CAPITULO 20.-
Amaris había pedido a una de las jóvenes que trabajaban en el Palacio que le trenzaran el cabello, ya que no encontraba a Dwyer por ninguna parte.
Ese hecho no la tenía preocupada, pues su amiga parecía saber cuidarse sola.
Se puso uno de los lindos vestidos que Coná le había regalado. Era sencillo, pero llevaba en la cintura una linda cinta de seda que a Amaris le gustaba.
El día había amanecido particularmente agradable. Incluso le parecía que el canto de las aves era diferente.
Abrió las ventanas y sintió la brisa fresca acariciar su piel y mover su vestido.
Salió de su habitación y corrió por los pasillos. Estaba decidida a tomar el desayuno con los asesinos, como lo hacía antes de que Dwyer apareciera en su vida.
Pasó por los jardines, sonriendo a todo aquel que se cruzara con su mirada.
Llegó a la torre de los asesinos, y al abrir la puerta la recibió un caos casi monumental, a pesar de que solo había cuatro de la Élite en la habitación comedor.
Taisha estaba sentada con los pies arriba de la mesa, a su lado estaba sentado uno de sus jóvenes aprendices. Él hablaba sin parar, y la asesina lo escuchaba y respondía sus preguntas.
Otros aprendices bebían vino, a pesar de la temprana hora, lo más curioso era que bebían mientras entrenaban, no era de extrañar que encontrara manchas de vomito en el suelo.
Amaris se daba cuenta de que nunca dejaban de entrenar.
Los sirvientes llevaban comida de un lugar a otro, llenaban las bandejas y platos. Se percató de que los cuatro de Élite que se encontraban en la sala, comían al último, como si esperaran por las sobras, o como si quisieran que los aspirantes y aprendices comieran primero hasta saciarse, hasta que ellos estuvieran satisfechos.
Marion y Esbirrel mantenían una animada conversación acerca de los avances de la guerra, y sobre las nuevas noticias que el Heraldo había traído con él.
No encontraba a Deméter, Sairus o Adam. Pero Gabriel, el líder, comía apartado del grupo, con sus ojos moviéndose en todas las direcciones, en búsqueda de algún error.
Alguien soltó un silbido por lo bajo y Amaris se giró para mirar a Taisha.
―Te ves bien― saludó la guerrera cuando la joven pasó a su lado.
Amaris sonrió de oreja a oreja sin dar las gracias, pues no sabía si sus palabras bastarían para cómo se sentía en ese momento. Su piel se erizaba al recordad la noche anterior, cuando Abel se había sincerado con ella.
Siguió su camino, sintiendo las miradas de algunos sobre ella, pero no le importaba nadie en ese momento.
Amaris distinguió lo que buscaba entre la multitud y sintió su corazón acelerarse.
Abel estaba recargado sobre uno de los pilares, mientras mordía una manzana, había varios platos vacíos frente a él, señal de que había tenido una comida completa y saludable. Después de todo había estado hambriento, con un apetito voraz.
Las cortadas de su cara y brazos habían desaparecido, su cabello negro estaba despeinado, más no sucio, como la noche anterior. El color bronceado parecía haber vuelto a lo que era un pálido rostro bajo la luz de la luna.
Él giró la cabeza al sentirse observado.
Amaris caminó en su dirección, Abel la miró, siguiendo cada uno de sus pasos, ella se dio cuenta de que los ojos del guerrero ya no lucían cansados.
La joven levantó la mano torpemente para saludarlo. Él frunció el ceño.
Uno de los aprendices pasó frente a Amaris, atrapando un objeto que le habían lanzado, la empujó un poco hacia atrás. Cuando ella recuperó el equilibrio y tuvo en la mira de nuevo el lugar donde descansaba Abel, él ya se había ido. No estaba. Se había marchado de la torre de los asesinos, dejando en su lugar una manzana medio mordida.
Amaris perdió el apetito y se le antojó el comienzo de ese día, como algo miserable.
Salió de la torre de los asesinos mirando al suelo, sin escuchar el canto de las aves, sin sentir el cálido toque del viento sobre su piel y su ropa. Caminó por los pasillos del Palacio, sin atreverse a mirar a las personas a la cara.
Llegó al lugar al que quería llegar desde que salió de la torre.
Los jardines flotantes, las enredaderas, el sonido del agua y de los insectos le dieron un poco de paz.
Se sentó sobre el suelo, abrazando sus rodillas, y mirando algunas vasijas con solo tierra en ellas, sin flores. Se preguntó qué pasaría con esas plantas ¿Por qué no florecían al igual que el resto? ¿Qué era lo que necesitaban para encajar en aquel jardín tan hermoso, tan lejos de todo?
―Es una hermosa vista ¿No te parece?― saludó una débil voz femenina.
Amaris levantó la cabeza para ver a Coná, quien llevaba puesto un ligero vestido, no aquella ropa tan elegante que acostumbraba, su cabello iba suelto, pero lo que más preocupación le causó, era que la princesa tenía la piel pálida y hundida, como si no hubiera comido nada en días.
Se levantó del suelo y acompañó a Coná hasta una de las bancas, pues parecía que no podía estar mucho tiempo en pie.
―Siempre me han gustado los jardines flotantes― susurró Coná.
― ¿Deberías estar aquí?― preguntó Amaris.
La princesa sonrió.
―No― dijo y negó―. Debería estar en mi habitación, postrada en cama. Pronto conoceré a mi futuro esposo.
―Parece no causarte alegría...
―Me causa repulsión, odio y miedo. Más no alegría.
― ¿No serás feliz con él?― preguntó Amaris, ladeando la cabeza.
―Nunca se ha tratado de felicidad. Se trata de establecer lazos fuertes para el reino.
―Pero no lo amas.
Coná le regaló una mirada llena de paciencia y tristeza.
― ¿Por qué habría de amarlo? No lo conozco, y su reputación es horrible, sobre todo lo que ha hecho con sus esposas anteriores.
Amaris frunció el ceño sin comprender. Incluso los Seres, quienes eran despiadados, se reunían con sus parejas por amor y no por otro sentimiento.
―Son tulipanes de invierno― dijo Coná después de un momento.
La joven miró a la princesa sin comprender.
―Lo que estabas mirando con tanta tristeza. Son tulipanes de invierno. Solo florecen cuando el frío es suficiente para ellos, cuando caen las primeras nevadas.
Amaris no pudo evitar sentir una chispa de alegría ante esa información.
― ¿Qué son esos?― preguntó señalando otra flor, la cual crecía en la orilla de una fuente.
―Son narcisos.
― ¿Y eso?
Coná soltó una risa que terminó en una mueca de dolor.
―Tengo un libro interesante acerca de todas las flores que pueden crecer en el reino.
― ¿Tendrías que irte?― interrogó Amaris.
― ¿Por qué?
―Si te casas con ese horrible hombre ¿Tendrías que irte?
Coná miró hacia el puente, hacía la distancia que las separaba del torrente del rio.
―Sí, tendía que vivir con él, en sus tierras.
Amaris frunció el ceño.
―No comprendo. Vas a contraer matrimonio por salvar una parte de tu reino, pero tendrás que abandonar el lugar que amas...
―Desearía no ser de la realeza― murmuró Coná, y sus mejillas se tornaron rojas. Amaris creyó que era por vergüenza, pero se dio cuenta de que era enojo.
―Amo a mi reino― continuó Coná―. Amo a las personas que aquí viven, a quienes adoran a la diosa... Y amo a quien será su rey.
Sintió como si Coná acabara de hacer una declaración que nadie más podía escuchar. Como si Amaris fuera una clase de confidente. La miró de reojo y giró hacia donde estaba, sin pensarlo tomó las manos de la princesa entre las suyas.
―Lo lamento― dijo Amaris―. Nadie debería hacer esta clase de sacrificios. Y también lamento que vayas a morir.
Coná apretó fuerte sus manos y sus ojos amenazaron con lágrimas.
―La muerte podría ser un hermoso regalo.
No supo que responder a eso, pero sin soltar las manos de Coná, miró al frente, hacia el vacío que parecía gritar con cada respiración del viento. Un hueco entre las montañas, en donde habían decidido construir un castillo, y el modo de conectar ambos lados del palacio, era por medio de esos puentes colgantes, en donde habían sembrado toda clase de flores y plantas. Un lugar maravilloso así como peligroso.
― ¡Hermana!― gritó alguien al inicio del puente. Un hombre alto y delgado, de ojos cansados y ojeras marcadas.
Coná soltó rápidamente las manos de Amaris y limpió las lágrimas de su rostro.
―Nunca los dejes ver cómo te sientes― murmuró la princesa y se puso de pie para alcanzar al extraño en la salida de los jardines.
Amaris fue detrás de Coná, mas por ayudarla a llegar, que por querer salir de ahí, ya que la joven lucía débil.
―Janan― dijo ella con una sonrisa―. Es un placer volver a verte, hermano.
El hombre frunció el ceño.
―Debías esperarme, solo fui por el brebaje a la sala de alquimistas y al volver a tu habitación ya no estabas. Deber tener más cuidado.
―Cómo puedes observar― sonrió Coná―. Me siento perfectamente bien. Y estaba en excelente compañía.
Janan le prestó atención a Amaris de pronto.
―Ah sí, todos hablaban de usted cuando llegó al Palacio.
Amaris retrocedió un paso, pues él no la miraba como los demás. Los ojos del hombre denotaban infinita curiosidad, como si ella fuera un objeto nuevo.
―Puedes correr al puente, él no te seguirá― bromeó Coná―. Janan teme a las alturas.
Él sacudió la cabeza y su rostro se tiñó de color escarlata.
―No es verdad― replicó, pero dio un paso lejos del puente.
Amaris se preguntó si se había imaginado aquella mirada o si de verdad había estado en ese rostro ahora amable.
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―Cierra los ojos― murmuró Adam al ponerse de pie.
Se había inclinado para desatar las manos y pies de la joven.
Dwyer no hizo caso cuando el guerrero avanzó hasta la puerta de madera. Ella se frotó las muñecas y los tobillos.
Un fuerte ruido la hizo levantar la cabeza, se dio cuenta de que Adam había derribado la puerta con una simple patada.
Dwyer se levantó rápidamente y lo siguió, a pesar de la advertencia del asesino sobre cerrar los ojos ¿Cómo pensaba ganar? ¿Cómo se suponía que ambos iban a salir de ahí? Él no estaba armado y tenía una herida profunda en la mano.
Estaba a punto de entrar en la siguiente habitación, cuando uno de los hombres aterrizó de espaldas sobre la puerta derribada y no se levantó.
La joven se quedó a un lado de la puerta, observando como la figura rubia se movía a la luz de las velas y antorchas. Era rápido, más que cualquier cosa que ella hubiera visto. Los otros no lograban golpearlo, no con sus puños, mucho menos con las flechas disparadas por sus arcos o sus dagas. Tres de ellos llevaban espadas y Dwyer quiso gritar para prevenirlo, mas supuso que permanecer en silencio era lo mejor en esos casos.
Enterró los dedos en el adobe de las paredes, para evitar hacer algo estúpido.
Adam atrapó en el aire una de las dagas que habían lanzado en su dirección. Con una sonrisa dedicada a sus raptores, apretó la daga con su mano sana y saltó sobre ellos.
No parecía que hasta hace unos segundos estaba atado a su lado, pues sus músculos no parecían atrofiados por la falta de movimiento.
Esquivó el golpe de una espada con la daga, mientras giraba para evitar una de las flechas, hizo que el movimiento fuera perfecto, y la flecha dio al hombre de la espada, justo en el corazón.
Dwyer no podía llevar la cuenta, pero había ocho hombres en el suelo, ninguno de ellos se movía. Según sus recuerdos, había trece de esos hombres cuando llegaron a ese lugar. Cinco más y su prisión habría terminado.
Adam se acercó a tres de ellos, quienes arrojaron sus armas en señal de rendición. El guerrero no sonrió cuando los dejó correr y lanzó dagas que dieron en sus piernas. Los otros dos parecían petrificados.
El asesino tomó una espada corta en su mano herida, en la otra sostenía una de las dagas. Había gritos de dolor en el lugar.
Dwyer se atrevió a entrar, él no miró en su dirección. Simplemente siguió caminando en dirección a uno de los hombres.
―A veces puedo ser distraído― dijo Adam, sonriendo, como si disfrutara toda esa sangre―. Pero sé reconocer al líder cuando lo veo.
El hombre tragó saliva e intentó ponerse de pie, pero el guerrero dio un golpe fuerte en sus rodillas.
―No te di permiso de levantarte― gruñó Adam y clavó la espada en la pantorrilla del hombre. Este gritó en agonía.
Dwyer quería acercarse, no para detenerlo, si no para observar más de cerca. Saber que todas las torturas por las que le hicieron pasar cuando la capturaron por primera vez, estaban siendo pagadas.
Adam se inclinó sobre el hombre y apretó la daga contra la cara del sujeto.
―Es un mensaje para tu sacerdote― espetó y comenzó a marcar algo en la mejilla, gotas de sangre caían, mientras los gritos de dolor llenaban el lugar.
Dwyer apretó los puños, sintiendo como sus uñas rotas se clavaban en las palmas de sus manos, aun así, no dejó de mirar, mientras Adam dibujaba la marca de los Seres en la cara del hombre. Un símbolo maldito que llevaría toda su vida.
La oscuridad y la luz mezclándose, el sol y la luna en una guerra que nunca terminaría. La libertad y la esclavitud. La paz y la guerra. El amor y el odio. Todo conviviendo en una simple marca de tres puntos, un circulo y dos líneas diagonales.
El guerrero se incorporó, y se limpió el sudor de la frente. Él giró y la miró de arriba hacia abajo. Los puños apretados de la joven.
―Está bien si no quieres acercarte― dijo, su voz parecía la de un muerto.
Dwyer obligó a sus piernas a moverse, hasta estar a un lado de Adam. Vio la figura del hombre, que sollozaba sobre el suelo. El maldito creía tener el derecho de llorar.
―Me torturaron en esta misma sala― susurró Dwyer y relajó las manos, abriendo y cerrando los puños―. Cortaron mis tobillos... azotaron mi espalda y piernas... Él fue quien comenzó el rumor de que era una bruja, porque no quise compartir su cama... porque no quise...
Sintió una mano sobre su hombro.
― ¿Debería matarlo?― preguntó Adam. Había algo en su tono ahora, pero Dwyer no supo distinguir que.
―No― dijo y lo miró―. Será repudiado por la marca de ahora en adelante.
Adam sonrió. Y sin que ella se percatara del movimiento, él colocó su mano sana sobre su mejilla.
―Salgamos de aquí― pidió el guerrero.
Dwyer asintió y lo siguió.
Salieron de esa habitación hasta un corto pasillo. Ambos guardaron silencio, hasta que la luz de las antorchas iluminó su camino. Salieron de la iglesia y entraron al lugar que durante el día, ocupaban los mercaderes.
―Tenemos que volver al Palacio― dijo Adam.
―Antes déjame curar esa mano. La casa del boticario no está muy lejos...
Pensó que el guerrero se negaría, pero él simplemente asintió.
Caminaron por las casas y tiendas cerradas, las antorchas y velas apagadas dentro de los hogares. El camino de grava hacia ruido cuando ella daba pasos, pero las pisadas del asesino eran silenciosas.
Llegaron a la casa del viejo boticario. Dwyer sintió un nudo en su pecho al contemplar la oscuridad y soledad que salían de sus paredes, tenía mucho tiempo deshabitado, por culpa de quienes la habían capturado.
Dwyer golpeó un punto en los pilares de la puerta, y una vieja llave cayó a sus pies.
―Buen truco― bromeó Adam.
―No te acostumbres.
Ella levantó la llave y abrió la puerta, las bisagras rechinaron cuando la empujó. Juntos entraron y Adam cerró a su espalda. Dwyer se paseó por el lugar, encendiendo las antorchas, aún quedaba poco por consumir. Dejó que el fuego iluminara el lugar.
El guerrero se sentó sobre una de los viejos sillones de la sala, en donde el viejo boticario solía atender a sus pacientes.
El lugar era justo como Dwyer lo recordaba. Las ventanas grandes para dejar pasar la luz del sol hacia las plantas medicinales que descansaban en el alfeizar. Las antorchas distribuidas por las habitaciones. Una chimenea al lado del tablero donde estaban todos los brebajes para curaciones. Y la pequeña sala vieja de color gris.
Dwyer tomó el mezclador para plantas, buscó entre todas las cosas el brebaje para el dolor, y vertió un poco de propóleo para prevenir alguna infección en la herida. Colocó la mezcla sobre la mesa frente a Adam y regresó al tablero para buscar tela con la cual pudiera envolver la herida. Al encontrarla se sentó a un lado del guerrero, en el mismo sofá.
―Tengo que retirar los restos de tela de la herida. Advierto que puede doler, se quedaron pegados por la sangre― explicó Dwyer.
― ¿Serás una buena cuidadora?― preguntó en burla.
― ¿Por lo que pasó esta noche? Es posible que solo cure la mano sin cobrar nada.
Adam sonrió, con la misma sonrisa que les había dado a los niños esa tarde.
―Gracias― dijo Dwyer mientras retiraba los restos de tela ensangrentada de su mano.
Las muecas de dolor que hacia el guerrero, solo le indicaba la clase de heridas que había tenido que soportar anteriormente.
―Cuando sea necesario― dijo él.
―No comprendo...
Adam no respondió, ella pudo ver sus ojos perdidos en alguna parte, en algún recuerdo.
Dwyer terminó de retirar los restos del vendaje improvisado y colocó sobre la herida aquel brebaje para limpiar la suciedad adquirida durante el día. No solo era la herida, él podría contraer alguna infección por la cantidad de cosas que había en esas armas. De la sangre de los hombres de la iglesia... fue cuando Dwyer se dio cuenta de que las ropas de Adam no estaban manchadas de sangre, únicamente sus manos. Era un experto en dar muerte al parecer.
Terminó de limpiar la herida y colocó el ungüento para prevenir las infecciones. Comenzó a envolver la mano en un vendaje nuevo. Le alegró saber que la herida ya no sangrada.
―Es parte del juramento de los asesinos― habló Adam después de un momento.
―Oh― murmuró ella, dando un par de vueltas más a las telas sobre la herida.
―Actuar cuando sea necesario, y decidir que es necesario― dijo el guerrero y se pasó la lengua por los resecos labios―. Curiosamente, decidir lo que es o no correcto o necesario, es más difícil que actuar.
―No tienes que explicar nada― contestó Dwyer y soltó la mano de Adam, pero el guerrero aprisionó sus manos entre las suyas.
La joven trató de mirarlo a los ojos, pero él mantenía la vista abajo, sobre sus manos unidas. Dwyer pensó que no había nadie más en la casa del boticario, y que si Adam quería propasarse con ella, nadie lo detendría, deseaba tener sus manos libres para poder golpearlo con el mezclador de ser necesario.
―Haces lo que es correcto, sin importar las consecuencias que eso traiga. Actúas por bondad y no por conveniencia― explicó él. Dwyer dejó de pensar en liberar sus manos y sintió el rubor sobre su cara cuando Adam la miró―. Te has ganado mi respeto, pequeña bruja.
Sonrió y la soltó.
―No he pedido tal cosa― replicó ella.
―Pero no podrás rechazar mi oferta.
Dwyer se puso de pie rápidamente y tomó el mezclador en la mano, dispuesta a golpearlo en la cabeza si intentaba algo más.
―No voy a hacerte daño. Pensé que eso ya había quedado claro.
―Tienes una reputación bastante grande, diría yo que debo cuidarme.
Adam la miró, y algo parecido a diversión brilló en sus ojos. La luz de las antorchas hacía brillas sus ojos verdes como si fueran los de un gato.
―Tengo tierras, ganadas en las misiones. El rey me pagó de esa manera― dijo y frunció el ceño―. Mi hermano y yo destruimos una resistencia del reino de las montañas y nos entregaron parte de esas tierras. Decidí conservar a los sirvientes, ellos las mantienen en buenas condiciones y no necesitan salir de ahí para conseguir alimentos. Pueden cazar y sembrar.
Dwyer bajó lentamente el mezclador.
― ¿Por qué necesito saberlo?
Adam se puso de pie y se acercó a ella. El cabello rubio estaba pegado a la nuca y a su frente, su ropa estaba sucia y no parecía estar en su mejor momento, aun así, Dwyer se reprendió por encontrarlo increíblemente apuesto.
―Podemos llevar a tus muchachos ahí― ofreció levantando una mano para que ella la estrechara―. Recibirán alimentos, un techo y no tendrán que sufrir de frío. Les enseñaran a leer, y un oficio. Lo que ellos quieran aprender.
Ella sintió de nuevo ese familiar nudo en su pecho. Nadie ofrecía algo como eso gratis, pero si era por sus chicos...
― ¿Qué tendría que ofrecer a cambio?― inquirió.
Adam tomó sus manos y lentamente depositó un beso sobre ellas.
―Yo diría que ya has hecho suficiente.
Dwyer sintió sus ojos arder, y sus mejillas mojarse.
―Estaré en deuda. Seré leal a ti y a tu hermano por el resto de mi vida...
― ¡Mira que sorpresa!― exclamó el asesino al soltarla y sentarse de nuevo sobre el sillón―. No lloras cuando te capturan, pero eres capaz de llorar por agradecimiento y felicidad. Quién lo diría.
La joven se limpió la cara, y se dio cuenta de que aun llevaba el mezclador en la mano. Respiró profundo y miró la herida sobre la cabeza del guerrero, justo donde uno de los hombres lo había golpeado para encerrarlos.
―Hay que curar eso también― señaló Dwyer y se sentó a su lado.
Mientras limpiaba la herida, pensó en que a pesar de todo lo que acababa de pasar, nunca se sintió más segura.
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