Capítulo 2
Sus ojos, que eran parecidos a los míos, no eran más que el recordatorio prominente de que él vivía en mí, una parte de sí estaba en mi genética.
Estábamos sentado en el sofá. Mi madre a su lado y yo en el individual, que estaba gastado. El color blanco ya no era blanco, sino más lívido.
Auguraba con caerse no solo eso, sino toda la casa.
Aplane mis labios con disgusto, a la espera de que no volviera a ganar terreno mi estúpida furia. Mi odio. Mi airado. Mi hastío.
Una y otra vez recé con el momento en el que lo viera muerto, ya sea por las apuestas o el alcohol, aunque sabía que mamá estaría destruida mentalmente por perder al amor de su vida. Eso representaba en su vida.
En la mía, nada.
Incluso si si cuerpo aparecía en el canal de noticias, diría con vehemencia que me alegraba.
Ella no dependería de contar su ausencia como si fuera un calendario interminable y yo dormiría tranquila, a sabiendas de que su vicio no nos alcanzaría.
Estaba calmando mis ansias, como lo hacía en el restaurante cuándo alguna clienta me gritaba injustamente y recalcaba mi posición en aquel mapa.
Junté las palmas de mis manos y las miré. Mis uñas apretaron la carne.
No estaba logrando calmarme.
Todo lo que sentía estaba justificado. El odio hacia mi padre era correcto, me dije a mí misma.
No solamente nos abandonó.
Hizo que mis sueños y mis metas se convirtieran en polvo. Que la preparatoria fuese más un infierno porque sabía que al final o incluso en el transcurso no había nada. No encontraba un seguimiento. Un título. Una carrera. Una oportunidad de sacar a mamá de este lugar lleno de desgracia y malos recuerdos.
Dejó que una niña de dieciséis años se hiciera cargo de las deudas y de su madre, sumida en la depresión. Me dejó con un cansancio mental porque no sabía cómo pagar todo. Cómo solucionar los problemas del corazón de una mujer que luchaba con el sufrimiento de saber que su marido la había dejado por otra y por los juegos del casino.
Que la poca economía que tenían se había ido al carajo con su ludopatía.
—No espero que me perdonen de la noche a la mañana, pero saben que son mi vida. Son mi adoración.
Sujetó las manos de mamá. A ella se le iluminaron los ojos cuál niña con una muñeca y a mí me dolió el pecho.
Por todos estos años intenté hacerla feliz con pequeños detalles, con esos que podía conformarme y que no eran destinados para mí.
Jamás logré que su sonrisa iluminará toda la calle ni que sus ojos miel, esos que me arrullaban, volvieran a brillar como ahorita.
—Eyén, mi cielo y lago, volví a casa ¿No te alegras de eso?
Su pregunta es más descarada que su halago.
Puedo sentir el ramalazo. Es insoportable. Así me decía de niña porque ambos teníamos los ojos azules con motas verdes. Los suyos eran más livianos. Los míos eras más oscuros, con unos tonos que destilaban más la diferencia.
—Mamá, vete a la cama—le sonreí dulcemente. Siempre que quería que me hiciera caso, ya sea porque empezaba a llorar hasta llegar a la histeria o quería caer en alguna debilidad como la de papá, decía esto.
Su corazón estaba dolido, pero su alma estaba fracturada.
—Pero tu papá está de regreso, quiero escucharlo, sé que ...—opté por interrumpirla con un tono más duro.
—Vete a la cama, dije.
¿Podría decirse que soy mala hija? ¿Qué hablarle duramente a la mujer que me dió la vida para salvarla es un acto que no perdonaría Dios?
Entonces, me iría gustosa al infierno.
Se levantó y caminó indecisa a la recámara. No había mucho que recorrer. Los pequeños trabajos que había tenido y los sueldos, miserables para lo que yo hacía, no dieron para comprar una casa mejor, aunque estaba satisfecha por poder mantenerla, por saber que era un nuevo hogar para mí y para ella. Pero no para él. Jamás lo sería. No lo iba a permitir.
Cuando escuché la puerta, me aseguré de poner la expresión más funesta y llena de desdén que pude.
Mirarlo no era sencillo. Yo también esperaba quedar como mamá, y luché muchas noches para no repetir su destino. Había sido su nena. Su cielo y su lago, y sufrí mucho.
Intentó hablar. Pronto desistió de hacerlo.
—Lo que sea que quieras aquí, te aseguro con creces que no podrás conseguirlo—me incliné y lo miré fijamente—puede que Elizabeth se haya tragado el cuento como para que te dejará pasar, pero yo no.
—Hija mía, sabes cuánto he intentado dejar está vida, pero debes entender...
Fue justo en ese momento que me perdí. Entender, entender, entender y entender.
¿Debía de entender su abandono, su deuda, su miserable vicio y su falta de valentía para regresar con nosotras como un padre normal?
—Cállate—espete lo más bajo posible.
Yo no creía en la segundas oportunidades.
Yo no podría creer en este hombre.
Me levanté y caminé hacia él. Coloqué mi mano en su chaqueta y lo alcé.
No vendría a decirme cuánta cosa a mí casa.
—Quiero que te largues de aquí y que jamás vuelvas, porque de hacerlo, ten por seguro que tiraré por la borda toda la amabilidad que he podido guardarte. Tú no eres mi padre. Yo no tengo uno, sólo una madre ¿Eso te quedó claro?
No le di tiempo a responderme. Azote la puerta tan fuerte que las paredes, podría jurar, temblaron.
Recargue mi espalda contra está y me senté. Cerré los ojos, imaginando a un hombre que era feliz. Que escribía. Que recitaba las mejores palabras a una mujer destruida.
Y, recuerda, nena mía, que si el cielo, el lago y el alba se juntan, podrían causar un huracán. No hay nada más bello que las mezclas de lo imperfecto para hacer un vals.
Allí solo existe la música. Y en ésta se pierde el mundo.
Unas ganas de llorar juraron destrozarme, y jamás tuve tiempo para hacerlo. Está vez no será la excepción.
Hice acopio de todas mis fuerzas y revisé los pequeños escondites en donde guardaba dinero.
Vivir al día significada sacrificar todo mi tiempo de ocio y aquellos que eran tan ínfimos para no perder lo poco que había logrado.
En el bote de galletas encontré un poco de dinero. No era ni la mitad, pero servía.
Busque por toda la casa y en los rincones algo de dinero para pagar los servicios y todo lo demás. No encontré más que eso.
Bien, tenía que ingeniar un plan para que no saliera mal el pago de la deuda.
Salí de la casa, no sin antes hablar con mamá con delicadeza y explicarle la situación con algunos detalles falsos, para calmarla, y ponerme una ropa más cómoda.
Mordí mi labio y guarde el dinero en la chaqueta.
Estaba acostumbrada a caminar entre todo tipo de gente que podía considerar peligrosa o que estaba manejando algo ilícito e ilegal. Me alejaba de ese campo. Nunca sucumbí ante nada ni nadie, y no dejaría que eso pasará.
Caminé otro buen rato hasta llegar al bar de Robert, era un tipo alto, lleno de tatuajes con tinta gastada y una sonrisa mordaz. Al principio, cuándo fue a mi casa, justo en mi cumpleaños, me asustó. Después me acostumbré a su fachada y él a mi carácter. Yo pagaba en ciertas fechas la deuda de mi papá y él no se las apañaba con nosotras.
No había encontrado al bastardo de mi padre.
Era escurridizo.
Con el tiempo, logramos entablar una amistad. Sabía que era injusto que yo pagará por todo, pero así era su negocio. Había alguien por encima de él que le decía que hacer.
El olor a alcohol y a una mezcla extraña entre tabaco, marihuana y otra droga inundó mis fosas nasales.
—Hola, bonita.
Borracho, fue lo primero que pensé.
Intentó tocarme, lo esquive y seguí buscando a Robert. Al igual que todos los que venían a este lugar, el era más escurridizo que una rata de coladera.
Decidí esperarlo en su oficina, saludando a Julián y Emma.
Sentarme en su silla giratoria era divertido. Podía pasarme horas haciéndolo. Era la única diversión de los bimestrales. Era mi único descanso, porque las noches no eran descanso, sino desvelo.
—Niña rayo.
Ahí, parado como una estatua y una camisa, parecería un tipo normal. Los cuarenta no se le notan, apenas es un indico de que llega a la mitad de su vida.
—Robert—lo saludo con una pequeña mueca.
No me gusta que me diga niña rayo.
Cuándo tuve que empezar a pagar la deuda de mi padre, Julián, Robert y Emma supieron que era cruel pedirle rendir cuentas a una niña, pero no podían hacer nada, y yo jamás les pedí ayuda. Sólo me dijeron que hacer y como sería todo el proceso, eso, hasta saldar la deuda.
Intentaron encontrar a mi progenitor, pero nunca tuvieron éxito. Tenían muchas cosas que hacer.
Podría decir que lo conocían, pero sabían de su encanto por la escritura y las buenas palabras. De mi madre. De mí, de cómo me decía cariñosamente.
Cielo. Nubes. Lagos. Relámpagos.
Yo era un rayo, porque provocaba relampagos y truenos, sonido y distensión e impactaba en la Tierra.
Era una manera cruda de recordarme constantemente como me decía él, cómo había afectado sus vidas y cómo es que pude convertirme en alguien tan fuerte. Lo último lo quería pensar mejor.
No tuve problemas con el apodo, hasta hoy, que la herida promete abrirse.
Le dejó lo poco que encontré y alza una ceja, esperando una respuesta.
—Creo que sabes lo que quiero preguntar.
—Lo sé—atiné con disgusto y prisa.
Esperó a que dijera algo, y no tenía una respuesta.
—Falta más de la mitad de lo que tenía que pagar para esta fecha, y no tengo nada.
—¿Quieres contarme?
Lo mire fijamente.
¿No se cansaba de obtener la misma respuesta?
—No, sólo necesito que me des unos días para juntar lo que falta.
—¿Cuánto?
—Cinco.
Alargó la mano, tomando el dinero, y suspirando con pesadez.
—Puedo atrasarlo más tiempo, si me lo dices. Saben que has pagado a tiempo y que nunca te atrasaste con un pago, podría ... —dejó a medias la frase.
Negué.
Él asintió.
—A veces siento que eres un enigma y un puzzle que nadie podrá resolver, Eyén.
Sonrío—No necesito que nadie me resuelva, rata de coladera.
Chasquea la lengua y se carcajea.
—Oh, estoy seguro, pero si necesitas que te protejan.
Junto mis cejas, confundida.
—¿A qué te refieres?
—Eres la niña de este bar y otros tantos, pero en este eres nuestra niña rayo. La de Julián, la de Robert y la mía. No tienes por qué llevar todo sobre tus hombros.
Una melena azabache y una roja entran a la oficina.
Emma me sonríe por lo bajo. Bajo la mirada y veo mi cartera.
La respiración se me corta.
—Jamás nos dijiste que te vigilaramos, y nunca vimos problema en eso, pero eres una adulta que no pudo disfrutar de muchos momentos de cualquier adolescente y que de niña tuvo problemas. Lo menos que podemos hacer es asegurarte un poco de parsimonia.
Me entrega la cartera y la reviso. El pago del restaurante está ahí. Mi viejo colgante roto también. Todo está ahí.
—No creo que haga falta aplazar el pago ¿verdad?
Le entrego el dinero faltante a Robert y me les quedo viendo.
—¿Quién... ?
—Julián tiene mucho tiempo libre.
Es lo único que dicen.
Este ríe y se encoje de hombros.
(...)
Al llegar a casa, preparé comida para nosotras.
Nos sentamos en el cuarto a ver televisión y disfrutar de las tonterías románticas que pasaban.
Mamá no me había vuelto a preguntar ni mencionar el tema de esta mañana, y era un alivio para mí, porque no sabría cómo lidiar con eso ni con ella debido a esto.
Entendía que era un profundo pesar.
Dentro de poco debía de irme al trabajo y quería dejarla descansando.
Arregle, barrí y lavé la ropa mientras ella se regocijaba y comía, saboreando mi pésimo sazón.
El celular vibró.
No pude ni saludar cuando una chillona voz ya estaba tumbando me el oído.
—Piccolina, desgraciada, malagradecida.
Me soltó cuando dejó de chillar.
—También me alegra oírte, Layla.
Se escucha un sonido. Estoy segura de que hizo un mohín—Dijiste que me llamarías tan pronto como llegarás a tu casa. Necesito contarte muchas cosas.
—Puedes hacerlo ahora, ya voy de salida para el trabajo.
—Suerte con ese vejete. Parece que jamás tuvo esposa. Espero que me digas si se te vuelve a insinuar. Mi papá podría quitarle su mugre licencia.
Le agradezco por su generosa oferta y camino hacia la tienda de comercio que está a tres cuadras de mi casa.
Cuando llego, mi compañero de turno me saluda con cansancio. Sus ojeras se notan y sus músculos parecen tensos.
Es estudiante de medicina que trabaja para mantener a su abuela, su carrera y su vivienda.
Podría quejarme de mi vida, pero está peor la suya.
Lo bueno de este turno es que es calmado en los fines de semana, y no hay muchos clientes, por lo que nos turnamos para dormir en el colchón inflable que está en el almacén.
Sé que ha estado en prácticas y exámenes, así que tomo el primer turno aunque él insiste en que no es algo justo, pero se termina rindiendo y cayendo con un sonido sonoro al colchón.
Me siento y espero a que la campana suene. Dejo que la revista que tengo entre manos me haga disfrutar estas horas hasta que escucho el característico retintín.
Me levanto e inspecciono los pasillos, viendo a un hombre con un impoluto traje blanco. Y hubiera seguido observandólo, si no es por las sombras que se visualiza afuera de la tienda.
Es tenue, pero estoy segura de que no ví mal.
Es mi padre.
Es mi padre con Robert.
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