CAPITULO 15.-
Había una vez, una pequeña niña que vivía en lo profundo de una fosa. No llegaba la luz, ni la caricia del viento. Sus ojos rara vez lograban ver cualquier cosa, aunque quizá solo fuera producto de su imaginación, ya que dentro de ese lugar, no había nada que mirar. Solo humedad, piedra fría y alguna que otra sanguijuela que podía masticar. No hacia diferencia, era su propia sangre la que escurría de su boca, era un trato, las sanguijuelas se alimentaban de ella y la niña las comía después.
Sabía que estaba desnuda, esa información no pasaba desapercibida. Así como tampoco pasaba de su conocimiento el hecho de que estaba en esa fosa como un castigo. Lo único que no sabía era el motivo por el cual se encontraba ahí. Debió haber hecho algo muy malo. Su piel era nueva, sin cicatrices ni lunares, ninguna marca. Pero su alma era vieja y fuerte. Ella sobreviviría, aunque fuera a base de sanguijuelas y agua sucia que caía del cielo para inundar la fosa.
Era una niña, pero no recordaba cuanto tiempo llevaba siéndolo.
Sus ojos miraron hacia arriba, mientras dejaba que su cuerpo se deslizara sobre la pared de piedra de la fosa. Sintió algo raspar su espalda, y la tibieza de la sangre empapar el suelo donde caía, eso no importaba, al día siguiente tendría una nueva piel, y al siguiente, y al siguiente.
Sus sentidos se afilaron cuando percibió que la luna comenzaba a salir. Ella quería hablar con la luna, pero eso era parte de su castigo. Nunca más ver a aquella Diosa que algún día la había bendecido. Pero la escuchaba cantar. La Diosa de la luna cantaba para ella, manteniéndola lo menos loca posible en aquella vida inmortal.
La niña aprendió las canciones y las tarareaba en la oscuridad cuando la luna no cuidaba de ella.
Con el paso de los años, se dio cuenta de que alguien venía a escucharla cantar ¿Cómo había llegado ese mortal hasta la entrada de la fosa? ¿Cuántos años habían pasado desde que inició su castigo? ¿Cuántas Lunas le habían cantado? ¿Ya alcanzaba el perdón?
Cada vez que lograba oler la carne del mortal, su sangre gritaba, su alma lloraba, su cuerpo temblaba.
"¿Qué haces aquí? ¿Cómo llegaste? ¿La guerra ha terminado?"
Tenía tantas preguntas y sus labios no sabían cómo formarlas, su voz no sabía hacer otra cosa más que tararear. Así que siguió haciéndolo, siguió tarareando para aquel mortal, que simplemente iba a escucharla.
Era una noche, lo sabía porque la luna le cantaba. Algo extraño sucedió. Alguien arrojó una larga, muy larga escalera en la fosa. Alguien bajó hasta donde ella estaba, y la niña dejó de tararear.
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—Se acercan las fiestas— murmuró Taisha.
Abel nunca había asistido a una de las fiestas del palacio, no por falta de invitación, más bien era que carecía de interés por las multitudes
Miró hacia el balcón de la torre. Ahí donde era su turno hacer de guardia. Usualmente iba a ese lugar para estar solo, pero tenía que vigilar con Taisha. El límite de la ropa raspó sus botas, era una noche fría, lo sabía porque el calor escapaba de sus labios, formando nubes en el aire nocturno, mientras sus ojos miraban de un lugar a otro, queriendo de encontrar algo fuera de lo normal que le sirviera de pretexto para marcharse.
Tratando y fracasando en dejar de mirar el cielo.
— ¿Me escuchaste?— preguntó Taisha a su espalda. Sentada sobre las rocas de la torre, un poco inclinada hacia adelante para colocar sus manos cerca de la fogata.
—Hace frio— dijo Abel sin alejarse de su lugar de vigilia.
Taisha puso los ojos en blanco.
—Eso es más que notorio.
— ¿Entonces por qué hay movimiento en la muralla del este?— inquirió el guerrero frunciendo el ceño.
Su compañera maldijo y se puso de pie para acercarse a él. Ella hizo de sus ojos dos rendijas, para ver la muralla del este, aquella que estaban vigilando Adam y Deméter.
—No logro ver nada. Estás raro esta noche— señaló ella y volvió a la fogata.
Abel sabía que se comportaba de esa manera. No debía estar vigilando, tenía que ir al abismo, quizá en la muralla este no había movimientos, tal vez solo un producto de su imaginación. Las noches de solsticio nunca habían sido buenas para él.
Escuchó pasos en la escalera y giró para encarar a quien los visitaba en esa fría noche, la primera del invierno. Caminó hasta situarse al lado de la fogata, lo suficientemente alejado de Taisha, como para que ella no percibiera el calor que emanaba de su cuerpo.
Adam emergió de la oscuridad de las escaleras, no había antorchas en las manos de su hermano, simplemente ojos verdes que brillaban en la negrura. Él avanzó hasta estar al lado de Abel. Lo tomó del rostro con ambas manos, para ver el autocontrol del hermano menor en los profundos ojos azules.
—Vete— dijo Adam—. Gabriel envió a Sairus a cubrirme en la muralla este. Me quedaré con Taisha.
— ¿Qué demonios?— preguntó la guerrera poniéndose de pie, su larga trenza azabache oculta dentro de su capa—. Gabriel nunca cambia los planes en el último momento...
—Ahora si— espetó Adam.
Eran pocas las ocasiones en las que Abel había visto preocupado a su hermano. Después de darle una mirada significativamente enojada a Taisha, Adam lo soltó y apuntó con la barbilla hacia las escaleras.
—Encontraras a Lancuyen ensillado al pie de la torre.
Abel asintió y caminó tranquilamente para comenzar su descenso, dejando a Taisha con un semblante confundido y a Adam con una cara en blanco. Esperó a que sus pasos sonaran huecos en la soledad de la torre y empezó a correr. Un pie tras otro, la velocidad sería su prueba final de esta noche. Las odiaba, odiaba las noches de dos lunas y odiaba los solsticios. Abel sintió como sus huesos se estremecían y la temperatura de su cuerpo aumentaba, estaba desesperado por salir de la torre, se ponía peor si estaba encerrado. Llegó a uno de los descansos, y con el aliento entrecortado, tomó una gran bocanada de aire mientras se recargaba en una de las ventanas.
Entre los guerreros siempre decían que Abel era un arma, una bendición para el reino. No lo era, su vida era una maldición, una con la que no se atrevía a terminar.
Cerró fuerte los ojos al sentir una punzada aguda en la cabeza, apretó los dientes para no gritar, mientras sentía como la piel de su espalda se rasgaba poco a poco. No iba a gritar, él nunca gritaba. Sin embargo, no pudo evitar que las lágrimas se deslizaran desde sus ojos, los cuales ardían como si los hubieran quemado con el mismo acero con el que marcaban a las bestias.
Abrió los ojos y continúo corriendo. Esperaba que Lancuyen no tuviera miedo, que los sentidos del caballo no percibieran el cambio en él. Le gustaba su propio caballo, Amaru, porque ya estaba acostumbrado, porque siempre lo acompañaba en esos momentos.
Sus pies dejaron el último escalón. Abel miró hacia lo alto de la torre, justo donde Adam, sentado en la orilla, lo vigilaba, podía sentir la mirada de su hermano sobre él.
Tropezó con un par de rocas y se tambaleó, logró atrapar las riendas del caballo y se acercó al animal, el cual no hizo ningún tipo de intento por escapar de él. Mientras lo montaba, Abel se preguntó qué clase de horrores había visto el semental con su hermano, que no lo asustaba su condición de esa noche. Lo golpeó a los lados con las botas y movió las riendas.
Lancuyen corrió como si el infierno se desatara a su espalda, mientras Abel lograba tomar respiraciones profundas.
Su padre le había dicho que nunca dejara de respirar, que era su tarea más importante. Aunque claro, su padre pensaba que los ataques serían menores con el tiempo, se equivocaba, con cada año que pasaba, se hacían más dolorosos, mucho peores, como si la luna se burlara de él.
Abel miró al cielo, odiando infinitamente a la Diosa, que sonreía con maldad en su dirección.
Atravesó la puerta de la muralla del este, sintiendo los ojos de Gabriel a su espalda. Él lo sabía, por supuesto que lo sabía. A su líder y mentor, a quien le debía casi todo lo que era. La primera noche de equinoccio que pasaron en el castillo, cuando eran niños, cuando Gabriel había visto cambiar a Adam, desde una pequeña marca en su hombro hasta abarcar todo el cuerpo. Su mentor tuvo suerte de sobrevivir esa noche.
El castigo debía ser para Abel, siempre, los equinoccios y los solsticios. Pero un pacto de sangre lo convirtió en una responsabilidad compartida. Podían hacerlo, pero las noches de dos lunas...
Abel sacudió la cabeza, el sudor provocado por la fiebre entraba en sus ojos, los dientes y la mandíbula le dolían por la fuerza con la que apretaba para no gritar. Sus huesos se estremecieron una vez más y un pequeño quejido escapó de sus labios.
Poco, faltaba poco, solo debía resistir para estar lo suficientemente alejado de las personas. Por suerte, Lancuyen conocía el camino que debía tomar, y el caballo era rápido.
Maldijo una vez más a los dioses, escupió el nombre olvidado de la Diosa de los maldecidos. No les pediría ayuda, no rezaría para que se llevaran su dolor. Sabía cuidar de sí mismo, él y su hermano habían sobrevivido por la fuerza y la confianza del otro, no por la compasión de los Dioses.
Lancuyen disminuyó la velocidad, hasta que sus fuertes patas golpearon la tierra árida, aquella parte seca y muerta del reino, donde la sangre de tantos había caído. Las patas del animal levantaban polvo.
Abel se arrastró fuera del caballo, para caer sobre el suelo y tropezar a un lado de la fosa, aquel profundo abismo que dividía el reino de la luna de aquel camino que llevaba al reino extinto de las montañas.
El guerrero no pudo levantarse, simplemente se quedó ahí, revolcándose sobre la tierra, mientras los gritos escapaban de su boca, mientras su piel era arrancada por la luz de luna. Enterró las uñas en el suelo, arrancando más y más de aquella tierra seca, sus dedos comenzaron a sangrar, la saliva a escurrir de su boca abierta en un grito interminable de dolor.
Cada una de las cicatrices de su cuerpo se abrían de nuevo en profundas heridas, arrancando la carne de sus huesos cambiantes.
Su visión cambió cuando sus ojos comenzaron a sangrar. Rojo, el mundo era rojo. La sangre derramada de sus enemigos era la que ahora lo había empapado de pies a cabeza.
Sus labios y lengua se llenaron del sabor del líquido escarlata, los dientes siempre eran el último cambio, y uno de los menos dolorosos. Después venía el hambre insoportable. Aquella razón por la que se alejaba de los humanos.
Abel se quedó recostado sobre la fría tierra, sus ojos nuevos mirando al cielo, lágrimas de odio escapando de ellos al escuchar las risas de la Diosa de la Luna. La maldijo en el idioma antiguo y también en el nuevo. La maldijo en todas las lenguas que conocía.
Se estremeció cuando el hambre lo obligó a levantarse. Un bocadillo, eso sería todo, una vaca, quizá una doncella, si tenía suerte.
Aquel ser sin forma se levantó del suelo. No era Abel, no esa noche. Era una criatura sin forma y sin nombre que solo buscaba satisfacer sus bajos instintos. El Ser le dio la espalda al abismo.
Y de la nada, una voz comenzó a tararear desde las profundidades de la fosa.
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