Capítulo 4. Con el corazón destrozado
—No lo hice, Ken —gimoteó Max, con sus manos alrededor de los barrote y su cabeza entre ellos—. Por esa amistad que alguna vez tuvimos, ayúdame. Tu padre es el comisario de la policía, conoce gente en el ministerio público, en los tribunales, ayúdame. Yo no lo maté. Él era mi amigo. ¿Cómo iba a matarlo? No estaba drogado, me hicieron las pruebas, nunca me he drogado. Te lo ruego — suplicó, casi sin respirar ni tragar saliva.
—Papá es un hombre justo, estará a cargo de la investigación científica del homicidio —dijo Ken—. Pero, lo escuché hablar por teléfono con el fiscal del caso. Esto puede relacionarse con lo que encontraron en el lugar del accidente de Bruno. Esa secta satánica, esos símbolos. Max, tienes que entender que tu versión de los hechos no tiene ni pies de cabeza: el fantasma de Bruno... el cuerpo de Richard flotando... si no te drogaste, soñabas como sonámbulo... o...
—¿o qué? ¿Estoy loco? ¿Es lo que ibas a decir?
Ken recostó su frente en los barrotes, sin responder nada, bajó su vista hasta el piso.
—Estaré pendiente de toda la investigación. Prometo no abandonarte...
—Fui un tonto, fuimos unos tontos al seguir a Bruno. Yo enloquecí al sentirme en un grupo poderoso y ganador que infundía miedo, que sometía el débil, y me daba reconocimiento...
—Ese grupo les daba reconocimiento de maleantes, no de ganadores.
Max resopló resignado.
—Ya está hecho, ni modo —dijo el acusado—. Lamento que nos hayamos peleado por la obsesión de Bruno con Samanta. Tú la mereces más, la tratas mejor.
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—¿Me están diciendo que sus hijos eran sometidos a bullying por tanto tiempo, y ustedes no hicieron nada? —preguntó el teniente Johnson—. Bruno era un tipo peligroso. Sus hijos les pidieron ayuda... ¿Saben acaso la cantidad de suicidios que ocurren por esta causa? Son muchos los chicos que se quitan la vida al no poder enfrentar ellos solos este hecho.
—Mire teniente —dijo el señor Robert—, en lo que respecta a mi hijo Harold, yo sé cómo debo educarlo como un hombre, y funcionó. Él no puede ir a correr a su papi cada vez que tiene problemas. Le dije que si se dejaba golpear de Bruno, yo lo golpearía a él más fuerte. Sí, lo hice, para motivarlo a que se enfrentara a ese desgraciado, y funcionó. Hace casi un año que dejó de golpearlo porque lo enfrentó y le infundió respeto. Hace casi un año que dejó de llegar a casa con la ropa sucia y golpes en la cara.
—Lo mismo con Peter —dijo Charles—, mi hijastro tiene que saber que el mundo es duro, y no siempre estaremos ahí para resolverle los problemas. Y funcionó, a Peter tampoco lo golpeó más.
—Eso no fue lo que me dijeron sus hijos en la conversación que tuve con ellos —dijo Johnson.
—¿Qué? ¿Qué le dijeron? —preguntó el padre de Andrew
—Pregúntenle a sus hijos, y pídanle que les muestren sus torsos sin camisa. Es todo.
—¿Y qué hay de los nombres de nuestros hijos en el espejo de la escena del crimen? —preguntó el padre de Alex—. ¿Acaso no es una amenaza? Ese asesino trabaja con una banda, hay otro de ellos libre. Deténganlo.
El teniente se puso de pie, colocó su mano en el hombro de Robert y el padre de Alex, y los indujo a caminar, anteponiéndose también a Charles y al padre de Andrew, y Jeff.
—Los mantendré informados, me concentraré mucho en este caso. El sospechoso está detenido. Un asesino no suele avisar que matará a alguien, de forma tan tranquila y fría. Sus hijos estarán bien, por ahora.
El teniente los despidió, y ellos se fueron. Al rato llegaron los padres de Max y de Jaime, y luego atendió en privado a los destrozados padres de Richard. Estos últimos abordaron a los padres de Max y los acusaron de tener un asesino por hijo. Esto provocó que los señores se fueran a los golpes. La policía tuvo que separarlos. Fue un día de mucho estrés para el teniente Johnson como hacía tiempo no lo tenía.
Al final de la tarde, Ken visitó a su padre, acompañado de Samanta, habían quedado e ir a buscarlo porque invitó a Samanta a comer en su casa, para que su padre y madre conocieran a su novia. El teniente Johnson estaba contento por ver a su hijo feliz con la chica.
Mientras el teniente recogía algunos papeles y ponía orden en su escritorio antes de marcharse, no pudieron evitar que el tema de Bruno y el asesinato de Richard volviera a ser tocado. El teniente les informó que Max sería trasladado al día siguiente a un reclusorio para menores, hasta que el ministerio público terminara las investigaciones y el tribunal decidiera la fecha del juicio.
Justo cuando estaban por salir, la secretaria llegó con el informe del perito, que contenía los resultados del análisis hecho a los restos del auto de Bruno. El padre de Ken leyó el informe, y su entrecejo se arrugó al leer que los frenos del carro del muchacho habían sido saboteados.
—Es impresionante. Solo alguien muy hábil en mecánica podría sabotear unos frenos para que fallen solo al llegar a 80 kilómetros por hora —comentó.
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Mientras Ken, Samanta y el teniente se preparaban para dejar la comisaría de la policía, Max dormía la siesta en su celda. Dos noches sin dormir había sido demasiado para él. Su último pensamiento cuando estuvo a punto de dormirse fue que le daba igual despertar o no.
Algo lo rosó por debajo de las sábanas. Llevaba un pantalón corto, por lo cual percibió un cuerpo alargado y escamoso que se deslizó entre sus piernas. Mientras se despertaba, aquello le envolvió todo su cuerpo, desde sus piernas, hasta su cuello. Al despertar por completo vio una enorme serpiente enrollada en su cuerpo, que lo comprimía con fuerza. Su pecho era presionado con una enorme potencia, y le dificultaba respirar.
La serpiente era gruesa como el cuerpo de un niño de 10 años, y tan larga que aún quedaba cuerpo para enrollar a cuatro hombres más. Sus escamas eran totalmente negras. Su cabeza estaba quemada, chamuscada.
El muchacho iba a gritar, pero la serpiente colocó parte de su cuerpo en su boca, apretó un poco, y ya no pudo emitir sonido alguno. El reptil empezó a constreñir con más tensión el delgado cuerpo del muchacho. Sus sollozos eran muy fuertes por la acción constrictora.
Max no lo pudo creer en el momento en que el reptil le habló, con la voz de Bruno, grave, ronca e inconfundible. Pero su boca no se movía, lo único que hacía era sacar una negra lengua bípeda. Era como si la voz, con molesto seseo, viniera de la mente del chico:
—Un poco más y voy a paralizar tus pulmones, los destrozaré cuando tus costillas se rompan y se claven en ellos. Vas a morir muy lenta y dolorosamente si no haces lo que digo. ¿Lo harás?
Max asintió con la cabeza, luego que soltó gruesos goterones por sus ojos.
—Si gritas te mato.
Max volvió a asentir.
—Repite después de mí: rechazo el llamado Dios de los cielos, el usurpador, rechazo a su hijo, llamado el Cristo, para salvarme del sufrimiento del que ellos no quieren salvarme. Acudo a Luz Bella en busca de refugio y salvación.
Max repitió todo, con voz temblorosa.
La serpiente se carcajeo.
—¿Lo ves? Usurpador. Nadie está dispuesto a morir en tu nombre —dijo, y Max en principio creyó que hablaba con él, pero luego le quedó claro que no—. Cualquiera reniega de ti para salvarse. Nadie te ama por sobre todas las cosas. Tu primer mandamiento es un fraude. Este último pecado te va a llevar directo al infierno, Max, no al purgatorio, y allá te veré arder por siempre, por siempre, por siempre.
La serpiente apretó más en su torso, se enrolló en su cuello y también apretó allí. Un dolor en el pecho lo hizo pensar que iba a morir. Tuvo dificultad para respirar, todo a su alrededor empezó a dar vueltas mientras se oscurecía. Abrió la boca, pero ya no había intercambio de gases. El oxígeno no entraba ni por su nariz, ni por su boca, y el dióxido de carbono tampoco salía por esas dos vías.
Sus ojos estaban muy brotados, como a punto de saltar de sus órbitas. Era como si en su cabeza se acumulara aire y sangre, y en cualquier momento fuese a reventar.
Su cara adoptó una coloración verde y azul, pasado seis minutos,
Un policía entró al pasillo de la celda con una bandeja de comida en sus manos. Apenas cruzó la puerta del pasillo, vio a Max pataleando, moviendo su cabeza de un lado a otro, echando en la cama, temblando, pero no veía a la gran serpiente envuelta en él. Solo Max era capaz de verla y sentir su enorme entidad.
El policía soltó la bandeja y esta se estrelló contra el piso, con toda la comida en ella. Sacó su llavero del bolsillo, pero cuando él logró entrar, Max ya no pataleaba, no movía su cabeza, y sus grandes ojos quedaron fijos en el techo.
El policía le tomó el pulso en su cuello, en la vena yugular. Cuando lo hizo, sin saberlo atravesó el cuerpo de la serpiente que no veía, como si el escamoso reptil estuviese hecho de luz, como un holograma invisible para él.
Intentó darle primeros auxilios, reanimación cardiopulmonar, pero no reaccionó. Luego de lanzar una maldición en voz baja, corrió fuera de la celda, y fue entonces cuando la serpiente se desenroscó del ahora cadáver y se metió entre la sábanas.
*******
—¡Teniente! —gritó el oficial, jadeando desde la puerta de la comisaria, luego de haber corrido para alcanzar a Johnson, que ya tenía la puerta del vehículo abierta, con Ken y Samanta dentro del auto.
Johnson vio la cara enrojecida y contraída del oficial, con su cejas muy arqueadas, y respirando por la boca. Presintió de inmediato que algo había ocurrido.
El cuerpo de Richard fue sacado de la comisaría a las 7 de la noche, sobre una camilla, y cubierto de una sábana blanca.
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A la mañana siguiente, el teniente les informó a los desconsolados padres de Max, que el médico forense había determinado ya la causa de la muerte de su hijo a través de la autopsia practicada. Había sufrido un paro respiratorio, producto de un shock sufrido, tal vez por estrés emocional, una emoción intensa, altos niveles de ansiedad y/o temor extremo.
En las últimas 48 horas el muchacho había estado sometido a una carga emocional muy fuerte. Los asesinos suelen reaccionar muy diferente cuando son descubiertos, pensó el teniente.
No hubo resultados concluyentes acerca de los moretones que tenía alrededor de su torso, en su cuello. Había indicativos de una presión ejercida en su cuello que podría provocar asfixia mecánica. Algo impidió por varios minutos que la sangre llegara al cerebro y que el oxígeno fuera a los pulmones, hasta que provocó la muerte. La asfixia mecánica habría sido establecida como la causa de la muerte, de no ser porque no había evidencia de que hubiese usado alguna soga, ni sus sábanas para ahorcarse. Nadie había entrado a la celda para estrangularlo, como lo revelaba el video de la cámara de vigilancia frente a su celda. Minutos antes de su muerte había estado durmiendo, luego despertó y empezó a mover con brusquedad su cabeza de un lado a otro, mientras su torso se mantenía inmóvil. Era como si tuviese una pesadilla.
—Es probable que los moretones se los haya provocado con golpes que recibió antes de ser capturado —dijo el forense—, y que en casa de Richard haya intentado estrangularse él mismo luego de haberlo matado, como producto de un ataque de nervios. Los altos niveles de ácido láctico y cortisol en su sangre indicaban que el estrés emocional había sido el desencadenante de todo.
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El ambiente estaba enrarecido en la escuela secundaria, luego de las muertes de Bruno, Richard y Max, en una misma semana. Del grupo agresor de chicos, solo quedaba con vida Jaime. Peter, Harold, Jeff, Andrew y Alex estaban complacidos con lo ocurrido, sobre todo Peter, quien nunca esperó que las cosas salieran mejor de lo esperado, fue como una reacción en cadena, y él puso el primer eslabón. Para él, los miembros del grupo se estaban matando entre ellos mismos luego de haber quedado sin líder.
Harold continuaba con su miedo a ser apresado, lo comentaba a cada momento cuando estaba a solas con sus amigos. En una oportunidad, Peter tuvo que abofetearlo para que su crisis nerviosa cesara. Alex expresaba su miedo de ir al infierno únicamente a Andrew cuando estaban a solas, mientras que este último indicaba su temor al karma, que el mal que le hicieron a Bruno se les devolviera como un boomeran. Por su parte, Jeff estaba sumamente feliz por la muerte de Bruno, y no hizo ningún intento por ocultarlo. Decía que lo único en lamentar, era que Bruno no sufriera más tiempo postrado en una cama.
Samanta decidió tomar cartas en el asunto ante los hechos ocurridos. Era la presidenta del centro de estudiantes, era su obligación calmar los ánimos. En la escuela no se hablaba de otra cosa que la merecida muerte de un grupo de agresores. Ella lamentaba sus muertes, pero pensaba firmemente que las cosas malas que ocurren deben servir para aprender de ellas, que llamen a la reflexión, y generen un cambio positivo en las personas, para que los mismos hechos no vuelvan a ocurrir.
A través de un comunicado en el periódico de la escuela convocó a todos en el auditorio, luego de haber preparado algunas palabras, para pronunciar un discurso que calara en la sensibilidad del estudiantado. Se subió a la tarima, colocó sobre el atril del podio las hojas con el discurso. Miró frente a ella los cientos de estudiantes que la miraban, sentados, mientras murmuraban con sus compañeros de al lado.
Le encantó la sensación de adrenalina corriendo por sus venas al ser el centro de atención. Estaba tranquila y relajada. Ken estaba de pie junto a ella, a su derecha, él no diría nada, pero estaba más nervioso que su novia.
—Buenos días, profesores, directores, y demás miembros de la comunidad educativa. En los dos últimos días he leído mucho sobre bullying como nunca lo había hecho, y es que no tenía motivos para interesarme en el tema, como ahora. Hay un patrón común que se repite en los acosadores, según estudios de importantes especialistas en el tema, y es que en la mayoría de los casos, los acosadores son víctimas de violencia, o lo fueron en algún momento de su infancia. Se sienten por ello, con la necesidad y el derecho de buscar a alguien más débil para descargar su ira, y su venganza.
En la infancia somos seres indefensos, pero a partir de cierta edad podemos decidir hasta qué momento seguir siendo víctima. Mientras más se prolongue esa condición, más tiempo la persona se sentirá con el derecho a vengarse, no solo de su agresor, sino de todo aquel que nunca lo ayudó. El deseo de venganza es un demonio al que en algún momento nos hemos enfrentado todos. Un sabio sacerdote, al que una de mis mejores amigas admira mucho, dijo: Nadie es víctima de su pasado, a menos que decida serlo. Ni los peores horrores pueden ser excusa para hacer el mal. El Individuo debe ascender su propia cumbre y coronar sus miedos con valor. Quizás el horror explique, pero nunca excusa. El mal termina siendo la derrota de quien no venció sus demonios.
Samanta miró a Susan en la multitud y sonrieron la una a la otra.
—Los deseos de venganza no hacen bien —continuó Samanta—, no por un tema religioso, sino físico. Es malo para la salud, te genera estrés y toda una serie de alteraciones hormonales que afectan la salud física y mental. Por el bien propio, conviene superar ese deseo, y seguir adelante.
Pero no todo es responsabilidad de la víctima. El entorno que decide no hacer nada para ayudar, porque cree que no es su problema, también contribuye a ese violento fenómeno social, porque, al final, promovemos lo que permitimos. Nuestra inacción positiva permite una acción negativa. Murieron tres jóvenes en terribles circunstancias. Si les hubiésemos tendido la mano, otra hubiese sido la historia, podrían haberse regenerado, y ser a futuro contribuyentes positivos a la sociedad.
—La basura solo contribuye a ensuciar —le susurró Drake a Roberto, sentados uno junto al otro entre la multitud.
—A veces no pueden decidir por sí solos el dejar de ser víctimas —continuó Samanta—. El bullyng es realmente una enfermedad que genera una falsa sensación de bienestar a quien la ejerce porque libera oxitocina, la hormona de la adicción, y una horrible sensación de callejón sin salida para quien la sufre, que puede conducir a la depresión y al suicidio. Nadie elige enfermarse. Pido reflexión en esto, y ayuda a los que lo necesiten. A los que hayan sido víctimas, ya no lo sean, pasen la página, por su salud física y mental. A los que estén siendo víctimas, griten por ayuda, si no la encuentran fácil, sigan gritando, griten más fuerte, a quién sea, a dónde sea, alguien los ayudará.
Allí, Peter bajó la cara y se acarició el cuello, de pronto tuvo la sensación de que todo el mundo lo señalara. Jeff lo miró. Harold se puso de pie, con los labios apretados, y salió de prisa del auditorio, y solo sus cuatro amigos lo notaron.
—Gracias por su atención —finalizó Samanta.
Casi todos se pusieron de pie y la aplaudieron por largo rato. A Susan se le aguaron los ojos. Jeff no aplaudió, y Peter lo hizo de mala gana.
Jaime permaneció en la entrada del recinto, recostado a la puerta, con los brazos cruzados. Se retiró de la puerta cuando la gente empezó a salir. Entonces, de pronto, una repentina sensación de baja temperatura, muy brusca, le hizo frotarse las manos, como si de repente alguien hubiese abierto la puerta de un refrigerador frente a él.
Se restregó sus manos tiritando y se vio a sí mismo expeler un vaho por su boca, algo que los demás parecían no ver. Y a su parecer, era el único en percibir el frío, pues, mientras él seguía abrazado consigo mismo, para darse calor, los demás pasaban junto a él con ropa muy ligera, caminando como un día normal de verano.
Percibió un repentino cosquilleo en su nuca, similar a la electricidad estática cuando se coloca el brazo frente a un gran televisor al encenderse. Giró 45 grados su cabeza, y de reojo vio la presencia de una persona justo detrás de él. Era una presencia humana cubierta de una mortaja blanca, de casi dos metros de altura, allí parado en la nada, levitando a diez centímetros del piso.
El joven, de manera instintiva, retrocedió y cayó de espaldas al piso. La presencia de aquella figura era vista solo por Jaime. Él se dio cuenta cuando todos caminaban a través de ella, y a travesaban su cuerpo como si fuera incorpórea, hecha de niebla.
Los presentes detuvieron su salida al verlo tirado en el piso, y lo rodearon para verlo con curiosidad. El chico tenía sus ojos muy abiertos, mirando hacia el techo, a cuya dirección todos dirigieron sus miradas para ver su motivo de impresión. Comenzaron a elucubrar en murmullos sobre lo que podría estarle ocurriendo, y Drake sugirió que podía estar drogado.
La imagen blanca avanzó unos centímetros hacía Jaime, y a través de la delgada tela, él vio que en aquella cara quemada se formó una sonrisa sardónica. De entre el sudario sacó su garra de buitre y la fue acercando a la cara del muchacho, mientras su cuerpo bajaba y atravesaba el piso, hasta quedar a la altura de su cintura. Mientras, Jaime permanecía inmóvil, quería ponerse de pie pero algo se lo impedía; era como si su cuerpo ya no respondiera a su mente.
De forma súbita, empezó a sonar un estridente coro de cantos gregorianos muy desafinados, como cientos de voces que a la vez cantaban algo en latín. Era ensordecedor, pero solo Jaime lo podía escuchar.
El muchacho seguía tirado en el piso, nadie se acercaba a ayudarlo. Al fin Samanta y Ken caminaron unos pocos pasos hacia él, hasta detenerse asombrados al verlo empezar a retorcerse en el piso. Estaba convulsionando como si tuviera un ataque de epilepsia y un insoportable dolor en sus entrañas.
Jaime estaba tumbado sobre su espalda, con su cabeza echada totalmente hacia atrás. Abrió su boca más allá de lo que una mandíbula permite. Su cara se tornó roja y luego azul. Parecía ahogarse y buscaba desesperado la forma de respirar jadeando. El torturado chico podía oír muy fuerte y acelerados los latidos de su corazón.
Bruno metió su garra en la boca del chico, hasta su garganta, y dio zarpazos dentro de ella, lacerando su lengua, paladar y encías. Su mandíbula resintió el esfuerzo de expandirse para dar paso a la mano de Bruno. Jaime lagrimaba por el esfuerzo. Entonces, escuchó la voz de Bruno en su mente, pues él no movía sus labios.
—Vas a morir muy lenta y dolorosamente si no haces lo que digo. ¿Lo harás?
Jaime asintió con la cabeza, luego que soltó gruesos goterones por sus ojos.
—Si gritas te mato.
Jaime volvió a asentir.
—Repite después de mí: rechazo el llamado Dios de los cielos, y a su hijo, llamado el Cristo, para salvarme del sufrimiento del que ellos no quieren salvarme. Acudo a Luz Bella en busca de refugio y salvación.
Jaime solo pensaba en sobrevivir, ante la desesperación que le provocaba ser el único que podía ver y sentir aquel sufrimiento inhumano, y que nadie pudiera ayudarlo. Solo escuchaba decir de los demás que podía estar drogado. Así, balbuceó cada frase dicha por Bruno. No se entendió nada de lo que dijo, pero su mente reprodujo muy bien cada palabra.
Bruno, sin titubear y sonriendo, le metió más su garra de buitre por la boca, luego pasó todo su antebrazo hasta el codo a través de su garganta. En medio del pánico y el dolor desgarrador, Jaime tomó el brazo de Bruno entre sus manos y trató en vano de sacárselo de su boca. Los demás observaron las manos de Jaime en posición de agarrar algo con esfuerzo, pero sin ver nada entre ellas.
Jaime agonizaba, sentía como su tráquea y su caja torácica se destrozaban para dar paso al brazo de Bruno. El chico puso sus manos sobre su pecho con gesto de extraordinario dolor y de su boca expulsó sangre a chorros. Ken, quien le sostenía la cabeza, oyó el ruido de huesos romperse.
Los profesores demostraron que lo único que sabían hacer en una escuela era repetir las lecciones que memorizaban de los libros, pues ninguno supo cómo reaccionar para ayudar al chico. Un grupo trató de sostenerlo de brazos y piernas, sin éxito; otro grupo se quedaba solo mirando, y el resto únicamente gritaba que alguien llamara a una ambulancia, pero nadie lo hacía.
—Llamaré una ambulancia! —exclamó Samanta marcando un número en su celular.
Ken, Roberto, Daniel y Drake también trataron de sostenerlo por las piernas y brazos, pero él luchaba y lograba zafarse. Jaime podía ver a Bruno entre los chicos, y cómo ellos sin darse cuenta atravesaban el cuerpo del Bruno como si estuviera hecho de luz; un holograma. Sin embargo, Jaime sí podía ver y sentir su entidad sólida y fuerte.
Bruno metió más la mano en la boca del chico y éste escuchaba su propio corazón acelerado. Todos vieron como la boca de Jaime se explayó totalmente, mientras oían su mandíbula romperse. La piel de su cuello se expandió como abriendo espacio a algo grande que pasaba por su garganta.
Jaime bramó, convulsionó y se retorció más fuerte aún. Bruno rió con la boca abierta, apretando los dientes como expresión de esfuerzo al oprimir el corazón de Jaime. Un chorro de sangre más potente salió de la boca del muchacho y salpicó a los demás a su alrededor. Jaime ya no gritaba ni se movía, yacía tirado en el piso con los ojos abiertos y su boca explayada.
Ken se limpió la sangre de su cara y le tomó el pulso a Jaime en su muñeca. Luego, con sus ojos acuosos miró afligido a todos.
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