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El último sacrificio

                                                    “El último sacrificio”

                  “Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca.”

                                                                                       Jorge Luis Borges

 

—Vamos, Eva… no puedes dormirte aquí —susurró una voz a mis oídos mientras me apretaba los hombros con delicadeza.

   Cuando abrí los ojos recordé en dónde estaba. La biblioteca, más precisamente: el sector de meteorología.

—Si viene algún científico se enojará por tenerte roncando sobre sus preciados libros —añadió Paul, mi colega —. Ya es mi turno, ve a babear tus sábanas que al menos se pueden lavar.

—Lo siento —murmuré mientras me frotaba los ojos.

   Había estado estudiando las grandes catástrofes del pasado y tratando de prepararme para las venideras.

—¿Otra vez con ese libro?, mírame —Me tomó del mentón para elevar mi rostro —. No vamos a desaparecer.

   Solo me limité a mirarlo, mientras luchaba con todas mi ganas de refutar su absurda creencia.

   Cuando yo nací, el planeta ya estaba en coma. Seguía conectado, pero no respondía a nuestras plegarias. La religión se volvió indispensable. O creías o decías creer. Total nadie se daría cuenta.

   Paul era uno de los primeros. Todos los días iba a la colmena espiritual a orar y pedir por nuestra salvación. Ellos creían que los dioses se acordarán de nosotros después de todo lo que los ultrajamos. Algunos, incluso, revivieron a deidades ya olvidadas. Griegas, romanas, egipcias, aztecas, mapuches, etc. Cada Dios volvió a tener su altar, y cada creyente volvió a tener su fe.

   Yo, en cambio, elegí ser del segundo grupo. De los que dicen creer para conservar su status social. Es lo único de lo que me avergüenzo, pero si canto a los cuatro vientos mi verdad, lo único que conseguiré es que me prohíban pisar de nuevo mi amada Sapientia II y me recluyan a la colmena más periférica para ser la próxima en morir.

—Eva, ¿estás yendo a misa? —preguntó con un poco temor en sus ojos.

Asentí y fingí una sonrisa. Él suspiró, como si le hubiera quitado un peso de encima. Si llegaban a descubrirme, sería reportada ante el tribunal. Ser no creyente en una sociedad cuya única salvación sería un milagro divino, es ir en contra de la vida de todos. Un pecado imperdonable.

   Me levanté un poco mareada y caminé hacia la salida sin decir nada, era lo más inteligente. En el área inferior, que conecta todos los túneles subterráneos, la gente iba y venía, cada uno cumpliendo su tarea en esta sociedad precaria.

   Solo los más poderosos podían vivir en sus lujosas mansiones, que en realidad son pisos de colmenas exclusivas, altamente tecnificadas para permitir la vida en su interior. La mayoría de la gente, por el contrario, se vio obligada a convivir en pequeños departamentos que, como panales de abeja, conectan todo. Ciudades aisladas, eso es lo que somos.

   Cada colmena cuenta con su propio sistema de oxigenación, control de temperatura, presión, humedad, iluminación, etc. La antigua China fue la precursora de este modelo que luego se volvió indispensable por su eficacia y funcionalidad, adecuada para los tiempos actuales. En síntesis: todo lo que antes solía darnos la tierra, ahora debemos producirlo nosotros. Recién ahora, la humanidad comprende que jamás logrará recuperar ni imitar lo perdido.

   Si pudieran ver el mapa de mi bloque urbano, verían colmenas ubicadas de manera concéntrica. De menor a mayor calidad y poder adquisitivo. Los más pobres viven en la periferia, protegiendo a los ricos del centro. El núcleo de todo, lo constituyen los edificios sanitarios, gubernamentales, religiosos y culturales.

   Yo me encuentro  en un lugar privilegiado, como bibliotecaria de la inmensa colmena que llamamos Sapientia II. Sé que en el pasado la cultura fue desvalorizada, pero si tuvieran que vivir encerrados, como nosotros, solo les quedaría leer o dormir cuando no trabajan.  Los millares de libros impresos en papel que pudieron rescatarse de las diversas catástrofes se encuentran bajo mi custodia, en una sala sellada para su mejor conservación. Me gusta tratarlos como los sobrevivientes que son. Ellos se encuentran en su ocaso que no está lejos del nuestro. 

   Hace unas semanas, el sol envió, a nuestra deteriorada atmósfera, una oleada de ráfagas de viento de gran velocidad cargada de partículas de alta energía. Esto se traduce en fuertes tormentas eléctricas descargando su furia sobre nuestro precario sistema de defensa. Y digo precario porque, como ya mencioné, nuestras condiciones no son óptimas.

   La tierra no responde, la atmósfera agoniza y las partículas no dejan de llegar. Como si fuera el último round de una lucha milenaria. El apocalipsis que tanto temieron nuestros antepasados es una paradoja. La muerte, a nuestra raza, llegará por mano propia. Una mano que se envenenó desde que abrimos los ojos como civilización y gestamos la barbarie.

   Al llegar a mi panal, que comparto con dos mujeres que apenas veo, abrí un libro que había traído en secreto. Si llegaran a descubrirme estaría desterrada antes de la llegada del alba. Corría un gran riesgo, pero no podía evitarlo.

   Desde hace días que sueño con una gran tormenta. Lo raro es que, en lugar de buscar refugio, camino hacia ella y dejo que descargue su ira sobre mi cuerpo. No se siente tan mal como suena, pero hace que despierte agitada y bañada en transpiración.

   Siempre trato de disimularlo, porque en un mundo tan reducido como el nuestro, solo tienen lugar los fuertes y sanos. Si me declaran enferma con posibilidad de contagio es muy probable que me trasladen a un panal infectado, junto a otros enfermos. El aislamiento es una especie de abandono, disfrazado de buenas intenciones colectivas.

   Miré por la ventana en búsqueda de alguna agitación ambiental. Pero lo único que vi son piedras, tierra y toda clase de fósiles.  Una lágrima resbaló por mi mejilla al ver las ilustraciones del libro que había raptado. Pasé la mano por un animal inmenso llamado ballena y no pude evitar sentirme desdichada por haber nacido en una época carente de belleza.

   Volteé la página y apareció una pantera negra con sus ojos penetrantes, su porte y su ferocidad natural. Daría la vida por poder tocar un pelaje así, por sentir aullar a un lobo, cantar a un pájaro y nadar con los delfines. ¡Oler una rosa! Entender por qué un personaje llamado Principito, pudo enamorarse de una. ¿Habrán rosas en el espacio?, a veces me lo pregunto contra toda ciencia.

   Los últimos meses me había dedicado a estudiar la flora y fauna del antiguo mundo. Nada de eso existía ya. Él último perro que quedaba en nuestro centro, murió hace dos años. Solo nos quedaban ratas de laboratorio.

   Cuando era niña, había una pecera grande en la entrada de la biblioteca que ayudó con mi enamoramiento hacia dicho lugar, pero los peces tuvieron que ser sacrificados por la carencia de agua. Esa fue la primera vez que me rompieron el corazón. Hasta el día de hoy lo recuerdo cada vez que ingreso al edificio.

   Cerré el libro y volví a perderme en la aridez del paisaje. Me gustaba imaginar cómo sería todo allá afuera si estaríamos en el año 2000. De repente, un fuerte viento despertó mis sentidos. A lo lejos volaban restos y en pocos minutos perdí la visibilidad del mundo exterior.

   Salí corriendo, hacia el sótano central y miré la única pantalla informativa. Todavía no habían actualizado la información. Seguían con la programación habitual de los jueves a las 14 horas: arquitectura de las colmenas.

   Para evitar deprimir a las personas, ocultaban todo registro de la historia mundial. Estaba prohibido mirar videos de animales, personas, películas, flores, etc. Nada que nos recuerde el paraíso perdido. En cambio, nos adoctrinaban con videos religiosos, mentiras sobre trabajos del futuro, cómo lograrían clonar animales y ampliar nuestro bendito centro, entre otros disparates.

  Esperé unos minutos cruzada de brazos, mientras golpeaba con el pie el cemento. Al final decidí volver a Sapientia II y hablar con Paul. Él siempre estaba al tanto de lo que sucedía.

  Mientras subía los distintos niveles, pensé en nuestra situación mundial. Ya no se habla de países. Cada foco de urbanización es lo único de humanidad que queda en el planeta.  Según el Ministro de Comunicaciones y Diplomacia internacional, trece meses atrás, quedaban 387 centros urbanos en el mundo. Ahora solo existen 108. Nadie sabe qué pasó con el resto. Se perdió el contacto o se extinguieron. Antes podíamos darnos el lujo de mandar naves a explorar, pero ya no vale la pena. Cada quien vela por los suyos. Y nosotros, los del centro Kleos XVI, tenemos un grave problema con las partículas solares.

—Paul —fue lo único que alcancé a decir al verlo rodeado de científicos y autoridades, entre ellos el Ministro de Seguridad.

—¿Qué sucede? —preguntó levantando la vista del escritorio lleno de fichas, que antes observaban con tanta atención todos los presentes.

—Se avecina una tormenta, la vi…en el monitor no hay noticias —anuncié quedándome sin aire.

—Eso es lo que estamos discutiendo.

—Señorita, no puede estar aquí. Es una reunión Superior —dijo un oficial de seguridad que había aparecido de la nada.

   Paul miró a los demás, suplicando con los ojos que me dejaran estar pero el Ministro bajó la vista, anunciando que debían continuar. El oficial captó la orden y me empujó hasta la salida.

—Es una grande, nunca vi algo así —alcancé a gritar antes de que cerraran la puerta en mis narices.

   Bajé corriendo hasta el monitor, esperando alguna novedad. Pero seguía explicando el sistema arquitectónico del centro. Resoplé indignada y me dediqué a observar a los que pasaban, buscando alguien que pueda darme respuestas. Nadie parecía alterado. Eso pudo con mi paciencia.

—Se acerca una tormenta. ¡Es urgente! Miren por las ventanas, tenemos que hacer algo —grité tratando de llamar la atención. Algunos revisaron el monitor  y, al ver que daba la programación habitual, continuaron con su curso mirándome llenos de indignación.

—Deja de alterar a las personas —reprochó un anciano que iba a la misa, con su atuendo de penitente.

   ¡La misa! Recordé que la mayoría estaría allí. Caminé a pasó veloz, intentando no correr por la entrada al recinto sagrado. Cuando ubiqué al Obispo, me acerqué sigilosamente y le pedí que advirtiera a todos.

—Siéntese, su alma impura necesita un poco de fe —ordenó indignado por mi conducta.

   Le obedecí. Bajo su mirada severa, hinqué las rodillas en el suelo y pedí por la salvación de todos. Unos segundos de oración no harían el milagro pero tampoco causarían la destrucción.

   No tenía una deidad de mi preferencia, así que no sabía a quién dirigirme. Por lo que decidí orar al Dios universal.

   Antes de que lograra expresar mi pedido, se escuchó un trueno voraz que hizo temblar toda la estructura. Aún de rodillas, miré cómo todos los fieles corrían asustados. En menos de dos minutos, solo quedamos en la capilla la imagen de todos los dioses y yo.

—Bien —murmuré—. Parece que tendremos una charla íntima.

   Junte las palmas y oré, como nadie me había enseñado, como si los mismos dioses estuvieran allí y podrían escucharme. Antes de terminar, sentí un estremecimiento recorrer toda mi columna. La piel se me erizó y los ojos se me humedecieron. No sabía por qué, pero había sentido una conexión. Levanté la vista y agradecí. Me incliné y salí.

   Segundos después el techo cayó, sepultando todo.

   No soy de las personas que buscan causas en cada cosa que sucede, pero eso, sin duda, fue algo inesperado. Me habían perdonado la vida. Viviría unas horas más.

   A lo lejos, se veía una gran nube negra que amenazaba con cernirse sobre nosotros. La cumulonimbus estaba lista para descargarse.

   Fui en búsqueda del monitor por tercera vez. Me sorprendí al verlo negro. Lo habían apagado, por primera vez en mi vida. El pánico se estaba apoderando de todos a mí alrededor. Los niños y las mujeres lloraban, los hombres trataban de calmarlas y las autoridades brillaban por su ausencia.

   Subí a Sapientia II y la vi vacía. Un dolor se apoderó de mi alma. Sentí que sería la última vez que pisaría ese lugar y unas lágrimas densas se gestaron en mis ojos. Cayeron junto con los primeros rayos, y me partieron el corazón por igual manera.

   Me di el gusto de recorrer algunos pasillos, los más queridos, y tocar las hojas de los libros,  aspirar su aroma de siglos y propietarios. Pensé en los ojos que lloraron con ellas, las bocas que sonrieron con sus historias, las manos que las tocaron… Y ahora las mías tenían la tarea más ardua, como las de quien debe cerrarle los párpados a un viejo amigo.

—Hasta aquí llegamos —les dije mientras mi pecho sufría con los espasmos de la despedida.

   Me toqué el corazón. Ya no quedaba nada, solo un músculo bombeando sangre para un cuerpo próximo a morir.

   Antes de llegar a la puerta un oficial apareció.

—Eva Simmons, se la requiere en el Tribunal.

—¿Qué es lo que sucede? —pregunté mientras me secaba las lágrimas avergonzada por mi estado emocional.

—Reunión de emergencia.

  Dicho eso, los dos caminamos a toda prisa. Por fin habían entendido la gravedad de la situación y eso me daba cierto alivio.

  Al llegar respiré hondo. Era el último aire que llegaría en paz a mis pulmones.

  Ingresamos y un silencio se apoderó del salón. Todos voltearon a mirarme, ¿qué pasaba? En unos segundos vi a un par de oficiales acercarse, y entre los tres me sostuvieron con fuerza de los brazos y la cintura.

—¡¿Qué hacen?! —les grité al tiempo en que intentaba zafarme.

  Paul se acercó con prisa.

—Suéltenla, no es necesario —ordenó. Ellos, en cambio, miraron a los Ministros reunidos esperando una orden que todos sabíamos jamás llegaría.

—Me cortan la circulación —bufé con bronca.

—Eva Simmons, se la acusa de apostasía y hurto —decretó el Juez, levantando mi libro de flora y fauna, a la vez que imponía el silencio—. Se la declara culpable, con el pueblo de testigo, y se la condena al ostracismo.

  Quedé perpleja. Unas imágenes de mi sueño vinieron a mi mente, revelándome que quizá era premonitorio. Paul me tomó la mano, terriblemente apenado. Sabía que el Juez tenía la última palabra, y más si todos bajaban la cabeza en señal de apoyo y complicidad.

—¿Al ostracismo? —repliqué con incredulidad—, ¿qué clase absurdo es ese?, ¿piensan que tomaré mis cosas y saldré caminando hasta la próxima urbanización, a cuatrocientos kilómetros? —grité con todas mis fuerzas. Los guardias aumentaron la presión, causándome dolor en todo el cuerpo.

—La orden es irrevocable. Se le recomienda guardar silencio. Tiene veinte minutos para abandonar Kleos XVI —Hizo una pausa y cambió el tono de voz—. A los ciudadanos se les pide que vayan a misa a implorar el perdón de los dioses. Que el alma de Eva los apiade y alimente. Será nuestra ofrenda —Dicho eso golpeó la mesa con el martillo finalizando la sesión.

—¡Me están asesinando! —chillé con furia—. Mi muerte será responsabilidad suya, manchará sus al…—No pude terminar de hablar porque me taparon la boca y sacaron a la fuerza del lugar.

   Al menos llegué a oír murmullos. Señal suficiente de que había atemorizado a algunos creyentes. Hace muchísimos años que no se ofrecía ningún sacrificio humano a la naturaleza. Tal vez la desesperación los estaba obligando a usar todos los recursos y rituales disponibles. Y justo tenía que ser yo. Pero no tenía miedo, mis sueños me habían preparado de alguna manera para esto. Sabía qué iba a suceder. Tenía fe.

  Me llevaron atada de manos y con la cabeza cubierta. Cuando pude ver, confirmé mis sospechas: me encontraba frente a la puerta de salida. Estaba claro que con esa orden me estaban matando, ¿para qué dejar que un muerto recoja sus pertenencias?

  Un nuevo rugido del cielo sacudió toda la estructura. Paul estaba a mi lado. Me abrazó y sollozó.

—No, amigo mío…no llores. En otro tiempo y en otra vida, volveremos a cuidar de una biblioteca. Y podremos leer todos los libros con libertad.

  No me respondió, en cambio aumentó la presión y la intensidad del llanto. Puse mis manos en sus hombros y lo aparté.

—El fuego del rayo purifica, tal vez eso es lo que este mundo necesita. Ya tendremos la posibilidad de explorar otros.

—Te voy a extrañar —confesó tratando de recuperar la cordura. Los oficiales lo miraban con recelo.

—Calla, calla —le dije al oído, abrazándolo a mi manera, con suavidad—. Hace días que sueño con esto, no es culpa de nadie. El rayo de Zeus me llama.

   Recordé lo mucho que disfrutamos de leer juntos la Ilíada y la Odisea de Homero. Sonreí y me correspondió, rememorando lo mismo, seguramente. Le cerré los ojos para luego depositar un beso en cada párpado y le puse mi anillo en su mano. Era el último amigo que debía despedir.       

   Antes de que Paul abriera los ojos, ya me había ido. El viento golpeaba con fuerza, la temperatura extrema quemaba mi piel. Vi la tormenta eléctrica sacudir todo a su paso. Caían rayos por todos lados. Yo solo me limité a caminar hacia adelante, sabía que resistiría un poco más y por ello quería ver lo que más pudiera antes de partir.

  Miré hacia arriba, al Rey de las nubes. Una poderosa cumulonimbus se alzaba con todo su esplendor por encima de la precaria urbanización, que parecía una miga de pan en comparación a su tamaño. Cuando se descargaron potentes rayos ramificados, tuve que taparme los oídos. Sentía que me iban a explotar los tímpanos de tan fuerte que rugió la tormenta.

  Por unas milésimas de segundos vi a los famosos sprites, los duendecillos, de color rojo que bailaban por encima del Rey. Sonreí. A mí también me gustaba bailar.

  Un rayo me alcanzó. Todo se volvió blanco. El dolor pasó antes de que pudiera reaccionar.

—Presta atención, ¿otra vez durmiéndote? —replicó un anciano—. Te decía que a la izquierda están los libros de humanidades, a la derecha…—señalaba con un bastón que llevaba por capricho más que por necesidad.

  Me froté los ojos, incrédula. Estaba ante la biblioteca más grande que jamás habría imaginado.

FIN

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