Capítulo 3
Las horas en el trabajo nocturno son de lo más ociosas, es por eso que no me permito renunciar, y tampoco al buen pago.
Dormir en el colchón del almacén es más placentero que hacerlo en la cama. Tenerla en la casa es un desperdicio del que me permito hacer bromas imperdonables y por lo que Layla se jacta de mi vida monomaniaca laboral.
Si me pagarán por cada mentira externa y acertada que se me pasara por la mente, ya hubiera saldado la deuda con Robert, comprado una buena casa, darle un clóset de vestidos preciosos y floreados a mamá, y darme la dádiva de dormir unos días sin el pendiente por ver qué hoy no era un día de preocupaciones.
Los ronquidos de mi compañero se escuchan desde el pasillo. Podría jurar que aquellos dos caminando también podían escucharlo.
Robert podría pasar desapercibido en una calle cómo ésta. Casi todos parecían tener la misma pinta y caminata, pero mi padre no. Por mucho que me esforzará el olvidar su recuerdo, mi mente me traicionaba.
Sus manos eran ásperas. Siempre tenía en las cutículas un poco de la colilla del cigarro y el olor que me llegaba hasta las fosas nasales se convirtió en mi recordatorio más tortuoso.
Los sonidos estridentes que siempre eran acompañados por sus palabras ebrias e insolentes, fueron la primera advertencia.
Su carrera se había ido abajo en un cerrar de ojos, y nosotras también. Las cuentas y recibos atestaron la entrada y se convirtieron en una extensión de la antigua casa, esperando por ser abiertas.
Sus libros, que adornaban la mitad de la menuda sala y de su estudio, fueron destruidos. Hoja por hoja. Pasta por pasta. Todo lo destruyó.
Cayó como un ángel a la Tierra.
Nos había arrastrado a su miseria.
No hubo misericordia ni lamentos, solo silencio y pesar. Lo odie por eso.
Por arruinar los ojos miel más placenteros y bellos del mundo y dejar que su alma fuera consumida por una elección injusta. Por arrebatarme la poca satisfacción de disfrutar los cuentos de una voz más elocuente y polifacética que traía a flor de piel el pelo rubio de una bella durmiente o las locuras de siete enanos.
Cierro los ojos, contando hasta diez.
Siempre respira, Eyén. Los rayos tienen etapas, no puedes dejar que el tuyo sea descuidado.
La mano de mamá era todo lo contrario a la de papá. Sus palmas siempre olían a flores y a tierra mojada; su cabello, largo y amarrado en un gran chongo, terminaba por enredarse en las espinas de sus rosas; sus pantalones, manchados y con un poco de césped embarrado.
Todo acabó.
El miedo y la angustia por no saber cómo arreglar problemas financieros y la falta de una figura para enseñarme hicieron crecer mi odio hacia aquel hombre qué me había arrullado con tanto amor cuando era una bebé.
Esperaba, en el fondo, a sabiendas de que me jamás ocurriría, que diera la cara por nosotras. Que si cobardía no fuera más que su amor.
Me equivoqué.
El día en que Robert, acompañado con globo negro, tocó la puerta de mi casa, había pensando que mi padre estaba muerto. Su cara al darme lo que traía entre sus manos fue suficiente para saber que el comienzo de mi infierno pesaba más que el ayudar y saldar.
Al enterarse de que el hombre que le debía una fortuna huyó y se extinguió de su radar, se fundió en una irá en la que no me arrastró en un inicio, no hasta cinco días después.
A él no pude odiarlo.
Nunca me trató con desdén o crueldad, sólo comprendió a una niña de dieciséis años ataviada y ahogada en un mar de dudas y lágrimas cargando con su madre ausente y un padre ruin.
Tampoco le dí la oportunidad para mirarme con lástima.
Rehuí esos recuerdos y sentimientos para apresurarme a la caja y esperar al cliente.
La ya típica canasta de compras se postró en el mostrador junto a unos cuantos vinos costosos coleccionables que al dueño le gustaba exhibir. Sabía que nadie aquí tenía el suficiente dinero para comprarlos, y ponerlos en la fila cinco solo atormentaba a unos cuantos.
Pasé con cuidado estos últimos, intentando tocarlos al mínimo.
—¿Es todo lo que va a llevar?
El desánimo en mis palabras era notorio.
—Claro, Eyén.
Alcé la mirada, confundida, por escuchar mi nombre.
Ya lo había visto en el pasillo, y si no hubiera estado entretenida con la aparición de Robert y mi padre, mis pensamientos, en este momento, serían otros.
Su impoluto traje blanco tenía una rosa roja como gemelo y un pañuelo del mismo color. Era alto, mucho más que yo, y su rostro tenía una mandíbula marcada y una sonrisa sardónica ante mi estupefacción.
—El gafete—me explicó.
Asentí, avergonzada por omitir ese detalle.
Adopté una actitud parsimoniosa, intentando esconder mis emociones y le cobré. Se veía que disfrutó del momento, de hacerme ver como una incrédula.
—Creo que está vez me excedí.
Me volteé, viendo el cabello desordenado de mi compañero acorde a unos ojos somnolientos que me sonríen con arrepentimiento.
—Está bien, estabas cansado.
—Los días de práctica son tediosos.
—Entiendo—le hago saber.
—Podemos relevar, si quieres.
Volví a darle la espalda.
—Prefiero mantenerme despierta, duerme otro poco.
Murmuró un gracias, sin objetar mi decisión.
(...)
Para cuando el dueño vino, ambos estábamos más que despiertos.
Mi compañero pasaba las páginas de su libro y cuaderno mientras yo me aseguraba de que los productos estuvieran en las estanterías y las etiquetas legibles.
Las ventas fueron regulares en la madrugada, pero en la mañana se recuperaban con bastante rapidez.
Nos faltaban unos minutos para que el turno terminará y pudiéramos irnos.
Guardamos el colchón en una de las cajas del rincon del almacen para que Erick no lo viera. Decía que no nos pagaba para dormir, así que habíamos optado por mantener en secreto nuestras siestas. Era un alivio poder cerrar los ojos tan siquiera por minutos, aunque en este instante me estaba costando mantenerme despierta.
No sólo tenía dos trabajos que me dejaban un día de descanso, sino que ese intervalo de relajación la tenía para aceptar pequeños encargos o mini trabajos menos arduos que me permitieran tener un ingreso extra en caso de emergencia. No era mucho, pero tampoco estábamos secas y en ceros.
El trabajo de mamá no le daba mucho y le costaba mantenerse al pie de la letra en él.
Mis tres sueldos y el suyo no eran suficientes.
Era un asco.
—Eyén, ven.
Mordí mi labio y seguí la voz de Erick hasta la caja. Ahí ya estaba mi compañero, con su sobre amarillo y una sonrisa aliviada.
Sólo faltaba el mío.
En particular, estos días se gozaban con mucha armonía. Tal vez no estaba cerca de pagar la deuda, pero era menos. Cada día iba bajando y eso me hacía feliz.
Estaba segura de que después de esto podría hacer lo que quisiera y mantenerme en la vigilia ya no sería una opción.
Tenía planes de abrir una florería junto a mamá. Sería suya.
Dejé mi gafete y el babero detrás para irme.
En la pantalla de mi teléfono, las notificaciones por llamadas de Layla llamó mi atención. Eran un total de treinta y seis. Decidí esperar de nuevo mientras caminaba y me aseguraba de llegar a casa. No tardó mucho en sonar y conteste, procurando cruzar con cuidado.
—Hola.
—¡Piccolina, te he estado llamando todo el día!
Ya era habitual escuchar sus gritos.
Me reí.
—¿Te parece gracioso hacerme esperar?
—Oh, no, claro que no.
—Pude romperme una uña o caerme de un sexto piso.
—No te gustan las alturas, Lay.
—Bien, lo admito, pero pude estar en peligro.
—¿Necesitas algo? voy de camino con Claire.
Se escuchó un mohín.
—Si sigues visitando a esa perra loca, voy a pensar que me estás abandonando. Sólo puedo ser tu única amiga.
—Sabes que no tengo a nadie más para que me consiga trabajo los Lunes.
—Exacto, de eso te quería hablar—se aplaudió a sí misma—mi papá tiene una reunión en el Hotel Cassino, pero le han cancelado algunas meseras, así que le prometí buscar unas para esta noche.
Me detuve—Es imposible que le cancelaran a tu padre, Lay.
Ella dudo y, por un momento, la línea estuvo en completo silencio.
—Puede que no le cancelaran.
Suspiré cansada—¿Qué hiciste?
Chilló y empezó a sacar la verborrea.
—No es mi culpa que esa señora me haya insultado por comer unos bocadillos. Todo el mundo sabe que tengo un gran estómago. Tampoco le iba decir a mi papá que yo le dí una patada y que ella me lo regresó con una cachetada—pateó uno de sus zapatos—¿Quién se cree que es esa mujer para decirme que es lo que no puedo hacer?
—Si...
—Además, pensé en ti y no dude un momento en darle un ultimátum para que se fuera.
—Lay...
—No acepto un no.
—¿Quieres que acepte un lugar que provocaste?
—¡Fue con buena intención, piccolina!
—Mira, Lay, entiendo que me quieras ayudar, pero...
Me calló por tercera vez.
—Si tengo que usar mi posición para obligarte a venir, lo haré—sonó determinada—el evento es hoy a las siete, tienes que llegar a las seis para coordinar con el jefe de meseros.
Finalizó la llamada, y un mensaje me llegó tan rápido cómo colgó.
El Hotel Cassino quedaba lejos de la zona en la que vivía, pero el puesto ya estaba ahí, y me sentí mal por la señora que se había topado con mi amiga. Era un martirio en ocasiones, pero una gran persona, y cuando tenía que ser caprichosa, lo era.
Esa fue la forma en la que nos conocimos.
En ese entonces, el restaurante había estado apurado por las órdenes y yo sólo era una hostess principiante que intentaba lidiar con los comensales. Ella, por el contrario, una niña vestida cómo una fresa enorme y pareciendo estar en la zona VIP de algún antro.
En ese momento yo le había negado la entrada, y ella me había barrido con la mirada, sin esperar una contestación, mientras avanzaba hacia mi capitán y le decía unas palabras. Se sentaría en la mesa de media luna junto a la ventana que daba hacia la avenida.
Era ya una rutina verla ahí y sentarse sola, sin compañía alguna. Después me enteré que era el lugar preferido de su madre y que todas las primaveras la llevaba ahí, pidiendo una esfera de de nieve.
Era una preparación estupenda, y por la que se emocionaba.
Uno de los meseros traía los ingredientes y los cocinaba frente a ella. Primero era el mango, y luego una salsa inglesa con una bola de vainilla que era coronada con pequeños trozos de chocolate. Si los mezclabas, podías sentir el sabor de la fruta cocinada y la salsa saltando en tu boca como fuegos artificiales.
Coronaron a esa mesa como las primaveras de Layla en honor a su madre, quién murió hace años en un accidente automovilístico que Layla tuvo que ver por un vídeo viral.
Nos volvimos amigas poco después de mi incidente como hostess y algunos encontronazos. Ella llevaba su boina y sus botas negras mientras esperaba su esfera.
Todos parecen quererte aquí, incluso más que a mí, insignificante hostess.
No se había tocado el corazón esa vez.
Mi madre fue la dueña de este restaurante, ahora yo lo soy. Si digo que saltes de la azotea o metas la mano en la parrilla, lo deberás hacer.
Su mirada, en ese entonces llena de tirria y menguada por la tristeza, no provocó nada en mí. Me había negado a su absurda orden.
Eso no es lo que se esperaría de la hija de un ludópata, sciocco.
Si me hubiera quedado callada ese día, puede que Layla no sería mi única amiga.
¿Qué crees que diría tu madre, Layla?
Puede que seas la dueña, pero que no se te olvide que afuera de aquí, no eres nada.
Por poco me corren por provocarla, pero le había gustado que, por una vez en la vida, su madre no era la única que le ponía un alto.
Su padre era un juez influyente que se adentraba cada vez más a la política, pero antes sólo era un hombre casado con una mujer que adoraba a los niños y enseñaba con pasión.
Ella le decía a Layla que no había comparación alguna entre un niño y un adulto. Los niños aman tanto como un adulto al dinero, y estos se vuelven a disfrutar de un premio o el reconocimiento de su madre cómo antes lo hacían.
Cuando su madre conoció a su padre, este se enamoró profundamente, intentando por todos los medio que le hiciera caso. Que lo volteara a ver, pero sus palabras habían sido directas y contundentes. Si él la quería, debía dejar de buscarla por obsesión y pertenencia. Entonces, su padre, un juez en ascenso y ambicioso, dijo que había hecho todo lo que estaba dentro de la ley, y que si su corazón no había sido suyo dentro de las normas, lo sería en una laguna de ley.
Porque los mejores actos estaban afuera de la naturaleza.
Mi cuerpo pedía un descanso con urgencia. Me esforcé por no quedarme dormida en lo que llegaba al lugar del evento y quedar mal con mi amiga y su papá.
La paga era más que buena, y creía que sólo era un beneplácito de parte de su padre por ser su amiga. Esta benevolencia solo sería concedida si la persona tuviera un cabello lacio y castaño y uno rostro angelical.
El autobús se detuvo y baje trémula, las calles me eran desconocidas, pero una guía rápida siempre ayudaba y era fácil saber la ubicación. Las tiendas y los hoteles no estaban amontonadas cómo en donde vivía, y destacan desde los monocromáticos hasta los policromaticos.
A unas cuantas cuadras más se podía atisbar hoteles, casinos, restaurantes y alguno que otro antro, sin contar la decena de personas que reían y festejaban. Algunos consorcios podías ser aire libre y tener la degustación de alguna experiencia sinfín y única, mientras que otros intentaban ser lujosos y sosegados, sin prisa alguna para que se llenará.
El Hotel Cassino podía pasar por todos los estilo y seguiría siendo un gran imperio de oro.
Yo no era adepta a ver la noticias y estar al corriente de las buenas y malas nuevas del mundo empresarial o criminal, así que desconocía muchas cosas.
Tenía suficientes problemas y echarme más con las opiniones públicas no era algo que me divertía, mi burbuja estaba perfecta. Y seguiría así por un buen rato.
Nada más poner un pie en las escaleras, un hombre corpulento y que tenía colgando una placa de seguridad me detuvo. Me inspeccionó con perspicacia y altivez.
—Asunto.
—Soy una de las meseras para el evento.
—El equipo de meseros entro con el jefe de estos y de la cocina, no se le permite la entrada a extraños.
Debía de suponerlo.
Ellos fueron contratados como a cualquier banquete, y no pintaba mucho mi presencia.
Saqué mi teléfono y hubo uno, dos, y tres pitidos hasta mandarme al buzón.
No hizo falta volver a llamar, unos gritos me recibieron y fueron lo que necesitaba para saber que no le importaba quién estuviera.
—¡Piccolina!
Sus delgados brazos se cernieron sobre mí, mientras daba saltos con esos tacones blancos.
—Vamos. Papá temía que no llegarás, pero aquí estás—avanzamos entre los de seguridad—le dije que no tenía nada que temer. Sabía que llegarías más que temprano.
—Lay, no me dijiste que tenía que entrar junto a un equipo.
Hizo un aspaviento desinteresado.
—No tenías por qué hacerlo. Si fue por aquel pelafustán que contrataron, podría despedirlo... —se inclinó, cómo si me fuera a contar algún secreto—claro, si me lo pides.
Su sonrisa se entendió y dejó ver una perfecta dentadura blanca. El lápiz labial, de un rojo escarlata, sólo acentuó su piel blanca.
—No, gracias.
Rechazarla no era buena idea.
Más sabiendo el carácter que tenía.
—Eres peor que Arthur.
Me reí.
Era el chico por el que suspiraba e iba destilando un aroma empalagoso a amor infinito. Lo había conocido en un callejón. La había salvado de ser secuestrada por unos hombres y como recompensa, Layla intentó darle dinero, pero él sólo pudo quitarla de su camino, recriminandola por haber arruinado su noche.
Iban en la misma universidad.
Él había obtenido una beca y se especializaba en informática.
Tras semanas se insistir, por fin intercambiaban unas cuantas palabras, pero sus rechazos hacía mi amiga sólo hicieron que su atracción creciera. Él no la quería cerca, pero ella si.
—Pensé que lo invitarías.
—Dijo que tenía planes para esta noche.
No fue una sorpresa.
Avanzamos y dimos con la cocina. Ahí se encontraban todos, prestando atención a las instrucciones que se daban a cada minuto. Se dividieron en grupos, turnos y tareas. Los que teníamos un mandil blanco con una rosa roja, éramos bocadillos y nos ubicamos en los puntos céntricos de la sala, mientras que los de las copas, con un mandil negro con abelias, serpenteaban entre los invitados.
La cordialidad fue un punto exigente.
No era un simple evento.
Se anunciaría un gran progreso inversionista.
Me até el cabello en una cola de caballo, agarrando del gel de una de mis compañeras de bocadillos.
No había traído maquillaje, por lo que pensé en salir sin nada. Por lo menos ese era el plan hasta que una de las chicas me detuvo y me colocó colores discretos y bastante sencillos. Formó con los labios la palabra formalidad y presentación.
Agarré la bandeja de canapés y la subí en una de mis manos, siguiendo la fila, esperando mi turno.
Cuando empezaron a llegar los invitados, ofrecí mi mejor sonrisa y la inquisitiva sobre agarrar alguno de los aperitivos del recipiente.
Mientras más invitados llegaban, me pregunté que etiqueta podría empezar a verse.
Layla llevaba un vestido bustier blanco. Algo muy elegante y jovial para su acomodado cabello semi recogido.
—No puedo creer que ese viejo pidiera que parezcamos los novios alternos.
Su queja me hizo sonreír.
—¿Quién pide venir de blanco con flores? incluso si la boda fuese atípica, usaría otra cosa.
—Tal vez.
—Larissa me dió una flor de loto.
—Una gran flor—atiné.
—No me gustan y tampoco tengo la remota idea de como cuidarla. Se va a arrugar.
—Es sintética.
—Asun así, odio las flores en la vestimenta.
—Es una pena escuchar eso, señorita Di Marco.
Se escuchó una voz, lastimada por el comentario de Layla.
Puede que mi amiga no se pusiera pálida, pero yo sí. Estaba platicando en mi hora de trabajo y no quería que esto se viera irrespetuoso.
Por segunda vez, un impoluto traje blanco se mostró.
No había querido apreciar más de una vez su figura, pero era inevitable, imponía.
—Darek Visconti.
Las palabras quemaron en mi lengua, era el hombre extraño de la tienda de esta mañana.
Tomó la mano de mi amiga y la besó.
—Expreso mi pesar ante su disgusto por las flores, no quería importunar su estadía en el evento.
Lay no se inmutó—Creo que hubiera sido bueno dejar de lado los decorativos vivos.
Una risa jocosa salió del hombre.
—¿Recomienda otra cosa?
Lo pensó—Creo que hubiera sido sabio dejar la libre elección, no sabe cuánto sufrí por no comprar otro vestido menos aburrido.
No era arrojo, solo sinceridad. Ella no veía la pregunta como una trampa, sino cómo algo que debía de contestarse con toda la honestidad posible.
—Tomaré en cuenta ello, señorita Di Marco.
Se giro lentamente y sus ojos me penetraron, curiosos, evaluandome, incluso. Esperaba que no recordará nuestro encuentro en la tienda, porque no planeaba rememorarlo. Él no era un hombre que pudiera rondar por la zona por despiste. Era notoria la diferencia que se hallaba entre una y otra.
No quise averiguar más.
Mi desconfianza estaba floreciendo, pero no era momento para sacarla a la luz, así que solo le ofrecí un canapés cortésmente y seguí parada, esperando a la gente.
El padre de Lay llegó y se fue junto al hombre, charlando alegremente, cómo si unos minutos atrás no hubiese pasado nada.
Para cuando se marcharon, mi amiga volvió a quejarse.
—No puedo creer que papá esté haciendo negocios son ese infame.
La miré de reojo. Sus fosas nasales estaban abiertas y sus labios fruncidos.
—¿Podría saber por qué?
No quería sonar interesada, pero ahí estaba, preguntando, intentando saciar mi merodeo.
—No hay alguien que no conozca a Darek Visconti, piccolina, y no precisamente por su atractivo.
Pausó lo que iba a decir, temiendo a que alguien la escuchará. Se acercó más a mí y agarró los canapés, llevándose unos cuantos.
—Todos aquí sabemos quién es. No es un hombre de fiar, pero es audaz.
Las palabras que le prosiguieron me helaron.
»Todo aquel que pueda o quiera incriminarlo, terminaría en aquellos bonitos ataúdes. No es más que un impostor empresarial que juega a ser Dios.
»Darek Visconti es el dueño de esta ciudad, pero también su mal.
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