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CAPITULO 27.-

Abel solamente había visto a la princesa una vez en su vida, y lo atemorizó hasta la médula. No porque fuese una mala persona o porque hubiera lanzado un hechizo sobre él. La princesa lo aterrorizaba porque sus ojos eran de un extraño, penetrante y misterioso color naranja. El cabello rojo de la joven había sido mal cortado por el filo de una espada hasta la altura de sus hombros. La piel era lo más extraño de todo, pues mantenía un tono casi verdoso. Y las malas lenguas decían que la princesa tenía visiones sobre el fin de los tiempos, que los Dioses le susurraban profecías al oído, igual que a los Oráculos. La diferencia era que los Oráculos podían soportar esa clase de magia, pero a la princesa la habían vuelto loca.

Por eso la mantenían encerrada, para que no pudiera decir a nadie más que al rey sus profecías, para que no se hiciera daño, pues había tratado de acabar con su vida en varias ocasiones cuando era una niña. Abel lo recordaba.

Todos decían que la princesa estaba maldita, que los Dioses habían arrojado una maldición sobre ella para castigar al rey por muchos de sus crímenes.

El guerrero recordaba, cuando Adam estudiaba los libros sobre genealogía del reino de la luna, en el libro aparecía una hija pérdida, durante muchos años Abel pensó que se trataba de Nerea, hasta que se dio cuenta de que a ella la conocían como la princesa maldita. Y no tenía el valor de preguntar a los sabios por la hija perdida, ya que en los registros ni siquiera era conocida como una princesa. Eso podía significar dos cosas: Una, que el rey no había querido reconocerla por alguna extraña razón. Ya que tres reinas habían estado en la vida del monarca. Y dos: Los Dioses le habían regalado un título más alto que el de una princesa al nacer.

Abel se estremeció, pues lo único en un rango más alto que la realeza, eran los Seres, los Oráculos y los Guardianes; las almas cambiantes.

Corrió escaleras arriba en el pasillo que llevaba a la torre. Taisha estaba en grandes problemas por no saber cuidar su propia espalda. Vio a los guardias del rey ir hacia la torre en formación, preparados para arrestar a alguien, y Abel sabía el castigo que el rey les daba a aquellos infelices que se atrevían a quitar la virtud a alguna de sus hijas. Corrió como si el mismísimo Ser Oscuro lo persiguiera, como si su vida dependiera de ello, subió los escalones de dos en dos, llegó hasta la pared que había estado buscando, la puerta al pasadizo, Taisha le había hablado sobre ella. Empujó en los puntos clave y logró abrirla, cerró y reanudó su carrera, corriendo por las viejas escalerillas de madera, el último tramo para llegar a la torre. Podía escuchar como los guardias del rey correr por la escalera principal, y pudo distinguir entre ellos, la voz de Bertrán, Abel juró por todos los Dioses y empujó la puerta de madera al final. Embistió y estrelló su hombro en contra de la pared de roca, aquella que funcionaba como pasadizo a la habitación de Nerea.

Vio el movimiento en la habitación, la princesa y la guerrera, obviamente habían estado ocupadas, ya que la ropa de ambas estaba regada por el suelo del lugar, las mantas sobre la cama estaban revueltas y Taisha había saltado de su lugar junto a la princesa para tomar una espada corta y amenazar al intruso.

−No hay tiempo para eso− dijo Abel, entrando al lugar y bajando el arma de Taisha. Tratando de ignorar el hecho de tanto su amiga como la princesa, estaban completamente desnudas.

Nerea se levantó de entre las mantas y se puso su vestido, los extraños ojos naranjas siguiendo los movimientos de Abel.

−La Guardia personal del rey viene hacia acá. Bertrán es quien los dirige. El rey sabe que alguien de la Élite está con la princesa, pero aún no sabe quién. Tienes que largarte en este momento− explicó el guerrero, poniendo una mano sobre la cara de Taisha, su amiga, su hermana por elección.

Taisha bajó la mirada y comenzó a levantar su ropa del suelo.

− ¿Qué planeas hacer? ¿Qué escapemos?− preguntó la joven guerrera.

Abel negó.

−Si escapan, el rey comenzará una cacería, la princesa se queda aquí. Y yo también.

Taisha se colocó el pantalón, la camisa y caminó hacia el pasadizo. Se detuvo en seco al escuchar las palabras de Abel.

−El rey comenzará una muy buena extracción de información de toda la Élite si no atrapa al responsable, además, tienes más cosas que perder que yo. Debes cuidar el honor de tu familia, y todos aquellos soldados que dependen de ti.

−Pero...

−Vete− dijo Abel y la empujó dentro del pasadizo. El guerrero cerró la pesada puerta de roca y miró a la princesa−. Quítate el vestido.

−No comprendo... yo...

−Cuando un adivino se enamora− explicó el joven mientras rápidamente se quitaba las botas, el cinturón de armas, el pantalón y la camisa−. Pierde la capacidad de tener visiones. El rey tiene miedo de eso.

−Creí que era al perder la virtud, con Taisha no hay riesgo de ello...− susurró ella.

Abel hacía lo posible por evitar los ojos de la princesa.

−El amor es más fuerte que cualquier tipo de magia.

Nerea obedeció, se quitó el vestido, pero no avanzó hacia él, se quedó de pie, tratando de cubrir la desnudez de su cuerpo con sus delgados brazos. Abel no tenía tiempo que perder, escuchaba los pasos de los guardias y los gritos de Bertrán. El guerrero se acercó a la princesa, tomó la cara de la joven entre sus manos y la besó. No en un beso tierno o apasionado. Era algo forzoso y apresurado. Abel la acercó a su cuerpo desnudo justo cuando la puerta a la habitación de la torre fue abierta.

Y aun cuando Bertrán ordenó a los guardias capturarlo, Abel supo que había hecho lo correcto.

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La tierra estaba tibia bajo sus pies. El sol se estaba ocultando, habían comenzado las noches de luna menguante. Y él quería verla.

Los viejos del pueblo solían decir que aquel que descubriera la primera estrella en los comienzos de esas extrañas noches, sería afortunado, y encontraría el camino de los dioses.

Adam la buscaba, no porque quisiera gozar de la fortuna o porque quisiera seguir a los dioses en su camino. Él lo hacía porque una vez una anciana le dijo que podía pedir un deseo. Y esa noche su madre se encontraba enferma, después de largo tiempo llevando un niño en su interior. Adam quería pedir a las estrellas que tanto su madre como su hermano estuvieran bien. Sus manos temblaban al pensar en escuchar el llanto de la criatura. Todas las cosas que podría mostrarle.

Encontró aquella estrella de la que todos hablaban, para ese pequeño que había ido sin permiso de su padre hasta el punto más alto del Collado de las montañas, esa estrella significaba todo.

Para él, quien con la inocencia de un niño pensaba que estaba solo en aquel lugar, mientras aquella anciana que le había contado la historia lo observaba poner toda su esperanza en ese pequeño detalle. Y a pesar de las cosas que los hombres habían hecho en la tierra, el gesto del niño conmovió a la luna misma.

Adam había pasado la noche en ese lugar, hasta que sintió una mano sobre su hombro, el pequeño estaba asustado, hasta que vio a su padre, con el alivio reflejado en sus ojos por haber encontrado a su hijo.

―Es hora de volver a casa― había dicho su padre, inclinándose a su altura para verlo a los ojos―. Tu hermano espera conocerte.

Adam no podía describir la alegría de ese momento. Su padre no estaba triste, parecía bastante feliz y satisfecho, lo que significaba que su madre y hermano se encontraban bien.

El hombre lo tomó con fuerza de los hombros. Adam le dijo que comenzaba a hacerle daño, pero ya no era su padre quien lo sostenía, era el rey de las tierras del norte, aquel que había destruido el reino de las montañas...

El niño comenzó a luchar contra las manos que lo aprisionaban. Y más allá de la montaña, podía ver la granja quemarse... él... ellos...

Adam lanzó golpes, ninguno tenía propósito, simplemente quitarse esas manos de encima. Porque el simple roce de aquellas manos le provocaba miedo; y no era aquel sentimiento que lo impulsaba a pelear, era aquel que lo paralizaba. Comenzó a patear el aire, pero sus piernas no tenían la suficiente movilidad, y sus manos se sentían pesadas, algo tiraba de ellas en dirección contraria.

Abrió los ojos y trató de sentarse, serenar su mente, calmar todo el miedo que sentía, pero sus manos estaban atadas con grilletes, al igual que sus pies ¡Maldito y mil veces maldito! Se había quedado dormido, había bajado la guardia...

―No queremos lastimarte― dijo el jefe de la Guardia Real.

―Suele- ta- me― gruñó Adam, estaba a un cabello de lanzarse en contra del jefe y de los otros cuatro hombres en la habitación.

―Necesitas calmarte― habló el jefe. Adam se estaba cansando de las tranquilas palabras.

Él estaba asustado, enojado... furioso. No necesitaba calmarse. Necesitaba que lo soltaran y cortarles el cuello ahí mismo por atreverse a encadenarlo sin razón alguna.

Sus manos estaban temblando, sus pies ya se encontraban firmes en el suelo, con cadenas alrededor de los tobillos. Le habían quitado las botas.

Miró a los hombres y tomó una respiración profunda, pensando en todas las cosas que Gabriel le había enseñado sobre dominar sus emociones.

Adam paseó la mirada por la habitación y por primera vez en su vida, tanto instintos como lógica estuvieron de acuerdo. Había otros dos soldados al final del lugar, y sostenían a Dwyer para que no se acercara a él, habían cerrado su boca con un pedazo de tela.

Sus manos dejaron de temblar y se puso de pie con tranquilidad, para no hacer enojar a la guardia.

―Te sigo― espetó en dirección al jefe, quien con un semblante confundido asintió―. Pero― añadió Adam―. Deben dejarla ir. Sea cual sea la razón por la que me arrestan, ella no tiene nada que ver.

―No estás arrestado― explicó el jefe, colocándose a su lado. Dos hombres detrás de ellos y dos avanzando al frente―. Serás puesto en custodia hasta que el juicio y castigo de tu hermano termine.

El guerrero se quedó paralizado, sin avanzar, uno de los guardias lo empujó por accidente y él no reaccionó. Siempre reaccionaba.

― ¿Abel?― preguntó estúpidamente.

―Lo encontramos con una de las hijas del rey.

― ¿Él?― inquirió―. No es posible.

―Digo lo que mis ojos vieron. Y espero tu cooperación.

Adam lo midió. Era un hombre con entrenamiento, que se había ganado el respeto de muchas personas. Gabriel entre ellas. El motivo siempre había sido un misterio para el guerrero.

Continúo caminando. Lo más probable era que lo llevaran a los calabozos, donde una vez instalado, podría ver el modo de escapar.

Los hombres soltaron a Dwyer y ella gritó una maldición, ambos palidecieron. En otras circunstancias, Adam habría reído, pero ahora...

―Busca a Gabriel― pidió el guerrero a la mujer―. Búscalo y dile lo que sucede. Él sabrá que hacer.

Dwyer simplemente asintió, y cuando los soldados guiaron a Adam a las escaleras, el guerrero pudo escuchar los pasos de la joven curandera correr en el pasillo.

Siguió caminando hasta que pasaron por los jardines en dirección a la torre de los asesinos. Adam dejó que lo guiaran hasta el final de las escaleras de la torre, donde abrieron una vieja celda. Era en el mismo lugar en el que encerraban a los desertores.

El guerrero entró sin dar batalla y esperó a que cerraran para girar y encarar al jefe.

―Te respeto― dijo el hombre―. Simplemente sigo órdenes. Pero haré lo que pueda para arreglar este... mal entendido.

―No puedo confiar en ti, ni en tu gente― gruñó Adam, haciendo un gran esfuerzo por no gritar.

El jefe asintió y junto con sus hombres se alejaron del lugar, cerrando la puerta al final de las escaleras.

Si Adam estaba en lo cierto, ellos dejarían un guardia en cada puerta. Sería lo más inteligente, considerando que todos ellos conocían la preparación de cada guerrero.

Comenzó a golpear las rejas, esperando encontrar alguna que estuviera desencajada, pero en determinado momento se le antojó como una tarea inútil.

Todas las celdas del castillo habían sido forjadas por los Vigilantes de la era antigua. Sería imposible romperlas, y las manos le ardían por la fuerza de golpear las gruesas paredes de piedra. La sangre ya escurría por sus nudillos.

Estaba enojado.

Un pensamiento fugaz atravesó su mente. Quizá un mensaje de los dioses... aunque nunca había tenido fe en ellos. Nunca había tenido fe en nada.

Pero guardaba sus esperanzas en Dwyer, y tenía la sensación, de que creer ella no lo defraudaría.

Porque los castigos que el rey daba a aquellos que buscaban a sus hijas... Adam sacudió la cabeza para no pensar en eso.

Sus esperanzas en Dwyer ardieron con fuerza. Más necesitaba darse prisa, porque la vida de su hermano dependía de ello. Y la suya se iría con él.

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