piel tras darle un punto a favor, pues mi odio jamás iba a desvanecerse. Eran muchas cosas en juego para pensarlas, pero el dolor me había quebrantado hasta despreciarlo.

Intento volver a mirar a aquel loco que interroga ferozmente al juez sin pensar que la que está adentro soy yo, sufriendo. Lo rodea e intenta sonsacar unos tratos que resultan en lo que prometió. Cada uno falla hasta extasiarlo.

—¿Ésta es su gran prueba?—no lo miro, no tengo la fuerza.

No responde. Se acerca hasta el vidrio vinilo y toca tres veces. Distrae al hombre y mira confuso tras el material. Se aparta y camina hasta estar fuera de la habitación.

Cuando sale, estira sus músculos y sus ojos nos escanean. A Donato lo mira con aburrimiento y desprecio; a Polizzi con camaradería y respeto puro; y a mí con picardía. Se acerca e intento que mi cuerpo no reaccione ante su cercanía. Me produce una sensación agria, y prefiero responder a ella que a mí estúpida mente.

Levanta una de mis manos y la besa delicadamente—Parizza, hermosa dama.

Entorno los ojos—Es una pena que el gusto no sea mutuo—retiro mi mano completamente hasta desconcertar lo.

Aprieta los labios y cede a sus intentos de coquetería para atender las órdenes de Polizzi, quién tiene los brazos cruzados mientras mira a Di Marco con algo que no descifro. Su mirada no transmite nada.

—Haz que hable del trato que tiene conmigo, Parizza.

—Pero, Vik...

—¿Acaso no fui claro?—se yergue sobre Parizza y éste mira a otro lado, con los puños apretados.

—Lo fue, General Polizzi.

Entra, de nuevo, a la habitación de un portazo sin ofrecernos más miradas y comienza el verdadero infierno.

Nadie dijo que este debía de ser violento y visible.

—El otro día vi a una chica que deslumbraba por su belleza. Tenía un par de aretes en forma de gardenia y no paraba de hablar sobre la educación que ofrecía su progenitora.

Cuando se dirige a Di Marco, procura ocupar un tono meloso, casi enamorado.

«Parecía una reina ensangrentada, pues no sabía del río de sangre que cargaban sus venas. Eso tampoco importaba cuando la mirabas. Te hechizaba con su figura, con sus palabras, con sus aventuras. Con todo lo que salía de ella, y lo que le pertenecía.

«La perdí de vista ése día, pero la encontré semanas después, en un restaurante. Se sentaba en una mesa de medialuna y no dejaba que nadie se le acercara. Casi parecía idílica de no ser por la tristeza que la rodeaba.

Suspira, perdido en sus recuerdos, pero sigue. Sin embargo, mi cara se deforma y el ambiente comienza a deteriorarse.

«No me animé a acercarme. No merecía tal insulto. Por eso, la he espiado. He gozado de sus más oscuros secretos, tanto como ella lo hará con los míos, ¿No creé que sea posible, juez?

Cuando termina, lo mira, determinado.

Mi corazón promete salirse de mi pecho. Las lágrimas se agrupan en mis ojos. Está hablando de Layla.

Me volteo bruscamente hacia Polizzi e intento atinarle un golpe. Uno que nunca llega debido a que Donato me sujeta por la cadera y pone una mano en mi boca.

—Creí haberle dicho que mirase y callara, kleine mausi.

Me sonríe por lo bajo. Sigue observando el espectáculo.

Intento batirme entre los brazos de Donato, golpeándolo con todas mis fuerzas. Nada funciona. Su cuerpo es como una roca que obedece órdenes, y no incluye dejarme libre. Gira mi cabeza para que vea, para que oiga como Parizza mete al juego a mi amiga. Ella ya ha sufrido mucho para que se enrede en los errores de su padre y el mío.

Corre, Layla, por favor. Corre y no te detengas, es en lo único que pienso mientras me obligan.

—¡Stronzo!

—Patete, fratete, sorete—lo mira hastiado—¿En cuántas personas más vas a despotricar tu mierda?—saca una navaja y juega con ella. La gira entre sus dedos, maravillado.

—¡Teníamos un trato, Viktor!—vuelve a gritar tras el vidrio vinilo.

—¿Crees que te escuchará?

El juez Di Marco se voltea resignado ante Parizza.

—¿Qué quieres de mí, scorie?

—Ésta es la parte que más me gusta—jala una silla y la posa hasta sentarse—solamente tienes que decirme dos cosas.

—¿No era solo una?—pregunta Donato, confundido, a Polizzi.

—Es una pena que le hayas concedido esta entrevista a Parriza.

Otra voz se hace presente. Es femenina y no escatima en su entrada. Camina hasta estar a la altura de Polizzi y le coloca una mano en el hombro.

—General Armiana—saluda Polizzi, sonando parsimonioso.

—A veces me pregunto cuánto habrás cambiado, Viktor, pero el resultado siempre es el mismo.

—Diría que me sorprende tu llegada, pero no es así—le devuelve el comentario.

—Que jamás se te olvide que ése hombre es tan mío como tuyo—su tono es más amenazador. Parece controladora, pero sus ojos juran venganza.

—Entonces, que comience el interrogatorio.






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T R A D U C C I O N E S

1. Stronzo (gilipollas)
2. Patete (padre)
3. Fratete (hermano)
4. Sorete (hermana)
5. Scorie (escoria)

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