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Capítulo 10. Un largo domingo


Y entonces, un chorro de agua bendita cayó sobre la criatura y salpicó a las mujeres. Armand se había subido a la mesita de noche para tener mejor alcance y lanzarle agua bendita, aprovechando la distracción de la criatura, la cual se volvió a tapar la cara lanzando alaridos y sollozos.

—¡Dios mío! ¿Pero qué ocurre aquí? —preguntó la joven enfermera, parada en el umbral de la puerta abierta, al ver la extraña situación: el padre de familia subido en la mesa de noche con un frasquito abierto, las dos mujeres sentadas en la cama con un libro abierto sobre el cuerpo de Bobby. Además, parte de las paredes cubiertas de cruces. Pero lo que más la impresionó fue la hediondez que predominaba en el ambiente. Entró y vio moscas verdes posadas sobre una especie de baba verdosa sobre las hojas del libro.

Los tres miembros de la familia la miraron, luego miraron al techo, y la criatura ya no estaba allí.

—Se les pidió que no volvieran a gritar, y lo hicieron, perturban a los pacientes y visitantes —dijo en un tono de cansancio. Detrás de ella había personas asomadas a la puerta mirando con curiosidad lo que ocurría.

Una mujer de edad madura vestida de impecable bata blanca con un estetoscopio alrededor de su cuello se abrió paso entre la multitud. Se acomodó sus anteojos sobre su nariz y observó toda la situación. La acompañaba un hombre alto y delgado de bigote, que vestía un saco negro y corbata roja, y que además llevaba un portafolio de cuero en su mano. Lo más inquietante era el par de policías que escoltaban a la doctora y al hombre.

—Doctora... ellos... hicieron otro escándalo como los de ayer —dijo la enfermera.

—Ya veo —respondió mirando a los tres miembros de familia, uno a uno, y de arriba abajo—. Esta vez, tomé medidas. Él es el Fiscal de protección del niño y adolescente. —Señaló al hombre del portafolio—. Dado lo extraño del accidente de Bobby, y lo extraño del comportamiento de ustedes, hice lo que consideré mejor para el niño, y notifiqué al Ministerio Público. He tenido casos de fanáticos religiosos que han puesto en riesgo la vida de sus hijos. Tuve como paciente a un niño cuyos padres eran testigos de Jehová e impidieron que se le hiciera transfusión de sangre y murió. Así que...

Armand se indignó en el acto y rechazó de forma altanera la manera en cómo la doctora los estaba acusando de ser los causantes de la caída de Bobby. Prácticamente los señalaba de ser asesinos de su propio hijo. Luego de asegurar que la demandaría por difamación e injuria, el Fiscal tomó la palabra interrumpiéndolo de forma intempestiva.

—Necesito que me acompañe, usted, su esposa, hija, así como las otras personas que estaban con usted —dijo el fiscal—. Necesito que vengan conmigo al Ministerio Público a rendir declaraciones. Me tomé la molestia de venir yo mismo a entregar la citación por tratarse de un niño...

—Soy el secretario de gobierno de la alcaldía, no puede arrestarme así.

—Esto no es un arresto. No soy juez, no tengo competencia para arrestarlo, debería saberlo. Como fiscal tengo competencia para investigar. Pero le recuerdo que puede ser arrestado por un juez subalterno, su cargo público no le da ningún tipo de impunidad. Traje un policía para que nos escolte.

—No podemos ir todos, no podemos dejar a Bobby solo, usted no sabe el peligro que corre si está solo, sin protección de todo esto —dijo la madre tomando el rosario en sus manos.

—¡No sea imbécil! —gritó Armand—. No pienso moverme de aquí. Tendrá que traer a más que solo un par de policías flacuchentos para alejarme de mi hijo.

—Usted dirá si quiere que lo hagamos por las buenas, o por lo difícil, con un escándalo en los medios locales —amenazó el fiscal

—El otro policía se quedará con el niño —dijo la doctora.

—Pero es que una pistola no puede protegerlo —añadió Susan—. Por lo menos prometan que no le quitarán las reliquias, por favor —suplicó.

La doctora dijo que sí a regañadientes, aunque ni ella sabía si cumpliría lo que dijo. La madre salpicó con agua bendita a Bobby con el último frasco que le quedaba. La doctora se alarmó ver sobre una de las mesitas de noche más de quince botellitas vacías. Supo que se trataba de agua bendita porque la misma Carol se lo había comentado. Para la médica, casi no había dudas que se trataba de fanáticos religiosos, que seguramente habían dejado caer al niño del campanario para demostrar fe en que Dios enviaría un ángel para salvarlo. Ella alguna vez leyó de casos parecidos en las páginas de sucesos. Pensó que había hecho muy bien en notificar al Ministerio Público.

Carol le puso la mano a Armand en el hombro con suavidad para conminarlo a bajar la guardia y que se calmara. El gesto tuvo el efecto que ella deseaba. Armand respiró profundo y se sosegó, aunque fue más por la amenaza de un escándalo en los medios de comunicación. Por fin, estuvo dispuesto a ir al Ministerio Público.

—Enfermera, quiero una muestra de esa sustancia en ese libro, y envíela al laboratorio —ordenó la doctora, y en seguida la enferma salió a buscar un envase para muestras—. ¿Dónde están las otras personas que estaban con usted en el accidente? Las vi hace rato en la sala de espera, pero ya no están ahí.

—Fueron al cafetín a comer algo —respondió Carol.

Todos salieron de la habitación. Carol, con angustia y con los dedos de sus manos entrecruzados, le suplicó al policía no retirar los crucifijos y el rosario, y que cuidara bien al niño, que no se apartara de él ni un momento. Armand les advirtió a la doctora y al fiscal que si algo le ocurría al niño se las verían con él.

*******

Al mismo tiempo que la familia Parker se recuperaba de un ataque del alma en pena, en su forma de George, el señor Morton entraba a una iglesia cuando ya la misa había terminado. Los feligreses ya abandonaban la iglesia y se encontraban con la tarde cayendo, con los últimos rayos de sol escondiéndose en el horizonte. El padre Carlos se acomodaba en el confesionario, con la mejilla apoyada sobre su mano, y su codo puesto sobre el borde de la ventanilla, a través de cuya maya observa al hombre que estaba por confesar sus culpas. El interior del largo recinto eclesiástico se iba quedando ya vacío.

El anciano sacerdote suspiró con tedio. Era uno de esos momentos en que deseaba haberse dedicado a otra cosa. Al final de la misa, solo deseaba descansar, en vez de seguir trabajando.

El señor Morton comenzó un pelicular relato, en el otro cubículo del confesionario. Lo hizo de inmediato, ignorando el "ave maría purísima", del padre Carlos. Tal hecho trastocó el hombre, pocas veces le había ocurrido. Sin duda el hombre nunca hizo su primera comunión. No era un católico.

—Hace más de 30 años que no lo veía, padre Carlos

—¿Qué dices, hijo?

—¿Recuerda mi tersa piel de niño que tanto la gustaba a usted? Yo apenas tenía 8 años de edad. Era su monaguillo favorito. Su angelito de piel suave, como me decía cuando me acariciaba. Soy Jack Thompson.

Hubo un silencio que pareció eterno. El sacerdote se dio cuenta de lo que se trataba. Su memoria, en tal solo un segundo, lo hizo viajar 30 años atrás.

—No sé de qué hablas —respondió, con un tono de voz que decía lo contrario.

—¿Y recuerda a George Carrington? Mi amigo, el chico que acudió a usted por ayuda, le dijo que quería suicidarse, y usted solo le dijo que los suicidas eran pecadores, y que fuera a rezar. ¿por qué lo rechazó? ¿Por qué no era un enano? No era físicamente agraciado para usted? ¿no le gustó? Si hubiese sido un niño bonito no lo hubiese dejado solo, ¿verdad? Los dos fuimos unos adolescentes atormentados por adolescentes, él por ser enano, y yo por ser un gordo.

—Es mejor que te vayas —dijo, preocupado, con un susurro quebrado—. ¿A quién le has contado? Eras muy niño, lo imaginaste todo.

—No, no imaginé lo que me hizo. Usted y yo iremos al infierno. Yo llegaré un poco antes. Esta misma noche me iré, y allá aguardaré por usted, pero, yo estaré en una posición más ventajosa. Usted estará en mis manos. Al igual que muchos de mis enemigos. Qué ironías, George fue mi amigo, reencarnó en un cuerpo de alguien que fue mi enemigo. Qué raro juego tiene todo aquello que está en el más allá. Pero el culto al maestro nos unió. Lo invité a unirse al culto para destruirlo, sin que supiera que era yo, y sucede que siempre fue George.

—No sé a qué te refieres, hablas como si desvariaras. Estás loco.

—Necesitaba contarlo a alguien, para regocijarme. Esta ha sido la última vez que hablé con un humano, y la última vez que usted ha confesado a alguien.

Jack se puso de pie, salió del cubículo con una leve sonrisa de triunfo. Caminó por el pasillo central, directo a la salida, con su mirada clava en la imagen de la estrella de cinco picos y la cabeza de cabra, que su mente reproducía.

El sacerdote empezó a llorar de forma controlada, aún metido en el confesionario. Se tapó la boca para que sus gimoteos no lo delataran. Se vio descubierto y vulnerable, como si todo el mundo supiera lo que había hecho y ahora debía esconderse.

*******

Mientras la familia Parker superaba el ataque del alma de George, y el señor Morton realizaba aquella extraña confesión con el padre Carlos, una reunión inusitada tenía lugar en casa de Martina.

—Domingo en la noche, podría estar en cualquier otro lugar, haciendo algo agradable, saliendo del cine, a comer helado —bufó Martina—, y estoy aquí, con ustedes, en esta locura.

Las caras de Amanda, Drake, Lucy, Emilia, Roberto decían lo mismo, y no fue necesario que lo mencionaran. Todos deseaban estar en cualquier otro lugar. Solo semanas antes, el último domingo que le grupo salió junto, a esa hora estaban regresando de la playa.

—Estuve ayer y hoy en la tarde estuvo con Susan en la clínica —criticó Martina—. Es terrible lo que le ocurrió a su hermanito. Ustedes no fueron. Sé que no son íntimos amigos, pero somos compañeros de clases desde años.

—Fuimos ayer un rato —refunfuñó Drake—, pero, cuando nos contaste lo que tu mamá descubrió desde donde está... oye, lo siento, es demasiado, por lo menos para mí. Bruno reencarnado del alma en pena de un payaso... y se quiere vengar de todo el mundo.

Martina miró a los demás, y se encogieron de hombros.

—Mamá llega en el vuelo mañana temprano, nos ayudará, pero en fin, vamos a lo que vinieron. Quiero terminar con este de una vez.

—Oye, espero que no sea necesario llamar a otro espíritu con esto del maleficio —advirtió Roberto—, lo que vimos en casa del señor Muerte también nos alteró, tal vez era Bruno, no lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que ese Morton es un satánico.

—Sabíamos que algo ocultaba, desde siempre ese hombre nos dio mala espina —añadió Amanda.

—No confundan espíritu con almas. Los espíritus no se invocan, ¡Y no tengo tiempo de darles clases de espiritismo! —exclamó cuando vio la intención de todos en preguntarle la diferencia entre un espíritu y un alma.

Lucy, Martina, Daniel, Roberto, Emilia y Amanda se acomodaron donde pudieron. Roberto se echó en un puf y comenzó a jugar en sus manos con un pequeño balón de futbol que había traído de su auto. Lucy se recostó en Drake ambos sentados en el sofá. Martina revisaba los ingredientes y el procedimiento del hechizo en un viejo libro de magia negra que tenía en su mano. Amanda miró por la ventana para ver si la luna se veía, y allí estaba ella en cuarto creciente.

—Tengo miedo de esto, es decir, no es que crea cien por ciento en esto, pero...de todas formas, es pecado, mi familia es muy católica, nos iríamos al infierno...—dijo Emilia apretándose las manos, con sus cejas muy levantadas, susurrando como si sus padres, al otro lado de la ciudad, la fuesen a escuchar.

—No vamos a ir al infierno —respondió Drake al tiempo que se ponía de pie—. Si acaso nos iremos al purgatorio, luego de ahí, no es tan difícil salir. Luego que todo esto pase, solo tenemos que arrepentirnos de corazón, nos confesamos con un sacerdote, y ya, Dios nos perdonará. Se supone que si nos arrepentimos de corazón nos perdona, eso dice la biblia. He leído mucho sobre eso, y créeme, yo estoy muy interesado en no ir al infierno, tengo a quien ver en el cielo. Además, si lo vemos de forma estricta, no estamos violando ninguno de los diez mandamientos. ¿Acaso alguno de los diez mandamientos dice, no realizaras actos de hechicería? Ni siquiera los pecados capitales hablan algo de brujería. Los diez mandamientos hablan de no matar, no vamos a matarlo, solo a darle un leve quebranto.

Todos quedaron muy impresionados con el alegato de Drake, y eso se veía en sus miradas clavadas en él con gran atención.

—Eres tan cínico que hasta das miedo —respondió Emilia—. Serías un gran abogado o político.

—Lo he pensado —dijo Drake con altivez y rimbombancia.

La mesa del comedor fue habilitada para colocar los ingredientes y todos se posicionaron alrededor de la misma por indicaciones de Martina.

—Necesito que todos se concentren en la imagen del profesor Jack, que piensen en él, enfermo, postrado en una cama con malestar estomacal, visualícenlo enfermo, mientras yo recito una oración y ustedes la repiten después de mí. Tengan malos pensamientos y deseos, para que puedan enviarle energías negativas. Cierren los ojos y tómense de las manos.

Todos la miraron, luego se miraron con cierto temor y asintieron sin decir nada. El muñeco estaba en el centro de la mesa. Martina tomó la botella con el líquido rojo y comenzó a recitar unas letanías. Sin decir más, bajaron sus párpados superiores y se tomaron de las manos.

—Con el permiso de Lucifer señor del infierno acudo al poder de Pishacha para que cumplas nuestro deseo de enfermar a Jack Morton, nuestro enemigo.

Todos de inmediato abrieron los ojos de forma brusca.

—¡¿Qué?! ¡Te fuiste lejos! Esperaba que llamaras un espíritu, un alma, un duende, un gnomo, pero no un demonio —exclamó Drake.

—En verdad, ¿qué te pasa? —preguntó Emilia, con un mezcla de enojo y miedo, con su labio inferior temblando.

—¿A quién esperaban que llamara? Solo los demonios tienen ese poder, no un alma en pena de tercera como la de Bruno.

—Si eso es un alma en pena de tercera, ¿cómo es una de primera? —preguntó Roberto.

Los chicos dijeron que no continuarían.

—Ya es muy tarde —dijo Martina con placer—. Él ya está aquí.

Y en seguida un olor a carne podrida inundó el lugar, y los chicos supieron de algún modo de qué se trataba, y se arrepintieron de lo que estaban haciendo.

—Si se sueltan de las manos ahora, será peligroso —advirtió Martina—, si terminamos el ritual, no habrá problema, se los aseguro.

Todos cerraron los ojos y, a regañadientes, repitieron lo dicho por Martina. Emilia sintió un estremecimiento, como si un enjambre de abejas frías la envolviera y le recorriera todo el cuerpo.

—Demonio Pishacha, señor de la peste y la enfermedad, te rogamos que durante tres semanas Jack Morton sufra de fuertes dólares estomacales que le hagan imposible levantarse de la cama. A cambio te prometemos encenderte un velón negro en tu honor y adoración durante catorce días—continuó Martina.

Todos espabilaron los ojos al oír el compromiso que Martina había hecho de encender velones a un demonio, y a nombre de ellos, sin que ella les hubiera advertido de eso, y se miraron unos a otros desconcertados. "¿en qué nos hemos metido?" "¿Podremos salir de esto de forma airosa?". Cada uno pensó en aquello a su manera.

—Con una vela negra como la noche, se quema en insoportables dolores estomacales. Un golpe doloroso lo quemará y lo atormentará a Jack Morton. Dios de la oscuridad, reyes del averno, hieran de dolor a mi enemigo, y cuando haya pasado tres semanas de intenso dolor, dejen que supere su malévola condición.

Todos repitieron verso por verso las palabras de Martina. Primero lo hicieron sintiendo odio y desprecio por el señor Morton, pero a medida que escuchaban las cosas que le ocurrirían, de funcionar el hechizo, fueron sintiendo miedo, y luego remordimiento por algo que aún no había ocurrido.

Mientras Martina hablaba, encendió el velón negro, tomó el muñeco y le clavó 13 alfileres en el estómago, derramó el líquido rojo de la botella sobre el muñeco, lo envolvió en el pañuelo negro. Luego lo metió en la vasija de barro y le echó la tierra de cementerio que había en la bolsa.

Emilia miró por la ventana, y a través del cristal vio la luna en cuarto creciente con la cara iluminada hacia abajo. Aunque la luna estaba más allá de la atmósfera terrestre, una nube gris del tipo estrato, bastante alargada y exigua, por su posición, daba la impresión de estar debajo de la luna. Se percató que, perpendicular a la ventana sobre la pared, había un espejo en cuya superficie se reflejaba lo que miraba por la ventana: la luna y la nube en el fondo negro de la noche. Los dos reflejos de la luna la parecieron a Emilia un par de ojos tristes, y la luna alargada cuyo final sobrepasaba el borde de la ventana, era como una boca. Un rostro melancólico, como testigo triste de lo que hacían. Necesitaba distraerse para no pensar en lo que estaban haciendo, lo cual le parecía era una canallada.

Un remordimiento comenzó a inundar la consciencia de Drake. "El profesor Morton es estricto, pero, no sería capaz de hacernos esto que le estamos haciendo ¿o sí?", se dijo el muchacho con la voz de su mente. "Somos peor que él por esto".

—Con una vela negra como la temible noche, se quema en insoportables dolores estomacales —repitió Martina—. Un golpe doloroso lo quemará y lo atormentará a Jack Morton. Dios de la oscuridad, reyes del averno, hieran de dolor a mi enemigo, y cuando haya pasado tres semanas de intenso dolor, dejen que supere su malévola condición.

Antes de que los chicos repitieran el último verso, un relámpago iluminó la noche, y tornó el cielo negro en azul marino muy oscuro. Luego el ruido de un fuerte trueno los detuvo en su recitación. Fue tan intenso que los vidrios de la ventana vibraron, y percibieron un leve temblor en el piso.

—No se desconcentren, repitan —refunfuñó Martina.

*******

Las enormes gotas de lluvia y el viento feroz que se había desatado golpeaban con fuerza el cristal de la ventana. "Esta repentina tormenta debe ser una señal de algo, tal vez Dios... condena lo que estamos haciendo", pensó Amanda.

La llama de la vela cambió de color de forma repentina, de amarillo a rojo bermellón fuerte, y la flama aumentó de altura, como si se tratara de la llama de una estufa a la que se le aumentó su intensidad. En ese momento, todos pasaron de sentir incomodidad a experimentar miedo y angustia. Aquello no era para nada normal. La llama redujo su altura y volvió a su tono amarillento y naranja.

Drake miró el reloj de su smartphone, solo había trascurrido veinte minutos desde el inicio de la sesión, y él sentía que habían pasado horas. Entonces, por fin Martina anunció lo que todos querían oír.

—La sesión ha terminado.

Todos respiraron de alivio, y compartieron sus impresiones, sus sensaciones. Coincidieron en que sentían algo como una leve tristeza, casi como si hubiesen llorado; una especie de desolación que no sabían explicar.

Drake, Emilia, Lucy, Roberto y Amanda se miraron unos a otros, cabizbajos, de hombros encogidos. Estaban experimentado algo parecido a vergüenza, aunque no podían precisar la sensación. Aún así, con sus miradas adivinaron lo que el otro sentía.

—Martina, escucha, quería saber sí....—dijo Drake con tono vacilante, y Martina lo interrumpió.

—La respuesta es no —respondió la chica de forma tajante—. Ya no pueden echarse para atrás.

Drake y los demás, en principio se sorprendieron de que la muchacha adivinara su intención de anular lo que habían hecho; pero, al pensarlo menor, después de todo, ella y su madre eran brujas, con supuestos poderes sobrenaturales, incluyendo seguramente la adivinación.

—Si pretendemos incumplir el contrato que hicimos, el demonio nos castigará. Debemos adorarle por catorce noches con velones negros. Y la vasija con el muñeco y la tierra de cementerio, ocúltala bien, que nadie la vea.

—Creo que hubo un problema de comunicación, no nos dijiste que invocarías a un demonio para ayudarnos —objetó Roberto.

—¿A quién esperaban que invocara para este trabajo? ¿Al Arcángel Miguel? A él lo invocaría si algo sale mal y necesitamos protección.

—Espera, espera, ¿protección de qué? —preguntó Roberto.

—Miren, si cumplimos con nuestra parte del trato, de adorar al demonio por catorce días, nada saldrá mal. Les escribiré la oración que debemos decir.

Martina sacó una libreta de su cartera y comenzó a hacer unas anotaciones, entonces notó que hubo un silencio incómodo en el ambiente. Miró a los muchachos y los notó apesadumbrados.

—¿Qué les pasa?

El grupo en conjunto confesó sentir una especie de remordimiento.

—Por lo menos, ya sabemos que no somos tan malas personas —dijo Drake—. Somos capaces de sentir... remordimiento.

Los chicos se dispusieron a irse de casa de Martina, más preocupados de cómo llegaron por ayuda. Caminaron directo a la puerta, y cuando llegaron al portal, la puerta se abrió de golpe, y delante de ellos se presentaron dos mujeres, a una de ellas, ya la conocían, era Sonia, la madre de Martina, e iba acompañada por la señora Luz.

—¡Mamá! ¿Qué haces aquí? Dijiste que tu vuelo saldría mañana temprano —expresó la chica, palideciendo.

—Quería encontrarte con las manos en la masa. Mis poderes me decían que algo raro pasaría aquí esta noche.

Drake no paraba de mirar a Luz, a quien le pareció muy familiar, como si ya la conociera.

—Quiero una explicación ahora.

—Hacíamos... un conjuro... para.... —Martina se dio por vencida —. Ay madre, ya lo sabes, con tus poderes, ¿para qué me lo preguntas?

—Porque quiero saber que tan caradura eres. Luego ajustaré cuentas contigo.

Los chicos se agolparon en el vano de la puerta abierta. Se miraban unos a otros, indecisos si debían irse sin que los demás lo notaran, o debían despedirse con un "buenas noches" sin sentido.

—Un momento.... —dijo Drake, mientras caminaba hacia la señora Luz—, yo... la conozco, usted es la mujer que leyó mis cartas. No la reconocí sin esa pañoleta en la cabeza.

—Oh sí, yo también la recuerdo —dijo Lucy.

—Así es, hijo —respondió la mujer—. Supongo que encontraste lo que te dije, enterrado allí, en el patio de tu casa. —Le mujer mostró una sonrisa de triunfalismo.

—Así es. Cuando regresé a darle las gracias, el circo ya se había ido de la ciudad.

—Chicos, quiero llamar de inmediato a sus padres —dijo Sonia—. Quiero informarles lo que ocurre. Es más grave y complicado de lo que ya parecía.

—Martina nos dijo algo de eso —dijo Amanda —. Pero.. nuestros padres... bueno... por lo menos, los míos no creen en nada de esto.

—Los míos tampoco —dijo Lucy,

—Los míos menos —añadió Roberto.

—Yo los convocaré mañana aquí, y los haré creer —respondió Sonia, muy segura de lo que decía—. No estamos solos. Hay mucha más gente involucrada. Entre todos nos ayudaremos.

*******

Al mismo tiempo, lejos de allí, en el vecindario de la casa del señor Morton, Los señores Pérez, un matrimonio de ancianos de unos setenta años de edad, regresaba de paseo con su perro, presurosos ante la inminente lluvia que se avecinaba. Truenos y relámpagos iban y venían. Pasaron frente a la casa del maestro de física, y la mujer no pudo girar su mirada a la vivienda. La casa estaba a oscuras, como si no hubiese nadie en la casa, a las nueve de la noche. Ninguna luz se veía por las ventanas.

—Pero qué tétrica se ha vuelto esta casa en seis años. Qué diferencia a cuando vivía la señora Morton. Había flores en el jardín, y los arboles eran verdes y frondosos...

—Ya, mujer camina rápido, nos vamos a mojar —. El hombro la tomó por la mano y aceleró el paso, y con la otra mano llevaba al perro por la correa.

—¡Lo he logrado! ¡Lo he logrado! —gritó un hombre en el interior de la casa, con un tono de alegría y éxtasis, como si hubiese alcanzado una importante meta en su vida—. A aquella exclamación lo siguió una larga carcajada.

El perro de la pareja se detuvo y comenzó a ladrar enloquecido en dirección a la casa. La pareja curiosa también paró su marcha para escuchar. La carcajada cesó, y en el acto lo siguió una serie de gritos de una multitud, gritos y gemidos de angustia, sufrimiento, como si estuvieran torturando a un grupo de personas, hombres y mujeres. El hombre y la mujer vieron una tenue luz roja pulsante a través de la cortina de la ventana de la sala, mientras los gritos se incrementaban. La luz pulsante se convirtió en una serie de destellos, como flashes de una cámara fotografía tomando imágenes.

—¡Pero, Dios mío!, ¿qué sucede en esa casa? —se preguntó la mujer.

—Vieja ya vámonos, no es nuestro problema —dijo el hombre, halando a la mujer, y al perro, ninguno de los dos quería moverse, permanecían ahí estáticos viendo hacia la casa. Entonces, otros perros del vecindario comenzaron también a ladrar, y los ladridos se mezclaron con los gritos.

—Hay que llamar a la policía.

—Claro que no, mujer. ¡Vámonos!

Comenzó a llover a cántaros gruesos goterones y la mujer y el perro decidieron irse para resguardarse. 

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