Cuando la mina fue abierta nuevamente, luego de reparar los daños provocados por las misteriosas explosiones, cada úteronauta regresó a sus actividades, pero lo más llamativo fue que cada uno de ellos había recibido instrucciones precisas de no acercarse a la misteriosa galería verde. Bajo la excusa de que la zona aún seguía siendo peligrosa la habían sellado por completo y nadie tenía acceso a ella, excepto la «gente rara», la misma que Timoteo había descubierto días antes de que ocurriera el accidente.
Él regresó sin pena ni gloria con la intención de no llamar la atención pero con la idea fija de averiguar cuánto pudiera sobre ese enigmático metal verdoso presente en la roca.
A las extenuantes jornadas laborales se le sumaba esta actitud de «detective» que él había asumido tras descubrir esos movimientos extraños en el corredor que los dueños de la mina habían vedado para los mineros.
Pero, al rol de investigador que él mismo había asumido, le ganaba la sensación de «humano que ha sido besado por primera vez» y aunque no quisiera terminaba con una sonrisa boba y martillando por horas un pobre carboncito que prácticamente ya estaba convertido en polvo.
Particularmente esa noche, Timoteo se había permitido no estar tan concentrado en descubrir los secretos ilegales de la mina porque a su mente regresaba una y otra vez, Azul.
Azul y su boca de durazno.
Azul y sus alas blancas.
Azul y sus pies descalzos.
¡Maldición, Azul, Azul, Azul!
Y volvía a sonreír.
—¿Qué te hace tan feliz, Timoteo? No se te ha quitado esa sonrisa tonta en toda la noche.
Jamás esperó que su compañero se hubiese fijado en él y menos que hubiera notado su sonrisa de «hombre besado».
Fiel a su costumbre no contestó ni una palabra pero dejó de sonreír. Solo por fuera, porque por dentro él seguía feliz de haber probado los labios del ángel. Sabía que terminada la noche y ya casi amaneciendo, el elevador lo sacaría del interior de la Tierra para ir a volar con su persona favorita de este podrido mundo.
Horas antes de que eso ocurriera y fingiendo ir en busca de agua, caminó sigilosamente hasta el corredor sellado y escuchó voces y ruidos que daban cuenta que allí, había gente trabajando.
Casi a punto de emprender retirada, los hombres salieron. Le llamó poderosamente la atención que cada uno de esos trabajadores llevaran máscaras de gas.
¿Por qué?
El último en abandonar esa galería no tuvo la precaución de cerrarla y Timoteo entró.
La sustancia verde estaba siendo separada de la roca y aquel olor tóxico que él había sentido la primera vez que entró, había enviciado el aire a punto de hacerlo irrespirable. Ahí estaba la respuesta acerca de por qué llevaban máscaras…
¿Qué demonios es esto?
Se acercó tapando su nariz con el antebrazo y tratando de que ese olor repelente no le dañara la garganta.
El mineral extraído había quedado en el suelo. Ya no era la roca verdosa, ahora era una sustancia cuya textura le era difícil de definir. No podía distinguir el estado en que se encontraba. Ni sólido, ni líquido…
¿Qué mierda era eso?
El cerebro le daba diez mil vueltas, no tenía en claro si eran sus pensamientos que se arremolinaban tratando de comprender qué era esa materia o si se trataba de la toxicidad del ambiente invadiendo sus sentidos.
Quiso levantar la cosa cetrina. Su instinto lo llevó a quitarse el guante para tocar la textura pero un segundo de cordura le atravesó las sienes y por supuesto que no lo hizo.
No sabía qué era eso.
No podía arriesgarse.
Tan ensimismado estaba que a duras penas logró esconderse detrás de la puerta cuando los hombres regresaron.
Ellos tenían dos objetivos, buscar parte de la sustancia y llevarla en una caja hermética y luego cerrar el recinto. Timoteo se dispuso a escabullirse para salir sin ser notado, pero entre tarea y tarea, los hombres hablaron.
Y allí se quedó, escondido y a la espera de enterarse del secreto mejor guardado del mundo.
—Levantaré la muestra. Tú recoge las herramientas.
—Ten cuidado, Koda.
—No te preocupes amigo, no es la primera vez que manipulo el veneno de la Tierra Viva.
—Tienes una manera poética de llamar a esta mierda.
—Le busco nombres distintos porque en el fondo, me cuesta asumir que somos quiénes extraemos algo que podría matarnos a todos.
—Titrium, Koda, dilo con todas las letras.
Y en ese preciso instante, Timoteo sintió que se le iba el alma del cuerpo y escuchó el revoloteo inquieto de sus alas en la espalda.
De pronto entendió todo. Eso era titrium**, un elemento radiactivo que podría liberar una gran cantidad de energía. Timoteo sabía que el titrium era muy peligroso, tanto para la salud como para la seguridad.
Sintió un escalofrío.
¿Qué estaba haciendo el dueño de la mina con el titrium?
¿Qué planes tenía?
Si caía en manos equivocadas, podría ser usado para fabricar armas o bombas.
Él no era un científico, pero sabía que aquello no era normal.
Aprovechó la distracción de los hombres para salir sin ser visto y se alejó para poder toser con ganas y sacar de sus pulmones la ponzoña que había respirado allí dentro por muchos minutos.
Se sintió abatido.
Triste.
Él podía despotricar de la mina y de su modesto destino como úteronauta, pero esa era la única realidad que Timoteo conocía y con el tiempo había aprendido a querer y a respetar a la matriz oscura de la Tierra.
Quería correr a los brazos de Azul y contarle que había descubierto lo qué era la roca verde. Necesitaba compartir este terrible secreto con alguien y averiguar si esto representaba peligro para los mineros y para los habitantes del poblado.
Llegó corriendo a la roca roja donde se encontraba con Azul, cada día antes del amanecer, pero el ángel no estaba.
Imposible. Él siempre está, siempre es el primero en llegar.
Cuando los minutos se hicieron eternos, Timoteo presintió que nada bueno se encontraba detrás de la ausencia del alado.
—¡Azul! —gritó sin importarle que alguien lo escuchara.
—¡AZUL!
Pero Azul no llegó esa mañana y el úteronauta regresó a su casa más triste de lo que se había sentido nunca en su vida.
De camino escuchó a un grupo de jóvenes reír a las carcajadas contándose unos a otros sobre el animal con enormes alas blancas que los hombres habían cazado en la playa.
—¿De qué hablan? ¿Qué animal cazaron?
—Uno del cielo —dijo el chico gordo.
—Un Aeráki —gritó un pecoso.
Hablaban de Azul. De su Azul...
Su corazón se detuvo, no una, sino mil veces.
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**Titrium. No existe en la vida real. Es un nombre ficticio concebido para la novela.
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