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El último regalo de papá


El viento arreciaba con cada paso que conseguía dar, y su furia impedía que él escuchara otra cosa además de sus aullidos. La nieve que caía en forma de tormenta parecía querer anclarle los pies por las gruesas capas que dejaba en el suelo, al igual que cubría sus ojos para que perdiera de vista las luces de una cabaña en la distancia, su única guía hacia su destino final.

Sin embargo, honestamente, ese clima tan crudo no era el causante de su tan horrible travesía; al contrario, no se sentía amenazado ni en peligro, tal y como le prometieron. Pero lo que le estrujaba el corazón provenía de su mente, de un grito de auxilio desde la Tierra que solo él, como padre, pudo oír. Su motivación para seguir avanzando era una jovencita huérfana que él había abandonado diez meses atrás, y el único ser que podía ayudarla vivía en medio de un bosque de interminable invierno, que podía ser cruel o apacible según el estado de ánimo del anciano barrigón que allí habitaba.

Tal vez fueron minutos, horas, o días, cuando uno estaba muerto esas cosas carecían de importancia, mas cuando al fin se halló cara a cara con una elegante puerta de madera roja, rezó por que no fuera demasiado tarde.

Llamó a la puerta a golpes incontables veces, sin intenciones de parar hasta que alguien la abriera. Él no fue un hombre maleducado en vida, y era consciente de que en esos instantes podía ser más respetuoso, pero por su hija estaba dispuesto a enfrentar el más terrible castigo de un espíritu poderoso, aun de millones.

De repente su mano fue a dar a una superficie blanda en lugar de sólida, sobresaltándose. Retrocedió varios pasos y su mente pudo notar que la puerta se había abierto en medio de su desesperación. Y ahí, frente a él, se encontraba un gigante, no existía otra palabra para describir esa primera impresión. Su altura sobrepasaba un poco el marco de la puerta y apenas podía percibir su rostro, además de una espesa barba blanca; las manos permanecían a sus costados cerradas en puños, fuertes y grandes; su gran barriga hacía lucir más grandes los cuadros de su camisa, dándole un arduo trabajo a los botones de la prenda y a los tirantes de su pantalón rojo para mantenerla en su lugar, pero aun así el hombre exhibía un aura respetable, casi majestuosa y tal vez algo terrorífica.

El imponente ser agachó su cabeza para poder salir a su encuentro. Tenía una expresión severa e intimidante, y aunque sus ojos reflejaban molestia, sin duda no pertenecían a una persona mala, pues la bondad podía vislumbrarse en su brillo.

-¿Quién se atreve a importunar mi trabajo en la víspera de la noche más importante de todas? -vociferó.

El desdichado padre juró que el viento dejó de soplar cuando aquel coloso abrió la boca, permitiendo que nada se escuchara más que su voz. Y él, un antiguo mortal que recordó su posición, solo fue capaz de observarlo con absoluto miedo.

Sin embargo, el viejo entornó los ojos y lo miró de pies a cabeza. Después de unos segundos, lo que pareció ser un latigazo de reconocimiento cruzó su expresión.

-¿Henry? -le preguntó con más tacto-. ¿Tú eres Henry, el niño al que le encantaba patinar en el lago en invierno? ¿El más impaciente para que llegara la Navidad? ¿El que todos los años de su niñez siempre fue de los primeros en mi lista de niños bondadosos?

El espíritu de quien, en efecto, alguna vez se llamó Henry, no supo qué responder. Únicamente separó un poco sus temblorosos labios sin quitarle la vista de encima a su personaje favorito de la época más noble de la historia.

Una risa proveniente del ahora alegre anciano retumbó por todo el bosque, llena de júbilo. La tormenta de nieve cesó, y en cuestión de un instante, ligeros copos de nieve comenzaron a acariciar el paisaje con lentitud y armonía.

-¡Por supuesto que eres él! Nunca olvido a uno de mis niños, sin importar que haya sido bueno o malo -le aseguró esbozando una sonrisa-. Adelante, entra a mi casa. Siempre estoy disponible para charlar con un alma buena.

Fueron apenas unos instantes, pero el cambio en la actitud de aquel ser fue como recibir los rayos del sol después de estar encerrado por meses, y cuando Henry cruzó el marco de la puerta la sensación fue más fuerte. Era imposible no maravillarse.

Pasaron a una gran sala, con una cálida chimenea iluminando el lugar. Tomaron asiento uno frente al otro en cómodos sillones, mirándose fijamente.

-¿Y qué te trae por aquí? -preguntó el más viejo.

Aquellas palabras le hicieron recordar al angustiado papá el motivo de su visita y lo urgente de esta.

-Mi hija -dijo con la voz quebrada.

El semblante del espíritu de la Navidad se mostró más rígido, solo un poco.

-Oh. -La sonrisa amable se volvió algo socarrona-. Una niña difícil. Recuerdo que solía ser muy dulce en su infancia, pero empezó a perderse en el camino cuanto más crecía. Pero después de todo es tu hija, y de su madre. Por supuesto que es buena, con un corazón precioso, mas no lo sabe. -Se cruzó de brazos-. ¿Qué pasa con la niña?

Henry agachó su cabeza, avergonzado.

-La he dejado sola en el mundo. -No derramó ni una lágrima, no podía, pero no hizo falta: su voz y postura reflejaban el más grande pesar-. Cuando su madre murió, hace ya tantos años, se convirtió en su ángel guardián, y fue a buscarme para pedirme ayuda. -Haló varios de sus cabellos con desesperación-. Me enseñó que, cuando me fui, la obligaron a trabajar en un prostíbulo. Ella lo detesta, y los dueños le hacen cosas horribles. Ya no puede más, su corazón es muy sensible, muy frágil, y está dispuesto a dejar de latir por sus propias manos. Su madre intentó ayudarla, pero nuestra hija se siente tan miserable con su suerte que nada sirvió. Y cuando escuché eso, supe que ella me esperaba a mí, y a nadie más.

-¿Y por qué a ti?

-Porque peleamos antes de mi muerte -confesó en un suspiro-. La conozco muy bien. Cree que la odio, y si piensa eso, no va a poder vivir consigo misma en paz. -Levantó su vista hacia el gran espíritu, suplicante y temblando-. Mi hija me necesita, y yo soy su padre. Debí estar con ella sosteniendo su mano hasta el fin de sus días, pero no lo hice. Por favor, te ruego que la ayudes, no puede sentirse así en Navidad, no después de lo mucho que me esforcé en hacerla feliz en estas fechas cuando estaba vivo. No puede ser desdichada en un día tan importante para mí. Sé que tú puedes decirle lo mucho que la amo, que no la culpo de nada y alegrarla un poco; siempre lo hacías en Navidad cuando era pequeña.

La mirada del anciano mostró una profunda tristeza, y dio la impresión de haber envejecido unos mil años.

-Mi pobre niña -se lamentó-. No me gusta que todos cumplan esa edad en la cual ya no puedo cuidarlos, y menos para que terminen así. Ojalá me hubieran permitido un par de años más con ellos para impedir algunas cosas malas. -Fijó su vista en la chimenea y suspiró-. Pero por más que quiera, no sé cómo ayudar a tu hija. Ha crecido, y su alma... es diferente. Con los años esta se vuelve más turbia con todo lo que vive, todo lo que sufre, y ya no puedo ablandarla como antes.

El buen padre se hincó en el suelo, listo para implorarle las veces necesarias para que cambiara de opinión. Pero antes de siquiera abrir la boca, el espíritu de la Navidad continuó:

-Pero sé quién puede decirme cómo ayudarla -anunció levantándose de su asiento.

Le dedicó un asentimiento con la cabeza, y se marchó de la sala. A Henry le pareció que no tuvo que esperar demasiado para verlo regresar.

-Hablé con mi jefe -reveló con una sonrisa sospechosa danzando en sus labios, pero sin duda dichosa-, y llegamos a una propuesta muy interesante para ti. Con tal de ver a tu hija una última vez, ¿estarías dispuesto a convertirte en mi ayudante por la eternidad? Cada vez hay más niños en el mundo, y no puedo con todo el trabajo por mi cuenta; demasiados juguetes y buenos deseos que entregar. Otro par de manos me vendría muy bien, y juntos nos encargaríamos de velar por todos los niños del presente y del futuro. A cambio, tú podrás hablar con tu niña esta misma noche, para evitar que cometa un grave error, y hacer algo que yo ya no puedo: salvarla.

-Acepto -afirmó al instante.

Todas las condiciones del trato eran más de lo que esperaba, y su recompensa le pareció inigualable.

El viejo le puso una mano en el hombro con solemnidad.

-Entonces yo te nombro Henry -anunció con voz atronadora que hizo eco por toda la casa-, el primer duende al servicio de Santa.

Cuando bajó a la Tierra de nuevo se encontró en un bosque, solo que cubierto en sombras provocadas por los árboles que no dejaban que la luz de la luna se filtrara. El correr de un río podía escucharse muy cerca, y cuando el sonido de algo chocando contra el agua rompió el aire, supo a dónde tenía que dirigirse.

Llevó sus pasos con premura a través de raíces, ramas caídas y arbustos, y al llegar al borde del río atisbó una mata de cabello largo siendo arrastrado por la corriente, y no pasó mucho tiempo para que se perdiera bajo el agua.

No aguardó más y se zambulló en el río, e inmediatamente el cuerpo de agua se transformó en una interminable habitación de la blancura más inmaculada. Los ruidos del bosque cesaron, y el desgarrador llanto de una niña ocupó su lugar.

Y ahí estaba su hija, a pocos metros de él, caminando a trompicones y luciendo otra vez como la pequeña de cinco años que acudía a él en lágrimas cada vez que extrañaba a su mamá fallecida.

-¡Zilla! -la llamó corriendo hacia ella.

La niña detuvo sus lamentos y lo miró, con sus grandes ojos negros humedecidos y su expresión derrotada, indigna en aquel aspecto infantil. Cuando lo reconoció, volvió a romper en llanto y corrió a su encuentro.

-¡Papi!

Si el corazón de Henry hubiera seguido latiendo, seguramente habría saltado de gozo al escuchar de nuevo esas palabras.

Se agachó para recibirla en un abrazo y la cargó, como siempre lo hizo cada que su niña necesitó consuelo.

-Ya está, mi amor. Estoy contigo, no llores más -le susurró con ternura y la voz quebrada.

-¡Papi, perdóname! -gimoteó.

-¿De qué? Nunca has hecho nada para lastimarme.

-¡No es cierto! Fui muy mala contigo, te dije cosas terribles y te decepcioné -exclamó entre sollozos-. Yo estoy decepcionada de mí, soy un fracaso. Quiero irme contigo y con mi mamá, no me gusta estar sola. -La niña abrazó a su padre con más fuerza -. ¡Te extraño mucho!

-También te extraño, hija, pero no puedes ir conmigo. No aún.

-¡Sí puedo!

-No, no puedes. -Él esbozó una sonrisa triste-. Y no quiero que lo hagas. Eres muy joven, aún tienes tiempo de reparar tu vida, y yo no podría soportar verte partir de este mundo con el alma deshecha. -Dejó escapar un sollozo-. Quiero que lo hagas feliz y en paz, como la niña noble que eres.

-Pero no sé cómo hacerlo sola -se quejó en un murmullo.

­-Bueno, tienes a tu mamá que siempre te está cuidando. Y yo estoy aquí ahora, ¿no?

Pausó un momento para tragarse el nudo en la garganta al recordar que aquella sería la última vez que la vería. Pero si eso era el primer paso para que su niña dejara de sufrir, lo aceptaba.

-Está bien estar triste, Zilla, pero no por siempre. Será un viaje duro, pero tu mamá y yo siempre vamos a cuidarte. Tienes que ser una niña fuerte y valiente, como siempre lo has sido en el fondo. ¿Lo prometes?

Su hija levantó la cabeza de su hombro y lo miró. Sus ojos aún estaban acuosos, pero respiró profundo y asintió varias veces con la cabeza. El corazón de Henry casi despertó de su letargo para hincharse de orgullo y amor; ahí estaba la preciosa niña que habían criado él y su esposa.

-Por cierto, te traje un regalo -le dijo a la vez que los sentaba a ambos en el suelo.

-¿Qué cosa?

Henry acarició el guardapelo que su hija siempre llevaba colgado. La niña se rió y negó con la cabeza.

-Ese no es un regalo, lo tengo desde bebé.

-Lo sé, pero añadí algo que te gustará. Ábrelo.

Zilla obedeció y frunció el ceño al ver que, aparte de una foto de sus padres, también había un papel cuidadosamente doblado. Al abrirlo, unos polvos brillantes saltaron directo a su rostro, pero ella pareció no notarlo. En su lugar leyó lo que su padre había escrito en el papel minutos antes de partir hacia la Tierra:

"Sin importar lo mal que creas estarlo haciendo, o qué tan lejos estés de nosotros, o qué tan sola te sientas, recuerda que siempre vamos a estar en tu corazón, cuidándote más que a nuestra vida, sintiéndonos orgullosos de ti, y amándote más que la distancia entre el cielo y la tierra."

-Feliz Navidad, mi hermosa niña -susurró.

Su hija, otra vez luciendo como una joven radiante y llena de sueños, levantó su mirada y le dedicó la sonrisa más bonita del mundo.

-Feliz Navidad, papá.

Tal y como lo prometió el viejo espíritu, el río condujo a su hija a una aldea lejana al horrible prostíbulo donde había trabajado los últimos meses. Él solo se encargó de llevarla hasta la orilla, dejándola a salvo bajo las ramas de un árbol fuerte. El polvo de la carta de su guardapelo la protegió del frío, y le dio kilos y kilos de esperanza, resignación y optimismo, todos los que el buen anciano guardaba en sus reservas. Además, el polvo también le hizo creer que la carta siempre había estado allí, y solo olvidó sacarla y leerla en sus momentos más grises.

Henry no se apartó de su lado hasta que los primeros rayos del sol acariciaron el cielo, y hasta que observó a una señora y un joven acercarse a toda prisa hacia ella, aparentemente listos para ayudarla.

La había criado bien, y con mucha ayuda, pudo estar ahí para ella en una última ocasión. Ya solo quedaba confiar en que sabría aprovechar todas las herramientas y seguir su camino. Él no tenía ninguna duda de que lo haría.

Y por supuesto, también quedaba cumplir su parte del trato como duende. Al principio le costó acostumbrarse a lucir de nuevo como un niño, pero el sabio espíritu de la Navidad le había dicho que así sería más sencillo acercarse a los pequeños, e igualmente lo ayudaría a recordar la forma en la que piensan los hombres en sus días más bondadosos, nobles y puros.

Pronto se descubrió tarareando al fabricar un juguete, riendo con las novedosas cartas de los niños, cuidando sus sueños y consolándolos en las Navidades difíciles.

Otra cosa que alegró su nueva vida de duende fue el dejar de ser el único. La historia de su hija no tardó en llegar a otros oídos de almas buenas que también estaban preocupadas por el destino de sus hijos, la soledad de sus parejas, la tristeza de sus nietos... Y al igual que él, accedían a repartir inmensa felicidad a los niños del mundo a cambio de brindarles el empujón que les faltaba a sus seres queridos para encaminarlos de vuelta por el sendero correcto.

Pero no fue hasta muchos años más tarde en que Henry terminó por convencerse de que había tomado la decisión correcta.

Como el encargado de guiar a los nuevos duendes a través del duelo que fue dejar a sus hijos en la Tierra, y prepararlos para su misión de rescatarlos de su propio abismo, era su deber presentarse y darles algunas palabras de aliento. Pero aquel maravilloso año pudo ver entre los nuevos reclutas a una niña de cabellos largos y castaños, con unos bonitos y grandes ojos negros, con el miedo marcado en su rostro tan familiar; una expresión que él transformó en sonrisas varios años atrás.

No supo si fue magia, alguna obra del viejo bonachón, o suerte, pero en cuanto los ojos de su hija se posaron en él, supo que lo reconoció, a pesar de lucir como el niño que alguna vez fue y que ella nunca conoció. Y lo mejor de todo, es que con su sola mirada Zilla le hizo saber que recordaba aquella noche, y todo lo que había hecho para que ella tuviera una mejor vida.

Que los demás duendes estuvieran observando no le importó, y solo cuando su niña estalló en lágrimas y corrió para abrazarlo, volvió a sentirse como la primera vez que la sostuvo en brazos.

Vivo.

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