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Capítulo 4: El Alboroto

El silencio del campo siempre me ha parecido reconfortante, pero esta noche, se siente diferente. Anoche no pude dormir bien; me desperté varias veces con los ladridos de Copito y los sonidos extraños que provenían de fuera. La calma que siempre he asociado con la casa de mis abuelos ahora está teñida de una inquietud que no puedo ignorar.

Me levanto temprano, tratando de sacudirme la somnolencia. Mis padres ya están despiertos, sentados en la cocina con tazas de café frente a ellos. Hablan en voz baja, y cuando entro, se callan de inmediato. Me miran con una mezcla de preocupación y algo más que no logro identificar.

—¿Dormiste bien, Rhode? —pregunta mamá, con una sonrisa forzada.

Asiento, aunque sabemos que no es verdad. La tensión es palpable en el aire, como si todos estuviéramos caminando sobre hielo delgado.

—Creo que voy a salir un momento —digo, sintiendo la necesidad de alejarme, de respirar.

Papá me mira con desaprobación, pero finalmente asiente.

—Ten cuidado. No te alejes demasiado —me advierte.

Salgo al aire fresco de la mañana, y Copito me sigue, su cola meneándose tímidamente. Miro hacia los campos; los animales parecen más tranquilos hoy, pero hay un aura de incertidumbre que no puedo sacudir. Me alejo un poco de la casa, buscando un lugar donde pueda estar sola con mis pensamientos.

Encuentro un árbol grande cerca de un pequeño arroyo, un lugar que solía ser mi escondite cuando era más joven. Me siento al pie del árbol y miro el agua fluir. Copito se sienta a mi lado, sus ojos fijos en mí, como si entendiera que algo no está bien.

—¿Qué crees que está pasando, Copito? —le pregunto en voz baja, sabiendo que no puede responder, pero necesitando decirlo en voz alta de todos modos.

Me quedo allí por un rato, dejando que el sonido del arroyo me calme. Pero mi mente sigue volviendo a lo que vi anoche, a los susurros de mis padres, al miedo en los ojos de todos. ¿Qué están ocultando?

De repente, escucho pasos detrás de mí. Me giro rápidamente, mi corazón saltando en mi pecho, pero es solo mi abuelo.

—Te he estado buscando, Rhode —dice, su voz tranquila, pero con un toque de urgencia—. Necesito hablar contigo.

Me levanto y lo sigo de vuelta a la casa. Mientras caminamos, mi abuelo parece estar debatiéndose internamente, como si estuviera buscando las palabras correctas.

Cuando llegamos a la casa, nos sentamos en la sala. Mis padres y mi abuela también están allí, y todos me miran con expresiones serias. La sensación de que algo grande está a punto de revelarse me hace sentir un nudo en el estómago.

—Rhode, hay algo que necesitamos contarte —comienza papá, tomando una respiración profunda.

Mamá se inclina hacia adelante, sus ojos brillando con lágrimas que trata de contener.

—El virus... no es lo que pensábamos —dice en voz baja—. Hay cosas que no nos están contando, cosas que incluso nosotros no entendemos del todo.

—¿Qué cosas? —pregunto, mi voz temblando.

Mi abuelo suspira, y puedo ver el dolor en su rostro.

—Anoche, mientras dormías, escuchamos más sobre lo que está pasando —explica—. No es solo el virus en sí. Es como si algo más estuviera afectando a las personas, a los animales... incluso al medio ambiente.

Las palabras de mi abuelo me dejan perpleja. ¿Qué significa eso? ¿Qué es lo que está sucediendo realmente?

Antes de que pueda preguntar más, los ladridos de Copito interrumpen la conversación. Se lanza hacia la ventana, ladrando furiosamente hacia el exterior. Nos apresuramos a mirar, y veo algo que me congela el corazón.

En el horizonte, una columna de humo se eleva, y puedo distinguir sombras moviéndose en la distancia. Parece que algo está quemándose, y las sombras... son personas.

—¿Qué está pasando? —pregunto, mi voz apenas un susurro.

Papá se gira hacia nosotros, su expresión decidida.

—No lo sé, Rhode, pero tenemos que prepararnos. No sabemos cuánto tiempo estaremos seguros aquí.

La realidad de la situación comienza a hundirse en mí. Esto no es un mal sueño del que pueda despertar. Esto es real, y tengo que ser fuerte.

Mis padres y mis abuelos comienzan a reunir suministros, y yo los ayudo, tratando de mantener la calma. Copito sigue ladrando, y trato de calmarlo, pero él también puede sentir que algo está mal.

A medida que el día avanza, el miedo en el aire se hace más denso. No sabemos lo que está pasando, pero sabemos que algo terrible se avecina. Nos preparamos lo mejor que podemos, pero en el fondo, todos estamos asustados.

Y yo, por primera vez en mi vida, no sé qué hacer.

—Rhode, hay algo que necesitamos contarte —comienza papá, su voz temblorosa.

Mamá me mira, sus ojos llenos de lágrimas que trata de contener.

—El virus... no es solo una gripe —dice suavemente—. Está matando personas, Rhode. Comienza como una gripe común, con fiebre y cansancio. Luego, los ojos se enrojecen, la tos se vuelve seca y persistente, y después... después es demasiado tarde.

Me quedo inmóvil, tratando de procesar lo que acabo de escuchar. Sabía que las cosas estaban mal, pero no tenía idea de que era tan grave. Mi mente se llena de imágenes de lo que podría estar pasando allá afuera, en la ciudad, en todo el país.

—¿Por qué nadie dijo nada? —pregunto finalmente, mi voz apenas un susurro.

—No querían causar pánico —responde mi abuelo—. Querían evitar que la gente entrara en pánico y empeorara la situación. Pero las cosas se han salido de control.

Mi corazón late con fuerza mientras trato de entender la magnitud de lo que me están diciendo. Esto no es solo un virus; es algo que está destruyendo vidas, y nosotros estamos atrapados en medio de ello.

El viaje al refugio es largo y agotador. Mis padres y abuelos están callados, concentrados en mantenernos a salvo mientras conducimos por caminos desconocidos. La tensión en el aire es palpable, como si cada uno de nosotros estuviera conteniendo la respiración, esperando lo peor. Copito está a mis pies, su gran cuerpo blanco y peludo temblando levemente, probablemente reflejando mi propio miedo.

Finalmente, llegamos a lo que parece ser un campamento improvisado. Carpas de diferentes tamaños y colores salpican el terreno, y varias personas se mueven de un lado a otro, algunas con prisa, otras con la mirada perdida. La mayoría parecen tan asustadas como nosotros, buscando seguridad en este lugar temporal.

Un grupo de personas con mascarillas y trajes protectores se acerca tan pronto como salimos del coche. Uno de ellos, una mujer alta con ojos severos, nos indica que nos acerquemos a una fila de personas que esperan ser revisadas.

—Por favor, permanezcan juntos y esperen su turno para el chequeo —dice en un tono que no deja espacio para objeciones.

Nos colocamos en la fila, y el tiempo parece ralentizarse mientras observamos cómo cada persona es revisada minuciosamente. Al llegar nuestro turno, nos llevan a una carpa más grande donde un equipo de médicos y enfermeras nos espera.

—Vamos a hacer algunos exámenes rápidos para asegurarnos de que están sanos —nos informa una enfermera, mientras uno de los médicos prepara un termómetro y otro comienza a tomar muestras de sangre.

Estoy nerviosa, no solo por los exámenes, sino porque siento la mirada de todos a nuestro alrededor. Me cruzo de brazos, tratando de hacerme pequeña, deseando que este momento pase rápido. Mis ojos recorren el campamento, buscando algo a lo que aferrarme, y entonces lo veo: Tomás.

Tomás es el chico malo de la escuela, ese con quien alguna vez fantaseé, imaginando que podría convertirlo de rebelde a alguien bueno, como en los libros. Lo veo de pie junto a un grupo de chicos, todos riendo y hablando en voz alta. Cuando nuestros ojos se cruzan, siento un tirón en el estómago. Por un instante, me alivia ver una cara conocida, pero luego la realidad me golpea. Esto no es la escuela, no hay seguridad aquí. Y por la forma en que Tomás me mira, sé que no está contento de verme.

Los médicos nos revisan uno a uno. Me siento incómoda mientras una enfermera me toma la temperatura y revisa mis ojos en busca de los primeros signos del virus. Tomás y sus amigos se acercan más, y puedo escuchar cómo murmuran entre ellos, sus risas sonando como cuchillos en mi piel.

—Miren, es la niña de los libros —dice Tomás, su voz alta y burlona.

Siento que mi rostro se pone rojo de inmediato, y me esfuerzo por mirar hacia otro lado. Pero los otros chicos empiezan a reír, y uno de ellos, Lucas, da un paso hacia mí.

—¿Tienes suficientes libros para todos aquí, Rhode? —se burla, y las risas se vuelven más fuertes.

Mis padres y abuelos están distraídos con los médicos, así que estoy sola enfrentando esta humillación. Él nunca ha sido amable en la escuela, pero al menos esperaba que en esta situación las cosas fueran diferentes, pero no, el parece disfrutar de la situación, de mi incomodidad.

—Déjala en paz, Tomás —dice una voz que reconozco, una voz que nunca pensé que me defendería.

Me giro para ver a Ana, la chica más popular y una de las más crueles en la escuela, acercándose a nosotros. Nunca ha sido amable conmigo, y me sorprende escucharla hablar en mi defensa.

Tomás parece confundido por un momento, pero luego se encoge de hombros y se aleja, todavía riéndose. Sus amigos lo siguen, dejándome con Ana y el sonido distante de los médicos trabajando.

De repente, escucho una voz familiar, una que nunca pensé que oiría en mi defensa.

—¡Déjenla en paz, idiotas! —grita Ana, la chica más popular y una de las más crueles en la escuela.

Me giro, sorprendida de verla acercarse. Ana nunca ha sido amable conmigo, y sus palabras me dejan atónita. Por un segundo, pienso que tal vez la situación extrema nos ha cambiado a todos, que tal vez hay esperanza en medio de todo esto.

—Gracias, Ana —murmuro, con la voz llena de alivio y confusión.

Pero en lugar de la compasión que esperaba, Ana suelta una carcajada aguda.

—¿De verdad pensaste que iba a defenderte? —dice, con una sonrisa maliciosa—. Solo quería ser yo la que te humillara, Rhode. Es tan patético ver cómo te aferras a tus estúpidos libros como si eso fuera a salvarte.

Las risas de Tomás y los otros chicos se mezclan con las de Ana, y mi alivio se convierte rápidamente en vergüenza. Me siento expuesta, pequeña y completamente sola. La burla se vuelve más cruel con cada palabra que Ana dice, y mis ojos comienzan a llenarse de lágrimas.

—¡Ana, ya basta! —grita alguien más, pero esta vez no me atrevo a girarme para ver quién es. La voz es débil, pero suena familiar, como la de una compañera de clase que apenas conocía.

Ana se encoge de hombros y se aleja, todavía riendo con los demás. Me quedo allí, inmóvil, deseando que la tierra me trague.

—Parece que están todos sanos —nos informa el médico principal—. Pueden quedarse aquí en el campamento, pero deben seguir todas las reglas de seguridad. Estamos haciendo todo lo posible para mantener a todos seguros.

Nos llevan a una carpa asignada, y empezamos a instalarnos. Mientras organizo mis cosas, mi mente sigue volviendo a Tomás y a sus palabras. Aquí, en este lugar donde todo es incierto, me doy cuenta de que las cosas que solían parecer importantes ya no lo son tanto.

Pero, aun así, duele. Duele que, incluso en medio de todo esto, no pueda escapar de ser "la niña de los libros".

Me siento en el suelo de la carpa, abrazando mis rodillas, mientras Copito se acuesta a mi lado, su gran cuerpo blanco brindándome algo de consuelo. Fuera, el campamento sigue su bullicio, pero aquí, en esta pequeña carpa, el mundo se siente increíblemente pequeño y solitario.

A medida que la noche cae y el frío comienza a infiltrarse, cierro los ojos, tratando de ahuyentar las lágrimas. No sé qué nos espera, pero sé que tengo que ser fuerte. Por mí, por mi familia, y quizás, incluso por esos chicos que no saben qué más hacer que reírse de los demás en tiempos de miedo.

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