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CAPITULO 55.-


En cada paso hacia lo posible por no mirar atrás, el aliento escapaba de sus labios como la sangre por una herida abierta. Sentía que su corazón saldría de su pecho en cualquier momento. Sus pies descalzos se habían lastimado al correr sobre las afiladas piedras de la calle que se encontraba frente al burdel de Luneria. Uno de tantos perteneciente a Lamia, la madrota a cargo de la zona del Oeste.

Sus ropas se encontraban desgarradas y cubiertas de sangre, sin embargo, no era suya, era de su cliente de esa noche. Las rasgaduras por otro lado, no eran culpa de él, sino de esa cosa que lo había atacado cuando ella decidió escapar.

Continuó corriendo hasta que sus pies sangraron, le dolía la cabeza y el codo donde se había golpeado al caer en las calles.

Corrió hasta que pudo ver a lo lejos las antorchas de El Callejón del Olvido, aquel donde se encontraba la taberna de Gaia. No es que quisiera entrar y estar rodeada de hombres ebrios, pero era mejor que esa cosa... Además, los hombres del rey solían beber en ese lugar.

Elevó una súplica para la Diosa madre, quien siempre iba a cuidar de ellas ¿A quién mas podía acudir en un momento como ese?

Sacudió la cabeza para borrar las imágenes de su mente. Como esa cosa, esa bestia tomó a su cliente entre sus fauces, arrancando sus piernas. Los gritos, la sangre cubriéndola... aun podía recordarlo.

Siguió avanzando, cuando se dio cuenta de que las antorchas a su espalda se apagaban, una por una. No podía seguir corriendo, no así.

― ¡Ayuda!― gritó lo más fuerte que su garganta lastimada le permitió― ¡Ayúdenme!

Ni un alma en las calles, las cortinas se cerraron dentro de las casas. Porque ella simplemente era una puta en busca de auxilio.

Entró en el callejón del olvido, decidió girar en el pasillo al lado de la Iglesia, justo donde antes era la entrada a la ciudad mercante. Cayó sobre el suelo, raspando sus rodillas, se arrastró hasta las rocas ahí abandonadas, recargó la espalda contra el muro de la Iglesia, juntó las manos y continuó elevando suplicas para la Diosa madre, para la dama de las almas perdidas...

Y el silencio llenó cada parte del callejón, dejándola sola con su fuerte respiración y los latidos desiguales de su corazón.

―Que la madre me proteja― murmuró en la oscuridad, apretando sus temblorosas manos―. Y que los dioses pongan sus ojos castigadores en esta noche. Que la dama de las almas perdidas encuentre la mía y la lleve con los forjadores para volverme más fuerte. Que la guíe con cuidado hasta las Hilanderas para que mi destino sea diferente...

La joven cerró la boca cuando cada parte del aire se llenó de frío viento, ese que arrancaba en calor de sus labios, convirtiéndolo en nubes blancas de invierno.

Salió de su escondite, para observar el callejón. Sintió un poco de alivio al darse cuenta de que estaba sola, pero el frío continuaba.

Si se daba prisa aun podía pedir ayuda en la taberna de Gaia.

Antes de poder moverse de nuevo, sintió una respiración sobre su cabeza, miró en esa dirección, abrió la boca para gritar por ayuda de nuevo, o para suplicar a la Dama...

Y en la silenciosa oscuridad, únicamente un rastro de sangre quedó en las paredes de ese callejón, para seguir la pista de una prostituta atacada en su noche de debut.

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Al primer parpadeo, se dio cuenta de que la luz no podía lastimar sus ojos, así que lentamente los abrió, sin embargo la oscuridad del exterior solo se comparaba a aquellos días en los que sus visiones la aturdían con las tinieblas del inicio de los reinos Cardinales, cuando el Sabio pereció en aquella guerra de inmortales.

Amaris apoyó las manos sobre lo que supuso era roca sólida, pero húmeda con alguna clase de cosa, ella esperaba que fuera agua. Olfateó para intentar captar los olores y saber donde se encontraba, y lo único de lo que tuvo certeza fue del fuerte olor a azufre.

No podía confiar en sus ojos, olfato y tacto. Quedaba su oído, al cual le fue imposible escuchar cualquier otra cosa más que el silencio.

Aún quedaba la opción de intentar hablar, pero ¿De que serviría en aquel lugar tan lleno de... nada?

Hizo fuerza sobre los brazos para que sus piernas encontraran el apoyo en el suelo, así estaba bien, con un poco de firmeza bajo sus pies.

¿Qué fue lo último que hizo? Quería pensar, pero todo en su mente daba vueltas y era tan confuso.

Decidió que primero necesitaba salir de ese lugar, pero ¿Cómo hacerlo si ni siquiera sabía dónde se encontraba?

Quizá si se concentraba un poco, sería capaz de conjurar la luz como había hecho ese día en los jardines del castillo.

De pie sobre la mojada roca, Amaris sacudió las manos, y aunque no tenía caso, cerró los ojos. Respiró profundamente, imaginando los rayos de luz del sol, como hacían que su piel cosquilleara, haciéndola sentir viva y feliz...

―La ruina espera a quien en las tinieblas logre engendrar vida― dijo una voz en la oscuridad.

Amaris retrocedió, sintiendo su espalda chocar contra algo, y se dio cuenta de que ardía, como si una especie de herida estuviera ahí antes.

―Tu sangre los llama― murmuró la misma voz.

― ¿Por qué me has traído?― preguntó en un susurró.

La voz simplemente rio. La albina no sabía dónde se encontraba, pues parecía moverse en la oscuridad con facilidad.

―He cometido actos atroces, y merezco ser juzgada― respondió―. Sin embargo no por este en particular.

Amaris frunció el ceño.

― ¿Diana?

Ella se acercó lentamente, sus ojos no reflejaban nada. No había luz ahí.

―Sentí la magia cobrar vida en la biblioteca― dijo la bruja en un tono amargo―. No debes aceptar el llamado de esas criaturas.

―Yo no recuerdo...

―Comienza a hacerlo, porque si alguna de las bestias que habitan estos abismos llega a despertar, será el fin de todo.

Amaris arrugó la frente, tratando de concentrarse para recordar, ignorando el dolor de cabeza.

―Él dijo que mi sangre huele a poder― habló en la oscuridad―. Me llamó Oráculo... dijo que dependía de mi salvar el mundo o destruirlo.

Algo parecido a una risa emergió de Diana.

―Siempre tan dramático.

― ¿Sabes quién es?

―No es un quien, es un qué. Y deberías mantenerte alejada― explicó calmadamente―. Existen muchos Seres en este mundo, algunos más antiguos que la magia misma. Otros son arrastrados a través de las puertas entre reinos.

―Quiero salir de aquí.

Diana se acercó tanto a su rostro, que Amaris pudo distinguir lo blanco de sus ojos.

―Ya estamos afuera― ronroneó―. El reino del Oeste ha quedado muy lejos. Tu miedo nos arrastró hasta aquí.

― ¿Y que es aquí?― preguntó, a pesar de que ya lo sabía.

Los dientes blancos de Diana dibujaron una sonrisa en las tinieblas.

―El cruce de los abismos― respondió―. No querrás despertar lo que las profundidades habita.

― ¿Por qué y cómo nos traje aquí? No comprendo...

―Tienes mucho que aprender sobre el poder que llevas ¿Sabes por qué el Oráculo es tan importante?

Amaris negó un par de veces, sabía que Diana podía ver sus movimientos a pesar de todo.

―Porque es la conexión entre los reinos. Contigo en el reino de la Luna, el rey no necesitará la sangre de las montañas para abrir las puertas hacia punta estrella. Tú eres ese puente.

―No soy tal cosa.

―Los Oráculos del pasado mantienen un enlace con tu alma ¿Las visiones de tus sueños? Son advertencias para ti.

La albina tragó saliva, ella no era capaz, no podía...

―Existe la profecía sobre la reina prometida y el Guardián que enfrentará su propia maldad. Sobre aquel que puede domar criaturas del mar. Y todas ellas están ligadas al Oráculo― explicó, sonando más ansiosa a cada momento―. Tu regreso no es una coincidencia.

―No―dijo Amaris con furia―. No lo acepto. No lo quiero.

― ¿No?― se burló Diana―. Hablas como si se tratara de tu decisión. El destino no te pertenece.

Amaris comenzó a frotar sus manos en un intento de secar le sudor en ellas, pero se convirtió en una tarea imposible.

―Hay pasadizos, fueron colocados aquí por la primera reina― dijo Diana, su voz cambiando a un tono de calma, casi como el que solía utilizar Dwyer―. Conectan el castillo con diferentes lugares, como los jardines flotantes o las tierras que colindan con los bosques. Algunos dicen que pueden llegar hasta el creciente muro de almas― suspirando, la bruja se alejó de la albina―. Encontraste uno de esos pasadizos en tu paseo por la biblioteca...

Un ruido le indicó a Amaris que Diana se acercó a ella. De pronto, una luz tenue estaba frente a sus ojos, desprendiéndose de la palma de la bruja, danzando con la oscuridad.

―Hay una vieja historia entre las brujas―comenzó Diana―. Habla sobre viajar a lo más profundo de la tierra, donde encontraras la magia antigua, es el lugar donde el tiempo descansa. Dentro podrás ver un ave, una que no existe en este mundo. Sus grandes alas cubren el puente de entrada al lugar de reposo, sus profundos ojos negros pueden verlo todo, las plumas en su cuerpo parecen estar calientes, cualquier mortal puede caer ante ese poder. Y de su pico tan negro como su plumaje, caen gotas de sangre que resbalan hasta el final del puente. Las brujas dicen que esta ave es el custodio de los secretos, dicen que puedes ofrecer algo a cambio, y si no le agrada, te despedazará.

Hizo una pausa, sus ojos tornándose tan oscuros como los del ave.

―Ahora dime, niña ¿Qué es más valioso que los secretos?

Amaris no pudo responder, no cuando un rugido tan potente como una tormenta, rompió el silencio, tratando de advertir que una bestia estaba despertando.

La sonrisa de Diana se ensanchó al mismo tiempo que la bruja juntaba sus manos y la oscuridad volvió.

Trató de cubrir su cara con los brazos, cuando una corriente de aire frio y muerto barrió su cuerpo desde el cabello hasta la punta de los pies.

Abrió los ojos lentamente, solo para darse cuenta de que se encontraba afuera, mirando las estrellas, pequeños pedazos de luz en la inmensidad de un oscuro manto.

―La próxima vez que sientas miedo― dijo Diana con calma―. Piensa en lugares menos peligrosos. Aprende a controlar tu magia o ella te controlará a ti.

La bruja comenzó a caminar con pequeños pasos hacia los jardines exteriores del castillo, Amaris no tuvo más opción que seguirla. ¿Cómo habían viajado tan rápido desde el cruce de los abismos hasta el exterior del castillo?

―Lo que habita en las profundidades del reino del Oeste solo es una pequeña parte del Ser verdadero― explicó, caminando bajo la luz de la luna, con las manos tomadas a su espalda―. Debes ser más cuidadosa de ahora en adelante, pues ya conoce el olor de tu sangre.

La albina no sabía qué hacer, mucho menos se le ocurría alguna respuesta, así que simplemente la siguió en silencio. Diana no tenía conocimiento de que Amaris entrenaba su cuerpo con Taisha, y que gracias a Sairus ahora comprendía mejor la forma en que podían controlar la magia que los Seres o los Dioses compartían con ellos. Y quería saber más, su curiosidad no estaba satisfecha, sin embargo, no estaba segura de poder confiar en ella.

Juntas llegaron a la zona habitacional del castillo, todo parecía tan tranquilo mientras las personas dormían.

―El Ser intentará encontrarte― advirtió la bruja antes de marcharse―. Tu sangre lo llama. Hay algunos en este palacio cuyo olor puede ocultar el tuyo. Encuentra a los feéricos y no te alejes de ellos. Sobre todo, debes tener cuidado de aquellos que no sienten miedo.

Tu magia te arrastró a los abismos porque sentiste la presencia de tu asesino. Y él no es lo que parece, la oscuridad puede tomar muchas formas, la mayor parte de ellas son hermosas. En cambio, la luz es radiante y honesta...

Diana apretó los labios, líneas negras formándose en su cara y brazos como si se tratara de ríos. Parecía enferma mientras caminaba lejos de Amaris.

Lo más sensato sería ir hacia sus habitaciones, porque Dwyer se preocuparía por la mañana, pero por una extraña razón dirigió sus pies de regreso a la biblioteca.

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La torre de los asesinos comenzaba a ser fría, significaba que los largos días del sol por fin estaban terminando. La roca sobre la que había sido construida no guardaba el calor, sin embargo, en ocasiones no parecía necesario, no cuando el salón se encontraba lleno, con asesinos, vino y comida. No cuando cada chimenea estaba encendida.

Esa no era una de esas ocasiones.

Esbirrel podía ver su aliento escapar de sus labios y perderse entre las rocas de la torre mientras ascendía por las escaleras.

Los guerreros se encontraban divididos en diferentes misiones que Gabriel había ordenado.

Adam y Abel tenían cuentas pendientes con los hijos del Este. Marion viajaba hacia El Tridente, solo los dioses sabían lo que le esperaba a ese idiota. Deméter y Sairus fueron enviados a vigilar las torres de guerra, aquellas que nadie había tocado en más de cien años, cuando el reino del Oeste se alzó sobre los demás, y la leyenda de los pilares de la tierra se volvió la base de los reinos.

El asesino suspiró con pesado cansancio, los años que cargaba sobre su espalda parecían hechos de plomo, cada parte de su cuerpo se volvía inútil después de intentar y fracasar. Conocía secretos, y por ellos perdió lo que más amaba.

Abrió la puerta que se estaba al final del pasillo, aquella que nadie se atrevería a abrir sin invitación alguna.

Gabriel estaba sentado frente a una mesa de madera tallada con extraños símbolos. Según la historia del líder, había sido un regalo de la primera reina para el jefe anterior de la élite. Velas y antorchas estaban distribuidas por la habitación, sin embargo las mantenía apagadas mientras los últimos rayos de luz aun entraban por las ventanas abiertas, junto con el frío viento que llegaba del norte. Libros, pergaminos, tinta y armas. Todo perfectamente ordenado en ese lugar.

Su viejo amigo le dio una mirada, un simple gesto que Esbirrel había esperado durante años.

―Hay un asesino en el reino― explicó con paciencia―. Se ha encargado de matar a prostitutas en sus noches de comienzo.

Esbirrel se acercó a la mesa, girando una de las sillas de madera para sentarse apoyando las manos en el respaldo, con las piernas abiertas alrededor del mismo.

― ¿Ha vuelto?― se encontró preguntando.

Apretó sus manos, una sobre la otra, a pesar de que Gabriel ya se había dado cuenta de que temblaba.

―Sin Marion aquí― continuó Gabriel, su voz tranquila mientras le entregaba un sencillo pergamino―. No tengo más información que esta.

Esbirrel tomó el papiro entre sus gruesos dedos.

― ¿Quién pensaría que ese bocón serviría de algo?― bromeó para sentirse de nuevo en su propia piel.

―Largo de aquí― gruñó Gabriel―. Ya tienes tu información.

― ¿Así? ¿Sin ofrecer un trago?

El líder de la élite le dio una mirada divertida.

―Los dioses saben que beberías orina de gato sin notar la diferencia con el buen vino.

Soltó una carcajada. Tal vez tenía razón.

―Después de comer carroña para sobrevivir, todas las cosas pierden su sabor.

Gabriel asintió e hizo un gesto con la mano para echarlo del lugar.

Esbirrel se puso de pie, caminando hacia la salida.

―Por cierto― agregó Gabriel sin mirarlo―. Cuidaría mi espalda de ahora en adelante. Taisha me pidió esta misión. Le fue negada por mi deuda contigo.― Se interrumpió con un largo suspiro―. En el momento en que me percate de que lo haces personal, la misión será de ella ¿Entiendes?

Esbirrel negó una sola vez.

―Una deuda es una deuda― espetó―. Y no puedes quitarme esto.

Cuando Gabriel no respondió, el asesino salió de esa habitación, misma que su líder y amigo utilizaba como centro de reunión para las misiones importantes.

Apretó fuerte el pergamino en su mano, la furia que corría por sus venas le impedía sentir el frío viento de la torre.

Al fin, después de tantos años, Gabriel podía darle aquello que prometió para que se uniera a la Élite.

Esbirrel tendría su venganza.

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