Capítulo 3
La tragedia de Birlstone
Y ahora, por un momento, me van a permitir que deje a un lado mi insignificante persona y describa los hechos que ocurrieron antes de nuestra llegada al escenario del crimen, a la luz de los conocimientos que adquirimos después. Solo de este modo puedo conseguir que el lector se forme una imagen de las personas implicadas y del extraño marco en el que se decidió su destino.
El pueblo de Birlstone es un pequeño y antiquísimo conglomerado de casas rurales de paredes entramadas, situado en la frontera norte del condado de Sussex. Durante siglos, se había mantenido inalterado, pero, en los últimos años, su aspecto pintoresco y su situación han atraído a un buen número de residentes acaudalados, cuyas mansiones asoman entre los bosques de los alrededores. En la región se supone que estos bosques constituyen el borde extremo del gran bosque de Weald, que se va aclarando poco a poco hasta llegar a las tierras bajas calizas del Norte. Para atender a las necesidades de la creciente población, se han abierto numerosas tiendas pequeñas, por lo que parecen existir posibilidades de que Birlstone deje pronto de ser una vieja aldea para convertirse en un pueblo moderno. Es el centro principal de una extensa zona rural, ya que Turnbridge Wells, que es la población importante más próxima, se encuentra a diez o doce millas al Este, pasados los límites del condado de Kent.
Aproximadamente a media milla del pueblo, en medio de un viejo parque famoso por sus enormes hayas, se alza la antigua casa solariega de Birlstone. Parte de este venerable edificio se remonta a los tiempos de la primera cruzada, cuando Hugo de Capus construyó una fortaleza en el centro de las tierras que le había concedido el rey Rojo. Esta construcción fue destruida por un incendio en 1543, y algunas de sus piedras angulares, ennegrecidas por el humo, se aprovecharon en la época jacobina para levantar una mansión rural de ladrillo sobre las ruinas del castillo feudal. La casa solariega, con sus múltiples tejadillos y sus ventanas pequeñas, acristaladas con vidrios rómbicos, seguía más o menos como la dejó su constructor a principios del siglo XVII. De los dos fosos que habían protegido a su más belicosa predecesora, el exterior se había dejado secar y cumplía la humilde función de huerto doméstico. El foso interior, de unos doce metros de anchura, seguía existiendo y rodeaba toda la casa, aunque ahora solo tenía unos pocos palmos de profundidad. Lo alimentaba un pequeño arroyo, que seguía su curso pasada la casa, de modo que la capa de agua, aunque turbia, no estaba nunca estancada ni insalubre. Las ventanas de la planta baja estaban a menos de treinta centímetros de la superficie del agua. La única vía de acceso a la casa era un puente levadizo, cuyas cadenas y tornos se habían oxidado y roto hacía muchísimo tiempo. Sin embargo, los últimos habitantes de la mansión lo habían reparado con un afán muy significativo, y ahora el puente levadizo no solo se podía levantar, sino que, efectivamente, se levantaba todas las tardes y se volvía a bajar por la mañana. De este modo, recuperando la costumbre de los viejos tiempos feudales, la mansión se convertía por las noches en una isla, un hecho que influyó de modo muy directo en el misterio que pronto iba a atraer la atención de toda Inglaterra.
La casa había permanecido deshabitada durante bastantes años y ya amenazaba con irse consumiendo hasta convertirse en una pintoresca mina, cuando los Douglas tomaron posesión de ella. La familia la componían únicamente dos personas, John Douglas y su esposa. Douglas era un hombre poco corriente, tanto por su carácter como por su presencia; tendría unos cincuenta años de edad, mandíbulas fuertes, cara arrugada, bigote canoso, ojos grises y particularmente penetrantes, y un cuerpo fibroso y vigoroso, que no había perdido nada de la fuerza y la actividad de la juventud. Era amable y cordial con todo el mundo, pero sus modales eran algo toscos, por lo que daba la impresión de que había conocido la vida en estratos sociales de mucho menor nivel que la alta sociedad provinciana de Sussex. No obstante, aunque sus vecinos más distinguidos lo miraban con cierta curiosidad y reserva, no tardó en adquirir una gran popularidad entre los aldeanos, patrocinando generosamente todos los proyectos locales y asistiendo a los conciertos y demás funciones, donde, con su bien timbrada voz de tenor, se mostraba siempre dispuesto a complacer a la concurrencia con una excelente canción. Parecía poseer dinero en abundancia, y se decía que lo había ganado en los yacimientos de oro de California; y por sus propios comentarios y los de su esposa, estaba claro que había pasado parte de su vida en América. La buena impresión que había causado con su generosidad y su actitud democrática mejoró aún más al adquirir fama de hombre que despreciaba por completo el peligro. A pesar de ser un pésimo jinete, participaba en todas las competiciones, y sufrió las más aparatosas caídas en su empeño de quedar a la altura de los mejores. Cuando se incendió la vicaría, se distinguió también por la temeridad con que entró una y otra vez en el edificio para rescatar objetos de valor, después de que la brigada local de bomberos lo hubiera dejado por imposible. Y así, en menos de cinco años, John Douglas, el de la mansión, se había ganado toda una reputación en Birlstone.
También su esposa se ganó el aprecio de los que la trataban, aunque, como es costumbre en Inglaterra, eran pocas y muy espaciadas las visitas que recibían los forasteros que se instalaban en el condado sin ninguna presentación. Esto a ella no le importaba lo más mínimo, ya que era poco sociable por naturaleza y, según todas las apariencias, vivía entregada a su marido y sus tareas domésticas. Se sabía que era una dama inglesa que había conocido en Londres al señor Douglas, que en aquella época estaba viudo. Era una mujer hermosa, alta, morena y esbelta, y tendría unos veinte años menos que su marido, una disparidad que no parecía empañar en absoluto la dicha de su vida familiar. No obstante, los que mejor los conocían comentaban en ocasiones que, al parecer, la confianza entre los dos no era completa, ya que la esposa, o bien tenía muchos reparos en hablar sobre la vida anterior de su marido, o bien, lo que parecía más probable, estaba muy poco informada sobre el tema. Además, unas pocas personas observadoras habían advertido y comentado que a veces la señora Douglas parecía bastante nerviosa, y que se inquietaba muchísimo cuando su marido se ausentaba y tardaba más de la cuenta en regresar. En una zona rural tranquila, donde los chismorreos son muy apreciados, esta flaqueza de la señora de la mansión no pasó inadvertida, y se magnificó en la memoria de la gente cuando se produjeron unos hechos que le dieron un significado muy especial.
Había una persona más, que en realidad solo residía bajo aquel techo de manera intermitente, pero cuya presencia en el momento del extraño suceso que a continuación narraremos hizo que su nombre llegara a ser bien conocido del público. Dicha persona era Cecil James Barker, de Hales Lodge, Hampstead. La figura alta y desgarbada de Cecil Barker era una visión familiar en la calle principal de Birlstone, ya que visitaba con frecuencia la mansión, donde era bien recibido. Llamaba la atención, sobre todo, por ser el único amigo procedente del desconocido pasado del señor Douglas que se había dejado ver en su nuevo entorno inglés. Barker era inglés, sin lugar a dudas, pero sus comentarios dejaban claro que había conocido a Douglas en América y que allí había intimado mucho con él. Parecía ser un hombre considerablemente rico y se suponía que era soltero. Era algo más joven que Douglas, cuarenta y cinco años como máximo, y era un tipo alto, tieso, ancho de pecho, con cara de boxeador bien afeitada, cejas espesas y negras, y un par de ojos negros y autoritarios, con los que, aun sin la ayuda de sus muy eficaces manos, habría podido abrirse paso entre una multitud hostil. Ni montaba ni cazaba, y se pasaba el día vagando por la vieja aldea con una pipa en la boca o paseando en coche con su anfitrión (o, en ausencia de este, con su anfitriona) por la hermosa campiña. «Un caballero simpático y generoso —dijo Ames, el mayordomo—. Pero les aseguro que no quisiera estar en el pellejo del que se le atraviese en el camino». Se mostraba cordial e íntimo con Douglas, y no menos amistoso con su esposa, una amistad que en más de una ocasión pareció causar cierta irritación al marido, cosa que hasta los sirvientes habían podido advertir. Tal era la tercera persona que hacía vida con la familia cuando ocurrió la catástrofe. En cuanto a los demás habitantes del viejo edificio, bastará con destacar entre la numerosa servidumbre al relamido, respetable y eficiente Ames, y a la señora Alien, una mujer rolliza y alegre que descargaba a la señora de algunas de sus tareas domésticas. Los otros seis sirvientes de la casa no tuvieron ninguna relación con lo sucedido en la noche del 6 de enero.
A las doce menos cuarto de la noche llegó la primera noticia a la pequeña comisaría de policía, donde estaba de guardia el sargento Wilson, del cuerpo policial de Sussex. El señor Cecil Barker, muy alterado, había llegado corriendo a la puerta y tocado insistentemente el timbre. En la mansión había ocurrido una terrible tragedia y el señor Douglas había sido asesinado. Aquello era lo sustancial de su jadeante mensaje. Barker había regresado corriendo a la casa, seguido a los pocos minutos por el sargento de policía, que llegó a la escena del crimen poco después de las doce, tras haber tomado rápidas medidas para avisar a las autoridades del condado de que había ocurrido algo grave.
Al llegar a la mansión, el sargento había encontrado el puente levadizo bajado, las ventanas iluminadas y a todos los habitantes de la casa en estado de alarma y completa confusión. Los empalidecidos sirvientes se apretujaban en el vestíbulo, mientras el aterrado mayordomo se retorcía las manos en el umbral de la puerta. Solo Cecil Barker parecía tener control de sí mismo y de sus emociones. Había abierto la puerta más próxima a la entrada e indicó al sargento que le siguiese. En aquel momento llegó el doctor Wood, el activo y eficiente médico del pueblo. Los tres hombres entraron juntos en la habitación fatídica, y el horrorizado mayordomo les siguió los pasos, cerrando la puerta tras él para ocultar la terrible escena a las sirvientas.
El cadáver estaba tendido de espaldas en el centro de la habitación, con los miembros extendidos. Vestía únicamente un batín rosa, que cubría su pijama, y calzaba zapatillas de felpa sin calcetines. El doctor se arrodilló a su lado, empuñando la lámpara portátil que había sobre la mesa. Un solo vistazo a la víctima bastó para convencer al facultativo de que su presencia era innecesaria. Las heridas que había sufrido aquel hombre eran espantosas. Cruzada sobre su pecho había un arma extraña, una escopeta con los cañones recortados a unos treinta centímetros de los gatillos. Era evidente que se había disparado a bocajarro, y la descarga había alcanzado a la víctima en plena cara, casi haciéndole pedazos la cabeza. Los gatillos estaban atados uno a otro con un alambre, para que los disparos fueran simultáneos y sus efectos más destructivos.
El policía rural estaba nervioso y preocupado por la tremenda responsabilidad que había caído sobre él tan de repente.
—No hay que tocar nada hasta que lleguen mis superiores —dijo con voz susurrante, mirando con espanto la destrozada cabeza.
—Hasta ahora no se ha tocado nada —dijo Cecil Barker—. Respondo de ello. Todo lo que ve está exactamente como yo lo encontré.
—¿Cuándo ha ocurrido?
El sargento había sacado su cuaderno de notas.
—Exactamente a las once y media. Aún no había empezado a desvestirme, y estaba sentado ante la chimenea de mi habitación, cuando oí el disparo. No hizo mucho ruido..., parecía amortiguado. Bajé corriendo. No creo que tardara ni treinta segundos en llegar a la habitación.
—¿Estaba abierta la puerta?
—Sí, estaba abierta. El pobre Douglas estaba caído tal como lo ve ahora. Sobre la mesa estaba encendida la vela de su alcoba. Fui yo quien encendió la lámpara unos minutos después.
—¿No vio usted a nadie?
—No. Oí que la señora Douglas bajaba las escaleras detrás de mí y corrí a su encuentro para evitar que viera esta escena tan espantosa. Vino la señora Alien, el ama de llaves, y se la llevó. También llegó Ames, y los dos volvimos a entrar en la habitación.
—He oído decir que el puente levadizo está subido toda la noche.
—Sí, estaba subido hasta que yo lo bajé.
—Entonces, ¿cómo pudo escapar el asesino? Es imposible. El señor Douglas debe de haberse suicidado.
—Eso fue lo primero que pensamos. Pero vea —Barker corrió la cortina y se vio que la alargada ventana de cristales rómbicos estaba abierta de par en par—. Y mire esto —bajó la lámpara e iluminó una mancha de sangre que parecía la huella de una suela de zapato sobre el marco de madera—. Alguien ha pisado aquí al salir.
—¿Quiere decir que alguien vadeó el foso?
—Exacto.
—En tal caso, si usted llegó a la habitación medio minuto después del crimen, el asesino debía de estar en el agua en aquel preciso instante.
—No me cabe duda. ¡Ojalá hubiera mirado por la ventana! Pero estaba tapada por la cortina, como puede ver, y no se me ocurrió. Entonces oí los pasos de la señora Douglas, y no podía dejarla entrar en la habitación. Habría sido demasiado horrible.
—¡Horrible, ya lo creo! —exclamó el médico, mirando la destrozada cabeza y las terribles manchas que la rodeaban—. No había visto heridas así desde el choque de trenes de Birlstone.
—Pero vamos a ver —dijo el sargento de policía, cuyo lento y bucólico sentido común seguía dándole vueltas a la ventana abierta—. Está muy bien eso de que un hombre escapó vadeando el foso, pero lo que yo me pregunto es: ¿cómo pudo entrar en la casa si el puente estaba levantado?
—Ah, esa es la cuestión —respondió Barker.
—¿A qué hora lo levantaron?
—Eran cerca de las seis —contestó Ames, el mayordomo.
—He oído decir —dijo el sargento— que se solía alzar al ponerse el sol. En esta época del año, eso ocurre más cerca de las cuatro y media que de las seis.
—La señora Douglas tuvo visitas para tomar el té —dijo Ames—. No podía levantarlo hasta que se marcharan. En cuanto se fueron, yo mismo lo subí.
—Entonces, la cosa se reduce a esto —dijo el sargento—: si vino alguien de fuera..., sí es que vino..., tuvo que entrar por el puente antes de las seis, y quedarse escondido desde entonces hasta que el señor Douglas entró en la habitación, pasadas las once.
—Así es. El señor Douglas hacía un recorrido por la casa todas las noches, antes de acostarse, para comprobar que las luces estaban bien. Así llegó hasta aquí. El intruso estaba esperándole y le disparó. Luego, escapó por la ventana, dejando aquí la escopeta. Así lo veo yo..., porque ninguna otra cosa encaja con los hechos.
El sargento recogió una tarjeta que había en el suelo, junto al cadáver. En ella estaban escritas con tinta y con mala letra las iniciales V. V. y, bajo ellas, el número 341.
—¿Qué es esto? —preguntó levantándola en la mano.
Barker la miró con curiosidad.
—No me había fijado en ella —dijo—. Debe de habérsela dejado el asesino.
—V. V. 341. No sé qué puede ser esto.
—¿Qué será esto de V. V? Tal vez las iniciales de alguien. ¿Qué tiene usted ahí, doctor Wood?
Era un martillo de buen tamaño que estaba caído sobre la alfombra, delante de la chimenea. Un martillo sólido, de profesional. Cecil Barker señaló una caja de clavos con cabeza de latón que había sobre la repisa.
—Ayer, el señor Douglas estuvo cambiando de sitio los cuadros —dijo—. Yo le vi subido a esa silla, colgando el cuadro grande que hay encima. Eso explica lo del martillo.
—Será mejor que lo volvamos a dejar sobre la alfombra, como lo encontramos —dijo el sargento, rascándose perplejo la desconcertada cabeza—. Para llegar al fondo de este asunto van a hacer falta los mejores cerebros del cuerpo de policía. Esto pasará a manos de los de Londres —levantó la lámpara de mano y recorrió lentamente la habitación—. ¡Vaya! —exclamó de pronto, muy excitado, corriendo a un lado la cortina de la ventana—. ¿A qué hora se corrieron estas cortinas?
—Cuando se encendieron las lámparas —dijo el mayordomo—. Serían poco más de las cuatro.
—Alguien ha estado escondido aquí, no cabe duda —bajó la lámpara e iluminó el rincón, donde había unas huellas de botas embarradas, perfectamente visibles—. Tengo que decir que esto apoya su teoría, señor Barker. Parece que nuestro hombre entró en la casa después de las cuatro, que es cuando se corrieron las cortinas, y antes de las seis, que es cuando se alzó el puente. Se metió en esta habitación porque fue la primera que encontró. No había otro sitio donde esconderse, de modo que se ocultó detrás de esta cortina. Todo eso parece bastante claro. Es probable que el hombre entrara con la intención de robar en la casa, pero el señor Douglas se topó con él por casualidad, así que lo mató y salió huyendo.
—Así lo interpreto yo —dijo Barker—. Pero, oiga, ¿no estamos perdiendo un tiempo precioso? ¿No podríamos salir a rastrear los alrededores antes de que ese hombre escape?
El sargento se lo pensó un momento.
—No hay ningún tren antes de las seis de la mañana, así que no puede escapar por ferrocarril. Si va por la carretera, con las piernas chorreando, es posible que alguien se fije en él. De todos modos, yo no puedo marcharme de aquí hasta que me releven. Y creo que ninguno de ustedes debería ausentarse hasta que veamos con más claridad cómo están las cosas.
El doctor había cogido la lámpara y estaba examinando minuciosamente el cadáver.
—¿Qué es esta marca? —preguntó—. ¿Podría esto tener alguna relación con el crimen?
El brazo derecho del muerto se había salido de la manga del batín, quedando descubierto hasta la altura del codo. Hacia la mitad del antebrazo había un curioso diseño pardusco, un triángulo inscrito en un círculo, que destacaba en vivo relieve sobre la pálida piel.
—No es un tatuaje —dijo el médico, examinándolo a través de las gafas—. Nunca había visto nada parecido. A este hombre lo marcaron a fuego alguna vez, como se marca el ganado. ¿Qué significará esto?
—No pretendo conocer su significado —dijo Cecil Barker—, pero Douglas llevaba esa marca por lo menos desde hace diez años.
—Yo también la había visto —dijo el mayordomo—. Me he fijado en esa marca muchas veces, cuando el señor se remangaba. Me he preguntado a menudo qué significaría.
—Entonces, no debe de tener nada que ver con el crimen —dijo el sargento—. Pero no por eso deja de ser raro. Todo en este caso es raro. A ver, ¿qué pasa ahora?
El mayordomo había soltado una exclamación de sorpresa y señalaba la mano extendida del muerto.
—¡Le han quitado su anillo de boda! —jadeó.
—¿Qué?
—¡De verdad! El señor siempre llevaba su alianza de oro en el dedo meñique de la mano izquierda. Encima llevaba ese anillo con la pepita de oro en bruto, y en el dedo medio el anillo de la serpiente enroscada. Están la pepita y la serpiente, pero la alianza ha desaparecido.
—Tiene razón —dijo Barker.
—¿Quiere usted decir —preguntó el sargento— que el anillo de boda estaba debajo de ese otro?
—¡Siempre!
—Entonces, el asesino, o quien haya sido, tuvo que quitarle antes este anillo, que usted llama de la pepita, sacarle después la alianza, y volverle a poner el anillo de la pepita.
—Así es.
El honrado policía rural meneó la cabeza.
—Me parece que cuanto antes les pasemos este caso a los de Londres, mejor será —dijo—. White Masón es un hombre inteligente. Ningún caso local ha estado por encima de sus posibilidades, y no tardará mucho en venir aquí para ayudarnos. Pero me temo que tendremos que recurrir a Londres para llegar al final. De todos modos, no me avergüenza decir que es un asunto demasiado complicado para mí.
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