Capítulo 3
Logia 341, Vermissa
Al día siguiente de aquella noche tan llena de acontecimientos emocionantes, McMurdo abandonó la pensión del viejo Jacob Shafter y tomó alojamiento en la de la viuda MacNamara, en las afueras de la población. Poco después, Scanlan, la primera persona que había conocido en el tren, tuvo ocasión de mudarse a Vermissa, y los dos se alojaron juntos. No había ningún otro huésped, y la patrona era una anciana irlandesa muy tranquila, que los dejaba a su aire, con lo que disponían de una libertad de palabra y de acción que convenía mucho a dos hombres que tenían secretos en común. Shafter se había ablandado hasta el punto de permitir que McMurdo fuera a comer a su casa cuando quisiera, de modo que sus relaciones con Ettie no se interrumpieron en modo alguno. Por el contrario, se hicieron más estrechas y más íntimas a medida que transcurrían las semanas. En la alcoba de su nuevo domicilio, McMurdo consideró que podía sacar sin peligro sus moldes para acuñar monedas, y permitió que varios hermanos de la logia, bajo abundantes juramentos de guardar secreto, acudieran a verlos y se llevaran cada uno en el bolsillo varias muestras del dinero falso, tan hábilmente acuñadas que pasarlas no planteaba ninguna dificultad ni ningún riesgo. Que McMurdo se resignara a trabajar, cuando dominaba un arte tan maravilloso, constituía un perpetuo misterio para sus compañeros, aunque a todos los que le preguntaban les explicaba que si vivía sin ningún medio visible, la policía no tardaría en seguirle los pasos.
Y de hecho, ya había un policía siguiéndole, aunque quiso la suerte que este incidente le proporcionara al aventurero más ventajas que perjuicios. Después de la primera presentación, pocas noches dejaba de acudir al salón de McGinty, para estrechar relaciones con «los muchachos», que era el término coloquial con el que se designaban entre ellos los miembros de la peligrosa banda que infestaba el lugar. Sus modales desenvueltos y su lenguaje atrevido le conquistaron las simpatías de todos, y la manera rápida y científica con que dejó fuera de combate a su contrincante en una multitudinaria pelea de taberna le hizo ganarse el respeto de aquel rudo colectivo. Sin embargo, hubo otro incidente que le hizo subir todavía más en su estima.
Una noche, precisamente a la hora más concurrida, se abrió la puerta y entró un hombre con el discreto uniforme azul y la gorra de visera de la Policía del Carbón y el Hierro. Era este un cuerpo especial, creado por los propietarios del ferrocarril y de las minas para complementar los esfuerzos de la policía normal, que se encontraba completamente impotente ante la delincuencia organizada que tenía aterrorizado al distrito. En cuanto entró se hizo el silencio, y se clavaron en él muchas miradas de curiosidad, pero las relaciones entre policías y delincuentes son muy curiosas en los Estados Unidos, y ni el propio McGinty, que se encontraba detrás de la barra, dio muestra alguna de sorpresa cuando el inspector se incorporó a su clientela.
—Un whisky solo, que la noche es fría —dijo el agente de policía—. Creo que no nos habíamos visto todavía, concejal.
—¿Es usted el nuevo capitán? —preguntó McGinty.
—Así es. Confiamos en que usted, concejal, y los demás ciudadanos notables nos ayuden a mantener la ley y el orden en esta ciudad. Soy el capitán Marvin, del Carbón y el Hierro.
—Mejor estaríamos sin ustedes, capitán Marvin —dijo McGinty fríamente—. Ya tenemos nuestra propia policía urbana y no necesitamos artículos importados. Ustedes no son más que instrumentos a sueldo de los capitalistas, contratados para aporrear o tirotear a sus conciudadanos más pobres.
—Bueno, bueno, no vamos a discutir sobre eso —dijo el policía con buen humor—. Creo que todos cumplimos con nuestro deber tal como lo entendemos, pero no todos lo entendemos de la misma manera —se había bebido su copa y se disponía a marcharse cuando su mirada se posó en el rostro de Jack McMurdo, que estaba a su lado mirándole con el ceño fruncido—. ¡Vaya, vaya! —exclamó, mirándolo de arriba a abajo—. Aquí tenemos a un viejo conocido.
McMurdo se apartó de él.
—En mi vida he sido amigo suyo, ni de ningún otro maldito poli —dijo.
—Un conocido no es necesariamente un amigo —dijo el policía, sonriendo—. Tú eres Jack McMurdo, de Chicago, seguro que sí, y no lo niegues.
McMurdo se encogió de hombros.
—No lo niego —dijo—. ¿Cree que me avergüenzo de mi nombre?
—Pues motivos no te faltan, desde luego.
—¿Qué demonios quiere decir con eso? —rugió McMurdo, con los puños apretados.
—No, no, Jack. A mí no me vengas con fanfarronadas. Fui policía en Chicago antes de venir a esta maldita carbonera, y conozco a un granuja de Chicago en cuanto lo veo.
A McMurdo se le demudó el rostro.
—No me diga que es usted Marvin, de la Central de Chicago.
—El mismo Teddy Marvin de siempre, para servirte. No nos hemos olvidado del asesinato de Jonas Pinto.
—Yo no lo maté.
—¿No fuiste tú? Eso es una prueba imparcial e irrebatible, ¿no? Pues desde luego, su muerte te vino que ni pintada, porque te habrían detenido por colocar morralla. Pero bueno, podemos considerarlo cosa pasada, porque aquí, entre tú y yo..., y tal vez me estoy excediendo en mis atribuciones al decírtelo..., no pudieron reunir pruebas claras contra ti, y puedes regresar a Chicago mañana mismo.
—Estoy muy bien donde estoy.
—Bueno, yo te he dicho cómo están las cosas, y serás un perro desagradecido si no me das las gracias.
—Bien, supongo que lo ha hecho con buena intención y se lo agradezco —dijo McMurdo, de no muy buena gana.
—Me estaré calladito mientras te vea vivir honradamente —dijo el capitán—. Pero, por Dios, que, si después de esto te pillo en algún lío, va a ser otro cantar. Y ahora, buenas noches. Y buenas noches tenga usted, concejal.
Y el policía salió del bar, pero no sin antes haber creado un héroe local. Ya habían circulado rumores sobre las correrías de McMurdo en Chicago. El había eludido todas las preguntas con una sonrisa, como si no deseara verse investido de grandeza. Pero ahora el asunto había quedado confirmado oficialmente. Los holgazanes que llenaban el bar se apelotonaron a su alrededor, estrechándole la mano de todo corazón. Desde aquel momento fue un miembro de pleno derecho de la comunidad. McMurdo era capaz de beber mucho sin que se le notara, pero aquella noche, si su compañero Scanlan no hubiera estado a mano para llevarlo a casa, el héroe homenajeado seguramente habría pasado la noche bajo la barra.
Un sábado por la noche, McMurdo fue presentado en la logia. Había creído que, por ser un iniciado de Chicago, le admitirían sin ceremonias, pero en Vermissa tenían ritos especiales de los que se sentían orgullosos, y todos los solicitantes tenían que someterse a ellos. La congregación se reunía en una amplia sala reservada para este fin en la sede del sindicato. En Vermissa se reunían unos sesenta miembros, pero esto no representaba, ni mucho menos, toda la fuerza de la organización, ya que existían varias logias más en el valle, y también al otro lado de las montañas que lo flanqueaban. Entre ellas se intercambiaban miembros cuando había en marcha algún asunto serio, de modo que se pudieran cometer crímenes y los autores fueran desconocidos en la localidad. En total, pasaban de quinientos los miembros repartidos por la cuenca minera.
En la austera sala de reuniones, los hombres se congregaban en torno a una larga mesa. A un lado había una segunda mesa, repleta de botellas y vasos, hacia la que ya dirigían sus miradas algunos miembros de la fraternidad. McGinty se sentaba a la cabecera de la mesa, con un gorro plano de terciopelo negro sobre su enmarañada cabellera negra y una estola morada alrededor del cuello, que le hacían parecer un sacerdote presidiendo algún ritual diabólico. A su derecha y a su izquierda se sentaban los altos cargos de la logia, entre los que destacaba el rostro cruel pero atractivo de Ted Baldwin. Todos ellos llevaban alguna banda o medallón como emblema de su cargo. En su mayor parte eran hombres de edad madura, pero el resto de la congregación estaba formado por jóvenes de dieciocho a veinte años, agentes diligentes y eficaces que ejecutaban las órdenes de sus mayores. Entre los hombres mayores había bastantes cuyas facciones revelaban el alma feroz y criminal que llevaban dentro, pero mirando al personal de tropa se hacía difícil creer que aquellos jóvenes sencillos y animosos formaran, en realidad, una peligrosa banda de asesinos, cuyas mentes habían sufrido una perversión moral tan completa que sentían un espantoso orgullo por su competencia en aquel trabajo y miraban con el mayor respeto a los que tenían reputación de hacer lo que ellos llamaban «un trabajo limpio». Para aquellas personalidades retorcidas, ofrecerse voluntario para actuar contra personas que no les habían hecho ningún daño y a las que, en muchos casos, no habían visto en su vida, había llegado a convertirse en un acto valeroso y caballeresco. Una vez cometido el crimen, discutían sobre quién en concreto había dado el golpe mortal, y se divertían entre ellos, y a la concurrencia, describiendo los gritos y contorsiones del hombre asesinado. Al principio, habían llevado sus manejos con cierto secreto, pero en la época que se describe en esta narración actuaban ya sin ningún disimulo, porque los repetidos fracasos de la justicia les habían demostrado, por una parte, que nadie se atrevería a testificar contra ellos y, por otra, que disponían de un número ilimitado de testigos de confianza a los que podían recurrir, y una caja de caudales bien repleta, de la que podían sacar fondos para contratar a los abogados de más talento del estado. En diez largos años de fechorías, no se había dictado contra ellos ni una sola condena, y el único peligro que amenazaba a los Batidores procedía de las víctimas mismas, que, aunque superadas en número y cogidas por sorpresa, podían, y a veces lograban, dejar su marca en los asaltantes.
A McMurdo se le había advertido que tendría que pasar una prueba, pero nadie quiso explicarle en qué consistía. Llegado el momento, dos hermanos le condujeron solemnemente a una habitación exterior. A través de la pared de tablas, podía oír el murmullo de muchas voces, procedente de la sala de asambleas. Una o dos veces oyó pronunciar su nombre, y comprendió que estaban discutiendo su candidatura. Por fin entró un miembro de la guardia interna, con una banda verde y oro cruzándole el pecho.
—El gran maestre ordena que se le ate, se le tapen los ojos y se le haga pasar —dijo.
Entre los tres le quitaron la chaqueta, le subieron la manga del brazo derecho y, por último, le pasaron una cuerda por encima de los codos y le ataron los brazos. A continuación, le pusieron una gruesa capucha negra que le cubría la cabeza y la parte superior de la cara, de modo que no podía ver nada. Entonces le condujeron a la sala de reuniones.
Estaba completamente cegado y sofocado por la capucha. Oyó rumores y murmullos de personas a su alrededor, y después la voz de McGinty, que sonaba apagada y distante a través de la tela que le cubría los oídos.
—John McMurdo —dijo la voz—. ¿Eres ya miembro de la Antigua Orden de los Hombres Libres? McMurdo asintió con la cabeza.
—¿Tu logia es la número 29, de Chicago?
Asintió de nuevo.
—Las noches oscuras son desapacibles —dijo la voz.
—Sí, para los forasteros que van de viaje —respondió.
—Las nubes están muy cargadas.
—Sí, se acerca una tormenta.
—¿Está satisfecha la hermandad? —preguntó el gran maestre.
Se oyó un murmullo general de afirmación.
—Por tu seña y tu contraseña sabemos, hermano, que efectivamente eres uno de los nuestros —dijo McGinty—. Sin embargo, debes saber que en este condado, y en otros condados de esta región, tenemos ciertos ritos y también ciertos deberes particulares, para los que se necesitan hombres de verdad. ¿Estás dispuesto a ser sometido a prueba?
—Lo estoy.
—¿Eres hombre de valor?
—Lo soy.
—Demuéstralo dando un paso adelante.
Al pronunciarse estas palabras, McMurdo sintió dos puntas duras delante de sus ojos, que los apretaban dando la impresión de que no podría avanzar sin peligro de quedar ciego. No obstante, hizo acopio de valor y avanzó con paso resuelto, y al hacerlo desapareció la presión. Se oyó un sordo rumor de aplausos.
—Es hombre de valor —dijo la voz—. ¿Puedes soportar el dolor?
—Tan bien como cualquiera —respondió McMurdo.
—¡Ponedlo a prueba!
Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para no gritar, porque un dolor espantoso le atravesó el antebrazo. El choque fue tan brusco que estuvo a punto de desmayarse, pero se mordió los labios y apretó los puños para disimular su sufrimiento.
—Todavía puedo aguantar más —dijo.
Esta vez, el aplauso fue bien sonoro. Nunca se había visto en la logia una presentación mejor. Varias manos le palmearon la espalda, y otra le arrancó la capucha de la cabeza. Parpadeante y sonriente, McMurdo recibió las felicitaciones de los hermanos.
—Una última cuestión, hermano McMurdo —dijo McGinty—. Ya has pronunciado los juramentos de secreto y fidelidad. ¿Sabes que el castigo por quebrantarlos es la muerte instantánea e inapelable?
—Lo sé —dijo McMurdo.
—¿Y aceptas la autoridad del gran maestre, desde ahora y en cualquier circunstancia? —La acepto.
—Entonces, en nombre de la logia 341, de Vermissa, te doy la bienvenida a sus privilegios y debates. Trae las bebidas a esta mesa, hermano Scanlan, y brindemos por nuestro valeroso hermano.
Le trajeron su chaqueta, pero, antes de ponérsela, McMurdo se miró el brazo derecho, que todavía le dolía muchísimo. En la carne del antebrazo, el hierro de marcar había dejado una marca roja y profunda: la forma nítida de un círculo con un triángulo dentro. Algunos de los hombres que tenía cerca se arremangaron para enseñarle sus marcas de la logia.
—A todos nos lo han hecho —dijo uno—, pero no todos pasaron la prueba con tanto valor.
—¡Bah! No ha sido nada —dijo él. Pero seguía doliéndole y quemándole tanto como antes.
Cuando se hubieron consumido las bebidas que siguieron a la ceremonia de iniciación, se pasó a hablar de los asuntos de la logia. McMurdo, acostumbrado únicamente a las prosaicas sesiones de Chicago, escuchaba con los oídos muy abiertos y más sorpresa de la que se atrevió a demostrar.
—El primer asunto en el orden del día —dijo McGinty— es la lectura de la siguiente carta del jefe de distrito Windle, de la logia 249 del condado de Merton. Dice lo siguiente:
Muy señor mío:
Es preciso realizar un trabajo con Andrew Rae, de Rae y Sturmash, propietarios de minas de carbón de esta zona. Recordaréis que vuestra logia está en deuda con nosotros por los servicios prestados por dos hermanos en el asunto del policía el otoño pasado. Si nos enviáis dos hombres competentes, se ocupará de ellos el tesorero Higgins, de esta logia, cuya dirección ya conocéis. El les indicará cuándo y dónde actuar. Hermanos en la libertad,
J. W. Windle, J. D. A. O. H. L.
»Windle nunca nos ha fallado cuando hemos tenido necesidad de que nos preste uno o dos hombres, y no vamos a fallarle nosotros a él —McGinty hizo una pausa y recorrió la sala con sus ojos apagados y malévolos—. ¿Quién se ofrece voluntario para el trabajo?
Varios jóvenes levantaron la mano. El gran maestre los miró con una sonrisa de aprobación.
—Irás tú, Tigre Cormac. Si lo haces tan bien como la última vez, no puedes fallar. Y tú, Wilson.
—No tengo pistola —dijo el voluntario, un muchacho que aún no había cumplido los veinte.
—Es tu primera vez, ¿no? Bueno, alguna vez tienes que recibir el bautismo de sangre. Será un magnífico comienzo para ti. En cuanto a la pistola, o mucho me equivoco o te estará esperando. Si os presentáis el lunes, habrá tiempo de sobra. Tendréis un gran recibimiento cuando volváis.
—¿Hay alguna recompensa esta vez? —preguntó Cormac, un joven fornido, de rostro moreno y aspecto brutal, cuya ferocidad le había valido el apodo de «Tigre».
—Olvídate de las recompensas. Hazlo simplemente por el honor que hay en ello. Es posible que cuando esté realizado el trabajo haya algunos dólares en el fondo de la caja.
—¿Qué ha hecho ese tipo? —preguntó el joven Wilson.
—Ni a ti ni a nadie como tú le interesa saber lo que ha hecho. Ha sido juzgado allí, y no es asunto nuestro. Lo único que tenemos que hacer es realizar el trabajo por ellos, como ellos lo harían por nosotros. Y ya que hablamos de eso, la semana próxima van a venir dos hermanos de la logia de Merton para atender ciertos asuntos en esta localidad.
—¿Quiénes son? —preguntó alguien.
—Créeme, es más prudente no preguntar. Si no sabes nada, no podrás testificar nada, y no habrá ningún problema. Pero son hombres que, cuando tienen que hacer un trabajo, hacen un trabajo limpio.
—¡Ya iba siendo hora! —exclamó Ted Baldwin—. Hay gente por aquí que se está desmandando. La semana pasada, sin ir más lejos, el capataz Blaker despidió a tres de nuestros hombres. Hace tiempo que se la está buscando, y va a encontrársela de lleno.
—¿Qué se va a encontrar? —susurró McMurdo al hombre que tenía al lado.
—El extremo malo de una escopeta de postas —respondió el otro con una ruidosa carcajada—. ¿Qué te parece nuestro sistema, hermano?
El alma criminal de McMurdo parecía haber absorbido ya el espíritu de la maligna sociedad en la que acababa de ingresar.
—Me gusta mucho —dijo—. Este es un buen sido para un muchacho emprendedor.
Varios de los que le rodeaban oyeron sus palabras y las aplaudieron.
—¿Qué ocurre ahí? —gritó el gran maestre de negra cabellera, desde el extremo de la mesa.
—Es el nuevo hermano, maestre, que dice que le gusta nuestro sistema.
McMurdo se puso en pie un momento.
—Quiero decir, venerable maestre, que, si se necesita un hombre, consideraré un honor ser elegido para ayudar a la logia.
Estas palabras provocaron un gran aplauso. Daba la sensación de que un nuevo sol asomaba sus contornos sobre el horizonte. A algunos de los miembros mayores les pareció que el progreso era un poco demasiado rápido.
—Yo recomendaría —dijo el secretario Harraway, un viejo de barba gris y cara de buitre que se sentaba junto a la presidencia— que el hermano McMurdo aguarde hasta que la logia se digne recurrir a sus servicios.
—Sí, claro, eso es lo que quería decir. Estoy a vuestra disposición —dijo McMurdo.
—Ya llegará tu momento, hermano —dijo el maestre—. Te tenemos señalado como hombre bien dispuesto, y estamos seguros de que harás un buen trabajo en esta región. Hay un asuntillo esta noche en el que podrías echar una mano si te apetece.
—Esperaré a que surja algo que valga la pena.
—De todas maneras, puedes venir esta noche. Eso te ayudará a entender nuestra posición en esta comunidad. Más adelante lo explicaré. Mientras tanto —echó una mirada al orden del día—, tengo un par de puntos que exponer ante la asamblea. En primer lugar, pido al tesorero que nos informe sobre nuestro balance bancario. Hay que pagar la pensión a la viuda de Jim Carnaway. Lo mataron mientras trabajaba para la logia, y es nuestro deber procurar que la viuda no salga perjudicada.
—A Jim le pegaron un tiro el mes pasado, cuando fueron a matar a Chester Wilcox, de Marley Creek —le informó a McMurdo su vecino de asiento.
—Por el momento hay fondos suficientes —dijo el tesorero, que tenía delante el libro de cuentas—. Las empresas se han mostrado generosas últimamente. La Max Linder & Co. pagó quinientos para que los dejásemos en paz. La Walker Brothers envió cien, pero yo personalmente me encargué de devolvérselos y exigir quinientos. Si no recibo noticias suyas antes del miércoles, se les puede averiar la maquinaria de transmisión. El año pasado tuvimos que incendiarles la trituradora para hacerles entrar en razón. La Compañía Carbonera del Oeste también ha pagado su contribución anual. Tenemos suficiente para hacer frente a cualquier obligación.
—¿Y qué hay de Archie Swindon? —preguntó un hermano.
—Vendió su negocio y se marchó del distrito. El viejo diablo nos dejó una carta diciendo que prefería ser un barrendero libre en Nueva York antes que un propietario de minas en poder de una banda de chantajistas. Por Dios que hizo bien largándose antes de que nos llegara la carta. No creo que se atreva a asomar la cara por este valle nunca más.
Un hombre mayor y bien afeitado, de rostro amable y frente despejada, se levantó en el extremo de la mesa opuesto al del presidente.
—Señor tesorero —dijo—. ¿Puedo preguntar quién ha comprado las propiedades de este hombre al que hemos expulsado del distrito?
—Sí, hermano Morris. Las ha comprado la Compañía Ferroviaria del Estado y del Condado de Merton.
—¿Y quién compró las minas de Todman, y las de Lee, que salieron al mercado de la misma manera el año pasado?
—La misma empresa, hermano Morris.
—¿Y quién compró las fundiciones de Manson, las de Shuman, las de Van Deher y las de Atwood, todas las cuales salieron a la venta hace poco?
—Todas las compró la Compañía Minera General de West Wilmerton.
—No creo, hermano Morris —dijo el maestre—, que a nosotros nos importe nada quién las compra, puesto que no pueden llevárselas del distrito.
—Con todos los respetos, venerable maestre, creo que nos importa mucho. Este proceso lleva en marcha diez largos años. Poco a poco, vamos echando del negocio a todos los pequeños empresarios. ¿Con qué resultado? En su lugar, nos encontramos con grandes empresas, como la Ferroviaria o la Minera General, cuyos dirigentes están en Nueva York o Filadelfia y poco les importan nuestras amenazas. Podemos sacarles algo a los directivos locales, pero eso solo significa que enviarán a otros en su lugar. Y así estamos creando una situación peligrosa para nosotros. Los empresarios pequeños no podían hacernos daño. No tenían ni dinero ni poder para ello. Mientras no los exprimiéramos hasta dejarlos secos, seguían estando en nuestro poder. Pero si estas grandes compañías descubren que nos interponemos entre ellos y sus beneficios, no repararán en gastos ni en esfuerzos para cazarnos y llevarnos ante los tribunales.
Al oír estas ominosas palabras todos quedaron en silencio, y todos los rostros se ensombrecieron mientras intercambiaban lúgubres miradas. Habían llegado a ser tan omnipotentes y gozado de tanta impunidad, que la mera idea de que algún día tuvieran que rendir cuentas se había borrado de sus cabezas. Pero ahora, la idea provocó un escalofrío hasta en los más temerarios de todos ellos.
—Mi consejo es —continuó el orador— que no carguemos tanto la mano con los pequeños empresarios. El día que los hayamos expulsado a todos, se acabará el poder de esta sociedad.
Las verdades desagradables no son bien recibidas. Se oyeron gritos airados cuando el orador volvió a sentarse. McGinty se levantó con el ceño fruncido.
—Hermano Morris —dijo—, siempre has sido un agorero. Mientras los miembros de la Logia nos mantengamos unidos, no hay poder en Norteamérica que pueda tocarnos. ¿Acaso no nos han llevado bastantes veces a los tribunales? Yo creo que a las grandes empresas les resultará más cómodo pagar que pelear, lo mismo que a las pequeñas. Y ahora, hermanos —mientras hablaba, McGinty se quitó el gorro de terciopelo negro y la estola—, esta logia da por terminada la sesión de hoy, exceptuando un asuntillo del que ya hablaremos al marcharnos. Ha llegado el momento del refrigerio fraternal y la armonía.
La condición humana es verdaderamente curiosa. Allí teníamos a unos hombres para los que el asesinato era cosa corriente, que una y otra vez habían abatido a padres de familia, a hombres contra los que no tenían nada personal, sin un solo pensamiento de compasión por sus dolientes esposas o sus indefensos hijos... y que, sin embargo, eran capaces de conmoverse hasta llorar al oír música delicada o patética. McMurdo tenía una bonita voz de tenor y, aun si no hubiera conseguido ganarse antes la buena voluntad de la logia, esta ya no se le habría resistido después de que los emocionara con Estoy sentado en la escalera, Mary y A orillas del lago Alian. En su primera noche, el nuevo iniciado se había convertido en uno de los miembros más populares de la hermandad, claro candidato al ascenso a los altos cargos. No obstante, se precisaban otras cualidades, aparte de la buena camaradería, para ser un Hombre Libre de valía, y de estas se le dio un ejemplo antes de que terminara la velada. La botella de whisky había dado ya muchas vueltas y los hombres estaban acalorados y bien dispuestos a las maldades, cuando el gran maestre se levantó de nuevo para dirigirse a ellos.
—Muchachos —dijo—: hay un hombre en esta ciudad que necesita un escarmiento, y es asunto vuestro procurar que lo reciba. Estoy hablando de James Stanger, del Herald. ¿Os habéis fijado en lo bocazas que se está poniendo contra nosotros?
Hubo un murmullo de asentimiento, y varios juramentos en voz baja. McGinty sacó un recorte de papel del bolsillo de su chaleco.
—«¡Ley y orden!» Así es como lo titula. «El reinado del terror en el distrito del carbón y el hierro. Doce años han transcurrido ya desde los primeros asesinatos que revelaron la existencia de una organización criminal entre nosotros. Desde aquel día, los atropellos no han cesado jamás, hasta alcanzar un nivel que nos convierte en la vergüenza del mundo civilizado. ¿Para obtener estos resultados es para lo que nuestro gran país acoge en su seno a los extranjeros que huyen de los despotismos de Europa? ¿Para que ellos mismos se conviertan en tiranos que oprimen a la misma gente que les ha dado cobijo? ¿Para establecer un régimen de terrorismo e ilegalidad a la sombra misma de los sagrados pliegues de la bandera estrellada de la libertad, un régimen que nos dejaría horrorizados si leyéramos sobre la existencia de algo parecido en la más corrompida monarquía de Oriente? Los hombres son conocidos. La organización actúa a la vista del público. ¿Cuánto tiempo más hemos de soportarla? ¿Podemos vivir siempre...». Bueno, creo que ya he leído bastante de esta basura —exclamó el gran maestre, arrojando el papel sobre la mesa—. Esto es lo que él dice de nosotros. Y yo os pregunto: ¿cómo debemos responderle?
—¡Matándolo! —gritó una docena de voces enfurecidas.
—¡Protesto contra eso! —dijo el hermano Morris, el hombre de la frente despejada y el rostro afeitado—. Os digo, hermanos, que estamos aplicando demasiada mano dura en este valle, y que llegará un momento en el que todos se unirán en defensa propia para aplastarnos. James Stanger es viejo. Es respetado en la ciudad y en toda la región. Su periódico defiende todo lo que vale la pena en el valle. Si se mata a ese hombre, se provocará en todo el estado una agitación que solo puede acabar con nuestra destrucción.
—¿Y cómo se las van a arreglar para destruirnos, cobarde? —exclamó McGinty—. ¿Con la policía? Pero si la mitad de ellos está a sueldo nuestro y la otra mitad nos tiene miedo. ¿O mediante los tribunales y los jueces? ¿Acaso no nos han procesado ya otras veces? ¿Y con qué resultados?
—Está el juez Lynch, que bien podría encargarse del caso —dijo el hermano Morris.
Un clamor general de ira acogió la sugerencia.
—No tengo más que levantar un dedo —gritó McGinty— y puedo lanzar sobre esta ciudad doscientos hombres que la barrerían de un extremo a otro —de pronto, alzó aún más la voz y frunció sus espesas cejas negras en un gesto terrible—. Mira, hermano Morris, te tengo echado el ojo desde hace ya algún tiempo. No tienes coraje, e intentas quitárselo a los demás. Va a llegar un mal día, hermano Morris, en el que tu nombre aparezca en nuestro orden del día, y empiezo a pensar que ha llegado el momento de apuntarlo.
Morris se había quedado pálido como un muerto, y se dejó caer en su asiento como si sus rodillas fueran incapaces de sostenerlo. Alzó un vaso con mano temblorosa y bebió antes de poder responder.
—Os pido perdón, venerable maestre, a ti y a los demás hermanos de la logia si he dicho más de lo que debía. Soy un miembro leal, todos lo sabéis, y lo que me hace hablar con esta ansiedad es el miedo a que le ocurra algo malo a la logia. Pero tengo más confianza en tu criterio que en el mío, venerable maestre, y prometo que no volveré a incurrir en falta.
El ceño del maestre se relajó al escuchar aquellas humildes palabras.
—Está bien, hermano Morris. Yo sería el primero en lamentar que fuera necesario darte una lección. Pero mientras ocupe este cargo, seremos una logia unida en palabra y obra. Y ahora, muchachos —prosiguió, recorriendo con la mirada la congregación—, solo os diré esto: que si Stanger se lleva lo que de verdad se merece, se armará un revuelo mayor de lo que nos conviene. Estos periodistas se apoyan unos a otros, y todos los periódicos del estado empezarían a clamar pidiendo policías y soldados. Pero supongo que se le podría dar un aviso un poquito duro. ¿Te encargas tú de ello, hermano Baldwin?
—¡Encantado! —dijo el joven, con entusiasmo.
—¿Cuántos hombres necesitas?
—Media docena, y dos para vigilar la puerta. Vendrás tú, Gower, y tú, Mansel, y tú, Scanlan, y los dos hermanos Willaby.
—Le prometí al nuevo hermano que él iría —dijo el maestre.
Ted Baldwin miró a McMurdo con ojos que demostraban que ni perdonaba ni olvidaba.
—Está bien, puede venir si quiere —dijo en tono huraño—. Con esos basta. Cuanto antes pongamos manos a la obra, mejor.
La reunión se disolvió entre gritos, alaridos y arrebatos cantores de borrachos. El bar estaba aún repleto de juerguistas, y muchos de los cofrades se quedaron allí. La cuadrilla a la que se le había encomendado la tarea salió a la calle, caminando por la acera en grupos de dos o de tres para no llamar la atención. Era una noche terriblemente fría, con una media luna resplandeciente en un cielo gélido y estrellado. Los hombres se detuvieron, y se reunieron en un patio que daba a un edificio alto. Entre sus ventanas bien iluminadas estaban pintadas en letras doradas las palabras Vermissa Herald. Del interior llegaba el traqueteo de la imprenta.
—Tú —le dijo Baldwin a McMurdo— puedes quedarte abajo, en la puerta, cuidando de que tengamos el camino libre. Que se quede contigo Arthur Willaby. Los demás venid conmigo. No tengáis miedo, muchachos, que tenemos media docena de testigos que jurarán que en este preciso instante estamos en el bar del sindicato.
Era casi medianoche y la calle estaba desierta, aparte de uno o dos juerguistas que regresaban a sus casas. La cuadrilla cruzó la calle y abrió de un empujón la puerta del local del periódico. Baldwin y sus hombres entraron y subieron corriendo la escalera que había frente a la puerta. McMurdo y otro hombre se quedaron abajo. Del piso de arriba llegó un grito, una llamada de auxilio, y luego el ruido de pies que corrían y sillas que caían. Un instante después, un hombre de cabellos canos salió corriendo al descansillo. Lo atraparon antes de que pudiera llegar más lejos, y sus gafas cayeron tintineando a los pies de McMurdo. Se oyó un golpe y un gemido. El hombre había caído de bruces, y media docena de palos resonaron al abatirse sobre él. Su cuerpo se retorcía, y sus largos y delgados miembros temblaban bajo los golpes. Por fin, los demás dejaron de pegarle, pero Baldwin, con una sonrisa infernal en su cruel rostro, siguió golpeando la cabeza del hombre, que intentaba en vano protegérsela con los brazos. Sus cabellos blancos estaban salpicados de manchas de sangre. Baldwin continuaba inclinado sobre su víctima, aplicando un rápido y feroz golpe cada vez que veía una parte de la cabeza al descubierto, cuando McMurdo subió como un rayo la escalera y lo apartó de un empujón.
—¡Vas a matarlo! —dijo—. Déjalo ya. Baldwin lo miró sorprendido.
—¡Maldito seas! —gritó—. ¿Quién te has creído que eres para interferir? ¡Pero si acabas de ingresar en la logia! ¡Atrás!
Alzó el palo, pero McMurdo ya había sacado su pistola del bolsillo del costado.
—¡Atrás tú! —exclamó—. Como me toques, te vuelo los sesos. Y en cuanto a la logia, ¿no ordenó el gran maestre que no lo matáramos? ¿Y qué estás haciendo, sino matarlo?
—Es verdad eso que dice —comentó uno de los hombres.
—¡Eh, vosotros, daos prisa! —gritó el hombre de abajo—. Se están encendiendo todas las ventanas y dentro de cinco minutos vais a tener encima a todo el pueblo.
Efectivamente, en la calle se oían gritos y en el vestíbulo de abajo se estaba formando un pequeño grupo de cajistas y tipógrafos que se daban ánimos para entrar en acción. Dejando el cuerpo fláccido e inmóvil del director en lo alto de la escalera, los criminales bajaron apresuradamente y se abrieron camino con rapidez por la calle. Al llegar al local del sindicato, algunos de ellos se mezclaron con la multitud del salón de McGinty, para susurrarle al jefe, por encima de la barra, que la tarea estaba cumplida. Otros, entre ellos McMurdo, se perdieron por callejuelas laterales y fueron dando rodeos hasta sus casas.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro