Capítulo 1
—¡Que no se te olvide mandarme mensaje cuando vuelvas a casa, piccolina!—grita a lo lejos Layla.
Cuando ya me he alejado lo suficiente, volteo a verla y puedo visualizar con una claridad que rezaba no tener como se ha sacado los tacones y opta por caminar descalza por la acera. Las personas la miran entre conmocionados y perplejos por el acto, aunque para mí se ha vuelto algo cotidiano.
Mis hombros vibran ante la sonora carcajada que dejo soltar.
A ella no le importan las miradas ni las críticas, si algo no le gusta, lo dice; si algo le incomoda, te lo da a entender; si no está conforme con una situación personal o pública, la radicaliza.
La adoraba por ello.
Caminé con cachaza, intentando no apresurarme a la tragedia que me auguraba en casa.
Los constantes mensajes de mamá apostillan con romper mi celular y la parsimonia que reina en la tarde. No pude ignorar más el hecho que la atosigaba, así que había optado por abrir el aparato en el restaurante, ganándome un regaño de parte del gerente, quién no supo más que mirarme con lástima y enojo. Sabía que era cumplida y entregada, pero el pitido y la insistencia que tenía con mi progenitora lograron sacarme de quicio.
Entendía su constante preocupación porque estuviera en las calles, presenciando el crepúsculo, pero también comprendía que esté sacrificio valía la pena.
Mi trabajo nos salvaguarda de las deudas que solo vienen en avalancha.
Siento de nuevo la vibración en mi bolsillo, así que optó por ignorarlo y apresurarme. Ya van cinco entonaciones y en lo único en lo que puedo pensar es en el monólogo que me dará una vez pase el umbral de la casa.
Suspiro cansada y tomo el metro, atisbando en el cielo las nubes cian volverse de un tono más neutro y funesto.
El meteorólogo había dicho que no habría lluvia pasadas las siete, por lo que había decidido no llevar sombrilla. Gimo ante el desastre.
Por lo menos hoy me habían pagado en tiempo y forma, lo cual era caótico, el restaurante no había tenido buena clientela debido a la nueva sensación de los centros comerciales y la mala reputación que empezaba a cercar la avenida.
Después de todo, algo bueno tenía que salir.
Me recargo en el barandal, esperando el cierre de puerta, y cierro mis ojos por un segundo.
—¡Suélteme!
No pasa mucho hasta que escucho aquel grito y los abro, agobiada. Intento buscar con prisa de dónde ha provenido y mis ojos dan con una señora al otro lado del metro, intentando quitarle el bolso al policía que la mira airado. Forcejean ante los que nos encontramos ahí, que no somos muchos he de recalcar.
El primer pensamiento que se me viene a la cabeza es no meterme, todos sabemos que las autoridades en esta ciudad no son más que peones maquiavélicos del gobierno y los delincuentes, y al que ose inmiscuirse solo podría salir peor parado.
Aplano los labios y maldigo por lo que haré.
Mis brazos caen a los costados y adopto una actitud altiva y segura, cómo le veo hacer a Layla cada vez que se pasea por el local. Quito los restos de cansancio en mi rostro y tenso un poco la mirada. Me voy acercando hacia la señora lentamente, cuidando mi caminar y el desinterés de mi aura, aunque mi corazón esté latiendo desenfrenadamente.
—¿Qué crees que haces?—inquiero desdeñosa, frunciendo los labios y mirando directamente al policía.
Este gira su cabeza hasta mí y no puede controlar más su expresión. Estalla con furor y le arrebata el bolso a la señora. Ella retrocede y busca ayuda en todos los demás que nos rodean.
Nadie lo hará, en el fondo lo sabe.
Ni lo hubiera hecho yo, pero heme aquí.
No le queda más remedio que postrar sus ojos cafés en mí, escaneando cada parte de mi cuerpo. Lo hace con un descaro que me permito saborear con cinismo. Todavía la estoy ayudando a pesar de su barrido juicioso.
Definitivamente me merezco el cielo.
—Ya he presenciado suficiente este acto repulsivo—hago un amago hacía el entorno.
—¿Y quién es usted?—pregunta sardónico el policía.
Me tenso, sin saber que decir.
¿Qué dirías en esta situación, Layla?
—¿Quién eres tú para hablarme así?—devuelvo, sin saber que agregar.
Siento las miradas de todos, a mis espaldas, a los laterales, incluso de frente. Nadie pierde detalle de la valentía de mi figura. Todos contienen el aliento, expectantes.
Cada uno de nosotros sabemos que esto está prohibido.
—Muestre su identificación—ordena tajante.
El pánico adorna cada rincón de mi cuerpo. Nunca espere que dijera eso.
Controlo mis facciones, esperando que eso lo disuada de exigirme lo que, evidentemente, tengo entre los bolsillos de la gabardina.
—¿Debería?
Por Dios, debo de aprender a callarme.
—Esta ante la autoridad, señorita... —espera una respuesta que no llega. Alzo la ceja, sin decir lo más mínimo—es obvio que es nueva, o muy torpe, no puede obstruir las acciones de la policía, así que tendrá que acompañarme—se acerca, todavía sujetando el bolso.
Retrocedo—¿Ha dicho obstruir? ¿Ese arrebato injustificado podría considerarse como una acción racional de un cuerpo?—suelto una risa que a mis oídos se escucha nerviosa.
Es su turno de pararse y mirarme amenazadoramente.
—Que no se le olvide, policía... —busco la plaquita que cuelga de los pectorales de todo policía en Nueva York, encontrandola un poco oculta por la camisa—Roberts—ronroneo el apellido, dando más realce a mi actuación—que es muy fácil que una persona desaparezca estos días. Incluso diría que es barato encontrar a quién pueda hacerse cargo de algún inconveniente.
Termino, alzando los hombros.
—¿Acaso me está amenazando?
La sorpresa se ve entremezclada con el disgusto en su voz.
—Sólo es un escenario poco probable, diría yo.
Meto las manos en los bolsillos de la gabardina. Mis palmas están sudando, así que es más que un indicio de que en unos instantes estaré hecha un manojo de nervios sin poder sostener está farsa, y otro de que debo terminar rápido el teatro que me he montando.
Intente pensar de la forma más clara posible.
La próxima estación estaba cerca, tenía una sola salida, y muchos percances.
El primero era el público mudo, todos habían presenciado mi ridículo intento de parecer una elitista; el segundo tenía que ver conmigo, mis ropas no eran las más aptas—empezando la falda y los zapatos planos—para huir y estaba cansada por la jornada; el tercero y más destacable, estaba enfrente de un policía que, aunque no sabía mi nombre, podría frecuentar esta ruta y darme una sanción.
Todo jugaba en mi contra.
Y deseé que no fuera así, que lo que estaba sucediendo era fruto de mi mente haciéndome una treta y que no estaba enfrentando todo esto sin el ápice de raciocinio que millones de veces me subrayaba mamá.
Dejé que mi acciones fluyeran cómo río en cauce.
Escuchamos el parlante que anunciaba la próxima parada y las medidas de seguridad, así que dejé de pensar e incluso de respirar prepararme por lo que iba a ser.
Tuve que hacer gran acopio para que el aire que estaba inhalando no me terminará traicionando.
Las puertas de la estación ya estaban abiertas, así que solo restaban minutos para que cerrarán. Sin embargo, todo seguía con un reinante e inquietante silencio y sin indicios de querer desaparecer. Había personas que entraron, pero nadie se atrevió a salir.
Quise creer que todos tragamos saliva.
Conté hasta diez, y antes de que cerrarán las puertas, le quite el bolso al policía, forcejeando un poco y pisándole el pie para así aventarlo con mi pierna, que terminó enroscada entre sus manos. La desesperación me comió. Las puertas estaban por cerrarse y nosotros estábamos próximos entre la vida y la muerte.
Miré hacia enfrente, en donde me observaba con los ojos como platos, suspendidos, y grite con vehemencia:
—¡Por Dios, ayúdenme!
La única que reaccionó fue la señora que ayudé. Todavía abrumada le soltó una patada en el estómago al policía y me jalo todavía abrumada, pero consciente de que estábamos enrolladas en esta situación por su culpa y por mi necedad de justicia.
Caímos una encima de la otra y metí mis piernas, perdiendo mi zapato, que seguía en manos de aquel sujeto.
Las puertas se cerraron.
Mis manos tiritaban y cada extremidad fue testigo del encontronazo que sufrí.
No levanté la mirada para ver sus faciales. Sólo pude preocuparme por mí, sobre mi estado y mis acciones.
Hasta ése momento me dí cuenta de lo que acaba de hacer. Y me sentí furiosa por ello.
Decidí coadyuvar a la señora que se encontraba en aprietos, sin que nadie asistiera mi acto, mi enfrentamiento.
Ese fue mi primer error.
El segundo fue no mantener la paciencia e ignorarlo, cómo había hecho con los hombres que iban de casa en casa y acusaban injustamente a todos los vecinos hasta llegar a la nuestra y arrebatarle el poco dinero que mi mamá reunía en su trabajo.
Aunque debo reconocer que nunca fui una persona tolerante, pero si mansa.
La arbitrariedad de parte de las autoridades, que se supone debían de salvaguardarnos, no hacía más que empeorar entre los barrios más pobres y los que ascendían.
A todos nos hartaba, no dudaba de ello. Pero nadie era lo suficientemente valiente para hacerles cara.
En especial yo.
No pude, ni quise, moverme de aquella posición tan incómoda.
Reflexioné y pensé en las consecuencias.
¿Habría?
¿El policía podría recordarme después de esto?
¿Cuál era la probabilidad de salir ilesa de mi osadía?
Cerré los ojos.
Debía de comentarle está situación a mi madre cuánto antes, y a mi amiga. Ella tenía un padre influyente, y no dudaría en meter las manos al fuego por su hija.
¿Estaría dispuesta a ayudarme?
El tacto de unos suaves dedos en mis hombros me hizo volver a la realidad y alzar la cabeza rápidamente. La señora dió un brinco.
—Permítame agradecerle... —se escuchó indecisa.
La miré, esperando más que eso.
No sabía exactamente qué, pero esperaba que fuera un experimento social o un reality show.
Eso era a lo único que podía aspirar para salir de esto.
Me paré, llevando las palmas a mi cara para masajear mis ojos y tocar el puente de la nariz, esperando alguna solución divina.
—No hay de que. Tenga cuidado la próxima vez.
Salió despavorida en la siguiente estación, así que me hice ovillo en un rincón para revisar la condición en la que me encontraba.
Palpe mis bolsillos, sacando mi celular, pero no la cartera.
—Tiene que ser una broma...
Intente no mortificarme.
Tal vez estaba al fondo de la gabardina.
Ondee en el recoveco y nada.
Genial, había perdido todo el pago del restaurante.
De gran suerte no deje ahí la identificación.
¿Esta situación podría ir peor?
Claro, me faltaba un zapato y caminar diez minutos más hasta mi casa.
Odié meterme en ese lío.
¿Por qué tenía que ganar siempre mi sentido irracional?
El metro seguía avanzando.
Nadie de paró a comprobar si necesitaba algo.
Igualmente entendí el por qué.
El miedo y el individualismo ganaban más terreno que el de la simpatía y solidaridad.
Extendí mis manos hasta el barandal. Me sujete y espere hasta mi parada. No tardó mucho, así que cuando las puertas de abrieron, me quité el zapato que sobraba y lo retuve en mis manos, caminando fuera del metro.
Llegué hasta el exterior y apenas empezaba a chispear.
—Después de la tormenta viene la calma, Eyén.
Fue lo único que se me ocurrió soltar.
Caminé resignada, cansada y ataviada.
¿Cómo le diría a mi madre que he perdido el dinero?
¿Qué pasaría con el plazo de los pagos que tenían que atenderse?
Me dieron ganas de llorar. Había tantas cosas por delante que la frustración por mi situación, esa tontería que había hecho, no me dejaba más que con un sazón de insatisfacción.
Me arrepentí de lo que hice en aquella estación.
Sí, lo que hizo aquel policía no era más que un abuso de poder y status. Sabía que nadie la ayudaría ni se postraría si no es por su propio pellejo. Que lo que estuviera planeando quedaría olvidado en las memorias de todos, porque no éramos más que simples personas intentando pasar desapercibidos y sobrevivir ante la precariedad.
Llegué a mi casa. La fachada desgastada se podía ojear y el jardín no daba más que un aire alicaído, las flores, entre algunas, marchistas y en otras, más vivas que una marea, resaltaba el sentido de lucha del que me hablaba con constante reticencia mi madre.
Ellas nos representaban.
Toqué tres veces con fuerza, esperando a que mi progenitora abriera con urgencia. Los pies me estaban escociendo.
Me hubiera gustado que al lado me recibiera una sonriente mujer con ojos miel, pero no fue así. En su lugar encontré a la última persona que vería en toda mi vida.
A mi padre.
El que nos había abandonado y dejado con deudas impagables.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro