El Umbral de Cenizas
Los mitos irlandeses hablan de seres capaces de transportarnos a otros mundos. Las leyendas sobre las Hadas Aos Sí describen su deseo de atraer a los incautos a su reino de maravillas y engaños. Crecí escuchando estas historias de mi madre, quien solía advertirme sobre el precio de los deseos. Aun así, solía imaginar el mundo de los sídhe, deseaba encontrar un Pooka o escuchar a una Banshee.
Pero hoy, esas historias se han vuelto más que relatos de fantasía. La última vez que jugué con mi hermano Samuel, el viento pareció llevarse mis risas y mi canto a un lugar que no alcanzaría.
"Bosque oscuro, sombras va a traer
Beith, Luis, Beith, Luis, la puerta ya se abrió,
El viento suave te invita a correr,
Fearn, Saille, Fearn, Saille el bosque te llamó,
Puerta secreta, te quiere encontrar
Nion, Huath, Nion, Huath, no vuelvas a mirar,
Cruza al otro lado, ya no hay vuelta atrás.
Duir, Tinne, Duir, Tinne, las sombras sonrieron al verte pasar..."
Ese día, cantando la canción que nuestra madre nos enseñó, sentí que la brisa se volvía más pesada y que mi voz resonaba entre los árboles.
Oculta detrás de un viejo roble y con los ojos fijos sobre sus raíces, como cualquier niño queriendo aprovecharse, me adentré en el bosque antes de terminar la canción. Se suponía que para buscar al otro debía acabar esta. Pero, con cuidado y en silencio, buscaba escuchar los pasos de Samuel, esperando obtener ventaja.
"...Las hadas miran, no te dejarán,
Coll, Quert, Coll, Quert, los lobos aullarán,
La luna llena empieza a brillar,
Muin, Gort, Muin, Gort, pronto te va a encontrar,
Cruza la puerta, no mires atrás,
Ngéadal, Straif, Ngéadal, Straif, nadie te va a oír,
El Otro Lado te va a abrazar.
Ruis, Ailm, Ruis, Ailm la magia va a venir..."
Mientras seguía cantando, un escalofrío recorrió mi piel; parecía que solo el bosque comprendía esos susurros. Aunque era de mañana, los árboles bloqueaban la luz y parecían cómplices del atroz momento que ocurriría. Todavía puedo recordar el viento frío sobre mi piel, el olor de tierra húmeda y el crujir de las ramas. Era un escenario que, al igual que yo, cantaba lo que iba a suceder.
A mis catorce años sabía una cosa: El bosque, nuestro refugio, también era un lugar de misterios; de alguna manera, siempre supe que nos observaba. Fuimos ingenuos.
"...Río de plata, canta al pasar,
Onn, Ur, Onn, Ur, ya no puedes huir,
La magia antigua empieza a despertar,
Eadha, Iodhadh, Eadha, Iodhadh, todo va a oscurecer,
Abre la puerta, no hay vuelta atrás,
Cruza la puerta, ya no escaparás,
Dentro del círculo te quedarás.
El juego ha comenzado ya."
—¡Voy por ti! —le grité a Samuel, sabiendo que había cruzado los límites del bosque que nuestros padres impusieron.
Aunque debía parar de cantar, me encantaba imaginar que esas palabras contenían magia real, así que continué mientras corría entre los árboles. No obstante, el desasosiego crecía, y el bosque para mí, se volvió un laberinto sombrío.
De repente, oí la canción a lo lejos, como si el viento la cantara; hasta que un grito desgarrador llenó el aire. Era Samuel.
Corrí hacia él, mi hermano, mi protector. Recuerdo que la sensación de estar vigilada se profundizó, pero a diferencia de otras veces que me parecía una sensación agradable, familiar, esa vez me resultó extraña, como si el bosque se estuviera preparándose para algo: su turno para jugar también. Las sombras se alargaron y se condesaron, pero él debía estar cerca, escondido detrás de algún tronco caído o entre los arbustos cubiertos de musgo. Aún así, cuanto más avanzaba, más sentía que no estaba allí.
Algo no estaba bien.
El viento seguía silbando entre los árboles la canción, como un aviso, pero seguí adelante. "No cruces el límite," siempre nos decía mamá, y hasta ese día, nunca lo habíamos hecho.
Otro grito, distante pero claro. Mi piel se erizó. Seguí, esquivando ramas y raíces, solo pensando en alcanzarlo, pero la luz se volvía más oscura y los árboles formaban un túnel opresivo que angustiaba.
Y entonces lo vi.
Aquel árbol tenía hojas y pétalos blancos, pero había algo siniestro en ellos, como si pertenecieran a otro mundo. Era hermoso y aterrador al mismo tiempo. Y entre las raíces de su tronco negro, Samuel era arrastrado por brazos ennegrecidos, docenas de ellos, como si vinieran del mismísimo inframundo. Sus manos arañaban el suelo, intentando aferrarse a cualquier cosa.
—¡Samuel! —grité aterrorizada.
Y cuando estaba a punto de alcanzarlo, tropecé y me golpeé la cabeza.
Antes de caer, vi sus ojos, azules y llenos de aventura, ahora reflejando terror. Todo se volvió negro.
Esa última imagen se convirtió en mi carga y en un recordatorio constante de la falacia de los mitos. ¿Dónde había sido arrastrado Samuel? El tiempo pareció detenerse, atrapándome entre lo que era y lo que nunca sería. Pero algo era claro: El Otro Mundo no era un paraíso, sino un abismo del cual temía que Samuel nunca saliera.
Desperté sobresaltada, empapada en sudor, con el corazón latiendo como un tambor. La pesadilla se desvanecía por sí sola al abrir los ojos. Aunque mi habitación me resultaba familiar, parecía extraña en ese momento: las paredes de azul desvaído, las cortinas de encaje que ondeaban con suavidad y los muebles de madera oscura casi parecían observarme. A mi lado, mi abuela Viancha, pequeña pero imponente, con cabello gris y ojos verdes profundos como los míos, me miraba con una preocupación rara, como si pudiera ver más allá de mi piel en busca de los fantasmas que me atormentaban.
—Al fin despertaste —dijo con suavidad, pero tensa. Su mano arrugadita buscó la mía. Buscaba consolarme.
No dije nada. Miré hacia la ventana: los cielos grises y nubosos, y una niebla se cernía sobre la casa, creando formas y figuras a través de ella, casi como si las sombras de mis sueños estuvieran intentando entrar.
—Dicen que hay criaturas que visitan en las noches y te roban la paz y siembran pesadillas en tu mente... —agregó mi abuela, tratando de encontrar un culpable a lo que fuera que me estuviera pasando.
Sentí una punzada en el corazón al pensar que, a veces, los recuerdos eran más pesados que cualquier pesadilla.
—¿Vas a contarme lo que soñaste? —preguntó Viancha, con un tono esperanzador. Sabía que en nuestra familia se decía que, si compartías lo que soñabas, nunca se haría realidad. Pero este no era un sueño ni un simple delirio nocturno.
—No fue un sueño, abuela. Era un recuerdo... de cuando desapareció Samuel —contesté, sin el deseo de detallar demasiado. Ya todos sabían mi versión. Una locura, pero que, increíblemente, solo Viancha creía.
Decir el nombre de Samuel llenaba mi mente de recuerdos felices y del bosque, pero ahora ese lugar solo me ahogaba en la sensación de pérdida y melancolía, algo que había aprendido a llevar, aunque nunca a dejar ir. Tres años habían pasado desde su desaparición, y mi abuela entendía el dolor que nos unía. Su propia hija, mi madre, era una sombra de lo que había sido antes de aquella tragedia. Una marca de tristeza imborrable quedó en el corazón de nuestra familia.
—Tus padres deben estar por llegar —dijo finalmente, con ternura, mientras se apoyaba en el marco de la puerta—. Prepárate.
Asentí y me levanté con lentitud al verla alejarse. Ese día prometía ser difícil. Debía enfrentar a mis padres tras seis meses de haberme mudado con Viancha.
Cuando bajé a la sala, luego de haber oído el motor del auto de mis padres acercarse, vestida y arreglada, con mi cabello largo y suelto, en suaves ondas sobre los hombros —en otro momento lo habría adornado con cintas verdes y doradas, como me enseñó mi madre, pero no esta vez— y el colgante de trébol de Samuel y la pulsera que hicimos de niños, vi desde las escaleras a mi abuela en la puerta.
Brigid abrazó a Viancha con mucha fuerza al cruzar la puerta. Noté la imagen de la melancolía contenida en ella; sus hombros temblaban. Lloraba en silencio. Su cabello castaño oscuro tenía destellos rojizos bajo el sol, pero el tiempo había apagado su brillo. Su rostro, lleno de pecas como el mío, mostraba una tristeza persistente en sus intensos ojos verdes. Y aunque había perdido su chispa, mantenía una mirada protectora hacia mí, como si quisiera resguardarme de lo malo del mundo, aunque sabíamos que eso ya no era posible.
Aidan, mi padre, llegó detrás de ella. Alto y delgado, con el cabello ralo y una barba salpicada de canas. Imponente, no por su tamaño, sino por la rigidez con la que se movía, como si contuviera algo en su interior. Sus ojos grises-azulados, fríos y distantes, contrastaban con los nuestros. Pero sabía que esa frialdad no provenía de falta de cariño, sino de su manera de lidiar con el dolor. Aunque era difícil descifrar sus emociones. Rara vez se expresaba con gestos afectuosos.
Cuando terminé de bajar, mi madre cruzó el vestíbulo para abrazarme. Me dio un apretón y deseé poder desaparecer en sus brazos como cuando era niña. Pero el dolor parecía demasiado profundo para ser aliviado. La sostuve, sintiendo sus lágrimas en mi cuello. Sí, cada gota era un recordatorio del vacío que Samuel había dejado en nuestras vidas.
—Oh, Laura —susurró lamentada, aferrándose a mí como si pudiera perderme también en cualquier momento.
—Estoy bien, mamá —le respondí, aunque las palabras se sentían huecas. Ninguna de las dos estaba realmente bien, pero mentirnos sobre eso se había vuelto una costumbre.
Nos separamos y miré a mi padre, cuyo saludo fue distante, como siempre, con un leve asentimiento y una sonrisa que apenas llegó a sus ojos. Me quería, pero a su manera. Nuestras interacciones eran comedidas desde la ausencia de Samuel. Sentía que él creía que yo era culpable de eso.
Cuando decidí ir por la bandeja del té y venía de regreso a la sala, bajo el sonido de la tetera hirviendo y las tazas tintineando, escuché fragmentos de la conversación de mis padres, un murmullo bajo, pero con tensión en sus palabras:
—Aidan, no puedes seguir así. Laura está con nosotros y tienes que recordarlo —Había frustración en mi madre. Me detuve en seco, sin saber si continuar o retroceder, pero algo me mantuvo clavada en el mismo sitio.
—¿Recordarlo? —respondió mi padre, frío, casi hiriente—. Estoy aquí, Brigid. Estoy presente, como siempre lo he estado.
—No lo estás. No de la manera en que te necesitamos. No después de lo que pasó —replicó mi madre, con la voz temblando. Era raro escucharla así, tan vulnerable delante de él. Siempre intentaba mantener la compostura, por mí... o tal vez por ella misma—. A veces, siento que me culpas a mí, o peor, que culpas a Laura por lo que ocurrió.
Mi corazón dio un vuelco allí. Mi madre también lo sentía. Esa culpa, ese peso que a veces parecía apoderarse del aire en la casa, como una sombra oscura e intangible que nadie se atrevía a nombrar. Respiré hondo. El impulso de irrumpir en la sala y de exigir respuestas que me aterraba escuchar estaba allí.
—Aidan, Brigid, queridos —intervino Viancha calmada, pero firme—, no podemos permitirnos perder el sendero de nuestros hijos, aunque uno de ellos se haya extraviado. Laura nos necesita ahora más que nunca y no debemos olvidar eso.
Mi abuela siempre sabía qué decir; veía más allá de lo que los demás podían entender, pero no era suficiente.
—¿¡Perder el sendero!? —Mi padre explotó. Algo que rara vez sucedía—. ¡Samuel no se perdió! ¡Desapareció! ¡Y sí, Brigid, es culpa de todas ustedes!
El choque de sus palabras me golpeó. Me quedé sin aliento. Mis manos temblaron y apreté la bandeja. La tetera seguía burbujeando, pero el mundo a mi alrededor se volvió distante.
—¿Cómo puedes decir algo así? —respondió mi madre, apenas conteniendo el llanto.
—Por esas fantasías suyas. —Mi padre no había terminado. Había ira acumulada en cada una de sus palabras—. Por esas malditas creencias, esas historias que llenaron la cabeza de Laura. Si ella no hubiera crecido con todas esas estupideces, pudo haber distinguido la fantasía de lo que fue. ¡Es insólito que Samuel desapareciera y Laura no pudiera ver lo que realmente estaba pasando! Estaba tan ocupada creyendo en árboles místicos, puertas oscuras y criaturas ridículas que no pudo ver al verdadero captor de Samuel. ¡Ésa es la verdad y ustedes son culpable de esa mierda!
Me quedé petrificada en las sombras del pasillo. ¿De verdad pensaba eso? ¿Pensaba que yo... que mi amor por las historias, las leyendas que siempre habíamos compartido... había hecho que Samuel desapareciera? No... ¿que estaba loca y era incapaz de discernir la realidad?
La bandeja cayó de mis manos. La tetera y las tazas estallaron en el suelo, y el sonido del cristal quebrándose se mezcló con los gritos de preocupación de mi abuela, madre y padre, y de mi alma rompiéndose. No podía quedarme ahí, así que corrí hacia la puerta, hacia el aire denso y frío de afuera. Las lágrimas nublaban mis ojos, pero seguí adelante. Mis pasos eran rápidos y torpes, y chapoteaban en la tierra húmeda.
Los recuerdos comenzaron a desbordarse como olas, llevándome de vuelta a la cabaña donde crecí, rodeada por las colinas verdes, con el Atlántico rugiendo contra los acantilados de Moher. En esos tiempos, las cosas eran simples... o eso creía.
Era cierto que desde pequeña mi madre me llenó la cabeza con historias de hadas, banshees y espíritus del bosque, y tal vez, esos misterios antiguos se hicieron parte de mí y me maravillaban con la idea de lo invisible, pero otras veces, sentía un profundo miedo, como si esas leyendas fueran advertencias. Algo que se me hizo claro con la desaparición de Samuel.
Él estaba tan lleno de vida y con una fe como la de mi madre y mi abuela. Me enseñó los secretos del bosque, me protegió, y también me expuso. Decía que los árboles hablaban y que el viento traía susurros de mundos lejanos. Pero mi padre, ¡ha! No creía en nada; para él, la vida era trabajo, pesca, era mantenernos a salvo de las tormentas del mar, no de seres invisibles. Dos mundos existían para mí: uno lleno de magia y misterio, y otro, frío y duro, el de mi padre, donde Samuel ya no estaba y donde mi madre, mi abuela y yo estábamos locas.
Entonces, en medio de la bruma, los gritos de mi familia detrás de mí se desvanecieron y un recuerdo poderoso me golpeó: Samuel. Su pérdida. El detalle que había estado enterrado y olvidado en lo más profundo de mi ser: aquellos brazos ennegrecidos que surgieron, lo hicieron desde un umbral de cenizas.
La canción vino a mí como si hubiera estado esperando en la oscuridad para ser recordada: Voces masculinas cantaban, en un susurro que me invitaban a seguirlas. Mis labios comenzaron a moverse, casi de manera involuntaria, repitiendo la melodía entre sollozos.
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Corrí más rápido. La niebla se abría paso ante mí de una forma fantasmal y premeditada, los árboles parecían danzar, y sombras grotescas, casi demoníacas, que seguro Samuel vio con risas burlonas, corrían a mi lado, llamándome: "Ven, niña... ven..."
Seguí. El bosque se oscureció. Y finalmente, vi el árbol negro, como la noche más profunda, con hojas y pétalos blancos, como si la muerte y la vida se encontraran en un solo ser, delante de mí. Comprendí que el secreto siempre había estado allí, como la clave para traer a Samuel de vuelta.
Me acerqué al tronco, miedosa y esperanzada al mismo tiempo, y allí estaba: la puerta de cenizas, como un umbral suspendido en el aire. Detrás de mí, vi a mi familia; sus rostros atónitos reflejaban el mismo asombro que yo había sentido la primera vez que vi al árbol arrastrando a Samuel.
Supe lo que debía hacer.
Di un paso, luego otro, las voces de mi familia se desvanecieron en la distancia. Y entonces, me lancé.
Sucumbí a la inconsciencia. Aquellas cenizas me robaban el aliento.
No supe cuánto tiempo pasó, pero al despertar, sentí una opresión en el pecho que me empujó a abrir los ojos de golpe. Detrás de mí, me encontré con un vacío infinito, una negrura devoradora que parecía atraerme. Parecía tangible de una manera extraña, como si pudiera tocarla y sentir algo en mis manos. Al levantar la mano hacia ella, un latido desesperado me advirtió que debía alejarme, como si la muerte misma me hubiese puesto una mano en el pecho para detenerme. Entendí que no debía hacerlo.
En cambio, al volver la vista hacia adelante, encontré algo inesperado: había una vieja verja, alta y elegante, cuya herrumbre apenas deslucía su aspecto imponente. Encima, grabadas en letras que parecían tan antiguas como el tiempo mismo, se leían las palabras: "El Otro Lado: Tir Na Draoidheachd." Abrí los ojos con demasía. Sabía lo que significaba. Lo había intuido, pero ahora estaba aquí. El Otro Lado. Aterrada, decidí avanzar.
Al otro lado de la verja, se encontraba un bosque con árboles altos, oscuros y retorcidos, como si hubieran sido deformados por un viento cruel. Sus ramas se entrelazaban sobre mi cabeza, una maraña que apenas dejaba pasar la luz de las estrellas. Pero estas, eran otra cosa... parecían estar demasiado cerca, colgadas como faros que iluminaban tenuemente el sendero. Y la tierra era blanca, casi cegadora bajo la enorme luna llena que dominaba el cielo y que brillaba de una manera que nunca había visto en nuestro mundo, tan grande que parecía capaz de aplastarlo todo.
El viento soplaba lento, frío, y cada ráfaga me calaba hasta los huesos. Pero, no fue el frío lo que me puso la piel de gallina, sino los aullidos de los lobos. En ellos había una amenaza.
Me envolví en mis propios brazos, intentando encontrar algo de calor, pero no parecía funcionar.
Mientras seguía el sendero, vi sombras que se movían a mi alrededor; demasiado rápidas para distinguir qué eran realmente, pero seguro eran las mismas que había observado en mi mundo. Algunas reían con carcajadas chirriantes, mientras otras susurraban en una lengua antigua que no entendía, pero que sentía amenazantes. Eran ecos tentadores, intentando atraerme.
Pero las ignoré. Había aprendido a no confiar en lo que no podía ver con claridad. Y, aunque el acicate de detenerme era fuerte, seguí avanzando. Este mundo no era como el mío, pero cada paso me acercaba a lo que buscaba. Incluso, sentí que las estrellas y la luna observaban mis movimientos.
En un punto, el frío se volvió insoportable, cortante como cuchillas invisibles que me robaban el aliento. Miré mis manos temblorosas, y vi cómo mi piel comenzaba a cristalizarse; una fina capa de hielo que reflejaba la luz lunar. Cada inhalación, incluso, se volvía dolorosa, como si aspirara fragmentos de vidrio. Me detuve. Sabía que si continuaba así el frío me consumiría por completo.
Otra vez me invadió una sensación de tristeza profunda. Samuel... ¿Cómo había logrado soportar algo así? Solo... ¿Cómo lo había superado? Y antes de que pudiera encontrar la respuesta, algo me sacó de mis pensamientos: un sonido seco; el batir de alas enormes. Alcé la vista y lo vi. Un cuervo. Era inmenso. Lo más perturbador era que tenía tres ojos, brillantes, oscuros y peligrosos. Y me fue imposible asustarme al verlo aterrizar frente a mí. Sus garras se clavaron en la tierra blanca, marcando territorio.
Me paralicé por un segundo, sabía que esas criaturas tenían picos afilados, tan fuertes como para desgarrar la carne. Si decidía atacarme, no tendría ninguna oportunidad de sobrevivir.
Pero entonces, lo más inesperado ocurrió. El cuervo habló:
—¿A dónde te diriges, niña? —Su voz era áspera.
Lo miré, sin saber si responder o no. Pero algo en mí, tal vez el peso de la desesperación, me obligó a hacerlo.
—Bu-Busco a mi hermano... Sa-Samuel —dije incrédula y temblorosa.
El cuervo ladeó la cabeza y me observó con sus tres ojos.
—No conozco a ningún Samuel —respondió con un graznido—, pero si algo se ha perdido, probablemente lo encontrarás aquí... en El Sendero de los Perdidos.
Asentí, incapaz de decir algo más. Pero el frío no era mi amigo. Mis dientes comenzaron a castañetear y las palabras parecían congelarse en mi garganta.
—¿Por qué tiemblas? —preguntó el cuervo con su mirada fija en mí.
—Es obvio... —logré decir entre dientes—. Está haciendo frío.
—No lo siento —respondió, sacudiendo sus plumas con un movimiento elegante—. Mi plumaje me protege. No soy tan frágil como tú.
Lo miré, y por un instante, sentí una punzada de envidia. Las plumas negras del cuervo parecían tan cálidas y protectoras. "Si tan solo yo tuviera algo así", pensé... Pero antes de que pudiera decir algo, el cuervo volvió a hablar, con un matiz burlón.
—Dame una pluma de las tuyas, y a cambio te daré una capa que te protegerá del frío.
Lo miré desconcertada.
—No tengo plumas... —respondí—. Si las tuviera, te daría una.
El cuervo inclinó la cabeza, como si encontrara divertida mi confusión.
—Tócate la cabeza —agregó con certeza.
Llevé la mano al remolino de mi cabeza, y lo sentí. Una pluma. Estaba incrustada en mi cráneo.
Tiré de ella con fuerza, y el dolor fue insoportable, como si robaran una parte de mí; grité, pero mi voz se perdió en el viento. Al quitarla, la observé: era castaña y cobriza, tenía sangre en su punta. ¿Desde cuándo estaba eso allí?, me pregunté.
Extendí la pluma hacia el cuervo, y antes de que pudiera hacer algo, desapareció de mis manos y reapareció frente a él. La tragó de un solo bocado. Pensé que todo había terminado, pero comenzó a hacer arcadas y, tras sacudirse, vomitó una capa de plumas negras con matices rojizos, como mi cabello. Caminé con lentitud hasta ella y la tomé con manos temblorosas; me la coloqué y sentí un calor envolvente que disipó el frío de inmediato. Sonreí.
—Gracias —le dije con sinceridad.
Él asintió, casi con galantería, antes de elevarse en el aire con un chillido potente.
—Mucha suerte niña, aún te falta mucho por recorrer.
Otra vez estaba sola, pero algo en mi interior me decía que podía seguir avanzando, que tenía la fuerza y la determinación para hacerlo, y ni siquiera las terribles criaturas que gobernaban ese lugar me impedirían dejar a Samuel una vez más.
El cuervo no se había equivocado. El camino era largo e interminable. No sabía cuántas horas llevaba caminando, pero sentía el peso del tiempo, como si estuviera probando mi voluntad, porque a medida que avanzaba, parecía alejarme más de la meta.
La noche se mantenía inalterable, y me preguntaba si volvería a ver la luz del día o si este mundo estaba condenado a vivir bajo el dominio de las sombras. Entonces, cuando el bosque finalmente terminó, las criaturas siniestras que me habían acompañado hasta entonces, permanecieron observándome desde la distancia, pero sin cruzar el límite del bosque. Más allá había un desierto de dunas blancas, con plantas ennegrecidas como espinas y una niebla densa cubría el paisaje, ocultando el horizonte.
"Sigue más allá y encontrarás un cruel destino, niña", susurraron las sombras a mi espalda, con voces estridentes en coro.
Por un momento, consideré darles la razón y retroceder, pero entonces vi a Samuel corriendo delante de mí, como si nunca hubiera estado perdido. Mi corazón dio un vuelco y, sin pensarlo, empecé a correr tras él, ignorándolas, escuchando su voz y nuestra canción resonando en la niebla.
—Te atraparé, Laura —decía entre risas—. Voy a encontrarte.
Mi corazón latía con fuerza, impulsado por la esperanza y el miedo. Grité su nombre, pero mi voz se ahogó en el silencio del desierto.
Seguí corriendo y me caí, justo cuando mis zapatos se rompieron y se quedaron atrás, sintiendo la arena ardiendo bajo mis pies descalzos, quemándome la piel como si el sol invisible la hubiera abrazado durante siglos, ampollas y sangre fue lo que vi en ellos. A pesar del dolor, supe que estaba cerca de Samuel.
Me levanté y continué, dejando que el dolor me impulsara. La túnica de plumas ondeaba con el viento frío y sentí que enfrentaba dos fuerzas opuestas que buscaban asesinarme: la arena que me quemaba y el viento que me congelaba.
—¡Samuel, Samuel! ¡Espera, por favor! ¡Estoy aquí, soy Laura! ¡Samuel!
Por más que corría y gritaba, Samuel siempre se desvanecía entre la niebla, como una ilusión inalcanzable. Aquel manto mortecino se hizo tan espeso que no solo me envolvió, sino que me cegó por completo. Oí su grito desgarrador otra vez, el mismo que usó cuando fue arrastrado al umbral de cenizas, y me abalancé otra vez, aunque no viera nada, con el pecho dolido y la respiración entrecortada. Pero solo había vacío.
Al detenerme, me invadió la desesperanza: lo había perdido de nuevo. Mis lágrimas fueron amargas y brotaron con el dolor contenido. Caí de rodillas en la arena, con la desolación de haberlo perdido otra vez. Seguía sola.
Y entonces, lo vi.
Un conejo.
Pero no era uno común. Era enorme, del tamaño de un lobo, y su cuerpo no tenía pelaje. Era una criatura grotesca, desnuda, con la piel rosada, tirante y cubierta de cicatrices. Sus ojos, de un rojo intenso, me miraban fijamente, llenos de malicia como el cuervo. Parecía estudiarme. Evaluaba mis movimientos o tal vez mis miedos. Su boca se curvó en una especie de sonrisa extraña, y dientes afilados, amarillentos y sucios aparecieron. Sus orejas largas se movían de un lado a otro, como si escucharan algo que yo no podía oír.
Mi cuerpo se tensó al verlo, y aunque estaba congelada de miedo, mi instinto fue retroceder. Pero mis pies se hundieron en la arena, atrapados, como si el desierto mismo no quisiera dejarme escapar.
—¿Por qué lloras?
La voz del conejo me sorprendió y no debió hacerlo; nunca imaginé que, para aquella pregunta, en realidad, no tenía una respuesta clara. Lloraba porque... no lo sé, porque dolía. Aun sabiendo que podía ignorarlo, sentí una presión en el pecho y no pude callarme, como si ese simple "por qué" hubiera roto algo dentro de mí.
—Lloro por mi hermano Samuel —comencé, sin pensar demasiado en lo que debía decir o no—. Lloro porque lo perdí, porque no pude traerlo de vuelta, porque no fui lo suficientemente fuerte, lo suficientemente rápida, lo suficientemente... lo que sea que se necesitara para salvarlo. Lloro por la incredulidad de mi padre, que nunca creyó en mí, que siempre pensó que todo esto eran fantasías de una niña tonta. Lloro por mi madre, que me mira con lástima cada vez que ve mi cara, como si supiera que estoy rota, pero no pudiera hacer nada para ayudarme. Y lloro por la absoluta bondad de mi abuela, que siempre ha estado ahí, que nunca me ha dejado caer, aunque sé que no lo merezco. Ella no merece cargar con mi dolor, pero lo hace, sin que yo se lo pida.
Sentí un nudo en la garganta, pero continué.
—Lloro porque no soy suficiente. Porque no valgo nada. Porque no puedo dar más, y si pudiera, lo haría, solo para que mis familiares supieran que yo aún existo, incluso si él ya no está. Lloro porque me siento vacía, perdida... inútil.
El conejo escuchaba en silencio. Sus ojos rojizos brillaban, pero no con compasión. No... lo que vi en ellos fue... interés, casi como si mis palabras lo deleitaran de alguna manera. Sonrió, y me erizó la piel. Su grotesca forma y su sonrisa afilada no prometían nada bueno, pero igual le oí.
—Eres una niña tonta —dijo con suficiencia, como si fuera lo más obvio del mundo—. Todo ese llanto y esa tristeza... ¿para qué? ¿Qué ganas con ello? Te haces daño a ti misma, te cargas con pesos que no te pertenecen, y todo por los demás. Tu hermano, tu padre, tu madre, incluso tu abuela. Te has olvidado de ti misma.
Lo miré confundida, pero no lo interrumpí. Había algo en sus palabras que tintineaba dentro de mí, aunque no quisiera admitirlo.
—La supremacía del yo —continuó—. Esa es la clave para evitar el dolor. Si solo te preocuparas por ti misma, por tus propios deseos, por tu propia satisfacción, nada de esto te afectaría. No sentirías la necesidad de llorar por otros, no sentirías culpa, ni tristeza. El yo es lo único que importa, todo lo demás es secundario. ¿Por qué cargar con las debilidades de otros cuando puedes ser fuerte por ti misma?
Me quedé en silencio, asimilando lo que decía. Había algo tan egoísta, tan frío en sus palabras, y sin embargo, no podía evitar sentir una extraña atracción por esa idea. ¿Qué pasaría si dejara de cargar con todo ese peso? Si dejara de sentir la tristeza, la culpa, la angustia por los demás. ¿Sería más fácil avanzar? ¿Podría realmente cumplir mi cometido sin ese dolor constante atormentándome?
—No puedo ayudarte a encontrar a tu hermano —dijo el conejo con amabilidad esta vez, pero aún impregnada de esa fría lógica—. Pero puedo quitarte el dolor. Liberarte de esa carga que llevas y de esa tristeza que te paraliza si me das una de tus lágrimas; una sola y te prometo que no sentirás más ese peso. Podrás seguir adelante y cumplir con lo que has venido a hacer.
Miré al conejo con desconfianza, aunque una parte de mí, la más rota y desesperada, sentía curiosidad. ¿Podría realmente liberarme de tanto dolor? Al tocar mi rostro, sentí mis lágrimas y comprendí que mi objetivo había sido siempre dejar atrás ese sufrimiento al encontrar a Samuel, aun si implicaba abandonar algo de mí misma. Asentí, y el conejo extendió su garra para recoger una de mis lágrimas, que chisporroteó y desapareció cuando apretó su garra en un puño.
Entonces, algo cambió en ese instante: El calor que había sentido en mis pies por la arena abrasadora desapareció, aunque las ampollas y la sangre seguían allí. Tampoco sentía aquel dolor constante en mi corazón. La tristeza había desaparecido. Pensé en Samuel, en mis padres, en mi abuela... y no sentí nada. Solo una calma abrumadora y una ambición imparable de lograrlo todo. Y con la mirada fija en el conejo, me sentí fuerte, poderosa y lista para perseguir mi misión sin dudar.
—Gracias —susurré, no segura de a quién se lo decía.
El conejo asintió y, sin decir una palabra más, desapareció en la niebla, dejándome tan sola como lo hizo el cuervo.
Caminaba, ya no corría, pero no sentía nada: ni frío, calor, ni cansancio. Parecía flotar sobre la arena y la niebla. Aunque escuchaba ecos de Samuel, sabía que él había desaparecido hacía tres años y no estaría allí. No me permitiría perder el control ni caer en falsas visiones. Y poco a poco, el paisaje cambió; las dunas dieron lugar a rocas quebradas y humeantes, con grietas de lava incandescente iluminando el terreno y un olor azufre que quemaba. Oía susurros y lamentos, como de almas en pena, pero seguí caminando.
Y finalmente, frente a mí, apareció una casa. No era una cualquiera, sino una estructura que parecía hecha de restos, de materiales pobres como pábilo y nailon, precaria y frágil. El sendero pasaba por el centro de la casa, como si estuviera destinada a llevarme justo allí. Me acerqué a la puerta sin miedo, o quizá simplemente sin sentir la necesidad de temer, y la puerta se abrió sola.
Frente a mí apareció una mujer. O, al menos, lo parecía, con un rostro felino, alargado y cubierto de un fino vello oscuro. Sus ojos amarillos me perforaron con su intensidad, y sus orejas puntiagudas se movían sutilmente. Era alta, tanto que tuvo que inclinarse para mirarme directamente. No me moví. No dije nada.
El silencio entre nosotras era denso, pero sin incomodidad. No había miedo, pero tampoco urgencia. No había nada. Sabía que debía avanzar, aunque no tenía certeza de qué vendría después. Pensé en Samuel. Él era un aventurero y sabía ahora porque nunca regresó, este sendero representaba todo lo que un explorador curioso necesitaba para caer en una trampa. Determinada, comprendí que no había espacio para dudas ni distracciones; avanzar era lo único que me quedaba.
—Soy la Tejedora de Fuegos —La anciana se presentó con una voz suave y áspera a la vez. Pude ver sus ojos con la intensidad felina de un depredador curioso—. ¿Y tú quién eres, niña? —preguntó, inclinándose más cerca de mí.
—Soy Laura —respondí, con la misma calma que había mantenido durante el resto del camino—. Estoy buscando a Samuel, mi hermano.
La anciana ronroneó, un sonido extraño que no saldría de una boca humana.
—Hace mucho tiempo —comenzó—, un jovencito pasó por aquí, por esta misma casa.
Por primera vez desde que vi aquel conejo, sentí algo que solo puedo describir, como si mi corazón dio un vuelco. Samuel.
—Entra —me invitó, moviéndose con una agilidad desconcertante para alguien de su edad.
La seguí, cruzando el umbral hacia el interior de la casa. Era un caos absoluto: ropa raída colgaba de las paredes, telas y objetos irreconocibles tapizaban el suelo, y un olor acre, como a quemado, que se mezclaba con el hedor del excremento de una decena de gatos. La anciana se lanzó de inmediato a buscar entre un baúl lleno de muñecos, todos de aspecto perturbadores y con algo inquietante en cada uno de ellos, como si estuvieran atrapados en un retorcido momento de dolor, hasta que exclamó:
—¡Aquí está!
Sacó con emoción un muñeco de trapo. Y mi sangre se heló al verlo. Era Samuel, uno deformado, casi diabólico. Tenía los ojos cosidos en forma de cruces y su cuerpo estaba retorcido de una forma grotesca. Pero sabía que era él. Lo sentía.
—¿Dónde está? —pregunté, tratando de mantener la calma, pero la desesperación comenzaba a filtrarse en mi voz, sin apartar la vista del muñeco.
La anciana me miró con una sonrisa traviesa.
—Por más que ese viejo conejo haga sus trucos, jamás podrá con lo que hay en el corazón —dijo, aunque no entendiera nada. Sonrió y agregó—. No puedo decirte nada... no sin que me des algo a cambio.
—¿Qué quieres? —pregunté de inmediato, dispuesta a cualquier cosa.
—Regálame una sonrisa.
La petición me desconcertó. ¿Una sonrisa? No tenía sentido.
Como fuera, sentía tanta urgencia, tanta necesidad de saber... que lo hice. Sonreí, un gesto vacío, pero real. Y entonces, en un instante, todo cambió. Mi mente se sintió vacía de recuerdos, como si algo hubiera sido arrancado de mí. Sabía quiénes eran mis padres, sabía quién era Samuel... pero no podía recordar nada de nuestra infancia juntos. Los juegos, las risas, las pequeñas aventuras. Todo había desaparecido, evaporado en el aire como si nunca hubiera existido.
—¡Me has robado mi infancia, vieja bruja! —le grité con un dedo acusador, llena de furia y desesperación. El dolor de esa pérdida me golpeó como una ola, pero la anciana solo sonrió maliciosa, cruel.
Antes de que pudiera reaccionar, me tomó por el cuello con una fuerza descomunal. Sus garras se clavaron en mi piel y me levantó del suelo con facilidad. Su rostro estaba tan cerca del mío, que pude ver una máscara de pura maldad.
—Un precio suficiente para lo que te voy a decir —siseó—. El sendero continúa en el interior del horno de mi cocina. Al final de ese camino, encontrarás al Hombre del Pacto, al Hombre Ceniza. Él sabe dónde está tu hermano.
Me soltó bruscamente, y caí al suelo con un golpe seco. Jadeé, sintiendo el ardor en mi garganta, pero antes de que pudiera moverme, añadió con un tono burlón:
—Y no te preocupes, haré por ti una preciosa muñeca. —Me miró satisfecha, y señaló con un gesto hacia la cocina—. Ve. ¿Qué esperas? Ve por tu hermano.
Me levanté sin pensarlo, movida por la necesidad de encontrar a Samuel. Corrí a la cocina y abrí el horno, un oscuro abismo que devoraba la luz, como la negrura que observé antes de iniciar mi viaje. Sin el miedo de la primera vez, me lancé. La oscuridad me envolvió de forma breve, antes de que pequeñas luces comenzaran a brillar. Mire a detalle, y me di cuenta de que eran figuras diminutas y humanoides, hadas que iluminaban el sendero frente a mí. Las seguí.
Eran hermosas, pero no me reconfortaban. Había algo demasiado irreal en todo aquello.
Enton aunque su belleza no me reconfortaba, hasta una pequeña fuente con un espejo en su centro. Al mirar mi reflejo, no reconocí a la persona que me devolvía la mirada, sintiendo una extraña urgencia por confirmar que aún existía.
Seguí avanzando por el sendero y cuando llegué al final, lo único que encontré fue una pequeña fuente con un espejo ovalado en su centro. Al mirar mi reflejo, no reconocí a la persona que me devolvía la mirada. Mi rostro estaba demacrado e irreconocible: tenía las mejillas hundidas, los ojos rodeados de profundas ojeras negras, y mi cuerpo esquelético. Un horror; por primera vez me di cuenta de que, aunque no sentía nada, mi cuerpo se había desgastado hasta el límite.
Con temor, abrí mi túnica de plumas y un hedor nauseabundo apareció. Descubrí mis pies: negros, necrosados, colgando en jirones y podridos. Allí comprendí que me estaba convirtiendo en una de esas criaturas que había visto llevarse a Samuel. Cada ofrenda que di al cuervo, al conejo y a la bruja había sido una entrega de mí misma, una muerte lenta y silenciosa.
Las sombras habían tenido razón.
Al levantar la vista, vi una figura detrás de la fuente. Un hombre... no, algo más, algo difícil de describir del todo. Medía unos cuatro metros de altura, delgado, como el tronco de un árbol muerto, y sus brazos llegaban hasta sus rodillas. Pero su rostro... Estaba ennegrecido, igual que mis pies, su piel agrietada y podrida, pero lo más perturbador fue la expresión: no habló, sonrió, una mueca siniestra que helaba el alma. No obstante, en sus ojos había algo más: una profunda tristeza, como si ese monstruo que estaba frente a mí, alguna vez hubiera sido alguien. ¿Era este el Hombre Ceniza?
Con sus largas manos, tomó el espejo y lo inclinó para que me viera mejor. Mi corazón se detuvo. Samuel estaba allí. Lo vi, pero no como lo recordaba. Su cuerpo estaba consumido: huesos cubiertos de piel oscura y marchita. Parecía una sombra de lo que había sido, un espectro del hermano que había conocido. Y su expresión de lamento me asfixió.
El hombre, o lo que fuera aquella cosa, finalmente habló, con una voz que sonaba como el crujir de la madera quemada:
—Él se ha convertido en uno de nosotros y nos sirve, así como tú lo harás.
Las palabras se hundieron en mí como cuchillos. Quise gritar, quise retroceder, pero mi cuerpo no respondía. Volví a mirar mi reflejo en el espejo, y esta vez lo entendí. Todo había sido una trampa desde el principio. Desde el momento en que entré en este lugar, no había hecho más que perder partes de mí. Y ahora, frente a mis ojos, me vi convertida en un cadáver, con la piel como brea y un hedor a putrefacción que resurgía desde adentro.
Pestañeé, y el horror se hizo aún más claro. Era un cuerpo muerto lo que veía en el espejo, uno que ya no me pertenecía. Estaba perdida...
Estoy sentada, adolorida hasta la agonía. No sé cuánto tiempo ha pasado. El foco de una vieja lámpara sobre el escritorio me ilumina, dejando todo lo demás en penumbras. No hay ventanas ni puertas. Solo el bolígrafo en mi mano, las páginas del diario frente a mí y esa palabra escrita, tan definitiva: "Estaba perdida".
Miro mis brazos. Hay pequeños nudos de alambre enterrados en mi carne, atados a hilos de nailon. Soy una marioneta, su marioneta. Estoy ensangrentada y con la piel rota. ¿Desde cuándo había estado jugando conmigo? La sangre gotea con lentitud, creando una cacofonía contra la madera del escritorio. Un dolor sordo me late en cada herida, pero intento ignorarlo, aunque mis mejillas mojadas decían lo contrario.
Susurro, apenas capaz de reconocer mi propia voz.
—¿Por qué escribo todas estas mentiras?
Estoy quebrada, frágil, rota...
Levanto la mirada, me obligo a hacerlo, aunque cada movimiento me duele. Al costado, en la opacidad, veo a Samuel. Está de pie, pero no debería estarlo. Sus ojos están abiertos, fijos, inertes. No me mira realmente, solo está allí, como una figura vacía, y la sangre corre lentamente desde su cabeza, manchando su rostro y la camisa que llevaba puesta... Lo sé, lo sé, él, él está muerto. Y siempre lo estuvo.
Quiero llorar, quiero gritar, pero no puedo. Algo dentro de mí ya había muerto.
Entonces, siento su presencia detrás de mí. Sé que está allí antes de verla. ¿Quién podía pensar que ella podía hacerlo? Que hay algo monstruoso en ella. No tiene prisa y no tiene vergüenza. Se acerca. Veo sus ojos brillando con un deleite perverso. No dice nada al principio, pero puedo sentir su aliento a un costado de mi nuca, casi como si quisiera consumir lo poco que queda de mí.
—Porque sus cuerpos serán encontrados dentro de tres años con este diario —Responde. Su voz es suave, demasiado para las palabras que pronuncia, pero cargada de una certeza fría.
Cierro los ojos, pero no puedo escapar de lo que sigue.
—Tus padres llorarán —continúa, con un tono casi maternal, como si estuviera hablando de un destino inevitable—. Pero las fábulas se inmortalizarán. ¡Una perfecta obra de arte, mi niña!
Abro los ojos de pavor. Maldito sea el día en que vine a casa de mi abuela Viancha a buscar a mi hermano.
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