CAPITULO 29.-
El frío era lo único que lo mantenía despierto.
Desde que era pequeño. Incluso en el momento de su nacimiento el frío era lo único que había. Sin embargo, él no recordaba ese día, sería absurdo. Lo imaginaba por las palabras de su madre, quien solía contarle la historia como si fuera su favorita.
Abel sacudió la cabeza y todo a su alrededor dio vueltas.
Sus manos estaban atadas a una cadena que colgaba del techo de la celda. No sentía más que un agudo dolor en los hombros. Los dedos de los pies apenas y rozaban la roca del suelo, sus muñecas ardían pues se encontraban en carne viva, ya que lo habían atado para arrastrarlo hasta el calabozo del castillo. Las rodillas se encontraban en un estado similar, estaba casi seguro de que una de ellas se había separado del hueso.
Dejó que su cabeza cayera al frente, sintiendo un fuerte tirón en el cuello. El único sonido dentro de la celda era el repicar de las cadenas cada vez que él se movía y las gotas de sangre caer sobre la roca. No estaba seguro de cual de sus heridas era la que goteaba ese tibio líquido, pero a esas alturas ya no le importaba. Todas y cada una se curarían cuando cambiara de piel en la noche sin luna.
Tenía mucha sed, sus resecos labios estaban partidos, pero era el mínimo dolor en él. Deseaba con toda su alma poder escapar de ese lugar y descansar al lado de del rio. Simple, era un pensamiento sencillo. Si tan solo pudiera liberar sus manos y apoyar la pierna herida para dar un simple paso.
Trató de respirar profundo, a pesar del dolor en sus costillas y brazos. Polvo entró en su garganta y comenzó a toser, sintiendo los espasmos en cada parte de su cuerpo.
Abel sabía que solo tenía que esperar, soportar el tiempo suficiente hasta que Gabriel lo sacara de ese lugar. Esperaba que su mentor arreglara las cosas del modo correcto, era el único en quien confiaba para resolverlo. Y ansiaba con su alma que Adam no se inmiscuyera en ese asunto, ya que su hermano avivaría la llama de guerra entre los reinos.
Él sabía que podía resistir, por más torturas que a Bertrán se le ocurrieran, Abel ya había pasado por todas y cada una de ellas. Lo hacía cada solsticio, cada noche sin luna, cuando era arrancado de su propia piel por el castigo de los dioses.
Tardaría mucho tiempo para que el príncipe rompiera su mente o espíritu, podía lastimar su cuerpo todo lo que quisiera, este se recuperaría.
Escuchó la puerta de la celda rechinar al abrirse. Abel levantó la cabeza, no les permitirá verlo tomar un descanso.
Bertrán estaba de pie en la entrada, sosteniendo un pequeño cuchillo que había utilizado para escarbar en las uñas de Abel más temprano ese mismo día. El guerrero llevaba una lista de cada una de las torturas, del tiempo de duración de las mismas.
Sostuvo la mirada del primogénito del rey sin decir una palabra.
―Tienes que hablar algún día― gruñó Bertrán con un tono de burla― ¿Cuántas veces estuviste con la princesa? ¿Quién más conoce la entrada a la torre? ¿A quién le has hablado de ella?
Abel no respondió. Simplemente evitó mirar a los guardias detrás de Bertrán, manteniendo sus ojos en el príncipe.
―Te azotaran frente a todo el pueblo― continuó hablando el hombre―. Y te pondrán en la picota.
De nuevo obtuvo silencio de su parte, simplemente recitando un juramento con la mirada. Era una promesa de muerte, y no sería una rápida. Bertrán algún día recibiría un castigo por las atrocidades que cometía con campesinos y esclavos. Y Abel estaría feliz de dárselo.
El guerrero movió las manos para girar y encontrar la mirada del príncipe, lo que provocó el tintinar de las cadenas. Quiso sonreír al ver a Bertrán retroceder dos pasos a causa de su miedo. Por primera vez, Abel sintió orgullo de su reputación.
―En fin― espetó el príncipe, escupiendo a los pies de Abel―. Estoy seguro de que tanto tu hermano como esa criatura a la que proteges, estarán encantados de verte en la plaza. Tu ejecución será pública.
Comenzó a caminar a la salida, pero se giró antes de dar otro paso.
―Arles piensa que estas cubriendo a alguien, él dice que nunca has estado con ella.
En ese momento, Abel se permitió una pequeña sonrisa.
―El hecho de que evites mencionar el nombre de tu hermana no borrará su existencia― reprimió un grito de dolor cuando Bertrán se acercó a golpearlo en las costillas rotas.
El príncipe se preparó para salir, cuando Abel volvió a reír.
―Adelante― murmuró el guerrero, la sangre escurriendo de sus labios―. Golpéame, tortúrame... Ambos sabemos que esto no borrará la verdad de lo que en realidad eres: Un príncipe cobarde que se ha escudado en su título para cometer crímenes. No solo yo, todo el maldito reino sabe que Arles será mucho mejor rey que tú, y te odias por eso.
Bertrán se fue del lugar, pero los guardias se quedaron. Abel los conocía, él los ayudaba a recoger las armas de los círculos de entrenamiento cuando los guerreros terminaban con sus ejercicios diarios, eran los reclutas. Ambos lo bajaron con cuidado, ayudándolo a mantenerse en pie. Uno de ellos sacó un ánfora y le dio de beber el agua que el guerrero tanto deseaba. No pudo retribuir con palabras, pero esperaba que el hombre viera en sus ojos cuan agradecido estaba por el pequeño acto de compasión.
Lo sacaron de la celda y lo entregaron a otro par de guardias en la salida del calabozo. Eran desconocidos para Abel, por lo que supuso, eran de las tierras de Bertrán.
Los hombres lo trataron con menos cuidado que los anteriores, empujándolo en los escalones y atando sus heridas manos. Tiraban de las cadenas cada vez que Abel tropezaba por el dolor en su pierna.
―Dicen que eres un asesino― comentó uno de ellos, dándole la espalda y sin dejar de caminar.
Abel no respondió, ya que si abría la boca para responder, gritos de dolor saldrían de ella y no les daría la satisfacción de verlo sentir dolor.
Había pasado por situaciones peores. Como aquel asedio al castillo del hijo mayor del rey del Este.
Recordaba que les habían ofrecido un trato para liberar al primogénito y a su familia, pero eso habría sido ir en contra de las órdenes del rey de la Luna y nadie sobreviviría a eso.
En esa ocasión había estado acompañado por Adam y Sairus. Mientras el guerrero de las sombras vigilaba, su hermano y él se acercaron al castillo. Varios ejércitos del rey habían estado en el asedio días atrás, sin lograr un cambio. Él se había apartado del grupo, recostándose sobre el suelo cubrió su cuerpo con lodo hasta la cabeza, y esperó. Adam, por su parte, había echado del lugar a los ejércitos, quedando únicamente los guerreros de élite, siguiendo el ejemplo de Abel. Y esperaron, durante cuatro frías noches. En el amanecer del quinto día, ellos se movieron, buscaron aprovechar la neblina, observando como los animales carroñeros encontraban su camino entre los muros de ese castillo. Los guerreros se arrastraron por el fango, cubiertos por la niebla, sin llamar la atención de los centinelas.
Encontraron el lugar por el que entraban los animales carroñeros, fue Adam el primero en despojarse de sus ropas, con su cuerpo tiritando en ese frio lugar, los demás también lo sabían, que no iban a lograr pasar por ese agujero con sus cosas. Los tres guerreros estuvieron listos, con una simple prenda cubriendo sus partes más sensibles entraron en aquel sitio. Se arrastraron entre el fango y agua sucia de canal.
Fue la primera y la última vez que Abel vio el cuerpo mutilado y quemado de Sairus, quien siempre se ocultaba dentro de sus oscuros ropajes y detrás de sus sombras.
Mientras se arrastraban por ese oscuro lugar, él podía jurar que algo se estaba pudriendo, la tierra sucia entrando en sus fosas nasales, en sus orejas y ojos. En cada herida provocada por el frío.
―Hay gusanos― murmuró Adam con repulsión― ¡Maldita sea la tierra de este infectado reino!
―Comen carne. No dejen que entren a sus heridas― susurró Sairus.
Adam dijo otra maldición, pero Abel sabía que ya era demasiado tarde, pues esos parásitos estaban en su cuerpo. Él esperaba poder terminar con esa misión antes de que comenzaran a comerlo desde dentro, no podía fallar a Gabriel sin salir victorioso de ese lugar.
Terminaron de arrastrarse por el oscuro túnel, esperaron al anochecer en medio del agua fría, su hermano maldijo cuando comenzó a llover. Abel sentía su cuerpo tiritar, tenían días sin comer o beber algo, con parásitos moviéndose en el interior de su piel, provocando fiebre.
Abel hacía lo posible por no mirar la piel de Sairus. Desde que lo conocía se había preguntado por qué usaba guantes. Los dedos de sus manos estaban pegados entre sí, y unos eran más pequeños que otros, como si los hubieran cosido y cortado, como si alguien con un sentido del humor muy retorcido hubiera creado sus manos a su antojo. Las cicatrices por quemaduras se extendían hasta los codos, fue donde Abel pensó que alguien lo había obligado a meter sus manos en aceite hirviendo. El pecho y la espalda del guerrero tenían más marcas, no las conocidas cicatrices entre los asesinos, más bien como si hubieran colocado brazas calientes sobre su cuerpo.
Todos en la élite tenían una historia para contar, todos hablaban de sus vidas anteriores, excepto Sairus. Únicamente Gabriel conocía su pasado y no lo compartía con nadie. Abel sintió lastima por su compañero ese día, quizá esa era una de las razones por las que no compartía su vida con ellos.
La noche los alcanzó dentro de las murallas de ese castillo. Cada uno llevaba una daga pequeña, con ellas cortaron el cuello de los centinelas y demás soldados. Un trabajo limpio y silencioso. Nadie alcanzó a dar la alarma, pues todos pensaban que los ejércitos del reino de la Luna se habían retirado.
Tomaron al hijo mayor del rey del Este, y lo presentaron ante el rey de la Luna. Esperaron en la sala del trono, con sus ropas empapadas en agua de lluvia, los gusanos come carne paseando en su interior, los tres guerreros ardiendo en fiebre, se mantuvieron en pie delante del rey, viendo como torturaba y golpeaba a su sobrino, para enviar un mensaje al padre. La próxima vez que el rey del Este tuviera planes de levantarse en contra de sus hermanos, serían sus hijos quienes pagaran el precio.
El rey los dejó marchar al terminar con la tortura. Gabriel les ordenó descansar. Y Janan, junto con sus sanadores los ayudaron. Limpiaron la piel desde el interior, mantener a Sairus atado a una cama costó la vida de tres hombres, para después ser sometido por Gabriel. Nunca volvió a dejar que lo hirieran en una misión, pues no podía ser curado de una manera convencional.
Abel recordaba haber vomitado gusanos y otras porquerías durante tres días, hasta que quedó vacío y delgado. Pasó un mes para que pudiera volver a entrenar. No había recuerdos más allá de ese, al menos no de un dolor que quisiera evocar, más que de los gusanos comiendo su carne en vida.
El guerrero reprimió un grito cuando dos hombres al servicio de la reina lo lanzaron sobre las escaleras en la salida del castillo. Su pierna giró en una dirección totalmente anormal y escupió una maldición para cada uno de ellos. Esperando que los dioses lo escucharan.
Se puso en pie por simple voluntad y continuó siguiendo a esos hombres, arrastrando la pierna herida en su camino, dejando atrás marcas de sangre y huellas pesadas. No iba a dejar que eso lo matara. A él, quien cada solsticio cambiaba de piel, quien cada noche de dos lunas dejaba su parte humana atrás, para ser simplemente el monstruo.
Dejó que los hombres lo empujaran y golpearan, no se permitió caer. Sabía que no lo matarían, pero tenía que resistir y ser fuerte hasta que Gabriel llegara.
Su vista se nublaba en momentos, y Abel simplemente seguía andando porque en caso contrario los hombres lo arrastrarían. Y él nunca se arrastraba.
Dejó que el dolor excediera todo pensamiento, que su pierna siguiera arrastrando, evitó sentir ira por los hombres que reían al ver su estado. No cerró los ojos, pero una parte de él guardaba la esperanza de que Amaris, Taisha y Adam estuvieran a salvo en alguna parte del castillo, ya que para el guerrero, sería peor tortura ver sufrir a aquellos a quienes valoraba más que su propia vida. Porque ¿Qué tendría que perder él? Ni siquiera se quejaba por el dolor, y no era del todo para evitar dar el placer a quienes le habían hecho eso. Si no porque realmente pensaba que no tenía derecho de hacerlo, el quejarse, el llorar o incluso pedir perdón. Eso era para hombres comunes; con errores simples. Él ya no merecía la indulgencia de nadie. Por eso los Dioses lo habían abandonado.
Escuchó las patas de los caballos sobre la tierra, y los hombres de la reina se detuvieron. Eran dos monturas, sobre una se encontraba Julián, y en la segunda estaba Diana, mirando con repulsión hacia esos guardias que lo arrastraban, a pesar de que servían a la misma reina.
―Recibimos instrucciones de llevarlo a la picota― explicó Julián con ese tono suyo de aburrimiento.
Abel se quedó quieto cuando Diana bajó de su caballo, pidió las llaves a los guardias y abrió las cadenas que lo mantenían atado. Los hombres evitaron hablar y mirar en dirección a la bruja, una sabía decisión.
Julián y Diana lo ayudaron a subir en uno de los caballos, y la bruja fue con él, en un andar lento del animal. Abel tenía mil preguntas zumbando en su mente, pero no podía ponerlas en palabras. Siguieron andando, hasta perderse entre los árboles, y poco antes de entrar en las calles del pueblo, Diana detuvo al caballo, bajó de la montura y comenzó a hurgar en las bolsas que colgaban a los lados. Julián parecía atento al camino, esperando que nadie los sorprendiera.
―No soy tu aliada― dijo la bruja con calma, mientras sacaba un frasco con contenido de color verde―. Pero nunca estuve de acuerdo con el trato que el rey daba a la princesa. Y admiro tu coraje al proteger a la guerrera. Puede que no sepa mucho sobre lealtad, pero sé lo que es querer cuidar de alguien.
Abel parpadeó un par de veces, esperando poder aclarar su mente.
―Si hay algo que no debería ser castigado en este mundo, es el amor― respondió a Diana. No sabía si era lo que ella quería escuchar. Pero incluso si eso lo llevaba a la tumba, Abel defendería el amor que su amiga profesaba por la princesa.
La bruja pareció sorprendida y extendió la mano para ofrecer el frasco al guerrero, él lo tomó de su mano y al destaparlo un olor dulzón subió hasta su nariz.
―Deben darse prisa― apuró Julián mientras vigilaba.
― ¿Qué es?― preguntó Abel.
―No esperes demasiado, asesino. No se trata de veneno, tampoco de algo que cure tus heridas, pero se llevará el dolor que sientes hasta este momento, sin embrago no puedo prometer nada por el dolor venidero.
Abel se sintió como un cobarde por aceptar la oferta, pero no podía rechazarla ya que los hermanos se estaban arriesgando por ayudarlo. Consideraba a Julián un compañero, pero Diana...
La bruja subió al caballo y continuaron andando hasta la plaza, donde Abel esperaba que lo recibieran lanzando basura en su dirección, pero en lugar de eso se alejaban, solo bastaba una mirada de la hechicera.
La pócima que bebió le provocaba querer dormir, como si pudiera entrar en la inconsciencia en cualquier momento. No estaba bien, ese castigo era por sus pecados. Lo tomaría con gusto, recibiría el dolor como un viejo amigo. Después de todo, él no podía morir, ya que su existencia estaba fuera de todas las leyes naturales de ese mundo.
En algún momento, alguien lo bajó del caballo, y fue lanzado a los escalones del patíbulo, donde ya estaba colocada la picota. Sintió deseos de reír, pues había presenciado muchas veces como ponían a los ladrones y traidores ahí. Él mismo había clavado las orejas de algunos en ese mismo patíbulo, para que no cometieran crímenes de nuevo. ¿Cuántas veces había obedecido órdenes sin pensar en quienes saldrían dañados?
Los guardias lo tomaron y colocaron sobre el poste, atando sus manos juntas lo más alto posible, sus pies apenas y rozaban las tablas del suelo. No podía sentir mucho, estaba aturdido, como si le hubieran dado un fuerte golpe en la cabeza. Sabía que era una consecuencia de la poción, pero lo odiaba. No había dolor en su cuerpo, pero era como estar fuera de su mente.
Escuchó a las personas del pueblo acercarse, pudo distinguir la voz y las burlas de Bertrán entre todos ellos, así como las palabras de Arles y Veronet, la tercera hija del rey, Abel ni siquiera sabía que la joven princesa estaba en el castillo.
Percibió los pasos de Bertrán al subir y agitar el látigo. Sin duda el primogénito disfrutaba el hacer daño a los demás. Mientras Abel esperaba recibir un castigo por sus pecados, el hijo del rey se jactaba de ellos, pues al ser de la realeza contaba con el perdón inmediato de los Dioses.
Cerró los ojos ante el primer golpe.
Diana tenía razón, no percibía el dolor anterior, pero sintió el látigo partir su carne, escuchar el goteo de la sangre sobre la madera. Uno tras otro, los azotes continuaron, con palabras de Bertrán, sugiriendo decir la verdad, cuantas veces había estado con la princesa. Abel deseaba reírse de él. Tan obsesionado con el poder y el favor de su padre no era capaz de ver más allá de su nariz.
El látigo atoraba las puntas metálicas en cada golpe a su espalda, arrancando la carne y salpicando la sangre. Mas no gritaba, el guerrero no gritaría, no sufriría ese dolor. Lo tomaría como penitencia si Taisha estaba a salvo.
Apretó los puños cuando el dolor fue rebasado por el zumbido de sus pensamientos.
El guerrero no solía guardar esperanza por nada, pues estaba acostumbrado a tomar lo que necesitaba. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, se permitió esperar algo en los Dioses, y suplicarles que Adam y Amaris se encontraran muy lejos, en el castillo, para no ver lo que sucedía en ese lugar.
Abel escuchó la última campanada y como un regalo de los Dioses, cayó en la inconsciencia.
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Estaba acostumbrado esa presencia, a ese encanto y misterio que rodeaban al Ser.
Gabriel se incorporó después de beber agua del rio, esperando que el día diera paso a la noche, y poder saludar a la luna llena. Cumpliendo una promesa hecha tiempo atrás, tantos años que ya le era difícil contarlos. Ya que, al entrar en ese bosque, volvía a ser el joven que hizo esa promesa.
― ¿Aún esperas a la luna?― preguntó el Ser a su espalda.
Él giró para verla. Una hermosa mujer, tan bella y esplendida que para él era indescriptible.
― ¿Tengo algún motivo para no esperarla?
El Ser sonrió. Y él pensaba que su magnificencia no podía ser rebasada, quizá simplemente sería superada por ella misma.
―Hoy si― replicó con un tono misterioso―. La tierra de la Luna se siente diferente.
Gabriel frunció el ceño.
―Me marcharé en cuanto me entregues a mis hombres.
El Ser le dio una mirada divertida. A ella le gustaban esos juegos, que no se trataban de poder, eran simplemente adivinanzas y trampas para saber quién se rendiría primero. Tal vez por eso lo invitaba a volver, porque ninguno de los dos sabía darse por vencido.
―Ellos estaban en mi territorio. Un poco más al sur y estarían en manos del Ser Oscuro. No todos son tan indulgentes como nosotras.
―Lo importante ahora es que están en tus manos. Ordenaré que no se acerquen al sur del bosque.
―Querido Gabriel...― susurró el Ser, acercándose a él, tomando su rostro con ambas manos. Era ese tacto que el guerrero echaba de menos cada vez que la dejaba atrás―. Hay tantos cambios... y tu valiente corazón se resiste a ello.
Él sonrió, tomó una de las manos de ella y la acercó a sus labios para besarla, las únicas manos que besaría, la única devoción que demostraría en su vida... era hacia alguien que viviría eternamente.
―Si me quedo ¿Qué podrías ofrecer?― preguntó Gabriel― ¿Un hechizo de tiempo?
―Estarías conmigo por siempre.
―Siempre es demasiado para alguien que solo busca la muerte.
El Ser retrocedió y Gabriel se encontró extrañando su toque.
―Aunque me encantaría que te quedaras, esto no se trata de una visita de luna llena. Es sobre tu deber, y es lo mismo que siempre ha gobernado tu corazón― dijo ella chasqueando los dedos, dos figuras aparecieron flotando sobre la superficie del rio.
Deméter y Sairus, quienes habían conseguido información sobre Lord Tahuer para el príncipe Arles. Ahí estaban, esos guerreros leales que quisieron cruzar por el bosque para llevarle las noticias de manera más rápida. Quedaron atrapados en las manos del Ser.
― ¿Podré despertarlos?― preguntó.
―Cuando me marche el hechizo se disolverá por si solo... Ha sido agotador mantener dormido al Vigilante de las sombras. Debe ser muy duro siempre permanecer alerta.
―Sairus no sabe lo que es.
―Y aprovechas eso...Merece saber su propia naturaleza.
― ¿Su propia naturaleza? Al ser una cruza, aquellos de su propia naturaleza trataron de quemarlo vivo.
― ¿Tanta maldad existe entre los tuyos?
―Los Vigilantes causaron su propia extinción.
―Sin embargo estamos frente a uno de ellos.
―Que daría su vida para proteger al inocente.
El Ser sonrió con ternura y rozó la mejilla de Gabriel con la punta de los dedos.
―Los amas. Sientes amor por tus guerreros.
Él negó y se alejó del toque.
―No sé qué es el amor. Pero conozco la lealtad.
El Ser se apartó de él, en dirección al rio, mirando hacia los cuerpos flotantes sobre el agua.
―Tus guerreros se van, pero el alma cambiante se queda.
― ¿El qué?― interrogó Gabriel confundido.
Ella negó un par de veces.
―Entró en el bosque para buscarte. Su esencia es diferente a todas las que he sentido. Tantos siglos he pasado en este bosque, tan recluida... que había olvidado el olor de esas almas.
―Las almas cambiantes son...― Gabriel titubeó con la palabra.
―No. Al menos no aun, pero si continua por el camino de su destino lo será.
― ¿Sairus o Deméter?
―Es muy tarde para ellos― respondió el Ser y chasqueó los dedos una segunda vez.
Gabriel dio dos pasos atrás, viendo al pequeño cuerpo flotante sobre el rio. Se trataba de Campana, el aprendiz de Adam. Aquel que había jurado lealtad a Dwyer y la señorita Amaris.
―No puede tratarse de un Guardián― suspiró Gabriel, la sorpresa opacando sus sentidos.
―En caso de que trates de culparme, querido, debes recordar que no soy yo quien elige esas almas.
―Vendrá conmigo.
― ¿Qué ofrecerás a cambio?
―No voy a entregarte mi libertad, ya es de alguien más.
―Odio cuando te comportas tan serio― dijo ella, caminando en dirección a lo más profundo del bosque―. Te veré la siguiente luna llena.
Al perder al Ser de vista, los tres hombres cayeron sobre el agua, Deméter despertó gritando al sentir el rio fluir sobre su cuerpo. Pero Sairus, él se levantó rápidamente, para ayudar al niño a ponerse de pie, como si el guerrero hubiera estado escuchando. No le sorprendería que lo hiciera. Las sombras siempre le hablaban.
Gabriel esperó a que sus hombres se recompusieran, no le pedirían explicaciones, y si alguno preguntaba, el nunca respondería. Así funcionaban.
Juntos caminaron hacia la salida de esa parte del bosque, siguiendo el rio, las copas frondosas convirtiéndose en arboles comunes. Llegaron hasta donde estaban los caballos, cuando Campana pareció salir de un trance.
Murmuró algo que Gabriel no pudo escuchar.
―Habla fuerte, muchacho― gruñó Deméter.
Sin embargo, el chico ya no parecía ser capaz de hablar. Gabriel no sabía qué clase de efecto tenía la magia, pero parecía afectarlo más que a los demás.
―Él dice― comentó Sairus en apenas un suspiro, una alarma en su voz que Gabriel jamás había escuchado del guerrero―. Que van a ejecutar a Abel.
Pudieron haber desaparecido el suelo bajo sus pies, y no hubiera tenido el mismo efecto que esas palabras.
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