CAPITULO 49.-
Al caer el sol, fueron colocadas las antorchas en los sembradíos cercanos al castillo. No conocía muy bien esa tradición ya que siempre se encontraba haciendo algún encargo para el boticario durante esa época, como si el viejo quisiera mantenerla apartada de todo eso.
Los días pasaban rápido, se dio cuenta Dwyer, mientras ella estaba distraída haciendo las tareas de Amaris o practicando con nuevas plantas remedios para los asesinos. Había encontrado una forma de mezclar la caléndula con un extracto de valeriana, y un poco de para crear un ungüento que ayudaba a Sairus con el dolor en sus manos. Dwyer se había percatado aquel día en el rio, de que los dedos amorfos del guerrero y sus manos llenas de cicatrices se retorcían de cierta forma en los días fríos.
Así que comenzó a llevar pergaminos, notas, un libro para cada guerrero. Decidió que necesitaba saber su edad, que heridas habían sufrido a lo largo de su vida, a que cosas eran alérgicos. Descubrió gracias a Esbirrel, que todos ellos eran resistentes a los venenos, ya que desde que ingresaron a la élite, Gabriel hacía que mezclaran pequeñas dosis con sus comidas y bebidas. También apuntó eso, porque era importante saber que a Deméter no podía darle el antídoto para la belladona, porque era alérgico a las nueces y almendras. Así que lo mejor que debían hacer por él era obligarlo a vomitar los venenos. Práctico pero no siempre efectivo.
Sabía que para el cicuta no había antídoto, así que una pequeña muestra de eso y estarían muertos, según los libros, era lo más letal que existía. Eso descartando el veneno de las Nagas, aunque estas no hayan sido vistas hacía más de cien años.
Dwyer se encargaba de tomar notas de todo eso, se dedicó en cuerpo y alma a ese estudio, si con ello podía salvar la vida de alguno. Tal vez se había encomendado a esa tarea para mantenerse ocupada, pero la verdad era que se había sentido completamente inútil cuando le fueron arrancados los dedos a Marion y ella no sabía reconocer sus síntomas.
Aunque en su defensa, estaba desubicada en lo que a maldiciones respectaba.
Y el que los asesinos se comportaran poco comunicativos sobre sus lesiones, heridas, alergias o sobre su propio pasado, no la ayudaba en nada.
Así que simplemente comenzó a prestarles atención, sobre lo que comían, de que se quejaban, si alguno cojeaba o encogía demasiado los hombros en busca de alivio en la espalda alta. De esa forma había descubierto que Sairus usaba los guantes, no para ocultar sus cicatrices, si no para conservar un poco de calor en sus manos.
Era de su conocimiento que si ese libro caía en manos de sus enemigos, sabrían como derrotarlos, pero al hablarlo con Gabriel, el líder se comportó interesado, aunque poco amable cuando con una sola frase despidió a Dwyer:
―Si puedes hacerlos hablar de sus debilidades, adelante― eso había dicho Gabriel.
Y la sanadora se daba cuenta de que era complicado tratar de ayudar a quien no quiere ser ayudado. Pero no podría vivir con la culpa si alguno de ellos moría bajo su cuidado, ahora que la habían nombrado sanadora de la élite. No es que fuera un título oficial, sin embargo, cada vez que alguno resultaba herido, recurrían a ella.
Como Abel después de sus torturas. Deméter al lastimar su hombro derecho por lanzar mal una lanza. Esbirrel con una extraña infección en la piel, producto de nadar en agua sucia, Dwyer no se molestó en preguntar lo que estaba haciendo. Marion con sus dedos después de la montaña maldita de Virum. Taisha a veces resultaba lesionada en la parte baja de una de sus piernas, según ella era una herida vieja, de cuando su padre la mantuvo atada a un poste cuando era una niña. Sairus únicamente tenía el problema de sus dedos, y agradeció a Dwyer por el ungüento. Gabriel dijo de manera simple que a veces le costaba respirar cuando el clima era cambiante, la sanadora tomó nota de eso, para días después entregarle manzanilla y eucalipto, traídos desde las tierras del sur, con el objetivo de que bebiera un té de la combinación cada noche antes de dormir.
Solo quedaba un espacio libre en su libro, para las notas sobre Adam, y Dwyer no se atrevía a buscarlo para preguntar acerca de sus debilidades, como si el asesino fuera a enviarla directo a los abismos.
En cualquier caso ¿Contaban los hermanos con alguna debilidad?
―Hay anhelo en tus ojos.
Dwyer sacudió la cabeza, le costó un momento entender que las palabras no habían sido dirigidas hacia ella.
Al frente, antorchas habían sido encendidas, su reflejo en el agua de los campos en la parte de atrás era casi mágico.
La familia real se había reunido cerca de los sembradíos. Ellos estaban vestidos con ropajes de color verde, lejos de parecer príncipes y princesas, se veían como hadas o habitantes del bosque antiguo. Los pies descalzos salpicando lodo en la parte baja de sus piernas.
Los hijos del rey y los hijos de la reina, once personas atrapadas en una danza antigua, con los pies descalzos moviéndose sobre el fango. Los reyes descansaban en tronos improvisados colocados entre los árboles, rodeados por la guardia. Diana y Julian observaban todo de manera aburrida. Aunque faltaba la princesa Nerea, Dwyer tenía la sensación de que observaba todo desde los barrotes en la torre, que era su prisión.
Habían permitido a los asesinos observar porque la asistencia del pueblo era importante, ellos debían ver que aun contaban con las bendiciones de la diosa de la luna. Y si algo se salía de control, los guerreros actuarían de manera rápida para proteger a la familia real.
―Tienes que controlarte mejor― dijo Taisha a Marion.
Ambos se encontraban cerca de Dwyer. La asesina burlándose de su compañero, y él con los brazos cruzados sobre el pecho, observando los movimientos del baile de la princesa Lineria, quien acababa de arrastrar sus pies para tocar con las palmas de las manos la espalda de su hermano Arles.
―Metete en tus asuntos― gruñó Marion.
Había fogatas enormes, cuyas llamas arrancaban destellos de los ojos de quienes observaban el ritual. La luna brillaba de una forma mágica en el cielo, el cual lucia a las estrellas más resplandecientes que Dwyer hubiera visto.
El ruido de los tambores cesó, no de una forma paulatina, fue rápido, abrupto, como si una vida se perdiera y diera su último aliento.
Los hijos del rey abandonaron el centro, ese lugar donde llevaron a cabo el ritual, todos excepto una. La princesa Anathya estaba envuelta en velos de color azul, el fuego de las antorchas brillaba en los bordes de plata de las telas que la cubrían. Los tambores volvieron a la vida, esta vez marcando su ritmo por el suave toque de un violín.
Dwyer pensó que el ritual estaba terminando, e iba a volver a su sitio al lado de Amaris, quien tenía un asiento detrás de los reyes. No era para que ella observara el ritual, lo cual era una lástima, si no para que el pueblo se diera cuenta de que el Oráculo estaba con ellos.
Dio media vuelta, se percató de cuando la princesa Lineria abandonaba el lugar, sin gastar una sola mirada en su dirección, o en Marion. Lo que pareció molestar al guerrero, pues la tristeza se reflejó en sus ojos.
La sanadora no había compartido muchas palabras con la princesa, sin embargo, sabía por las historias de Campana que Lineria lo instruía en cartografía y otros estudios que para Dwyer eran desconocidos. Se sentía agradecida por eso, pero no podía evitar preocuparse.
Escuchó exclamaciones de asombro salir de los labios de las personas del pueblo, incluso los guerreros parecían perdidos en lo que observaban. Y Dwyer no pudo evitar mirar hacia donde todos los hacían, y entonces también fue imposible apartar la mirada.
La princesa Anathya danzaba al ritmo de los tambores, las llamas de las antorchas parecían moverse junto con ella, mientras los cascabeles atados a las cintas de sus velos tintinaban cuando se movía. Los pies parecían flotar sobre la húmeda tierra, mientras que sus manos giraban, sus brazos se extendían, como si de esa forma acunara a la luna misma. Era lo que hacía, se dio cuenta Dwyer, estaba simulando ser la diosa de la Luna.
Por un instante, pensó que las antorchas se habían apagado, justo cuando la música terminó y todos parecieron salir de un hechizo. La respiración de la princesa era agitada, cuando ella miró al cielo, y en lugar de hacer una reverencia para los reyes, la hizo en honor a las estrellas y los finos rayos de luna que ahora se filtraban entre ligeras nubes.
Anathya abandonó el lugar donde el ritual fue hecho, para acercarse a sus hermanos. Arles le tendió una copa de vino que la princesa bebió apresuradamente. Y si Dwyer hubiera parpadeado, se habría perdido el momento en el que ella miró en dirección a la torre y frunció el ceño. Al parecer no era la única a la que le molestaba que su hermana estuviera encerrada, pues Taisha apretó fuerte los brazos al darse cuenta de hacia donde se dirigían los ojos de la menor de los hijos del rey del Oeste.
Dwyer sacudió la cabeza, no era su problema, y definitivamente no se iba a meter en eso. La familia real podía irse al abismo en lo que a ella respectaba.
Dio un par de pasos para acompañar a Amaris, cuando se percató de algo se movía alrededor, era eso que opacaba a la luz, haciendo que el fuego fuera más pequeño...
― ¿Las sombras se están moviendo?― preguntó Taisha. Viéndose confundida.
Dwyer giró para saber a qué se refería, y lo captó al mismo tiempo que Marion, pues una sonrisa burlona se extendió por los labios del guerrero.
―Vaya, vaya― murmuró él.
Al frente, después de la zona de los cultivos, se encontraba el guerrero Sairus, quien escuchaba hablar a una mujer de aspecto alegre, Dwyer la conocía, ella trabajaba en los campos. Era alguien con quien cualquier persona podía sentirse cómoda, sin embargo Sairus tenía un semblante preocupado, como si no entendiera la razón por la cual la mujer hablaba con él.
¡Isobel! Dwyer la recordaba, había hablado con ella en los invernaderos, cuando había ido a correr con Taisha y Amaris. Era una especie de consuelo para las otras mujeres que trabajaban en el campo, solía ayudar a quien lo necesitaba.
Aunque dudaba que Sairus acudiera a ella en busca de auxilio, ya que las sombras se movían nerviosas por todo el lugar, cerniéndose sobre el fuego, como si quisieran dejarlos sumergidos en la oscuridad.
A pesar de sí misma, se estremeció, mientras el asesino miraba perturbado hacia las fogatas, como si no tuviera control de las sombras en ese momento.
―Que jugosa situación― comentó Marion, sus ojos brillando con diversión.
Él dio un paso al frente, sin duda marcando la dirección hacia Sairus e Isobel, quizá quería empeorar todo, burlándose de su compañero de gremio, por la obvia falta de comprensión de Sairus por las emociones humanas.
―No― gruñó Taisha, avanzando hacia él, interponiéndose en su camino―. Por una maldita vez en tu vida deja en paz a los demás.
Ella colocó una mano sobre el brazo del asesino, sus dedos apretándose sobre el musculo. Marion le regaló una mirada apagada y cierta sonrisa, una que aseguraba problemas. Él abrió la boca, seguramente pensando en decir algo que haría estallar a Taisha.
―A Gabriel le encantará saber que están holgazaneando por aquí― dijo Dwyer.
Ambos giraron la cabeza hacia ella. Taisha soltó a su compañero, Marion metió las manos en los bolsillos de su pantalón y se alejó de ellas refunfuñando.
Trató de no prestar atención al hecho de que Marion se marchaba por el mismo camino que Lineria había optado para abandonar el festival.
―Gracias― comentó Taisha―. Creo que nos salvaste de una patética pelea y de un buen castigo.
Dwyer le regaló una ligera sonrisa. No se había atrevido a preguntar acerca del barco, o si Taisha cumplió con su... venganza. O justicia, como solía llamarlo la asesina.
La verdad era que estaba muy ocupada con las cosas de Amaris, estudiando sobre alquimia, haciendo sus apuntes acerca de los asesinos, y cuidando su propia garganta, ya que al parecer el entendimiento al que había llegado con Abel en Virum, se había desvanecido igual que la niebla, y ahora, cada vez que tenía un encuentro con el asesino, este miraba directamente a su cuello, como si quisiera ver la cabeza separada de los hombros. Dwyer no estaba segura de que había hecho para molestarlo o para ser merecedora de su hostilidad, y no se atrevía a preguntar el motivo.
Así que sencillamente lo evitaba. Escueto y efectivo.
Se alejó unos pasos de Taisha, esquivando algunas personas y las fogatas encendidas. Ocurrieron dos cosas a la vez: Sintió una especie de frío viento calar en sus huesos, así que giró, para encontrar una de las sombras de Sairus apartándose de ella. No fue un ataque, era una especie de aviso, para ver la segunda cosa que ocurría: Adam se marchaba, él se perdía entre los árboles, sin mirar atrás, y por una extraña razón, sus hombros estaban temblando.
―Nunca se queda― dijo Taisha.
Dwyer no se percató cuando ella se acercó de nuevo.
― ¿Cómo?― preguntó confundida.
―Adam― señaló la asesina―. Nunca se queda a terminar el ritual. Él simplemente desaparece por unos días. Después regresa, algo débil y de mal humor.
―Oh― murmuró Dwyer.
Quizá viéndose algo tonta, pero no podía responder con algo más, no sin antes desprender esa pared que había colocado para bloquear todos sus pensamientos acerca de Adam y lo que pasó en el bosque.
Sacudiendo la cabeza se marchó hacia el muro de árboles al final del campo, donde descansaban los reyes. Dwyer bajó la cabeza al pasar frente a los tronos, para después detenerse al lado de Amaris, quien simplemente le dirigió un asentimiento.
El ritual estaba por terminar, vio como la reina se puso de pie para alabar a la diosa con palabras bonitas.
Tal vez era una tonta por pensar así, pero esperaba que la diosa no creyera lo que salía de la boca de la reina, en especial en esa noche de equinoccio. Porque si los dioses creían en cualquier cosa que los reyes cardinales hicieran... entonces todo estaría perdido, y no podría vivir con eso, porque a pesar de todo, Dwyer aún conservaba esperanza.
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La daga resbaló de la roca. Con una maldición tomó impulso y clavó de nuevo el filo sobre la pared lateral del castillo, aquella que colindaba con los escalones mohosos que bajaban hasta el muelle. Sintió el viento rozar su cuerpo, secar el sudor de los brazos y espalda, erizando el vello de su nuca, su cabello moviéndose ante la más ligera brisa. A esa altura, donde lo único que lo sostenía era la fuerza de sus manos sobre las dagas clavadas en la piedra, era fácil ser consciente del viento.
Marion miró hacia abajo, a sus pies recargados en los huecos de la roca, sus brazos temblando por la tensión de soportar el peso de su cuerpo. Y a los puentes colgantes y el torrente del rio debajo de él.
Si, era sería una graaaaan caída.
No era la primera vez que subía hasta las habitaciones de Lineria por esa pared, la última ocasión fue después de recuperar el pergamino en Virum, aunque no recordaba cómo había llegado hasta ahí sin dos dedos, una mano sangrante y cubierto de mal oliente lluvia y fluidos de los muertos.
Sacó una de las dagas, para clavarla en un espacio arriba de su cabeza y después impulsarse con los pies...
Un silbido cortando el aire lo alertó del peligro. Soltó la daga antes de que la flecha golpeara donde había estado su mano.
Golpeó con ambos pies la roca, para que el envite dirigiera su cuerpo, no a seguir trepando, si no hacia el agua. Marion no apuntaba al rio o a los puentes, ya que ciertamente sería menos doloroso caer en el tranquilo mar del muelle.
La segunda flecha llegó, clavándose a un lado de su brazo, no tuvo tiempo de pensar antes de transformarse en instintos y soltar la única daga que lo sostenía contra la roca.
Formó un arco con su cuerpo, para juntar las manos y formar una punta, antes de caer contra la superficie del agua. Fue doloroso, el ligero batir de las olas empujándolo hacia el muelle o las rocas, no estaba seguro mientras se impulsaba con brazos y piernas para nadar y alejarse de las flechas que ahora disparaban en dirección al agua.
Llegó hasta la orilla más alejada del muelle, aquella que se encontraba en la caída de las enredaderas de los jardines colgantes.
Marion se arrastró sobre la tierra, escupiendo el agua salada que había tragado al caer en el mar. Se acostó de espaldas en el frío fango, estiró los brazos acalambrados.
La única forma segura que conocía para llegar a las habitaciones de Lineria era por ese muro ¿Quién demonios había informado a la guardia acerca de eso? ¿Y por qué no estaban en el ritual?
Él se había asegurado de que nadie lo siguiera, pudo ver a las personas del pueblo y a la guardia antes de irse del festival de la siembra.
Frunció el ceño en dirección a la luna. Quien sea que hubiera puesto esa guardia especial entre los jardines para vigilar ese muro, no era su amigo. Aunque no sabía si era su enemigo o el de Lineria, en cualquier caso ¿Qué importaba? Ya que si alguien se atrevía a amenazar la vida de la princesa, estaría firmando su sentencia de muerte.
Marion esperó pacientemente, recostado en el fango, con las enredaderas de los puentes cubriéndolo. Escuchó las pisadas de la guardia, quienes le habían disparado las flechas, ellos realmente necesitaban mejorar la puntería.
Mientras se quedaba quieto, pensó en que realmente entendía porque a los gatos de montaña nunca les había gustado el mar, y se preguntó porque Lineria lo amaba de tal manera. El mar, claro estaba.
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Taisha esperó pacientemente, con los brazos cruzados sobre el pecho para conservar un poco de calor, había olvidado tomar su capa.
El amanecer se abría paso en el cielo. El sol iluminando el principio del bosque.
Se preguntó cómo serían los amaneceres en la tierra del Este, donde estaban protegidos por el dios del sol.
Esperó hasta que vio a Gabriel salir de la torre de los asesinos. El líder solía entrenar solo antes de que los reclutas cubrieran los círculos de pelea. Caminó hacia los jardines abandonados de la segunda reina. Taisha lo siguió, evitando hacer ruido, el asegurándose de que el viento estuviera en su contra para que el olor no la delatara, sus instintos apagados, ninguna precaución era demasiada cuando se trataba de Gabriel, sin embargo...
―Más te vale tener una buena razón para seguirme― dijo su líder con un tono de voz controlado.
―Si― respondió Taisha, avanzando hacia él―. Quiero solicitar un permiso, señor.
Solían tratar a Gabriel de una forma respetuosa, porque se lo había ganado. Cada uno de la élite tenía una deuda de vida con él, una que no estaba segura fuera cobrada algún día. Aunque las palabras que le dirigían estaban dirigidas con cuidado, también había confianza, porque si no confiaban en él, entonces todo estaría perdido.
Gabriel la miró sin expresión alguna, cruzó los brazos sobre el pecho y esperó.
Taisha respiró profundo antes de hablar.
―Es personal―explicó con calma―. Debo buscar un barco.
Su líder negó un par de veces.
― ¿Justicia o venganza?
La asesina en su interior tenía un serio problema al encontrar las diferencias entre esas palabras, y más aún en su actuar.
―Me temo que esta vez se trata de venganza― decidió al fin―. Pero no es personal.
Gabriel alzó ambas cejas, un gesto claro de exigir una explicación.
―Debo abordar un barco― expuso lentamente―. El nombre es Caribdis.
― ¿Qué información ocultas? ¿A quién estás protegiendo?
Taisha deseó morderse la lengua, pero necesitaba el permiso de Gabriel, ya que al investigar el paradero del barco y su tripulación, se dio cuenta de que pertenecía a la flota del príncipe Jusbath, uno de los hijos del rey del Oeste. Y eso le traería muchos problemas.
―Dwyer― murmuró Taisha, el nombre abandonando sus labios de manera involuntaria―. Violaron su cuerpo y rompieron su alma. Era una niña cuando sucedió, y quiere justicia.
Los ojos de Gabriel reflejaron algo difícil de identificar por un momento, que luego fue sustituido por fría calma.
―Bien― respondió después de lo que pareció una eternidad―. Ella tendrá su justicia y tú tendrás tu venganza.
Taisha sintió la sonrisa tirar de sus labios.
―Lo agradezco, yo...
―Y algo mas― agregó Gabriel―. Tendrás un compañero de viaje.
Ella deseó poner los ojos en blanco.
― ¿Quién será mi maldita niñera?
Su líder le dio la espalda antes de responder:
―Dwyer es capaz de salvar nuestras vidas sin pedir nada a cambio―. Gabriel hizo una pausa para respirar, sus hombros subiendo y bajando―. Si ya has encontrado el barco, lo demás no será tarea tan difícil. A no ser que Jusbath desee interferir.
La asesina en ella no se mostró sorprendida, por supuesto que Gabriel sabría de quien era ese barco con tan solo nombrarlo. Nada se escapaba de él, nunca.
―Te veré al anochecer en los muelles del reino. Los Intercambiadores de rarezas pueden ayudarnos a abordar.
Taisha sacudió la cabeza ¿Había escuchado bien?
― ¿Tu vendrás... conmigo?
Gabriel la miró por encima del hombro.
―Sí, yo seré tu maldita niñera.
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