―¿Están consientes de lo que su presencia aquí significa?― preguntó Gabriel. Tenía un gran tarro de cerveza en la mano.

Adam y Abel intercambiaron una mirada de incomodidad, pues era muy extraño que su mentor bebiera de esa manera, sin control alguno.

Julián bajó la mirada al suelo, mientras que la bruja veía directamente a Gabriel, sin temor de su furia. Eso hizo que Adam se preguntara si de verdad ella estaba ahí o era uno de sus espectros.

Ella no tenía ese borde irregular que mostraban sus ayudantes pero no podía confiarse, pues estaba cansado y ella perfeccionaba su técnica cada día. Sus ojos eran de diferente color, uno plateado y otro negro. Su cabello negro tenía enredadas hojas y su piel pálida estaba lo suficientemente visible como para que Adam decidiera que era en verdad ella y no uno de los espectros, así que muy lentamente dio un paso más hacia su hermano y uno más lejos de ella.

―El rey está impaciente― respondió Diana con una voz de ultratumba.

Adam tragó saliva y su hermano simplemente evitó mirarla, aún cuando hablaba.

―El rey ha esperado casi veinte años, no entiendo porque está impaciente ahora―gruñó Gabriel desde su asiento.

La bruja rechinó los dientes. Adam y Abel se llevaron una mano a sus respectivas espadas. El hermano mayor pudo captar el movimiento fuera de la tienda, donde los otros guerreros Élite vigilaban.

―Anochecerá pronto, mi señor― dijo Julián con su tono mortalmente aburrido. Aquel que tanto sacaba de quicio a las personas en el palacio. Todos tomaban a Julián por un hombre sin espíritu, pero no era así para Adam, pues no se dejaría engañar por una cara tan simple como esa.

Gabriel se acomodó en el asiento y bebió el resto del contenido en el tarro, para luego lanzarlo al otro lado de la tienda. Los tres hombres miraron aquel gesto, pero la bruja simplemente dibujó una sonrisa burlona. Lo que sea que estuviera pensando, mas le valía no decirlo en voz alta.

Adam abrió la boca para decir cualquier estupidez que acabara con ese incomodo silencio, cuando la entrada a la tienda se movió.

Marion apareció con un semblante relajado, pero una postura preparada.

―Señor― dijo después de mirar a todos en el lugar―. Taisha dice que tiene nueva información sobre la chica y...

―¿Puedo verla?― preguntó Diana. La voz de la bruja vibró con ansiedad.

―No― respondió Abel cortante.

Ella lo miró, no de una manera desafiante, sino, mas bien divertida.

―Detecto algo de hostilidad...

Abel dio un paso al frente, pero Adam colocó una mano sobre su hombro.

Julián respiró fastidiado y avanzó hacía Gabriel, metiendo una mano en la manga de su túnica y sacando un pergamino amarillento, marcado con el símbolo de la luna.

―El rey envía una carta para usted, mi señor― dijo con calma.

Gabriel arrebató el papel de sus manos y lo abrió con agilidad, a pesar de su borrachera sus movimientos eran calculados. Leyó lentamente y la cerró con fuerza.

―Fuera de aquí, Marion― ordenó el jefe y el guerrero obedeció―. Escribiré una respuesta para el rey.

―¿Eso es todo?― preguntó Julián con una pisca de desagrado. Sus cejas casi juntándose en un gesto claro de molestia.

―Saldré está noche.

―Hay luna llena― señaló Abel. Una mirada enojada de Gabriel lo hizo cerrar la boca.

El jefe se paseó por el lugar, jugando con una vieja daga de plata, la cuál debía tener joyas incrustadas en la empuñadura, pero ahora sólo había huecos sucios.

―Escribiré una carta en respuesta para el rey y debes presentársela― ordenó mirando a Abel―. La carta junto a la joven.

Adam miró como su hermano tensaba todos los músculos, odiaba estar en presencia de la realeza.

―Y a ustedes dos― dijo señalando a los hechiceros―. Los quiero fuera de mi campamento en cuanto se oculte el sol.

―Saldremos junto con sus hombres― respondió Julián con una ligera reverencia.

Gabriel lo miró con desconfianza y se dirigió a su escritorio, sacando tinta, pluma y pergamino de un estuche.

―Pueden largarse ahora― gruñó sin mirarlos.

Los hermanos esperaron a que los hechiceros abandonaran la tienda para luego seguirlos.

―No los pierdan de vista― ordenó Gabriel antes de que salieran.

Una vez afuera, Adam se detuvo a unos metros de la tienda para soplar aire caliente sobre sus manos, tratando de encontrar alguna fogata encendida, pero como la lluvia acababa de terminar, se le antojó como una tarea inútil.

―Deben recoger el campamento― señaló Julián, esta vez con una actitud completamente diferente.

―¿Ahora eres mi amigo o un simple mensajero?― preguntó Abel un poco divertido.

Adam se dio cuenta de que la bruja ya no estaba por ninguna parte y eso lo hizo sentir un poco aliviado. No tenía miedo de que peleara contra él, pues sin duda ganaría en una batalla cuerpo a cuerpo, no lo asustaba que utilizara magia negra. No, lo que lo aterrorizaba sobre Diana era el hecho de que podía leer las almas de las personas, podía ver hasta sus más oscuros secretos y miedos. Y Adam tenía mucho tiempo guardando culpas y terrores.

Julián se encogió de hombros y ocultó las manos del frió en las mangas de la túnica verde.

―¿Puedes culparme por aceptar ser un mensajero? La verdad puedes llamarme como quieras, lo soportaré, pues me encanta mantener la cabeza pegada al cuello.

―El rey no te cortaría la cabeza por rechazar una petición― objetó Adam.

―No, tienes razón, no lo haría. Me decapitaría por desobedecer una orden directa.

Los hermanos se miraron y con un asentimiento estuvieron de acuerdo con la versión de Julián.

―¿Y por qué traer a Diana?― preguntó Abel.

―No iba a cruzar sólo el bosque.

Los tres rompieron a reír y caminaron en dirección a los guerreros de élite, para dar la orden de levantar el campamento. Necesitaban llegar al reino antes del amanecer.

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Coná lo miraba de reojo mientras se recargaba en la ventana. Ella lucía un vestido verde con dorado, se preguntó si lo había elegido porque combinaba con la túnica que Julián llevaba puesta esa mañana antes de partir.

Su hermana estaba claramente aburrida si tenía tiempo de combinar su ropa con la de la servidumbre.

―Madre dice que llegarán al amanecer― comentó Coná y estiró los brazos.

Arles la miró y sin dar una respuesta caminó para alejarse de ella.

―¿Por qué estás tan amargado el día de hoy? Estoy segura de que el rey hará una gran fiesta.

Él frunció los labios.

―Ese es el problema ¿Por qué hacer una fiesta para recibir a una extraña? Y creo que ya es tiempo de que empieces a llamarlo padre― replicó con amargura.

Coná parpadeó un par de veces, mostrándose sorprendida.

―No puedo. Es el rey...

―Es el esposo de tu madre ¿No?

―Pero yo no soy su hija...

―Llámalo como quieras― espetó Arles y se dirigió hacia la puerta para salir de la torre.

Coná se quedó unos segundos en silencio, hasta que Arles apagó las velas y la habitación se envolvió en oscuridad. Escuchó crujir la tela del vestido de su hermana y esperó a que saliera para seguirla.

―Creo que ya sé porque estás enojado― dijo ella mientras bajaban las escaleras.

―Ajam.

―Es porque por primera vez en mucho tiempo se van a reunir todos, los ocho.

Arles se detuvo en seco.

―Con tus hermanos y contigo somos doce.

Coná sonrió con dulzura. Él odiaba que ella fuera de esa forma. Que siempre lograra sacar lo mejor de cada persona.

―Mis hermanos y yo no somos competencia para el trono.

―¿Por qué piensas que mi padre alejó a mis siete hermanos?― preguntó pensativo.

―Quizá creyó que necesitabas tu espacio.

Arles sonrió y ofreció el brazo a su hermana para ayudarla a caminar, pues Coná solía cansarse con facilidad.

―¿Mi espacio? ¿En un palacio dónde sólo les veo para la cena?

―Es muy complicado conocer todas las razones del rey.

―No quiero conocerlas todas― dijo Arles, ayudando a Coná a bajar un escalón alto. Ambos salieron del palacio rumbo a los jardines―. Sólo me interesa saber una ¿Por qué envió a mis hermanos lejos y a mí me ha conservado a su lado?

Coná miró a los lados, para asegurarse de que los guardias apostados a cada lado de la puerta no los escuchaban, para cerciorarse de que nadie los seguía. Una vez terminada su inspección miró a su hermano a los ojos.

―Te eligió. Aún por arriba de su primogénito, él te eligió para estar aquí a su lado, para entrar en las reuniones del consejo, para conocer a su pueblo y a su gente. Te deja tomar decisiones referentes al reino ¿Por qué tu y no Bertrán?

Arles frunció el ceño.

―Soy el segundo hijo del rey. Bertrán es su primogénito y lo envió a un palacio alejado con su familia.

Coná se detuvo y acarició la mejilla de su hermano. Ellos habían sido amigos cuando eran niños, cuando el rey aún no ponía los ojos sobre la madre de Coná.

―Bertrán es un guerrero, él es bueno para la guerra, por eso está en el palacio más cercano a la línea de defensa del reino. El rey sabe también todas esas cosas. Y tú― dijo con una sonrisa y caminó hasta una de las bancas entre los arbustos―. Tú eres un líder, mi querido hermano. Muchos reinos han caído por un heredero débil, tu padre no está eligiendo a Bertrán porque eres más fuerte que él.

Arles se sentó a su lado y la miró de reojo, como Coná levantaba la cabeza y dejaba que el aire fresco golpeara su cara.

―¿Puedo pedirte algo?

Ella sonrió.

―Lo que su alteza real ordene.

―No vuelvas a llamarme hermano cuando nadie más nos escucha.

Coná lo miró con sorpresa y fingida ingenuidad.

―Querido hermano, naciste siendo de la realeza y morirás como tal. Ambos fuimos marcados por las estrellas al emerger en este mundo. Tu destino y el mío están separados desde que nuestros padres eligieron amarse― Coná suspiró―. Incluso suena como un triste poema ¿No lo crees?

Arles no respondió. Simplemente se quedó en silencio, hasta que por el este el sol comenzó a alzarse, y él escuchó las patas de los caballos golpear el camino hacia el palacio.

Era momento de planear algo. Era la única oportunidad que tenía para decidir si la joven Oráculo era su aliada o su enemiga.