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Capítulo 4

En tinieblas

A las tres de la mañana, el jefe de policía de Sussex, respondiendo a la urgente llamada del sargento Wilson, llegó desde la jefatura en un coche ligero, tirado por un caballo jadeante. Envió su mensaje a Scotland Yard en el tren de las 5,40 de la mañana, y a las doce en punto estaba en la estación de Birlstone para recibirnos. El señor White Masón era una persona tranquila, de aspecto amable, que vestía un traje holgado de lana y tenía un rostro sonrosado y bien afeitado, una figura más bien corpulenta y unas piernas gruesas y arqueadas, adornadas con polainas. Parecía un modesto granjero, un guardabosques retirado, o cualquier otra cosa que se les ocurra, excepto un perfecto ejemplo de funcionario de policía de provincias.

—Una auténtica bomba, señor MacDonald —repetía sin cesar—. Los periodistas van a acudir como moscas en cuanto se enteren. Ojalá hayamos terminado nuestra tarea antes de que empiecen a meter las narices por todas partes y a liar todas las pistas. Yo no recuerdo nada parecido. O mucho me equivoco, o hay detalles que le van a encantar, señor Holmes. Y también a usted, doctor Watson, porque los médicos van a tener que pronunciarse para poder resolver esto. Tienen reservada habitación en el Westville Arms. No hay otro sitio, pero me han dicho que es limpio y está bien. Este hombre llevará su equipaje. Por aquí, caballeros, hagan el favor.

Era una persona muy amable y diligente aquel policía de Sussex. En diez minutos, todos teníamos ya habitación. En diez más, nos encontrábamos sentados en el salón de la posada, y se nos ofrecía un rápido resumen de los hechos descritos en el capítulo anterior. MacDonald tomaba alguna nota de vez en cuando, mientras que Holmes permanecía absorto, con esa expresión de admiración, sorpresa y reverencia con que un botánico examina una flor rara y espléndida.

—¡Interesante! —exclamó al terminar las explicaciones—. ¡Muy interesante! Creo que no recuerdo ningún caso con características tan peculiares.

—Ya supuse que diría eso, señor Holmes —dijo White Masón, muy satisfecho—. Aquí en Sussex nos mantenemos al día. Les he contado cómo se desarrollaron las cosas hasta el momento en que me hice cargo, relevando al sargento Wilson, entre las tres y las cuatro de esta madrugada. ¡Cómo hice correr a esa pobre yegua! Aunque luego resultó que no eran necesarias tantas prisas, ya que no había nada que yo pudiera hacer en aquel momento. El sargento Wilson ya había reunido todos los datos. Yo los verifiqué, los consideré, y puede que haya añadido algunos por mi cuenta.

—¿Cuáles? —preguntó Holmes, muy interesado.

—Bueno, en primer lugar, examiné el martillo con ayuda del doctor Wood. No encontramos en él señales de violencia. Yo tenía ciertas esperanzas de que, si el señor Douglas se había defendido con el martillo, hubiera dejado marcado al asesino antes de dejarlo caer sobre la alfombra. Pero no había ninguna mancha.

—Eso, desde luego, no demuestra nada —comentó el inspector MacDonald—. Se han cometido muchos homicidios a martillazos sin que quedase ninguna marca en el martillo.

—En efecto, no demuestra que no se haya utilizado. Pero podrían haber quedado manchas, y eso nos habría ayudado. En fin, lo cierto es que no había ninguna. A continuación, examiné la escopeta. Los cartuchos eran de perdigones y, tal como ha indicado el sargento Wilson, los gatillos estaban unidos con un alambre, de manera que tirando del de atrás se disparan los dos cañones. El que la preparó así había decidido no correr ningún riesgo de fallar. La escopeta recortada no mide más de sesenta centímetros: se puede llevar sin problemas debajo de la chaqueta. No lleva el nombre completo del fabricante, pero en el canal entre los dos cañones están impresas las letras «PEN». El resto del nombre quedó cortado al serrar los cañones.

—¿Una P grande, con fioritura encima, y la E y la N más pequeñas? —preguntó Holmes.

—Exacto.

—Pennsylvania Small Arm Company. Una empresa americana muy conocida —dijo Holmes.

White Masón miró a mi amigo como un médico de aldea miraría al especialista de Harley Street, capaz de resolver con una palabra las dificultades que a él le desconciertan.

—Eso nos resulta muy útil, señor Holmes. Seguro que tiene usted razón. ¡Admirable! ¡Admirable! ¿Se sabe usted de memoria los nombres de todos los fabricantes de armas del mundo?

Holmes se desentendió del tema con un gesto de la mano.

—Seguro que se trata de una escopeta americana —continuó White Masón—. Me parece haber leído que en ciertas partes de América se utilizan mucho las escopetas recortadas. Ya se me había ocurrido, aun sin saber el nombre del fabricante. Por lo tanto, existen algunas pruebas de que este hombre que entró en la casa y mató al dueño es norteamericano.

MacDonald negó con la cabeza.

—Amigo, se está usted lanzando a demasiada velocidad —dijo—. Todavía no he oído nada que demuestre siquiera que haya entrado un extraño en la casa.

—La ventana abierta, la sangre en el alféizar, la extraña tarjeta, las huellas de botas en el rincón, la escopeta...

—En todo eso no hay nada que no haya podido ser amañado. El señor Douglas era norteamericano, o había vivido mucho tiempo en América. Y lo mismo el señor Barker. No hace falta recurrir a un norteamericano de fuera para explicar detalles de estilo norteamericano.

—Ames, el mayordomo...

—¿Qué hay de él? ¿Es de confianza?

—Diez años con Sir Charles Chandos. Sólido como una roca. Ha estado con Douglas desde que este ocupó la mansión hace cinco años. Nunca ha visto en la casa un arma de ese tipo.

—Esa escopeta se arregló para esconderla. Por eso serraron los cañones. Cabría en cualquier caja. ¿Cómo puede jurar que no había un arma así en la casa?

—Bueno, en cualquier caso, él nunca la había visto.

MacDonald volvió a menear su obstinada cabeza escocesa.

—Todavía no estoy convencido de que haya entrado nadie en la casa —dijo—. Les pido que reflexionen —su acento de Aberdeen se iba haciendo más cerrado a medida que se sumía en su argumentación—. Les pido que consideren las implicaciones que tiene el hecho de suponer que esta escopeta se trajo de fuera de la casa, y que todas esas cosas inesperadas las hizo una persona de fuera. ¡Pero hombre, eso es inconcebible! Va contra todo sentido común. ¿Qué dice usted, señor Holmes, a juzgar por lo que hemos oído?

—Bien, exponga usted el caso, señor Mac —dijo Holmes, con su estilo más judicial.

—Este hombre, suponiendo que exista, no es ningún ladrón. Lo del anillo y lo de la tarjeta apuntan a un homicidio premeditado por razones particulares. Bien. Aquí tenemos a un hombre que se introduce en una casa con la deliberada intención de cometer un asesinato. Sabe perfectamente que tendrá dificultades para escapar, ya que la casa está rodeada de agua. ¿Qué arma dirían que elige? Cualquiera pensaría que la más silenciosa del mundo. De este modo, podría confiar en que, una vez cometido el crimen, le sería posible salir rápidamente por la ventana, vadear el foso y escapar sin problemas. Eso sería comprensible. Pero ¿es comprensible que se tome la molestia de traerse el arma más ruidosa que se puede elegir, sabiendo perfectamente que eso atraerá a todas las personas de la casa, que vendrán corriendo a la mayor velocidad posible, con muchas probabilidades de que lo vean antes de poder cruzar el foso? ¿Es eso creíble, señor Holmes?

—Bueno, ha expuesto un argumento muy sólido —replicó mi amigo, pensativo—. Desde luego, habría que explicar un buen número de cosas. ¿Puedo preguntarle, señor White Masón, si examinó usted inmediatamente la orilla exterior del foso, para ver si había señales de que un hombre hubiera salido del agua?

—No había señales, señor Holmes. Pero el borde es de piedra y no era de esperar que las hubiera.

—¿Ni huellas ni marcas?

—Nada.

—Ya. ¿Hay algún inconveniente, señor Masón, en que vayamos ahora mismo a la casa? Es posible que haya algún pequeño detalle que nos sugiera algo.

—Se lo iba a proponer, señor Holmes, pero me pareció que antes de ir convenía ponerles al corriente de todos los hechos. Supongo que si algo le llama la atención...

White Masón miró con expresión de duda al detective aficionado.

—Ya he trabajado otras veces con el señor Holmes —dijo el inspector MacDonald—. Juega limpio.

—Por lo menos, juego como yo pienso que se debe jugar —dijo Holmes con una sonrisa—. Intervengo en un caso para ayudar a la causa de la justicia y al trabajo de la policía. Si alguna vez me he desentendido del cuerpo policial, es porque ellos se han desentendido antes de mí. Nunca he sentido el menor deseo de apuntarme tantos a su costa. Pero al mismo tiempo, señor Masón, me reservo el derecho de trabajar a mi manera y comunicar los resultados cuando yo lo juzgue conveniente: completos, y no por etapas.

—Le aseguro que nos honra su presencia y que le comunicaremos todo lo que sepamos —dijo White Masón, en tono cordial—. Venga con nosotros, doctor Watson, y esperemos que cuando llegue el momento haya sitio para todos en su libro.

Recorrimos la pintoresca calle de la aldea, que tenía una hilera de olmos podados a cada lado. Un poco más allá había dos viejos pilares de piedra, oscurecidos por la intemperie y con manchas de liquen, que sostenían una cosa amorfa que en otros tiempos había sido el león rampante de Capus de Birlstone. Una breve caminata por un serpenteante sendero, rodeado de césped y de encinas como solo se ven en la Inglaterra rural; y de pronto, al doblar un recodo, vimos ante nosotros el largo y bajo edificio jacobino de deslucidos ladrillos rojizos, con un viejo jardín con setos de tejo a cada lado. Al acercarnos más, vimos el puente levadizo de madera y el ancho y bonito foso, tan inmóvil y luminoso bajo el frío sol de invierno como si estuviera lleno de mercurio. Tres siglos había visto pasar la antigua mansión solariega, cientos de nacimientos y de regresos al hogar, de danzas campestres y de reuniones de cazadores de zorros. Qué extraño resultaba que ahora, en su vejez, aquel siniestro suceso hubiera proyectado su sombra sobre sus venerables paredes. Y sin embargo, aquellos curiosos tejados puntiagudos y aquellos pintorescos frontones voladizos parecían una adecuada cobertura para sombrías y terribles intrigas. Al mirar las ventanas profundamente encastradas y la larga fachada de color apagado, lamida por las aguas, tuve la sensación de que no se podía montar un escenario más adecuado para semejante tragedia.

—Esa es la ventana —dijo White Masón—. La que está justo a la derecha del puente levadizo. Está abierta, tal como la encontramos anoche.

—Parece bastante estrecha para que pase un hombre.

—Bueno, desde luego no era un hombre gordo. No nos hacen falta sus deducciones, señor Holmes, para darnos cuenta de eso. Pero usted o yo podríamos escurrirnos perfectamente.

Holmes se acercó al borde del foso y miró al otro lado. Después examinó el reborde de piedra y el césped que había junto a él.

—Ya lo he mirado bien, señor Holmes —dijo White Masón—. Ahí no hay nada. No hay señales de que alguien haya pasado. Aunque, ¿por qué tendría que haber dejado señales?

—Exacto. ¿Por qué? ¿El agua está siempre turbia?

—Por lo general, suele tener este color. El arroyo arrastra arcilla.

—¿Qué profundidad tiene?

—Unos sesenta centímetros en las orillas y noventa en el centro.

—O sea, que podemos descartar la idea de que el hombre se ahogara al cruzar.

—No, ni un niño se ahogaría ahí.

Cruzamos el puente levadizo y fuimos recibidos por una persona amanerada, nerviosa y enjuta, que resultó ser el mayordomo, Ames. El pobre hombre estaba lívido y tembloroso a causa de la impresión. El sargento del pueblo, un tipo alto, serio y melancólico, seguía de guardia en la fatídica habitación. El médico se había marchado.

—¿Alguna novedad, sargento Wilson? —preguntó White Masón.

—No, señor.

—Entonces, puede irse a casa. Ya ha tenido usted bastante. Le haremos llamar si le necesitamos. Será mejor que el mayordomo espere fuera. Dígale que avise al señor Cecil Barker, a la señora Douglas y al ama de llaves de que seguramente querremos hablar con ellos dentro de un rato. Y ahora, caballeros, me van a permitir que yo les explique primero las opiniones que me he formado, y después podrán formar las suyas.

Me impresionaba aquel especialista de provincias. Sabía captar los hechos y tenía un cerebro frío, claro, con sentido común, que le llevaría lejos en su profesión. Holmes le escuchó con atención, sin dar señales de aquella impaciencia que tan a menudo le provocaban los informes oficiales.

—¿Suicidio o asesinato? Eso es lo primero que hay que preguntarse, ¿no es así, caballeros? De tratarse de un suicidio, tendríamos que creer que este hombre empezó por quitarse el anillo de boda y esconderlo; a continuación, vino aquí vestido con un batín, puso barro en el rincón de detrás de la cortina para dar la impresión de que alguien le había estado esperando, abrió la ventana, puso sangre en...

—Creo que podemos descartar eso —dijo MacDonald.

—Eso creo yo. El suicidio queda descartado. Así, pues, se ha cometido un asesinato. Lo que tenemos que determinar es si lo cometió alguien de fuera o de dentro de la casa.

—Bien, oigamos la argumentación.

—Las dos opciones presentan considerables dificultades, y, sin embargo, tiene que haber sido la una o la otra. Supongamos en primer lugar que el crimen lo cometió una persona de la casa, o varias. Trajeron aquí a este hombre, a una hora en la que todo estaba en silencio, aunque nadie estaba dormido. Y a continuación, cometieron el asesinato con el arma más improbable y ruidosa del mundo, como para que todo el mundo se enterara de lo que había ocurrido; un arma que nadie había visto nunca en la casa. No parece un punto de partida muy probable, ¿verdad?

—No, no lo parece.

—Muy bien. Todos coinciden en que después de producirse la alarma, la casa entera acudió aquí en menos de un minuto: no solo el señor Cecil Barker, aunque él asegura que llegó el primero. ¿Me van a decir que, en ese tiempo, el culpable se las arregló para dejar pisadas en el rincón, abrir la ventana, manchar de sangre el alféizar, quitarle al muerto el anillo de boda, y todo lo demás? Es imposible.

—Lo ha expuesto con mucha claridad —dijo Holmes—. Creo que estoy de acuerdo con usted.

—Bien, entonces tenemos que volver a la teoría de que lo hizo alguien de fuera. Seguimos enfrentándonos con grandes dificultades, pero, por lo menos, ya no se trata de imposibilidades. El hombre entró en la casa entre las cuatro y media y las seis. Es decir, entre el atardecer y la hora en que se levantó el puente. Habían venido visitas y la puerta estaba abierta, de modo que no había nada que le impidiera entrar. Podría tratarse de un vulgar ladrón, o de alguien que tuviera una cuenta pendiente con el señor Douglas. Dado que el señor Douglas había pasado gran parte de su vida en América y que esta escopeta parece ser un arma norteamericana, el ajuste de cuentas privado parece la teoría más probable. Se metió en esta habitación porque fue la primera que encontró, y se escondió detrás de la cortina. Y ahí se quedó hasta después de las once de la noche. A esa hora, el señor Douglas entró en la habitación. La conversación fue muy breve, si es que la hubo, porque la señora Douglas asegura que hacía muy pocos minutos que su marido la había dejado cuando oyó el disparo.

—La vela lo demuestra —dijo Holmes.

—Exacto. La vela, que era nueva, no se había consumido ni media pulgada. Debió de dejarla sobre la mesa antes de que le atacaran, porque de lo contrario, como es natural, habría caído al suelo al caer él. Esto demuestra que no le atacaron en el momento de entrar en la habitación. Cuando llegó el señor Barker, encendió la lámpara y apagó la vela.

—Todo eso está bastante claro.

—Muy bien. Pues ahora vamos a reconstruir los hechos según esa teoría. El señor Douglas entra en la habitación. Deja la vela. Un hombre sale de detrás de la cortina. Va armado con una escopeta. Le pide el anillo de boda..., solo Dios sabe por qué, pero tuvo que ser así. El señor Douglas se lo da. Y después, o bien a sangre fría o bien en un forcejeo..., porque Douglas pudo coger el martillo que se encontró en la alfombra..., le disparó a Douglas de este modo tan horrible. Tiró la escopeta y, según parece, dejó también esta extraña tarjeta, «V. V. 341», que vete a saber qué significa. Y escapó por la ventana y cruzando el foso, en el mismo instante en que Cecil Barker descubría el crimen. ¿Qué le parece, señor Holmes?

—Muy interesante, pero no me acaba de convencer.

—Hombre, como que es un absoluto disparate si no fuera porque cualquier otra cosa es aún peor —exclamó MacDonald—. Alguien mató a este hombre, pero, fuera quien fuera, puedo demostrar que debió de haberlo hecho de otra manera. ¿A qué viene lo de cortarse la retirada de ese modo? ¿A qué viene lo de usar una escopeta cuando el silencio era su única posibilidad de escapar? Vamos, señor Holmes, le toca a usted darnos una orientación, ya que dice que la teoría de White Masón no le convence.

Durante esta larga discusión, Holmes había permanecido sentado, observándolo todo con gran atención y sin perderse una sola palabra de lo que se decía, con sus penetrantes ojos lanzando miradas a diestra y siniestra, y la frente arrugada por las reflexiones.

—Me gustaría contar con algunos datos más antes de atreverme a formar una hipótesis, señor Mac —dijo, arrodillándose junto al cadáver—. ¡Dios mío! Las heridas son verdaderamente espantosas. ¿Podría venir un momento el mayordomo?... Ames, tengo entendido que usted había visto muchas veces esta curiosa marca, un triángulo inscrito en un círculo, grabada a fuego en el antebrazo del señor Douglas.

—Muchas veces, señor.

—¿Y nunca oyó ningún comentario sobre su significado?

—No, señor.

—Debió de doler mucho cuando se hizo. Es una quemadura, sin duda alguna. Veamos, Ames, observo que hay un trozo de esparadrapo en el ángulo de la mandíbula del señor Douglas. ¿Se fijó en si lo tenía cuando estaba vivo?

—Sí, señor. Se cortó al afeitarse ayer por la mañana.

—¿Sabe si alguna otra vez se había cortado al afeitarse?

—No le había pasado desde hace mucho tiempo, señor.

—¡Muy sugerente! —dijo Holmes—. Desde luego, podría tratarse de una mera coincidencia, pero también podría denotar cierto nerviosismo, lo cual indicaría que tenía razones para presentir un peligro. ¿Advirtió usted algo anormal en su conducta de ayer, Ames?

—Me dio la sensación de que estaba un poco inquieto y nervioso, señor.

—¡Aja! Puede que el ataque no fuera completamente inesperado. Parece que vamos progresando un poco, ¿no? ¿Le gustaría hacer usted las preguntas, Mac?

—No, señor Holmes; está en buenas manos.

—Muy bien. Veamos ahora esta tarjeta. «V. V. 341». Es cartulina corriente. ¿Tienen algo parecido en la casa?

—No creo.

Holmes se acercó al escritorio y echó una gota de tinta de cada tintero sobre el papel secante.

—No se escribió en esta habitación —dijo—. Esta tinta es negra, y esta otra morada. Se ha escrito con una pluma gruesa, y las de aquí son finas. No, yo diría que lo escribieron en otra parte. ¿Le dice algo esta inscripción, Ames?

—No, señor, nada.

—¿Qué opina usted, Mac?

—Me da la impresión de que es cosa de alguna sociedad secreta. Lo mismo que la marca del antebrazo.

—Es lo que opino yo también —dijo White Masón.

—Bueno, podemos aceptar eso como hipótesis de trabajo, y veremos hasta dónde nos resuelve las dificultades. Un agente de esa sociedad se introduce en la casa, espera al señor Douglas, le vuela la cabeza con esta arma y escapa vadeando el foso, dejando junto al cadáver una tarjeta que, cuando se mencione en los periódicos, hará saber a los demás miembros de la sociedad que la venganza se ha cumplido. Todo esto concuerda. Pero ¿por qué esta escopeta, entre todas las armas posibles?

—Exacto.

—¿Y por qué ha desaparecido el anillo?

—Eso digo yo.

—¿Y cómo no ha sido detenido? Son ya más de las dos. Doy por supuesto que, desde el amanecer, todos los policías en cuarenta millas a la redonda han estado buscando a un forastero con la ropa mojada.

—Así es, señor Holmes.

—Bien, pues, a menos que tenga un escondrijo por aquí cerca o una muda de ropa, tendrían que haberlo visto. Y sin embargo, hasta ahora no lo han visto.

Holmes se había acercado a la ventana y estaba examinando con su lupa la mancha de sangre del alféizar.

—Es, sin duda, una huella de zapato. Y muy ancha. Yo diría que de un pie deforme. Es curioso, porque, por lo poco que se puede distinguir de las huellas de barro en este rincón, se diría que son de una suela más normal. Aunque, desde luego, están bastante borrosas. ¿Qué hay debajo de esta mesita?

—Las pesas de gimnasia del señor Douglas.

—Una pesa. No hay más que una. ¿Dónde está la otra?

—No lo sé, señor Holmes. Puede que solo hubiera una. Hacía meses que no las veía.

—Una pesa... —dijo Holmes, muy serio.

Pero sus comentarios fueron interrumpidos por una brusca llamada a la puerta. Un hombre alto, tostado por el sol, de aspecto competente y bien afeitado asomó la cabeza y nos miró. Adiviné sin dificultad que aquel era el Cecil Barker del que había oído hablar. Sus ojos autoritarios saltaban con rapidez de un rostro a otro, con una mirada inquisitiva.

—Perdonen que interrumpa su reunión —dijo—, pero tienen que oír la última noticia.

—¿Han detenido a alguien?

—No ha habido tanta suerte, pero han encontrado su bicicleta. El tipo la dejó abandonada. Vengan a verla. Está a menos de cien yardas de la puerta principal.

En el sendero encontramos a tres o cuatro sirvientes y desocupados que examinaban una bicicleta que habían sacado de entre unas matas de siemprevivas, donde alguien la había escondido. Era una Rudge-Whitworth bastante usada y con abundantes salpicaduras de barro, como si hubiera hecho un viaje muy largo. En el cajetín del sillín había una llave de tuerca y una lata de aceite, pero ninguna pista del propietario.

—Sería de gran ayuda para la Policía —dijo el inspector— que estos chismes estuvieran numerados y registrados. Pero ya podemos dar las gracias por haber encontrado esto. Si no conseguimos descubrir dónde ha ido, al menos es probable que averigüemos de dónde vino. Pero, por todos los santos del cielo, ¿cómo es que ese hombre se la dejó aquí? ¿Y cómo diablos ha conseguido escapar sin ella? Parece que no sacamos nada en claro de este caso, señor Holmes.

—¿Ah, no? —respondió mi amigo, pensativo—. No diría yo tanto.

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