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CAPITULO 52.-

En el susurro del mar podrás escuchar, la historia perdida del Tridente de Altamar.

El mundo silencio guardó, el mal con rencor observó: Un oscuro abismo en el eco del fervor.

Una canción olvidada en los sueños de un inexistente rey... Que con el cantar de un Ser conoció un actuar que nunca debió obedecer.

En un desierto de arenas negras donde la vida era agonía, el agua creada del fuego una reina devolvería.

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Ver sus manos y pies a través del agua, era algo magnifico de contemplar, casi tan bueno como encontrar un nuevo libro en la biblioteca, o escuchar cantar a Dwyer.

Le gustaba concentrarse en esa clase de paisajes, mientras el rio seguía corriendo a través de sus tobillos. Aunque, si las piedras no podían detenerlo ¿Por qué esperaba ella hacerlo?

Amaris abrió los brazos y expuso su rostro al sol, el húmedo cabello blanco pegándose a su cara y cuello, algunos mechones ya llegaban debajo de sus hombros.

Sintió la tibieza del sol en su piel, tan delicioso como lo había imaginado todos esos años en el bosque, siendo prisionera de un Ser.

Abel, sentado sobre la húmeda hierba, simplemente la observaba. A veces ella se preguntaba si él no se aburría de tan solo verla.

― ¿Por qué me miras?― preguntó Abel, una ligera sonrisa en sus labios.

―No lo hago...

― ¿Entonces debo creer que tu mirada se dirige a algún lugar cercano a mí?― ambas cejas elevadas sobre sus ojos azules.

La albina comenzó a caminar fuera del agua, dejando sus huellas sobre el fango, limpiando sus manos contra el ya sucio vestido.

― ¿Es malo si quiero mirarte?

Amaris pudo haber dicho que sus ojos no estaban en él, pero le desagradaban las mentiras, para ella eran el peor mal en el mundo. Algo capaz de corromper a la mejor de las personas. Y si comenzabas con un engaño, llegaba un momento en el que no podías parar. Era una red infinita de trucos y falsedades, por muy pequeñas o inocentes que fueran.

―Ven aquí― pidió él.

Ese era el punto con Abel, entendió Amaris. El guerrero pedía su opinión sobre todo, y solicitaba las cosas como algo a lo que ella podía negarse. Le daba opciones, y los demás solo parecían decidir lo que era mejor para Amaris. No le molestaba, sin embargo, le gustaba ser capaz de tomar la decisión, aunque fuera en algo pequeño como caminar hacia él y sentarse a su lado.

Abel dejó de jugar con el césped, para tomar una de las manos de Amaris entre sus dedos, llevarla a sus labios y depositar un beso en ella.

―Puedes mirar lo que quieras― respondió―. El mundo entero es tuyo para hacer con él lo que te plazca.

― ¿Qué tan grande es el mundo?― preguntó Amaris.

El guerrero respiró profundo, inflando el pecho, después se llevó las manos a la nuca para recostarse sobre el césped. Sus ojos azules perdidos en el cielo.

―Demasiado― dijo después de un momento―. Y eso es bueno, porque hay más lugares de los que puedes imaginar...

― ¿En el reino del Oeste?

Abel dirigió la mirada hacia ella, había cierto matiz soñador en sus ojos.

―En cada reino―aclaró con voz ronca―. Los límites son claros, se encuentran en la Puerta del Sol y en el Claro de Luna. En los Campos de Hielo y en los Pantanos del Ayer. En el Collado de las Montañas o Punta Estrella, mas allá de las nubes y el mar Esmeralda está el Desierto Negro de Malakah, el mar de los Dioses y el Tridente de Altamar, marcando una división entre ellos está el Archipiélago de los Alquimistas. Y si pones atención, podrás distinguir a través de las nubes a los Habitantes del Cielo.

Era la primera vez que Amaris lo escuchaba hablar de algo así.

―Todo suena tan...

―No todo es hermoso― interrumpió él―. También están los Abismos que dividen los reinos, la magia del Ser Oscuro que gobierna más allá de los bosques donde los reinos se unen, pero que ningún hombre se atreve a pisar, ahí es el lugar sobre el que hablan los cuentos: si logras entrar, jamás saldrás con vida. Existe Virum y los muertos malditos, así como la tierra de nadie y las arenas perdidas.

"Cada territorio marcado por la magia de los antiguos Seres, o de los Dioses protectores sobre Kunam del Este, quien maldijo a las tierras gélidas del Norte donde cada caída del Sol, el Paso de Glacies impide que la vida crezca. Ahí se han formado monstruos y asesinos. Leyendas tan antiguas como el mismo bosque...

Abel guardó silencio, incorporándose en un solo movimiento, sus ojos azules inexpresivos de nuevo, cuando una figura emergió entre los arboles.

Adam se recargó en un tronco cubierto de musgo, Amaris se preguntó cómo era posible que no lo escuchara acercarse.

―No se detengan por mí― dijo con una sonrisa arrogante―. Continúen.

Abel correspondió al gesto levantando la barbilla.

―Eres mucho mejor que yo para contar historias.

Amaris tenía serias dudas sobre eso. Pero si de contar historias se trataba...

―Pienso que Dwyer es la mejor en eso― comentó.

Todo rastro de vida se esfumó del rostro de Adam.

― ¿Estás bien?― preguntó Abel, algo de simpatía en sus palabras.

El hermano rubio bufó.

―Si no me encontrara bien no habría salido de la torre―respondió huraño.

La albina le dio una mirada de curiosidad, una que Adam hizo lo posible por evitar. Después de un par de intentos, Amaris pudo atrapar sus ojos, y en ellos había algo parecido a pérdida y rechazo, mezclado con una gran cantidad de culpa, una especie de responsabilidad compartida. Lo último también lo detectaba en las emociones de Abel.

― ¿Puedes hablarme sobre las entradas a otros reinos?―pidió Amaris después de un momento.

Abel le dio una ligera sonrisa de agradecimiento. Una a la que ella correspondió, sabía que no era de su incumbencia, pero el ver a Dwyer todos los días perderse en sus pensamientos o estremecerse cuando alguien se acercaba demasiado... No era algo que le gustara ver. Aun por encima de los sentimientos del hermano mayor de Abel, se encontraba la estabilidad de su amiga, ya Amaris la valoraba demasiado.

―Depende de que reino quieras saber― replicó Adam―. Si buscas la Puerta del Sol, entrada al reino del Este, puedes preguntar a Deméter. Si quieres información de las "cosas de la oscuridad" Sairus es tu mejor opción.

A pesar de sentir pena por él, Amaris detestó el tono con el que pronunció sus palabras.

― ¿Y a quien puedo preguntar acerca del reino de las montañas?― inquirió, sabiendo que estaba golpeando un punto débil.

Ninguno respondió, tal como se lo esperaba. Un momento después, Adam sonrió.

―Al fin aprendes a moverte en la corte―agregó en dirección a Abel―: Deberías estar orgulloso ¿Quién ha sido tu maestra? ¿Coná? ¿Dwyer?

Una risa de Abel hizo que ambos lo miraran.

―Me parece curioso que intentes culpar a Dwyer, cuando hace unos días me suplicaste por no matarla.

Los ojos de Adam se llenaron de confusión, sin embargo Amaris sintió presión en su pecho, algo parecido a enojo...

― ¿Intentaste matarla?― gruñó ella.

― ¿Aun así volvió?― murmuró Adam a la vez.

Abel, quien pareció darse cuenta de que algo estaba mal, simplemente asintió, como si se tratara de una sentencia.

―Dwyer está en...

―Sé dónde está― interrumpió Adam a su hermano.

Y tan rápido como sus palabras fueron pronunciadas, se internó en el camino formado por árboles, alejándose de ellos.

Una vez estuvieron solos, Amaris giró hacia Abel.

―No puedo creer que quisieras matarla― reprochó.

―Aún está viva.

Incluso ella se sorprendió de la amarga carcajada que surgió de sus labios.

― ¿Alguna vez te detienes a pensar antes de quitar una vida?

Abel echó la cabeza hacia atrás de un modo teatral, parecía estar frustrado.

―Perdoné la vida de Dwyer ¿Eso no es suficiente?

―Porque tu hermano suplicó por ella.

―Ni siquiera eso me habría detenido si fuera otra persona― dijo Abel apretando los labios.

― ¿Conoces la piedad?

El guerrero caminó en dirección a ella, pero Amaris retrocedió.

―Responde la pregunta.

―No puedo ser piadoso con cualquiera.

― ¡Tu hermano la ama!― exclamó ella.

― ¡Y por eso está viva!― gritó él de vuelta.

Amaris se alejó dos pasos más, su espalda chocó contra un árbol, si hubiera estado concentrada, habría sentido cuando la corteza raspó su piel, provocando un ligero corte.

―No eres capaz de sentir piedad ¿Qué hay de otras cosas? ¿Eres capaz de sentir esperanza? ¿Amor?

Abel simplemente bajó la mirada al suelo.

―Es complicado― murmuró―. Yo...

―Ni siquiera puedo escucharte ahora.

Y le dio la espalda, internándose en los jardines exteriores del castillo, odiando cada uno de sus pasos, cada una de las lágrimas que resbalaban desde sus ojos, cada latido fuerte de su destrozado corazón.

Tal vez, pensó mientras daba pasos largos hacia la entrada del castillo, había sido demasiado ingenua, al confiar, al entregar sus emociones de una forma tan pura y directa.

Pasó a través del enorme arco de la entrada, los guardias la dejaron pasar sin gastar una sola mirada en su dirección.

Amaris se limpió la cara con las manos antes de entrar al castillo, quizá lo más inteligente habría sido ir a sus habitaciones, pero no quería encontrarse con Campana o Dwyer... Así que dirigió sus pasos a la parte baja del palacio, después de la sala de los alquimistas, por donde la escalera del ala sur la llevaría a las áreas en común, donde las mujeres de la corte se reunían a tomar el té y compartir noticias, aunque Dwyer las llamara habladurías.

Cruzó el pasillo rápidamente, para evitar miradas curiosas sobre su húmedo vestido, la única pista de que había estado jugando en el rio durante la mañana. Dio la vuelta hacia las escaleras, cuando chocó contra otra persona. Amaris levantó la cabeza para disculparse, y al ver el semblante preocupado de Coná, no pudo hacer otra cosa más que acercarse a su amiga y llorar.

Las damas de Coná hicieron un ruido de sorpresa, pero no la detuvieron, no cuando la princesa puso una mano sobre sus hombros, dando ligeros masajes en su espalda la invitó a seguirla hasta una de las mesas de trabajo, donde se sentaron. Coná despidió a sus damas, las cuales se retiraron con una reverencia.

La princesa entregó un pañuelo a Amaris, el cual utilizó para limpiar sus lágrimas.

― ¿Puedes compartir lo que sucede en tu corazón?―preguntó Coná con calma, sus ojos con ese extraño brillo que la acompañaba en sus días buenos.

Amaris respiró un par de veces antes de hablar.

―Soy tonta e ingenua...

Coná colocó su mano en el brazo de la albina, una mueca de comprensión en su pálido rostro.

―Estuve tanto tiempo alejada del mundo, soñando con que el día en que fuera libre, todo sería perfecto― continuó Amaris, las palabras fluyendo de ella como un torrente interminable―. En los libros todo es tan sencillo y perfecto. Sin embargo aquí es complicado, los sentimientos son complicados, al igual que las personas. El odio que pueden albergar es más grande que el amor. Pueden llevar a cabo grandes actos de venganza sin pensar en lo que despertará, pues el pago de tal acto solo es despertar a un gigante dormido, uno que cumple con la misión de odio de alguien a quien ni siquiera ha conocido ¿Hasta qué punto puede alcanzar el odio de un hombre la vida de otro?

Coná cerró los ojos un momento.

―Lo que todos debemos comprender― dijo, el susurro de su voz perdiéndose entre los estantes de libros―. Es que el odio y el amor son poderosas armas afiladas, que hacen daño tanto a la víctima como al portador. La pregunta a tu respuesta es sencilla― prosiguió la princesa, apretando las manos de Amaris―. El odio puede alcanzar a un hombre contra quien no se ha cometido crimen alguno, pero tiene deudas de venganza. Es verdad, puede suceder, sin embargo, es hasta donde ese hombre le permita llegar al odio es que este llegará.

La albina no podía hacer nada más que mirarla ¿Cómo era posible que un mundo que imaginaba tan perfecto ocultara tantas atrocidades? Y aun así pudiera conservar personas como Coná.

―No sientas culpa o remordimientos por tu frágil corazón, pues es un regalo más grande que cualquier reino― dijo la princesa con una sonrisa―. Regodéate en tus emociones, abraza la alegría y acepta la tristeza, sin la pena no puede existir el gozo―. Coná suspiró profundo, puntos rojos marcándose en sus pálidas mejillas―. Culturas enteras han caído a causa del odio infundado en los herederos, con la venganza como religión, lo único que quedaba para ellos era la extinción. La desaparición de toda una raza; Ocurrió con la gente del aire, con los aquelarres y la gente pequeña. Así pasará con los alquimistas y los hombres, tan rápido como el pueblo feérico se mató para gobernar un mundo que consumieron por su avaricia.

Amaris levantó la cabeza, olvidando por un momento sus sentimientos.

―Pensé que el pueblo feérico era un mito...

Coná negó con energía.

―Cada leyenda existe por algo, si eliges ir por ese camino, debes llegar hasta el final― expresó con un entusiasmo que Amaris no comprendía―. El pueblo feérico se replegó por los reinos, dejando atrás la tierra que los vio nacer, pues la destruyeron en su egoísmo. Se mezclan con humanos, pero su sangre es cada vez más débil, dejando en el mundo herederos enfermizos y moribundos, haciéndoles pensar que tienen una deuda con una tierra que ya no existe.

Amaris retrocedió cuando los ojos de la princesa brillaron tan intensamente que el verde en los campos quedaría eclipsado. Coná pareció darse cuenta, así que se llevó las manos a la cara.

― ¿Podrías llamar a una de mis damas? No me encuentro bien― pidió con voz débil.

La albina caminó lejos de la princesa, hacia las damas que esperaban afuera de la biblioteca, ambas se aproximaron a Coná, cuando les anunció que eran necesarias.

Amaris esperó a que ayudaran a la princesa, para dirigirse a la salida de la biblioteca, cuando algo captó su atención entre los estantes. Caminó hacia la oscuridad opacada por la luz de las velas, cada libro cantaba para ella, desde que lo miraba hasta que abría sus páginas, sin embargo, en esa ocasión era algo más allá de las estanterías, algo que se ocultaba entre los viejos muros de la biblioteca.

Sus pies avanzaron sin permiso, y aunque Amaris fuera consciente de ello, no los habría detenido, no cuando cada fibra en el fondo de ese lugar cantaba una antigua canción, una que ya no existía, en un lenguaje que nunca había escuchado, sin sorprenderse por comprender cada palabra.

Una caída, un abismo divisorio.

Dos herederos de oscuridad.

Tres y uno; Seres de tiempo.

Cuatro reinos malditos.

Ven, pequeño Oráculo, y deja que te muestre la verdad del mundo. Aquella que tu alma anhela.

Aún si pudiera detenerse, no lo haría. Ella quería respuestas, las necesitaba ¿Cuál era realmente su propósito en ese mundo?

Llegó al final de los pasillos, giros entre las estanterías, sus pasos perdiéndose en el eco, su cuerpo opacado por la oscuridad, donde la luz de las velas no llegaba, donde las voces de los eruditos se perdían en susurros eternos.

Sus manos golpearon la firme pared de roca, tan fría como una torre en medio de los bosques del Ser.

―No volveré ahí― murmuró Amaris al vacío―. Prefiero morir que volver al exilio.

La roca se movió, revelando una puerta hacia la oscuridad absoluta, más profunda que el abismo, más fría que la muerte misma.

Amaris caminó al frente, siendo devorada por lo que dentro la esperaba. Sus pensamientos estaban en orden, una calma como la que nunca había sentido devoraba cada emoción. Tan vacía y hueca...

La puerta de roca solida se cerró a su espalda, sacándola de la insensibilidad en la que el cantico de los libros la había sumergido.

Corrió en dirección a la puerta, raspando las palmas de sus manos contra las rocas.

―Tu sangre huele a poder― murmuró una voz en su oído.

Amaris giró para mirarlo, pero ahí no había nada.

―Déjame mostrarte, Oráculo― continuó la mortífera voz, tan antigua y nueva, como todo y nada―. La verdad del mundo. Y entonces podrás decidir: Salvar el mundo o destruirlo.

Antes de que la voz terminara de hablar, su cuerpo estalló, en luz y viento.

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