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CAPITULO 61.-

Ieda miró por la ventana en su habitación, justo cuando las nubes se apartaban, para permitirle ver la luna en su fase menguante gibosa, si las brujas de antaño no se equivocaban. Encendió una cerilla en el fuego crepitante de la hoguera, llevándola con cuidado hasta las cuatro delgadas velas negras, que rodeaban una vela blanca de gran tamaño. Las encendió con cuidado, repitiendo sus oraciones para la Diosa madre, a la dama de las almas solitarias y los corazones rotos:

"Que el perdido encuentre su camino.

El viajero vuelva a casa.

Que el navegante vea las luces en el mar.

Ruego a la Diosa, que él siempre me mire...

En cada gota de agua, y en el fuego crepitar.

En cada roce del viento sobre su piel.

La tierra bajo sus pies lo debe guiar de vuelta a mis brazos.

Y que sus palabras siempre traigan la verdad de su corazón"

Ieda tomó la vela blanca, esparciendo la cera derretida y caliente sobre las otras velas negras, para luego colocarla de nuevo en el centro.

Tomó un alfiler y clavó la punta sobre su dedo índice, dejando que las gotas resbalaran hasta el suelo, donde dibujó la marca de la Diosa de las almas solitarias. Después, buscó la pequeña bolsa de sal, mezclando el polvo blanco con su sangre, lo esparció sobre el fuego de las velas. Las de color negro se apagaron, el humo ascendiendo en pequeñas líneas hacia los tablones del techo.

Ieda formó tres pequeñas esferas con la cera y la sal, dos de color negó y una de blanca. Con ayuda del alfiler impregnado con su sangre, las perforó por el centro, para formar un collar. Después, tomó uno de los cabellos que había conseguido antes, lo trenzó con estambre, formando un amuleto.

La joven se puso de pie y abrió la puerta de su habitación.

Afuera esperaba Cissale, una de las prostitutas del burdel de madame Cyrella, una de las pocas que se dignaban a hablar con Ieda.

―¿Está hecho?― preguntó Cissale.

Ieda levantó el amuleto ante sus ojos. Cissale se inclinó al frente para tratar de arrebatarlo, pero ella fue más rápida para retirarlo de sus manos y ocultarlo de la vista.

―Son dos monedas de cobre― dijo Ieda.

Cissale gruñó.

―Eres tacaña incluso con tus hermanas― replicó haciendo un puchero―. No es justo.

―No, lo injusto es que obligues a un hombre a amarte a través de la magia.

Cissale resopló y buscó entre sus pechos su bolsa de monedas, sacó dos de cobre y se las entregó. Ieda le dio el amuleto.

―Asegúrate de bañarlo con la luz de la próxima luna llena― instruyó.

La joven prostituta dio vueltas al amuleto para verlo mejor.

―¿Segura que funcionará? El que le diste a Juna era diferente.

―Porque pidieron cosas diferentes.

Cissale se guardó el amuleto en el corpiño, y con una mirada de curiosidad, preguntó:

―¿Qué pidió Juna?

Ieda se inclinó para que la escuchara.

―Meterte con los secretos de las demás, te llenará de verrugas.

Cissale dio un salto hacia atrás y con la mano derecha dibujó la señal de los Dioses sobre su rostro y con la izquierda sobre sus partes íntimas.

Ieda no pudo hacer otra cosa más que reír mientras observaba a Cissale hacer el baile ridículo para espantar a los malos espíritus.

Fue imposible evitar sentir tristeza por la mujer. Ya estaba llegando a la edad de treinta, y aunque sus pechos y trasero seguían siendo firmes, Cissale sonreía con frecuencia, y eso provocaba marcas de arrugas en su rostro, alrededor de los ojos y la boca. También sus manos se volvían ásperas, ya que ayudaba a lavar ropa, porque los clientes cada vez la pedían menos. Juna le dijo a Ieda, que Cissale pintaba su cabello negro con carbón para ocultar algunos mechones blancos que la asomaban.

La vejez era el peor enemigo de una prostituta.

Lo único que le quedaba a Cissale, era la esperanza de que el hombre que prometió amarla, regresara. Para eso era el hechizo.

Ieda ponía una pequeña porción de magia de luna en cada hechizo, pero el que funcionara, dependía de la voluntad de las personas involucradas, y ella dudaba que ese viajero recordara el nombre de su amiga.

―Vamos, pasa, prepararé te― dijo Ieda, indicando el interior de la habitación.

Cissale le dio una de sus hermosas sonrisas, sin embargo, no llegó a entrar, pues el golpeteo de un bastón contra las tablas las alertó de que la Madame se acercaba.

­­―Vete― murmuró Ieda―. Te buscaré para la cena.

A pesar de la diferencia de edad, las otras solían hacer lo que Ieda decía. No porque tuviera algún poder sobre ellas, pero si tomaba las mejores decisiones, a pesar de no conocer mucho más que burdeles.

Quizá también ayudaba, que cada vez que tenía un mal presentimiento, no dejaba que sus hermanas salieran del burdel, y al día siguiente siempre tenían la noticia de que una prostituta había sido asesinada en los callejones del reino.

Ella las conocía, iban de otros burdeles para pedirle amuletos. Ya fuera para evitar embarazos o para atrapar algún hombre.

Ieda creció apartada de todo, recordaba muy pocas cosas sobre su madre, sin embargo ¿Cómo podía ella, dejar desprotegidas a esas mujeres?

―Debería entregarte a los sacerdotes― espetó madame Cyrella, deteniéndose al lado de la puerta.

Ieda cruzó los brazos. Conocía el carácter huraño de la mujer, pero no podía odiarla, no cuando conocía su pasado.

―Adelante. Mi protector quemaría todo este lugar.

La madame pasó a su lado y se detuvo a recargar la espalda contra la pared, aliviando un poco el dolor en su vieja espalda. Ieda pudo percibir el olor a tabaco, y tal vez, opio.

―Pudo preparar un remedio para el dolor.

―No quiero tu brujería, niña― dijo en tono firme―. Si los sacerdotes saben de esos amuletos...

―No tienen modo de saberlo. Son para mis hermanas, no para las mujeres del castillo.

Madame negó un par de veces.

―A veces creo que eres más inteligente de lo que pareces.

Ieda sonrió.

―Lo tomaré como un cumplido.

La madame comenzó a caminar hacia el barandal de la escalera. Desde ahí podía observar las actividades del burdel, los cuartos privados, los fumaderos de opio, y las mesas de apuestas. Cyrella ya estaba lista, con esa camisa blanca y holgada, y una falda rojo oscuro que le llegaba hasta la cintura. Ieda sospechaba que seguía utilizando corsé, a pesar de que el consumo de opio, había reducido su peso lo suficiente como para dejar de tener busto.

Pero no es algo que los clientes pudieran notar, no sin quitarle la ropa. Ya que la madame solía rellenar los huecos en sus carnes con ropas viejas.

Ieda se acercó a ella. Faltaba poco para abrir las puertas, y las chicas corrían de un lugar a otro, buscando maquillaje, trenzando cabellos, poniéndose los vestidos y zapatos.

No pudo evitar observar, por el rabillo del ojo, como madame veía a las chicas, con una mezcla de tristeza y orgullo. Era otra de las razones por la que ninguna podía odiarla. Ella las había sacado de las calles. A mujeres abandonadas, a niñas despreciadas, y jóvenes violadas. No les prometía nada que no pudiera cumplir... y luego estaba Ieda.

― ¿Cómo es él?― preguntó, recargando los codos contra la baranda de madera.

Ieda solía utilizar la ropa que le venía en gana, casi siempre regalaba las prendas que su protector le llevaba. En ese momento se encontraba envuelta en una bata blanca. No haría mucha diferencia, con su aspecto casi infantil. Todos en el reino sabían que madame Cyrella no trabajaba con niñas.

―Es un hombre de temer― respondió la mujer, mientras metía tabaco en su pipa―. Su nombre es común entre los reinos, pero al escucharlo, más de uno se aparta de su camino. No es alguien a quien quisieras hacer enojar.

Ieda vio como dos de las chicas se apretaban las mejillas para darse un rubor natural. A pesar de que el lugar estaba tan caliente que tenían la cara roja.

― ¿Por eso me conservas?― indagó Ieda en voz baja.

Madame Cyrella dio una calada a la pipa, soltó el humo de manera tranquila. Le dio una mirada penetrante y significativa. Tal vez por fin, Ieda podía saber algo más sobre su protector.

―Cada día estás más gorda― soltó Cyrella.

Ieda miró al frente. Ya no dejaba que esa frase la afectara, es verdad que solía ganar peso con facilidad, pero era la forma de la madame de cerrar temas. Se percató de que sin darse cuenta, había comenzado a acariciar de manera distraída la cinta de cuero atada a su muñeca. Era un regalo, uno que nunca esperó recibir.

Ese hombre regresaba al burdel casi todas las noches, pero nunca la miraba, no preguntaba por ella. Simplemente pagaba a sus hermanas por entretenimiento y se marchaba.

Juna solía decir que así eran los hombres y lo mejor era nunca esperar nada de ellos. Sin embargo, había sido capaz de pedir un hechizo de amor.

―¡Ieda!― la llamó Juna desde las escaleras―¡Tu lord está aquí!

―¿Ha preguntado por mí?― gritó, levantando la cabeza.

Juna se detuvo al ver a madame Cyrella.

―No― dijo al fin―. Pero hoy parece diferente.

―Si no pregunta, no quiero saber nada.

Juna asintió débilmente y le dio esa maldita mirada de lastima, como si Ieda tuviera el corazón roto. Y la verdad era, que no esperaba nada romántico de ese hombre, sin embargo, si una vía de escape, ya que su protector no podía ser alguien más poderoso que un lord ¿O sí?

Ieda dio la vuelta para entrar a su habitación. Esa noche no le apetecía observar la depravación del burdel.

Estaba a punto de levantar el altar de hechizos cuando escuchó a sus hermanas gritar en la parte de abajo. Volvió sobre sus pasos para asomarse por la barandilla la escalera, apoyó las manos sobre el borde para obtener un mejor vistazo.

Derrall había llegado, cargando su viejo y maltratado laúd. Era uno de los pocos amigos de Ieda, a pesar de que solo intercambiaban comentarios sucios y sarcásticos. Solía visitar el burdel para cantar canciones sobre historias de amor, entre su repertorio nunca faltaba Catriona o la balada de las doce lunas, donde hablaba de una reina prometida a su pueblo, era una canción feérica. El poema era una dulce mezcla de acordes y palabras tristes, sin embargo, era solo eso. La reina nunca apareció y el pueblo feérico pereció ante la avaricia humana y la venganza de los suyos. La mezcla de sangres hizo herederos débiles y estúpidos.

Ieda tuvo que forzarse a volver a la realidad, quizá el humo del opio comenzaba a afectarle la cabeza, porque juraría que su lord, aquel que le regaló la cinta, amenazaba la garganta del bardo con un afilado cuchillo, por esa razón es que sus hermanas gritaban.

Bajó las escaleras, sin importarle estar vestida con una simple bata blanca, los rizos rubios estaban esponjados por el humo del lugar, y su piel roja, no sabía si por la ira de ver a su amigo amenazado o por el calor del burdel.

—Te atreves a hacer bromas sobre los míos— decía el lord.

—M-mi señor— murmuró Derrall, el sudor cubriéndole la frente, las manos levantadas en señal de rendición—. Si mi señor tuviera la amabilidad de decirme el nombre de los suyos, dejaré de cantar y...

—Dejarás de cantar, claro que sí, cuando te corte la maldita lengua.

Ieda observó al lord, llevaba el cabello corto, casi pegado a la cabeza, muy diferente de la primera vez que lo vio. Y su gesto, sus facciones, también eran diferentes de cierta manera, pero ella, ella era la misma de siempre.

—Es fácil sentirse valiente cuando se amenaza la vida de un hombre que no lleva arma alguna­— se escuchó decir.

El lord le dio una mirada de desconcierto, antes de observarla de los pies a la cabeza.

—¿Tu qué demonios quieres?

—Quiero que deje de amenazar la garganta de un hombre inocente.

—No es inocente— refutó, aunque parecía divertido—. Ha cantado canciones sobre mi familia, ha humillado a mi padre.

—¿Y su padre no puede defender su propio honor?

Al fin, el hombre retiró el cuchillo de la garganta de Derrall, él respiró y Ieda liberó la tensión en sus hombros.

—¿Qué clase de hombre se siente aliviado por ser protegido por una mujer?

—¿Mi lord tiene miedo? No es la mujer quien carga una daga.

Y así como así, el hombre echó la cabeza atrás y rompió a reír. Guardó el cuchillo en su cinturón, y se acercó a Ieda, atrapándola por la barbilla para acercarla a él, ella no se resistió cuando el lord depositó un brusco beso sobre sus labios.

Ieda parpadeó sorprendida cuando él mordió su labio inferior.

—Me siento piadoso esta noche— murmuró contra su boca—. Considérate afortunada, y mantén al bardo fuera de mi vista.

La soltó, justo cuando Ieda escuchó el bastón de la madame acercarse, dispuesta a ofrecer alguna otra chica, cualquiera menos ella.

Sin embargo, el lord abandonó el burdel antes de que Ieda pudiera hacer algo más que respirar.

Madame Cyrella la observó, esperando algún cambio, buscó un pañuelo entre sus ropas para ponerlo contra el labio inferior de Ieda, que ya derramaba las primeras gotas de sangre.

—Ese maldito hijo de...

—Hoy no habrá entretenimiento— dijo Cyrella al bardo, echándolo del lugar—. Los vientos cambiaron de dirección. Saca a los clientes de aquí y cierren las puertas, otra puta morirá esta noche.

Quizá fuera por el humo del opio, tal vez el reciente encuentro con el lord, o existía la posibilidad de que la mujer tuviera razón, cualquier opción parecía la correcta, así que Ieda y sus hermanas obedecieron.

Los clientes acabaron aquello por lo que habían pagado, fueron expulsados del burdel, y antes de medianoche, la puerta estaba cerrada.

Dos horas mas tarde, subió a la oficina de la madame, le había preparado un remedio para el dolor. Entró sin llamar a la puerta, como ya era su costumbre, encontró a la madame junto a la ventana, amarrando un mensaje en la pata de una maravillosa ave.

El pájaro emprendió el vuelo, mientras la madame daba una calada a su pipa.

—¿Qué fue eso?— preguntó Ieda, dejando la bebida sobre la mesa.

—Querías conocer a tu protector.

—¿Él vendrá?

La madame asintió.

—Podrás conocerlo... si la muerte no nos reclama primero.

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