Capítulo 14.-
― ¿Cómo sabré que no seré asesinado?
La mujer soltó una risa.
―Porque aun sigues vivo― respondió.
― ¿Qué eres?― preguntó Gabriel frunciendo el ceño.
―Conformante con saber que soy un habitante del bosque. Tú y tu gente ignorante no merecen nada de nosotros.
El muchacho asintió y depositó a la niña con sumo cuidado en los brazos de la mujer. Cuando su mano rozó la de la criatura, sintió que por un momento todo estaba bien.
―Cuídala.
― ¿Es preocupación?― preguntó ella sin humor.
―No pude matarla― aceptó.
―Eso no es malo.
― Es para lo que he nacido. Te veré la siguiente luna llena― respondió Gabriel y se dio la vuelta para irse.
―Hasta entonces― se despidió el misterioso ser.
El joven, más por curiosidad que por precaución, se giró, pero ya no había nada, ni mujer ni bebe. Estaba completamente solo.
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—Conozco una vieja leyenda...— comenzó a decir Amaris.
Dwyer la miró por encima del hombro, mientras llenaba la tina con agua tibia para la joven. Se dio cuenta de que Amaris seguía todos y cada uno de sus movimientos, mientras la esperaba, sentada sobre las pieles frente a la chimenea.
—Escucho— dijo Dwyer.
Las habitaciones que le habían otorgado a Amaris eran bastante bonitas, se había dado cuenta Dwyer, pues tenían tapices dorados y rojos, algunos de ellos representaban a la diosa de la Luna. A los demás no podía encontrarles una forma definida, pero supuso que las Sacerdotisas a las que la reina calcinada mandó matar, ellas pudieron haberlo sabido, pero esa información murió en los patíbulos y en las lenguas que les fueron arrancadas a las pocas sobrevivientes.
—No parece que estés escuchando— se quejó Amaris.
— ¿Quiere o no quiere tomar un baño?— preguntó Dwyer enarcando una ceja y poniendo los brazos contra la cintura. Si fuera otra la persona con la que hablara, ella cuidaría su tono, pero Amaris simplemente sonrió.
—Si quiero, pero también deseo ser escuchada— sentenció.
—Entonces tienes dos opciones— propuso la joven de cabello rojo—. Puedes ayudarme a cumplir tus caprichos mientras hablas o podemos sentarnos a beber té y que nadie atienda tus necesidades.
Amaris frunció el ceño.
— ¿No podemos pedir una ayudante para ti?
Dwyer soltó una carcajada y se limpió el sudor de la frente para volverse y tocar el agua con dos dedos para medir la temperatura.
—Seguramente. El encargado de la moneda del castillo querrá pagar por una sirvienta para la sirvienta ¡Imagínate!
Amaris permaneció en silencio unos segundos. A Dwyer le pareció extraño, y giró para encontrar a la joven quitándose los zapatos para entrar en la sala de aseo, donde estaba la tina. La mujer de cabello platinado cargó una de las cubetas y vació el agua en la tina.
— ¿Puedo hablar ahora?
Dwyer levantó una ceja.
—Si me ayudas a terminar de quitar el polvo de los tapices. Puedes hablar todo lo que quieras.
Observó como Amaris se dirigió hacia la habitación, golpeando los tapices, haciendo el polvo esparcirse por el lugar. Dwyer abrió la ventana y carraspeó un par de veces.
—De acuerdo— dijo con una sonrisa—. Habla mientras trabajas.
Amaris le dio una mirada divertida mientras se rascaba la nariz.
—Es bonito tener amigos— murmuró, como si estuviera segura de que Dwyer no la fuera a escuchar.
Pero la escuchó, y una parte de ella se sintió mal por la pobre joven, pues parecía tener un destino ya escrito, y en él había soledad y muerte. Dwyer lo había visto en esos ojos, tan solitarios como la luna.
— ¿Vas a hablar o tendré que soportar el silencio?
Amaris levantó la mirada de los tapices, y levantó la cabeza.
— ¿Cantas?— preguntó con curiosidad.
Dwyer frunció el ceño.
—Algunas veces. Cuando estoy feliz.
— ¿Ahora eres feliz?
Puso los ojos en blanco.
—No, ahora estoy trabajando, y esperando por una historia— dijo, dando media vuelta y entrando de nuevo al salón de aseo, para terminar de limpiar.
Creyó que trabajarían en silencio, hasta que escuchó la voz de Amaris. Era diferente del tono curioso que empleaba siempre, en ese momento, Dwyer dejó sus obligaciones, salió del lugar de aseo y se recargó en uno de los pilares de madera que sostenían la cama. Sin darse cuenta de que había dejado todo atrás. Las palabras de Amaris salían de sus labios como magia, y atrapaban de igual manera. Como un hechizo antiguo, envolviendo cada parte de su ser, y ella no luchaba contra eso, se dejaba llevar.
—La leyenda cuenta que durante muchos años, el conocimiento fue el pilar de los reinos. Cuando el Sabio gobernaba, no había guerras, pues todos vivían en paz. El Sabio fundó la universidad, para que todos los interesados, tuvieran acceso al conocimiento, él comprendía que mientras los humanos mantuvieran sus pensamientos ocupados con los errores de la historia, no volverían a cometerlos. Cuan equivocado estaba.
Los humanos aprendieron, si lo hicieron, no sobre sus propios errores. Aprendieron sobre la debilidad de los otros, y fue ahí donde atacaron.
Cuentas las viejas leyendas que la universidad quedó oculta, por la magia del Sabio, y que muy pocos pueden encontrar el camino hacia ella. Durante muchos años, la universidad estuvo llena de fantasmas, sin que los estudiantes llegaran a ella, pues los reinos se encontraban en guerra.
Hasta esos días, en los que cinco lograron encontrar el camino, descifrando todos los acertijos y hechizos. El Sabio los recibió con los brazos abiertos, y comenzó sus enseñanzas para aquellos cinco valientes e inteligentes jóvenes.
Los cinco se convirtieron en los estudiantes del Sabio.
El primero de ellos era un joven ansioso por saber. Con un alma noble, de carácter bromista y honesto. Su matrimonio era reciente, con una adorable curandera, que el Sabio conocía.
El segundo estudiante, era un hombre de carácter sencillo, con amabilidad y paciencia lograba ganarse al mundo. Era el favorito del Sabio, hasta que descubrió, que su estudiante, no confiaba en nadie, mucho menos en las sombras, pues le susurraban cosas.
El tercero era el más joven de todos ellos. Siempre dudoso y cuestionante, un carácter molesto y sarcástico. A pesar de sus defectos, el Sabio veía soledad en él, en la misma proporción que inteligencia. Y eran dos cosas que nunca debían crecer en una sola alma.
El cuarto estudiante, era un joven enfermizo. Siempre caminando detrás de los otros, nunca alcanzando su potencial, buscando pretextos para no hacer los hechizos. El Sabio lo dejó quedarse porque sus compañeros pidieron que así fuera. Años más tarde, cuando el cuarto estudiante murió. El Sabio se dio cuenta de que era sumamente leal. Y sus amigos siempre agradecieron eso.
La quinta estudiante era una mujer joven, quien llevaba consigo a su pequeño hijo. Ninguno de ellos sabía quién era el padre, y el Sabio nunca lo preguntó.
Para el maestro, nunca fue necesario preguntar, pues el hijo de la quinta estudiante, a pesar de su corta edad, parecía emanar grandeza y confianza en cada respiración. Llevaba en sus venas, sin lugar a dudas, la sangre de un Dios.
Con el paso de los años, el Sabio vio como los estudiantes progresaban, volviéndose más fuertes, e inteligentes. Creciendo en poder y magia.
El Sabio, por gusto, daba clases al pequeño hijo de la quinta estudiante. Las lecciones impartidas al niño, lo hacían sentir joven de nuevo, pues estaba lleno de interrogantes y de vitalidad. Y se daba cuenta con orgullo, como él crecía con todos los buenos atributos de los otros. Tenía el alma noble del primero, la paciencia del segundo, la inteligencia del tercero, la lealtad del cuarto, el carácter indomable de la quinta y la sabiduría del propio maestro.
Dwyer se estremeció al escuchar un ruido. Los hermanos habían entrado en la habitación. Ella miró hacía la ventana abierta y sacudió la cabeza. Amaris seguía golpeando el tapiz.
— ¿No es ese tu trabajo?— dijo Abel con reproche, dirigiéndose a la joven de cabello platinado.
—Lo es— murmuró Dwyer—. Iré por más agua caliente.
—Olvídalo— comentó Amaris, dejando a un lado su trabajo—. No necesito un baño.
Los tres intercambiaron una mirada, pues estaba llena de polvo.
—Seguramente usted no, pero la habitación si— ironizó Adam.
—Ayudaba a mi amiga a limpiar— replicó Amaris, con aquel tono que solamente la había escuchado emplear en el hermano mayor.
Adam sonrió altaneramente.
— ¿Amiga?
Dwyer se encogió de hombros.
—No somos tal cosa, ya se lo he dicho.
—Aún— aseguró Amaris.
La joven de cabello rojo sonrió y negó un par de veces. Seguramente necesitaba rechazar esa amistad más seguido de lo que le gustaría. El destino que le esperaba en aquel castillo, era lo suficientemente cruel, como para añadirle algo como una falsa amistad a su lista. Dwyer estaba ahí porque era seguro para ella, y porque le pagaban y necesitaba ese oro. Esperaba pasar desapercibida durante su estancia ahí, para simplemente tomar su paga e irse.
Fue al cuarto de aseo para tomar un cubo, ir al pozo y llenarlo con agua que debía calentar en las brasas de la chimenea de la habitación de Amaris. Se había distraído tanto con la historia que el agua de la bañera se había enfriado.
Tomó el cubo y salió de la habitación, mientras Adam y Abel discutían sobre algo, y Amaris intervenía de vez en cuando. Dwyer avanzó por el pasillo, bajando la cabeza ante las miradas de los nobles. Ella no era alguien sumisa, ni mucho menos, pero tampoco buscaba complicarse la vida por una mirada indebida.
Miró como un par de damas de la corte, daban la vuelta para ir hacia los jardines. Eso la hizo preguntarse qué era lo que hacían durante todo el día. Quizá visitaran el salón de la reina, el cual era famoso en el pueblo, pues las malas lenguas decían que era hermoso, al igual que engañoso.
Dwyer ignoró las miradas de asco de las damas y siguió por el pasillo. Faltaba poco para que saliera por completo de la zona para los invitados del Palacio, cuando sus instintos se pusieron alertas. Ella no había sobrevivido tanto tiempo en las calles por nada. Apretó fuerte el cubo con las manos y apretó el paso. Evitó mirar por encima del hombro, pues eso le quitaría preciosos segundos que podría aprovechar para escapar.
Tomó el cubo de las orillas, cuando escuchó pasos a su espalda, si pensaban en atacarla, ella lo golpearía, aprovechando eso para correr. Dwyer estaba por girar, cuando una mano en su boca ahogó un grito, soltó el cubo, y antes de que este cayera al suelo y provocara ruido en los vacíos pasillos, alguien lo sostuvo con la punta de una bota.
—Pensé que sabía cuidarse sola— murmuró Adam en su oído.
Dwyer lo golpeó con un codo en las costillas, el asesino la soltó con una risa sofocada. Ella giró para gritarle, pero él le indicó con un dedo sobre sus labios que guardara silencio. Por alguna razón, Dwyer hizo caso.
Adam le indicó que mirara desde su escondite, un armario de escobas, hacia el exterior. En el pasillo caminaba un hombre, era bajito, una máscara de obsidiana le cubría el rostro, y una capa café y sucia el resto del cuerpo.
—Un amorfo— susurró Dwyer.
Adam asintió.
—El rey los utiliza para espiar en su propio castillo. No se deje engañar por su apariencia, son sumamente fuertes, y la entregaran al monarca sin dudarlo.
Dwyer esperó a que el amorfo revisara el pasillo y se marchara, para girar en dirección a Adam.
— ¿Por qué me sigue?
— La siguen desde el momento en que puso un pie en este lugar. Al rey le gusta torturar doncellas para divertirse.
Ella sonrió.
—No soy una doncella.
Adam la miró a los ojos, con diversión reflejada en el verde claro de ellos.
—No creo que al rey le moleste, tratándose de usted. Aún se corren los rumores de que es una bruja. En algún momento se darán cuenta de que no lo es, y los amorfos no tendrán miedo de capturarla para entregarla.
Dwyer se inclinó y levantó el cubo, de donde la bota de Adam había amortiguado la caída. Él siguió cada uno de sus movimientos.
—Pensé que el castillo era un lugar seguro— dijo Dwyer.
—Lo es— aseguró él—. Pero no para todos. Tenga cuidado.
—Ahora que lo sé, podré cuidarme sola— comentó y salió del armario de escobas. Adam la siguió.
Caminó por el pasillo, con el asesino pisándole los talones. Ella miró hacia los jardines, donde ahora se daba cuanta, que los amorfos vigilaban a las damas que había visto antes. Quería advertirles, pero le arrancarían la cabeza por acusar al rey.
— ¿Qué quiere?— preguntó a Adam cuando no dejó de seguirla.
Él le cerró el paso hacia las escaleras, la última parada para llegar a las cocinas.
—No la he escuchado darme las gracias.
Dwyer sostuvo el cubo con una mano, y la otra mano la recargó contra su cadera. Dándole al guerrero una mirada retadora y una sonrisa cínica.
—Es su obligación mantener a todos dentro de esta prisión a salvo.
Adam soltó un silbido bajo y se aceró a ella, lo suficiente como para que Dwyer distinguiera los puntos oscuros en sus ojos verdes.
—La próxima vez, espero un gracias— murmuró.
—La verdad de todo— dijo Dwyer, bajando la mirada y acercándose más a él, fingiendo coquetería—. Le sugiero que espere sentado.
Al terminar su cometario, se alejó de él y comenzó a bajar las escaleras hacia las cocinas. Dejando al guerrero con un semblante sorprendido. La joven supuso que no había muchas cosas que lo sorprendieran.
Saludó a las cocineras con una simple sonrisa, dos de ellas no tenían lengua, porque habían estado en el castillo durante aquella época de oscuridad. Las otras cinco simplemente respondieron a la sonrisa, pues tenían miedo de las brujas, incluso vio por el rabillo del ojo, como una de ellas hacía la señal de los dioses. Dwyer puso los ojos en blanco y comenzó a llenar el cubo de agua. Mientras empujaba la palanca para que el agua saliera, pensó en que había otros pozos en el castillo, ella los había identificado sus primeros días ahí, y le gustaba ir a aquellos que se encontraban solos, el de las cocinas era el más concurrido de todos, pero tomando en cuenta a los amorfos y las fantasías extrañas del rey...
— ¿Interrumpo algo?— preguntó Adam en la puerta de las cocinas.
En cuanto hizo notar su presencia, todas las conversaciones murieron.
— ¿Puedo ayudarlo en algo?— preguntó la cocinera más vieja, limpiando sus manos con un trapo viejo.
—Me encantaría que llevaran algo de comer a las habitaciones de la señorita Amaris— ordenó con cierto tono de amabilidad, muy pocas veces empleado en la corte—. La comida será para cuatro personas.
La cocinera asintió, y Adam desvió la vista hacia Dwyer.
— ¿Va a terminar con eso o dejará que el agua se siga derramando?
Ella sacudió la cabeza y levantó el cubo para cargarlo sobre su hombro. Adam se acercó y se lo quitó de las manos. Dwyer lo miró con enojo, pues era su trabajo hacer eso, pero el resto de las mujeres en la habitación, estaban con la boca abierta.
—Puedo llevarlo sola.
—De eso no hay duda ¿La sigo o me sigue?— preguntó apuntando a las escaleras.
Dwyer no quiso mirar hacia atrás, para no imaginarse de las cosas que empezarían a hablar en cuanto dejaran las cocinas. Terminaron de subir y al cerrar la puerta, Dwyer puso las manos en jarras, calmando su furia.
—Soy perfectamente capaz de hacer este trabajo. Así como...
—Amaris insiste en que la tratemos como una dama, y así será.
—No soy tal cosa.
—Y tampoco es una bruja, ni protegerse sola, ni mantenerse alejada de los problemas.
—Me hace sonar como una inútil.
El guerrero le dio una mirada que no supo descifrar.
—Es lo que quiero que aparente— dijo Adam, colocando algo en la mano de Dwyer, ella vio que se trataba de una daga—. Una inútil que no conoce de nada, ni espera ser atacada.
Ella frunció el ceño.
—Parece una jugada inteligente— admitió, alzando una ceja.
Adam comenzó a caminar, sin soltar el cubo con agua, y Dwyer lo siguió. Ella observaba como las personas ni siquiera los miraban. Eso le gustaba.
—Un guerrero y una bruja— dijo él, con diversión en la voz—. Debe ser un escándalo.
—Usted y yo no tenemos nada que ver.
Él puso los ojos en blanco.
—En algún momento dejará de pensar tanto en las cosas, y les encontrara el lado divertido.
Dwyer guardó silencio, observando a los amorfos entre los pasillos, en los jardines, en todos los caminos. Una parte de ella estaba agradecida por haber abierto los ojos a eso, pero una parte más pequeña, esperaba ser ignorante a todas esas cosas. Volver a robar al mercado y ayudar a aquellos pequeños que no tenían que comer. Pero ahora ella tenía un trabajo de verdad, y podía ayudarlos de otra manera.
— ¿De qué reino viene?— preguntó Dwyer poco antes de que llegaran a las habitaciones de Amaris.
Juró que vio a Adam estremecerse.
—Al reino de la Luna.
Ella sonrió ante la mentira.
—Los hijos de reinos conquistados nos reconocemos... siempre.
Él la miró antes de abrir la puerta hacía su destino.
—Hace demasiadas preguntas personales.
—Que solo los cobardes evitan responder.
—Vengo de un reino conquistado, tiene razón— aceptó—. Uno en el que un rey cayó por la espada y por la traición.
Dwyer sintió sus ojos ampliarse. Adam pertenecía al reino más allá de las montañas. Hasta ella sabía que de ese lugar no quedaba más que polvo, pero aquí estaba, frente a un sobreviviente.
—Debería ocultar la sorpresa de su cara con más facilidad. Hay muchos como yo, distribuidos entre todos los reinos.
Ella compuso sus facciones.
—Una última cosa—dijo Adam, con cierto tono de advertencia—. Nadie puede saberlo... Gabriel lo sabe, nadie más. Y Abel se da cuenta de que tiene esta información... Él no tendrá problemas en cortarle la lengua.
Dwyer observó al guerrero entrar en las habitaciones, esperó unos segundos y compuso una cara simple, de aburrimiento. Miró al hermano menor, mientras este le explicaba a Amaris los motivos para acudir limpia a una reunión con los hijos de la reina. Y se preguntó, como alguien con un rostro tan apuesto y encantador, podría guardar tantas amenazas y furia dentro.
Sus ojos se desviaron hacia Adam, quien después de dejar el agua en el cuarto de aseo, se recostó sobre la cama, como si fuera suya.
Si, Dwyer siempre había pensado que del reino de las montañas no quedaba nada más que polvo, pero ahora conocía a dos sobrevivientes. Y supo que no eran polvo, simplemente cobardes, ocultos en un reino para salvar su propio pellejo, mientras su pueblo era masacrado.
Y tuvo la certeza, de que si dependiera de ella, los entregaría sin dudarlo.
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