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CAPITULO 9.-

Había silencio.

Abel se dio cuenta de que la corte completa se había quedado en silencio. Las damas miraban por encima del hombro en su dirección. La reina no apartaba sus ojos de Amaris, el rey estaba demasiado ocupado observando a su hijo Arles, en busca de algo de apoyo. Y Abel reconocía el hecho de que Amaris no había retrocedido ni un paso ante todas las miradas acusatorias y curiosas en ese salón.

Ella tenía la barbilla en alto, el cabello con restos de lodo, la espalda completamente recta y las manos ocultas en la capa. A pesar de que vestía con harapos sucios por el viaje, ella parecía segura de sí misma, incluso un poco arrogante. Abel tuvo que controlarse para evitar sonreír. Un pensamiento lo tomó por sorpresa y eso era que Amaris se veía igual que una reina.

—Acércate, pequeña— dijo el rey, rompiendo el silencio en el salón.

Amaris no desperdició ni una mirada en Abel, quien como su escolta, avanzó dos pasos detrás de ella.

Por costumbre, el guerrero revisó los rincones del lugar con un simple vistazo. El trono forrado de terciopelo rojo, el color del mismo no era un accidente, el rey lo había pedido así para que los demás pensaran que era la sangre de sus enemigos. La reina estaba de pie a su lado, con una mano puesta sobre el hombro de su esposo. Arles miraba divertido hacía Amaris, y esta le devolvía la mirada llena de frialdad, pero eso parecía divertir aún más al príncipe.

—Muchas lunas son las que hemos estado impacientes por tu presencia—exclamó el rey poniéndose de pie. Su larga capa color verde arrastrándose por toda la sala del trono.

La voz retumbó en cada esquina, en cada pared, en cada ventana y como si la hubiera captado cada ser humano en aquel lugar, todos asintieron. Eso pareció darle valor al rey, quien avanzó otro paso hacia Amaris.

Abel sintió un repentino cambio en el lugar, discretamente se llevó una mano a una daga oculta entre su ropa. Él se dio cuenta de que no era el único que lo había sentido, pues la reina se crispó cuál gato a punto de cazar. Fuera de ellos dos, nadie más parecía percibirlo. Pues Arles y el resto de la corte, estaban tan quietos que apenas y podían respirar. El rey miraba a Amaris en busca de una respuesta, él seguía moviéndose hacía ella, quitándole espacio, jugando con sus emociones.

— ¿Impacientes? ¿Han estado impacientes?— dijo la joven por fin.

El rey frunció el ceño y la reina abandonó su lugar junto al trono, su esbelto cuerpo avanzando para colocarse a la espalda de su esposo.

— ¿Te atreves a...?— Comenzó la reina, pero una carcajada surgió de los labios de Amaris.

Ella se dobló sobre sí misma y comenzó a reír. Abel, no recordaba en su vida haber sentido miedo, pero al ver a la reina retroceder asustada, supo que se enfrentaban a algo para lo que no estaban preparados.

Él trató de poner una mano sobre el hombro de la joven, pero ella se incorporó. Había algo en sus facciones que le resultaba completamente ajeno a Abel, pero los ojos... estos se habían tornado completamente de un color verde oscuro.

— ¿Han estado impacientes?— repitió casi en un grito. Su cabello blanco sacudiéndose mientras hacía pasos teatrales alrededor de los monarcas— ¡La pobre niña ha estado alejada de los suyos por más de veinte lunas!

Abel apretó fuerte la daga. Ahora sabía a lo que se estaba enfrentando, sabía que era aquello que había sentido en la sala del trono, el solo pensar en la palabra lo hizo apretar la mandíbula: Magia. Hechizos más antiguos que el mismo bosque. Sortilegios que databan desde la época de los Guardianes y los Oráculos.

—Toda su vida es un error. Su existencia traerá terribles consecuencias. Robada de la cuna por una pobre aprendiz de bruja sin magia alguna en las venas. Fue abandonada en el bosque para ser devorada por las bestias... y gracias a un alma cambiante pudo salvarse ¿Ustedes han estado impacientes?— continuaba hablando Amaris, con aquella voz de ultratumba que parecía sonar en todas partes y en ninguna.

—No te permito— dijo la reina, pero una mirada brusca de la joven la interrumpió.

— ¿No me permites? Guarda la lengua, maldita serpiente.

La reina palideció y miró al rey en busca de apoyo, pero este miraba completamente atónito a Amaris. Sin atreverse a respirar. Abel miró a la corte, ninguno se movía ¿Qué clase de hechizo era aquel?

—Aunque hay demasiadas cosas que debemos arreglar— dijo ella mirando al rey—. Ahora mi tiempo se acaba. La joven Oráculo cuenta con protección, con la más antigua magia que puedas alcanzar a imaginar. Un pequeño rasguño a su poder y desearas jamás haber nacido. Los reinos conquistados esperan ansiosos tu muerte. Un nuevo Guardián se levantará, y al unir su destino con el del Oráculo, ni tus ejércitos, ni sus trucos de salón— agregó mirando a la reina—. Serán suficientes para mantenerte a ti y a tu descendencia protegidos. Ahora que la diosa les ha dado la espalda, simples mortales...

Su voz se fue apagando, hasta acabar en un simple suspiro. Abel se adelantó cuando Amaris cayó de rodillas sobre el suelo, tosiendo y retorciéndose sobre sí misma.

Abel vio a Arles respirar profundo, él y la corte parecían volver a estar presentes, sin ninguna magia controlándolos. Hacía siglos que nadie había puesto en práctica los hechizos de tiempo. Era un tema prohibido hasta para las brujas más poderosas y oscuras de todos los reinos.

—Entonces...— dijo Arles, como si hubiera estado presente toda la conversación— ¿Podemos proceder a un interrogatorio más apropiado?

—Calla y deja que se marche— ordenó el rey y retrocedió hasta su trono.

Arles frunció el ceño en dirección a su padre, como si este nunca lo hubiera hecho callar, como si nunca le hubiera dicho: no. Pero el príncipe simplemente asintió, aceptando las órdenes de su padre.

—Los guiaré a las habitaciones de la señorita, si me lo permiten— dijo Arles con una sonrisa cortés y se dirigió a Amaris.

—Yo la llevaré— comentó Abel y levantó a la joven como si no pesara más que una simple pluma.

Él siguió a Arles fuera de la sala del trono, pero pudo escuchar a la reina murmurar algo sobre un cuerpo sin espíritu. A pesar de sí mismo se estremeció, y caminando por el pasillo, con Amaris entre sus brazos, no pudo evitar mirar el joven rostro y preguntarse si de verdad no había un espíritu o un alma dentro de aquel cascarón que usaba como cuerpo.

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El sol se estaba ocultando para cuando Rainia abandonaba la sala del trono. El rey había logrado calmarse luego de golpear a un par de criadas, pero ese no era problema suyo, como reina únicamente debía complacer a su esposo, y si él deseaba golpear mujeres a su antojo, que lo hiciera, mientas su ira no cayera sobre ella o sus hijos.

Rainia, abandonó el palacio real, y se dirigió a los jardines, colocando la capucha negra sobre su cabeza. El cabello dorado colgando sobre sus hombros y el vestido mojándose en las orillas por los charcos de lluvia entre los arbustos. En otra circunstancia, ese detalle la habría vuelto loca, pero ahora necesitaba encontrar a ese par y saber por qué no la habían advertido. Aún sentía su piel erizarse por el encuentro con el Oráculo. La reina se dirigió hacia la torre que se encontraba al finalizar los jardines, casi abandonando el territorio de la familia real. En ese lugar descansaban los guerreros de Élite. A ella le parecían vulgares y soeces. Siempre bebiendo, siempre peleando, siempre comiendo y entrenando. Pero constantemente vigilando.

Ella llegó hasta la puerta de la torre y pudo escuchar una alegre melodía de un violín. La luz de luna la dejaba ver lo suficiente como para no tropezarse en el camino, también un fino rayo se dirigió a la puerta para mostrarle que se encontraba abierta. Un completo descuido o una falta total de moral.

— ¿Podemos ayudarla en algo?— preguntó una voz femenina en la entrada. La guerrera tenía un tarro en la mano y una mancha de comida junto a la boca—. Su alteza— agregó con una reverencia mediocre, seguramente por su estado de embriaguez.

—Supe que los Arhat regresaron con ustedes— dijo con tono solemne.

La joven soltó una risotada.

—Había olvidado que su hermandad de hechiceros ya tenía un nombre... Los Arhat... les queda, supongo.

La reina levantó una ceja, esperando por una respuesta. La joven no parecía percibir la impaciencia que emanaba de ella. La guerrera se llevó el tarro a la boca y lo apuró hasta la última gota. La reina apretó los puños, algún día se ganaría el respeto de estos animales, al igual que se ganó el del resto de los ejércitos.

La joven terminó de beber y al bajar el tarro se limpió la cara con el dorso de la mano, y la bajó justo antes de ahogar un eructo.

—Espere— dijo y levantó un dedo sucio hacia la reina—. Yo no sé a dónde se fueron, pero estoy segura de quien si ¡Sairus!— gritó la joven por encima del ruido y un hombre levantó la cabeza de entre la multitud— ¡Ven aquí hijo de perra! ¡La reina quiere hablar contigo!

El hombre se levantó trastabillando, bebió hasta la última gota de cualquier cosa que estuviera en su tarro y lo dejó con un golpe sobre la mesa de madera.

La joven guerrera hizo otra burla de reverencia, con su larga trenza casi tocando el suelo y se marchó hasta donde se desarrollaba la fiesta. Ellos habían llegado victoriosos de una misión. Aun no tenían idea de la clase de monstruo que habían metido en el palacio.

Al parecer todos esperaban que ella se uniera, ya que llenó de nuevo su tarro y subió a una de las mesas y extendiendo los brazos soltó un grito de júbilo que los demás respaldaron.

— ¿Puedo ayudarla en algo?— dijo el hombre al que la joven había llamado. Era bastante alto, cabello negro y ojos oscuros enmarcados por ojeras bastante pronunciadas. La barba de varios días le cubría el rostro y un par de guantes negros le ocultaban las manos llenas de cicatrices.

La reina, desde que era joven, podía ver las cosas alrededor de las personas, saber que los rodeaba o a que estaban destinados. No sabía leer las mentes, contrario a lo que pensaban los demás, o a lo que decían los rumores. No, ella podía ver la energía que rodeaba a cada persona.

Y pudo jurar que al hombre que tenía en frente, lo rodeaban las sombras, y estás, como si fueran sus viejas amigas, le susurraban cosas. Estaba frente a un Vigilante, aunque estaba segura de que él ni siquiera sabía que lo era.

— ¿Cómo llegaste aquí?— preguntó Rainia con curiosidad.

Sairus enarcó una poblada ceja negra.

— ¿Esa es la pregunta en realidad?

La reina descompuso sus facciones. Estaba cansada y no tenía tiempo, ya fuera un Vigilante o no. Aunque estos fueran cada día más escasos.

—Creo que conoces la naturaleza de mi visita.

Sairus asintió e hizo una profunda y más educada reverencia que la de la joven anterior.

—El Arhat se encuentra en el ala norte del palacio. Debe tener cuidado con las guardas— terminó de hablar y le dio la espalda.

Contrario a la joven, él no se unió a la fiesta de una forma que llamara la atención, simplemente se arrastró por las sombras hasta llegar a su lugar, y de esa forma nadie se percató de que se había ido y regresado.

La reina salió de la torre, llevándose valiosa información por la cual no había tenido que pagar.

Atravesó de nuevo los oscuros jardines, los hombres que vigilaban las entradas hacían reverencias cada vez que ella pasaba. Ni siquiera se molestó en mirarlos.

Rainia llegó al ala norte del palacio, no tenía idea de porqué Diana cambiaba de habitaciones constantemente, y a donde iba, Julián la seguía. Atravesó el arco que dividía el ala norte de los jardines y sintió un cosquilleo fuerte en la piel. Las guardas de Diana eran cada vez más fuertes, no solo eso, su magia también. Rainia tenía pesadillas sobre el día en que la joven bruja descubriera sus orígenes y reclamara todo aquello que le pertenecía. Y tenía aún más miedo de que los aquelarres se dieran cuenta de quien vivía en aquel palacio.

Rainia sacudió la cabeza para sacar esos pensamientos de su mente. Puso sus facciones completamente en blanco. Ese aspecto no lo cuidaba por Diana, si no por Julián, que debajo de su apuesto rostro y su actitud aburrida, estaba la mente más brillante entre esas paredes.

La reina avanzó por dos largos pasillos, y en donde pisaba, las antorchas se encendían, sin duda un truco barato.

—Mi señora— dijo una voz a su espalda—. Es un honor tenerla aquí.

— ¿Honor?— espetó y giró—. Deja ya los juegos, Julián ¿Por qué no me advirtieron sobre el Oráculo?

Su aprendiz frunció el ceño.

—No sé a qué se refiere...

— ¡Utilizó magia de tiempo!

Las facciones del hechicero se llenaron de sorpresa.

—La vimos— dijo una voz femenina desde las sombras—. La vimos en el campamento. Fuera de que parecía tener conversaciones con la luna, nada en ella era importante. De hecho creo que es un ser carente de magia...

— ¿Crees?— inquirió la reina—. Muéstrame tu cara para poder ver tus ojos cuando me mientes.

—Ella no se siente bien hoy...— murmuró Julián, pero ya era tarde, pues Diana cayó desde las sombras, justo frente a la reina.

Rainia tuvo que contenerse para no retroceder. Los ojos de la bruja estaban inyectados en sangre y las venas de su cara y cuello estaban marcadas en color negro.

— ¿Hace cuánto no te alimentas?— preguntó la reina.

— ¿Realmente importa? La visita de su majestad se debe a que tiene preguntas y no preocupación. Dígame como puedo ayudarla para que pueda marcharme y buscar comida...

—La sangre de los animales ya no es suficiente para ti, querida— Rainia trató de retirar el cabello de Diana de su rostro, pero Julián cerró la mano en torno a la muñeca de la reina.

—Yo no le recomendaría tocarla o acercarse demasiado, majestad— dijo mientras la soltaba y retrocedía un paso—. Al menos no hasta que se alimente.

Rainia bajó la mano y miró a Diana.

—Busca sangre humana, querida.

—Es una orden que no puedo obedecer. En cuanto al Oráculo... nunca dio muestras de magia poderosa. Aunque su cuerpo parecía una especie de medio...

— ¿Medio? ¿Para los muertos?— preguntó Rainia.

—No, para los Seres.

La reina sintió que se atragantaba. Los Seres podían usar magia de tiempo sin restricciones. Esto estaba más allá de su control. Pero aún tenía otra jugada que hacer, aún podía utilizar a Diana para contrarrestar la magia del Oráculo.

—Aliméntate— ordenó—. Y tú vigila bien a tu hermana, asegúrate de que no cometa una tontería. Los espero mañana en mis habitaciones.

Rainia abandonó el ala norte lo más rápido que pudo. Había algo que se apretaba fuerte en su estómago. Y justo antes de llegar a los jardines, vomitó sobre los arbustos.

Todo estaba bajo control. No había nada fuera de su control.

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— ¿Qué piensas?— preguntó Julián con cuidado, pues Diana era impredecible cuando no se alimentaba.

—Debemos encontrar otro protector pronto— respondió su hermana y subió de un salto al alfeizar de la ventana. Aquel lugar que daba hacía las granjas. Iba a alimentarse de ovejas, era lo más cercano.

— ¿La reina ya no es confiable?— inquirió él.

Diana sonrió, la luz de la luna arrancó destellos de su blanca piel, haciendo más visibles las horribles marcas negras.

—Rainia huele a miedo. En cada respiración grita terror.

Y saltó para perderse en la noche.

Julián observó a su hermana correr en la oscuridad y se dio la vuelta para ir a dormir.

Así que el destino de esa guerra ya estaba decidido. 

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