5 | Como un Colibrí
—No sé quién crees que eres para invadir mis espacios y decidir que tú serás quién me enseñe a volar. ¿En serio?
—Para empezar, no invado nada que sea tuyo. El aire es gratis. Y para continuar, yo sé volar y tú no. No es tan mala idea que alguien te ayude un poco...
Timoteo estaba furioso y su ira provenía solo de un hecho: no haber sido lo suficientemente precavido como para que su secreto aún permaneciera oculto.
Su enojo era para consigo mismo y no para el ángel que tenía enfrente.
Pero al no ser capaz de aceptar este hecho tan simple, su única reacción fue agredir al ser extraño frente a él.
Porque así había actuado Timoteo durante toda su vida. Aquello que no entraba dentro de sus estándares de vida inmediatamente él las rechazaba.
¡Sí, así es!
Él, que portaba esos enormes cartílagos emplumados en el lomo tenía estándares cerrados y limitados... de no creer.
Pero no daría el brazo a torcer, claro que no, porque así era él ¡Y listo!
Echaría a patadas a la criatura albina de ser necesario.
Pero, con lo que Timoteo no contaba era que esa criatura albina, era la desobediencia en persona y cuando algo se le metía entre ceja y ceja, ese algo, se hacía.
¡Oh, sí señor!
Con estándares de por medio o sin ellos, Azul le enseñaría a volar.
—¡Fush, fush! —Timoteo sacudió su mano cerca del pecho del alado como si estuviera espantando moscas —vete por donde viniste.
—¿Fush? —Azul se llevó las manos a la boca para evitar que la carcajada le rebotara en la cara al humano.
—Sí, vete, sal de mi vista.
Azul le echó una mirada de arriba abajo y Timoteo sintió un poco de temor. Él estaba siendo grosero con alguien del desconocía absolutamente todo y no tenía idea de qué era capaz.
Lo suyo era bastante tonto, por cierto.
—Entonces... ¿A ver si entendí? —La voz de Azul que hasta hace un segundo era cantarina, había bajado dos tonos y ahora sonaba severa— cuéntame, "Fush" ¿Seguirás fracasando con éxito hasta que seas un ancianito y las alas se te caigan de viejas?
Timoteo lo pulverizó con la mirada y cuando estaba a punto de contestar, Azul batió sus alas y se alejó de él, dejándolo furioso y con la palabra en la boca.
Prosiguió su camino mascullando bronca tras la huida del ángel.
No entendía muy bien por qué se sentía así. Lo que, por supuesto, no era cierto, porque él era bien consciente y capaz de distinguir perfectamente que su ira provenía de que el chico del aire hubiera decidido marcharse tan rápido sin mediar palabra.
Fush, le había dicho.
¿Fush? Jamás en toda su vida había utilizado esa estúpida onomatopeya y tras el recuerdo, se sintió ridículo.
La última palabra que Azul había escuchado de él era, ¡fush!
¡Qué iba a pensar el ángel de los humanos!
Pero en honor a la verdad, lo que su mente en realidad no quería asumir era la profunda molestia que Azul le había provocado marchándose del sitio sin escuchar lo que tenía para decir después de que ese arrogante albino le dijera por las claras que era inútil en cuestiones de vuelo.
¡Y lo era!
Timoteo estaba de acuerdo con eso, pero un extraño no era quién para venir a refregar en su rostro sus incapacidades aéreas.
Iba cabizbajo, absorto y enojado cuando sintió por encima de su cabeza un sonido que nunca había escuchado en su vida. Podía distinguir que eran plumas, conocía muy bien el sonido de las alas de los pajaritos cuando emprenden vuelo, pero este era un sonido enorme, seco.
Él se detuvo, no quiso mirar hacia arriba.
Mantuvo su mentón al pecho y miró hacia abajo cuándo al sonido se le sumó la imagen.
La imponente sombra de dos alas desplegadas proyectada a sus pies se mantuvo inmóvil y Timoteo pensó que le estallaría la cabeza tratando de entender cómo era que el ángel podía mantenerse fijo en un sitio sin batir sus alas.
Levantó la vista y solo pudo distinguir su silueta a contraluz del sol.
Azul flotaba sobre su mollera sin mover ni un solo músculo, ni una sola pluma.
—¿Eres un maldito colibrí que te mantienes en el mismo sitio mientras vuelas?
Otra vez Timoteo usando palabras agresivas
—¿Eres una serpiente que no puede hablar sin lanzar veneno? —Azul empezaba a disgustarse de que el humano fuera tan hostil. Él había regresado para hacer las paces pero Timoteo lo hacía difícil.
Azul descendió y sus bonitos pies descalzos se llenaron de polvo rojizo.
—No soy un colibrí, Timoteo, pero he aprendido a volar como ellos. Tú también podrías hacerlo.
—¿Recuerdas que te dije que te marcharas? Pero has regresado ¿acaso eres un mocoso caprichoso? No quiero nada de ti.
—¿Qué es mocoso?
El minero se tapó el rostro con las dos manos y suspiró profundo tratando de no perder la paciencia.
Regresó su vista al frente y observó en detalle, la cara del ángel por primera vez. Nunca había visto a nadie tan hermoso. Su rostro era perfecto y sus ojos chispeantes lo invitaban a sonreír aunque no quisiera.
Pero Timoteo no sonrió.
Él estaba aterrado de que alguien lo viera cerca de un Aeráki y peor aún si alguien descubría que él también portaba alas.
—Mira, Azul, no tengo nada contra ti. Pero sea lo que sea que te propongas conmigo no es posible. No quiero que me enseñes a volar, no quiero que hablemos, no quiero que estés cerca de mí.
Azul lo escuchaba pero hacía un no con la cabeza.
—Es muy peligroso esto que estamos haciendo.
—No estamos haciendo nada.
—¡Sí hacemos!. Tan solo hablar es peligroso ¿Eres tonto, no te das cuenta?
La criatura pareció crecer frente a su rostro, sus ojos claros se tornaron negros y Timoteo se sintió pequeño.
—Deja de faltarme el respeto, humano.
Azul olía a azufre. Estaba visiblemente enfadado y sus alas por detrás parecían tener vida propia. Ellas también estaban enojadas. Timoteo se puso en punta de pies para observarlas por encima de los hombros de Azul y creyó estar demente con lo que veía.
«¿Sus alas están hablando?»
Azul sacudió sus alas a la vez provocando que ambas se chocaran entre sí. Entonces el plumaje se llamó a silencio.
«¿Qué mierda fue eso?» lo pensó pero quiso gritarlo
—Perdóname, Timoteo. Sé que estoy siendo imprudente, no quiero ponerte en peligro.
Timoteo no podía salir del sortilegio tras haber escuchado el murmullo proveniente de las plumas. Azul chasqueó sus dedos frente a su nariz.
—¡Ey! Despierta...
Timoteo movió su rostro con rudeza hacia un costado visiblemente enojado.
—Ni se te ocurra tocarme —Lo fulminó con la mirada.
—Ni siquiera te toqué. ¡Qué arrogante eres!
—No soy arrogante, chiquillo. Solo te advierto que no puedes tocarme.
—Jamas lo haré, no te preocupes.
—Sabes que los del aire no se junta con los de tierra. ¿Lo sabes verdad?
—Sí lo sé, tengo prohibido acercarme a estos lugares.
—¿Y entonces por qué lo haces?
Azul hubiera querido decirle que el olor de sus alas era lo que lo había atraído hasta aquí. Pero ¿cómo podría explicarle que el perfume que desprendía el color índigo de su plumaje actuaba sobre su sistema como un brutal afrodisíaco al que él no sabía cómo ponerle freno?
¿Cómo decirle a este humano malhumorado que le ha advertido que no puede tocarlo, que se muere por rozar su piel de canela y conocer sus secretos?
¿Cómo? ¿Cómo se hace?
Él sólo contestó...
—No tengo la menor idea.
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