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Don Argemiro

Advertencia: Esta historia contiene descripciones explícitas de violencia, gore y temas psicológicos oscuros. Incluye contenido gráfico que puede resultar perturbador para algunos lectores. Se recomienda discreción y está dirigida a un público adulto.


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Don Argemiro repetía su caminata al parque a la misma hora, todos los días, por un mes, antes del anochecer. Necesitaba estirar las piernas, dejar que la sangre fluyera por sus venas endurecidas por el tiempo y despejar la mente, aunque poco o nada le ayudaba con las jaquecas. Cada año, para las mismas fechas, Argemiro sufre de extraños zumbidos en su cabeza, voces agudas que le privan del sueño y cordura. Su doctor nunca ha encontrado en él ninguna enfermedad, física o mental, algo que a sus setenta y seis años ya era un milagro, pero él insistía en pedir más exámenes. Ese día, al regresar a su apartamento, permaneció inmóvil frente a la puerta. Mareado, sostenía las llaves frente a la cerradura, con la mirada fija en sus zapatos cafés y lustrosos, mientras su lengua humedecía sus labios agrietados; algo le susurraba el oído. Su mano arrugada soltó las llaves, que cayeron sobre su pie y le arrancaron un grito ahogado. Jadeando, tragó sus náuseas, recogió las llaves y entró en la casa, dejando un rastro de huellas carmesí en la entrada.

Su hogar era el reflejo de su propia existencia. La blancura impecable del estuco sugería una pulcritud casi obsesiva. Los muebles y alfombras, finos y restaurados de alguna vieja fotografía amarillenta, encajaban perfectamente en su sitio. Adornos religiosos abarrotaban cada espacio disponible. Un hogar que parecía cálido, pero cuyo helado silencio desmentía esa ilusión. Al entrar, aspiró profundamente y dejó escapar un gemido de dolor, apretando los dientes, mitigándose con una oración murmurada entre dientes.

—No aguanto más — susurró, casi babeando.

Mientras caminaba de una habitación a otra, solo se escuchaban dos sonidos: una gotera taladrante en el lavaplatos y el extraño pegoteo de sus suelas, dejando un rastro húmedo y desagradable en la cerámica. Don Argemiro se acercó al grifo con una mueca de disgusto, sus ojos fijos en la gota persistente que caía con un ritmo enfermizo. Apretó la llave con fuerza, intentando detener la gotera que, irónicamente, aparece en las mismas fechas que aparecen sus zumbidos en su nuca. Esa gotera, combinada con el entumecimiento de su pierna y un hedor nauseabundo que emanaba del lavaplatos, colmaban su paciencia.

—Maldita mujer —se deslizó por su boca, y rápidamente se cubrió los labios. Entre balbuceos, hundió los dientes en su propia lengua, buscando el dolor como redención. De repente, un gorgoteo emergió desde el fondo del desagüe. La luz parecía desvanecerse en la negrura del orificio, arrastrando con ella sus pensamientos, que lo transportaron a un tiempo lejano, cuando su voz aún podía conjurar promesas de amor prohibido. Los susurros se volvieron más claros; creyó percibir una forma moviéndose en el fondo y, con el corazón en la garganta, acercó su oreja, ansioso por descifrar el murmullo. Un gemido exótico, cargado de una lascivia irresistible, se filtró entre los vellos de su oído. Era la voz de una mujer, pronunciando su nombre, aceptando la invitación indecente de su memoria.

El hedor se transformó en un perfume amargo, cargado de recuerdos olvidados, un olor a cabellos y piel quemada, lo puso en trance. La viva imagen de aquellos cabellos rizados apareció ante él, invitándolo, apelando a aquel otro lado que solo él y ella conocían. El recuerdo hizo que el anciano vomitara. Ahora, sostenido con sus brazos frente al desagüe, no podía despegar su nariz de aquel aroma. Las gotas de agua, teñidas de un rojo oscuro, ahora caían lentamente sobre sus canas.

Del desagüe emergieron un par de antenas, seguidas de un caparazón deforme, cubierto de una baba espesa y amarillenta. Argemiro agarró al invertebrado y, con sus manos temblorosas, lo aplastó, dejando las vísceras molidas entre sus dedos. El olor ácido y pútrido se adentró en su garganta, como un enjambre de moscas revoloteando sobre una herida abierta.

—Hueles como a ella —murmuró.

Sus manos temblaban mientras evitaba manchar la blancura de su camisa. Sacó una vieja botella de vidrio, sin etiqueta, del fondo de la alacena y se limpió las manos con el líquido hasta que su piel quedó roja y el hedor se desvaneció. Tomó la botella y cojeó por el pasillo. No paraba de rezar entre dientes, susurrando súplicas por algún acto impío. Don Argemiro se persignó frente a la pintura de la Inmaculada.

Exhausto, se quitó la ropa, colocándola cuidadosamente en una mesita, quedando apenas en ropa interior y con las zapatillas puestas. Luego, se apresuró hacia el cuarto de huéspedes, el más alejado del pasillo, el único con llave dentro de la casa. Era una habitación bellísima, con un olor agradable, limpia y de apariencia costosa. Sin embargo, un baúl mohoso desentonaba en la escena pintoresca, junto a una puerta de madera seca, teñida de un marrón apagado, como un mal recuerdo en otoño. Abrió el baúl y, moviendo las pesadas herramientas oxidadas, sacó una bolsa pesada de cuero. Caminó con ella hasta el otro lado de la habitación, junto con la botella y el líquido transparente. Abrió la pequeña y extraña puerta, y detrás de ella, unas escaleras descendían hacia la oscuridad de un sótano.

Las escaleras chirriaban bajo su peso. Argemiro alzó la mano en la penumbra hasta alcanzar el bombillo, encendiéndolo para revelar un cuarto irregular, como si hubiera sido excavado a mano. La luz titilante alumbraba pequeños frascos cutres amontonados en un rincón e iluminaba cuadros enmarcados en la pared, con secciones de periódicos olvidados en el ayer. La luz no daba para ver todo el lugar, sobras cubrían partes que él no quería iluminar.

—Volví —dijo a la penumbra.

En una esquina, una cruz descansaba sobre una mesa chueca, con sus bordes suavizados por el roce incesante de los años. Argemiro dejó la bolsa de cuero sobre ella y se sentó en un taburete, desamarrándose el zapato lentamente, para luego retirarlo a tirones leves. Lo primero que vio fue un grumo espeso de talco decolorado en la punta de las calcetas: una amalgama de sangre y polvo para pies que, de un lado, se mantenía fresca por el sudor y, del otro, seca y costrosa. Intentó retirar la tela, pero al llegar al dedo, tuvo que dar un tirón fuerte para despegar el cúmulo, dejando respirar una grotesca hinchazón.

El pus comenzó a brotar del dedo gordo del pie, mezclándose con la sangre en pequeñas gotas que caían al suelo. Su respiración se agitaba al recordar confundir el goteo de su sangre con el de la pluma del grifo. La uña había cortado la piel lateral del dedo que alguna vez fue tan delgado como los otros, pintando una escena indescriptible. Las caminatas diarias habían causado que la infección alcanzara la planta del pie, creando ampollas pálidas en lugar de callos.

Don Argemiro apretó con firmeza el dedo, apresurando el líquido a salir. Presionó con fuerza hasta que expulsó todo lo que había en la bolsa de piel amarillenta. El dolor lo obligó a soltar la mano y buscar aire.

—Ya estoy arrepentido —dijo, mirando la cruz, que parecía no devolverle el favor —. ¿Qué más debo hacer? Tantos años...

El anciano rompió en llanto, magullando la madera a golpes de un dolor más punzante que el del su uñero.

Amargado por su destino, vertió el líquido de la botella sobre su pie, lavando el exceso de sangre. Sintió las burbujas efervescer en la herida abierta, reaccionando en cólera y desesperación que sacudieron su cuerpo en un espasmo violento, haciendo que su pie se golpeara contra la mesa. Quiso maldecir, pero la cruz frente a él parecía susurrar sobre una deuda pendiente. Su cordura se rasgó; apretó el dedo con fuerza, con ambas manos, evocando el recuerdo distante del crujido de una tráquea partiéndose bajo su presión.

—Hoy te vas de mi —dijo crujiendo los dientes.

Se volvió a apoyar en el asiento y abrió la bolsa de cuero, regando varios instrumentos quirúrgicos sobre la endeble mesa. Primero tomo una pinza con dientes y la usó para levantar la uña de su sitio, encajándola en el lado izquierdo y, con un poco de presión, separando la uña de la carne. Continuó pujando hasta escuchar un desgarro. Había levantado la uña lo suficiente, así que tomó un filo cóncavo y comenzó a cortar.

Cada tic y tac sonaba evocaba el sonido de la gotera. El frio metal mitigaba el ardor de las pulsantes venas que parecían asomarse sobre la carne. Seguía cortando con desesperación, hasta alcanzar la raíz.

—Todo debe irse —decía—. Limpio, limpio, limpio —repetía, mirando de vez en cuando el crucifijo.

Pronto se dio cuenta de que no había espacio suficiente para cortar la sección que yacía bajo la piel; la uña y la carne se habían fusionado en un único tejido imposible de separar. Debía arrancarla. Tembloroso, empezó a tirar, observando cómo las fibras de piel se desprendían del dedo, una a una. Un pedazo de carne blanca y limpia, arrancado en exceso, le hizo saber que había tirado demasiado. Pero Argemiro volvió su atención a su nuevo adversario: aún quedaba la parte infectada, esa masa carnosa e hinchada que abultaba en el costado. Tomó el bisturí, pero su brazo se resistió, retirándose involuntariamente, mientras espasmos recorrían todo su cuerpo.

—Yo no te quería hacer eso —dijo limpiándose las lágrimas.

El dolor aumentaba; debía terminar rápido. Sentía que se mareaba y, si seguía así, perdería la conciencia. Así que cambió a las pinzas y, en un rápido movimiento, las pinzas desgarraron una buena parte de carne blanda, abriendo un boquete en lo que era antes un dedo. No era suficiente aún, Argemiro dejó caer la botella, derramando el líquido sobre la mesa y su pie. Aulló, ahora ebrio de dolor.

Tomó la aguja de la mesa y comenzó a pinchar la carne, buscando asegurarse de que no quedara ninguna astilla de uña encarnada. Empezó a mover la aguja con cuidado, provocando un espasmo que lo obligaba a retirar la púa de golpe, repitiendo el proceso varias veces. Cambiaba de lugar y volvía a insertar la aguja, asegurándose de humedecerla con el líquido de la botella antes de cada intento.

Un tejido extraño bajo la piel apareció. No podía perderlo, así que mantuvo la aguja en su lugar. Sacó el alicate de la bolsa y empezó a excavar. Cada corte en la piel abría una nueva fuente de sangre que le corría por las piernas y brazos. No podía detenerse; el alicate resultaba demasiado grande, así que decidió ser más preciso. Escarbó hasta alcanzar el retazo de uña y, apretando fuerte, contó hasta tres. Intentó jalar con fuerza, pero su cuerpo se resistía. Contó hasta tres de nuevo, una y otra vez, hasta que, tras un grito, sacó un fragmento de sus entrañas.

Don Argemiro sacó un frasquillo de vidrio de la bolsa de cuero y guardó aquella astilla en su interior. Luego, sacó un paño blanco para sanar la herida, apretando fuerte para evitar una hemorragia.

—Estoy limpio —exclamó.

Intentó caminar hasta las escaleras, nauseabundo y borracho por el licor derramado en su sangre. Se quedó mirando los cuadros en la pared, noticieros sobre una mujer de cabellos rizados desaparecida veinte años atrás, y luego apago el bombillo no sin antes darle un adiós a la penumbra y los restos de lo que fue su vieja amante.

"Nos vemos en un año", susurraron en su oído.

Cada año, por esas fechas, se cumplía el aniversario de la desaparición y, a Don Argemiro, le aparece un nuevo uñero en el pie. Así que, cada año, desde su expulsión como sacerdote, sale a dar un paseo, visitando la catedral donde solía dar sus sermones, recordando la época cuando conoció a la bella mujer que le hizo cavar ese sótano. Argemiro subió a la primera planta, reintegrándose victorioso a su pulcro hogar. El silencio reinaba; la gotera del lavaplatos desapareció. Argemiro entendió que todo había culminado, al menos hasta el próximo año.

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