CAPITULO 16.-
Coná pensaba en que las cosas estaban cambiando, era un cambio casi imperceptible, solo alguien que conocía cada rincón y a cada persona en ese Palacio podía darse cuenta de ello.
Quizá Arles ya lo sabía, o tal vez no. Últimamente había estado muy ocupado con los asuntos de su padre, el rey. Ella hacia lo posible por no pensar en ello, pues lo extrañaba, y no del modo en el que se extraña a un hermano.
Suspiró pesadamente y levantó su vestido con ambas manos para subir las escaleras, deseaba llegar a su habitación, pero tenía una reunión con su madre, y no sería una conversación simple, pues la había citado en calidad de reina, no como si Coná fuera su hija.
En ocasiones, Coná tenía sentimientos malos hacia su madre, por pensar en su ambición antes que en sus hijos. Era verdad que sus hermanos pudieron ascender más rápido dentro del Palacio a que si hubieran crecido como plebeyos. Pero a ella no le habría importado crecer en un lugar donde tuviera que trabajar para vivir, en donde no hubiera vestidos elegantes ni cenas compartidas con los Lores, a quienes Coná detestaba, pero debía tratarlos con amabilidad.
Le habría encantado vivir en una pequeña casa en el pueblo, donde pudiera tener amigos de verdad y un hombre que la amara sin medidas.
Cuando eran niños, fue que conoció a Arles, y desde el momento en que lo vio, supo que era como encontrar agua en mitad del gran desierto. Pero él era el hijo favorito del rey. Tenía responsabilidades que ella jamás podría imaginar. El reino se encontraba en guerra desde años atrás, era una guerra que ellos no habían empezado, pero que Arles quería terminar.
— ¡Coná!— la llamó una voz masculina.
Ella conocía perfectamente esa voz.
— ¡Janan!— exclamó con alegría—. Hermano querido.
Janan se acercó y le ofreció su brazo para que Coná se apoyara.
Ella sintió como si volviera a la realidad. Nunca podría tener una vida simple, porque su salud no lo permitía, tal vez ni siquiera tuviera la misma fortaleza como para tener hijos o para trabajar.
Aunque su mente quisiera hacer grandes cosas, su cuerpo le fallaba, en ocasiones no quería respirar o sus piernas temblaban al caminar grandes distancias. Los mareos y la fiebre...
—Me enteré de que tienes una audiencia con madre— dijo Janan con un intento de sonrisa.
Coná podía ver el parecido entre ellos, pues Janan era su hermano de sangre, no como Arles y Bertrán, quienes se convirtieron en sus hermanos por matrimonio de ambos reyes.
— ¿Audiencia?— Coná formuló la pregunta con cuidado.
Janan sofocó una risa. Él era delgado, más no débil. Alto pero no fuera del promedio. Pasaba desapercibido para su propia conveniencia. Aunque era brillante, no le interesaban los problemas de la corte. Su hermano era el hombre a cargo del grupo de alquimistas reclutados por el rey. Y era de las pocas personas a las que Coná respetaba, pues se ganó ese puesto con inteligencia, y no por ser hijo de la reina.
—Sé que madre puede ser difícil a veces, pero se preocupa por nosotros y todo lo que hace es en nuestro beneficio.
— ¿Cómo cuando decidiste unirte a los alquimistas?
—Eso es diferente.
—Se enfadó porque renunciaste a tener un nombramiento real.
—No es como si tuviera una oportunidad.
Coná suspiró.
—La última vez que estuve en audiencia con ella...
Janan se detuvo y colocó una mano sobre el hombro de Coná.
—Sé lo que te hizo.
No intentó sonreír para su hermano, simplemente se sacudió el toque de su hombro. No necesitaba la lastima. Odiaba que todos en el castillo la miraran de esa forma. Si Coná estuviera saludable, escaparía de ese sitio, aunque su corazón se rompiera en mil pedazos al separarse de Arles.
—Se enfadará si llego tarde— murmuró Coná y sonrió, recordando sus modales—. Ha sido grata tu compañía, hermano.
Hizo una ligera reverencia y le dio la espalda.
Sintió una mano sobre su brazo antes de poder alejarse demasiado. Janan no dijo palabra alguna, pero depositó en su mano de manera discreta, un pequeño frasco. Coná asintió en agradecimiento y siguió su camino cuando Janan la soltó.
Conocía esa parte del Palacio, sabía que durante el invierno los jardines estaban vacíos, a las damas de la corte no les gustaba el frio, pero en verano... era el mejor lugar del mundo para pasear, y para que sus hermanos tuvieran aventuras de las que se olvidarían al terminar con la dama correspondiente.
Abrió la palma de la mano, y vio el pequeño frasco con el contenido de color rojo, con un poco de espuma. Era el medicamento que ayudaba a Coná a respirar, y que al mismo tiempo acababa con los mareos.
Bebió el contenido y guardó el frasco entre los pliegues de su vestido. Sabía que se sentiría aturdida y que la pesadez del sueño la abrumaría en segundos, pero en ese momento no le importaba, pues lo último que quería, era tener un ataque de debilidad frente a su madre.
Terminó de cruzar el pasillo y entró en donde vivía la realeza. Aquellos hijos legítimos del rey, además de su esposa.
Coná saludó a los guardias con una ligera inclinación. Ellos la dejaron pasar, si fuera un día normal, tendrían que anunciarla, pero sabían que la reina la esperaba. Coná y sus hermanos eran iguales al resto de la corte, sin un título dentro de la realeza, tenían que ser anunciados y debían obtener reuniones con sus majestades.
Avanzó por el pasillo, viendo las pinturas decorar las paredes de color rojo, con tonos en dorado, los escudos de la familia real estaban grabados en cada lugar, el símbolo de la diosa de la luna. Había tres pinturas más grandes que las otras, aquellas donde aparecía el rey con sus diferentes esposas, tres en total habían pasado por el trono.
La primera reina. La reina loca. Y la madre de Coná.
La reina loca era la madre de Arles.
Y Coná no conocía muchas cosas sobre la primera reina, más que los pocos datos que los libros le contaban. Lo único que sabía sobre ella, era que se había casado muy joven, que lucía triste en las pinturas, y que su muerte había sido por saltar de los puentes colgantes.
Coná escuchaba su vestido crujir mientras avanzaba por el vacío pasillo. Sus zapatillas rechinaban en contra del limpio azulejo. Eso la calmaba, le gustaba la soledad a la que ya estaba tan acostumbrada. Llegó a la puerta donde estaba el salón personal de la reina, no eran sus habitaciones, tampoco el salón donde recibía a las damas de la corte. Este era un lugar especial para recibir a sus propios hijos. O amantes.
Levantó la mano para golpear la puerta.
—Adelante— dijo la voz tranquila de su madre desde el interior.
La reina tenía esa extraña habilidad, de saber quién se acercaba y cuando. Coná no recordaba haberla sorprendido. Nunca.
Coná abrió la puerta y entró, cerrándola a su espalda, hizo una ligera reverencia.
— ¿Me mandó llamar, majestad?
—Querida— dijo la reina con una enigmática sonrisa—. Siéntate, te ves agotada y tu cabello es un desastre.
Coná tomó asiento, ignorando el comentario sobre su cabello. La reina nunca tenía algo bueno que decirle.
Su madre se inclinó sobre el asiento y bebió un sorbo de su te, sin ofrecer algo de beber a Coná. Como si fuera alguien de la servidumbre. Decidió que eso no le molestaba, pues Coná nunca había sido la favorita de su madre.
— ¿Podré retirarme temprano?— preguntó sin emoción en su voz—. Necesito descansar.
La reina hizo un gesto de burla.
—Siempre necesitas un descanso, niña.
—Madre...
Una mirada fulminante la hizo retractarse de sus palabras. Lo mejor era esperar a que ella comenzara a hablar sobre sus planes para Coná.
Así que mejor prestó atención a la habitación, los tapices oscuros en las paredes, de esos que no contaban una historia, estos simplemente estaban diseñados para evitar dolores de cabeza en la reina. Las cuatro ventanas a lo largo de la pared, permanecían cerradas, la chimenea estaba apagada, había una habitación aparte, en la que solía recibir a sus amantes. Y donde ellas estaban, simplemente había tres sillones negros, y una mesa para te.
Coná comenzaba a sentir como sus ojos se cerraban, la pesadez del sueño causada por aquella poción que Janan le había dado.
Después de unos minutos de sofocante silencio, la reina carraspeó.
—Todos en el reino saben que tu salud es débil, querida— comenzó a hablar. Coná sintió su cabeza caer al frente, y se obligó a levantarla y mantener la barbilla levantada. La reina no pareció notarlo—. Pero eres hermosa, solo necesitas un poco de... energía.
Decidió ignorar el titubeo de su madre y le dejó continuar hablando.
—Y sé que hay más que solo belleza en ti. Tienes una mente astuta, pero dejas que la bondad la opaque. Necesitas dejar de preocuparte por otros, Coná. Y sobre todo, ya es hora de que hagas algo por este reino.
—No comprendo ¿Qué podría hacer yo?
La reina le dio una sonrisa nada amigable.
—Lord Tahuer llegará pronto al reino de la Luna. Él ha protegido una de las fronteras durante años, y el rey quiere agradecerle, pero las recompensas en oro ya no son suficientes. El Lord quiere una alianza para siempre, desea contraer matrimonio con una de las hijas del rey.
Coná sintió que no podía respirar, y esta vez no tenía nada que ver con su enfermedad.
—El rey cree que eres perfecta para esto. El Lord recibirá lo que quiere, una esposa de la realeza. Pero todos sabemos que no podrás darle hijos, por lo que no podrá ser competencia para el trono.
—Y este Lord...
—Será tu esposo.
—Pero...
La reina colocó la taza de té con cuidado sobre la mesa y se acercó a su hija, colocando ambas manos sobre las de Coná. Como si fuera una madre preocupada.
— ¿De verdad pensante que podrías vivir de la caridad del rey por toda tu vida? Aunque sea una vida corta, claro está— dijo en burla—. Arles nunca esperaría contraer matrimonio contigo, querida. Abandona esa fantasía. Es el hijo favorito de su majestad, y él necesita una mujer que asegure su descendencia. No una pobre moribunda.
Coná sintió sus ojos llenarse de lágrimas, y un nudo en su garganta no la dejaba hablar.
La reina se puso de pie.
—Pasaran algunas lunas antes de que tengas un esposo, querida. Y te sugiero que mantengas tus pensamientos para ti, pues es conocido por deshacerse de lo que no es de su agrado.
Coná pensó que hubiera sido mejor no haber bebido ese brebaje, pues sentía que iba a vomitar. Hizo de sus manos dos puños, sintiendo como las uñas se clavaban en las palmas de sus manos. Se quedó ahí, mirando un tapiz que tenía dibujados un par de ojos amarillos.
—Puedes retirarte— gruñó la reina después de un momento.
Coná no supo cómo fue que llegó tan rápido a su habitación.
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