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Capítulo 2: El Refugio de Rhode

Me desperté con el sonido del viento golpeando suavemente contra la ventana de mi habitación. Los primeros rayos de sol se colaban a través de las cortinas, proyectando sombras que se movían lentamente sobre las paredes llenas de estanterías. Para mí, no había mejor manera de empezar el día que rodeada del olor a papel, una mezcla de libros viejos y nuevos, combinada con el aroma del café que subía desde la cocina.

Mi habitación es mi refugio, un pequeño espacio en el que cada objeto tiene un significado especial. Las paredes están pintadas de un azul claro que me recuerda a un cielo despejado, un color que siempre me ha calmado. Las estanterías cubren casi todas las paredes, desde el suelo hasta el techo, llenas de libros de todos los géneros: fantasía, terror, romance, ficción... Todos ellos son mis escapatorias a mundos lejanos, a vidas ajenas. Hay tantas historias en mi habitación que a veces siento que, al cerrar la puerta, estoy entrando en un universo paralelo, uno en el que cualquier cosa es posible.

En un rincón, junto a la ventana, tengo un sillón de lectura que mi abuela me regaló hace años. Es de un color verde musgo, desgastado por el tiempo, pero sigue siendo el lugar más cómodo del mundo. A su lado, una pequeña mesa de madera sostiene una lámpara de lectura con una pantalla de cristal teñido, que proyecta una luz cálida y suave, perfecta para las noches largas de lectura.

Sobre mi cama, hay una colcha de patchwork hecha a mano, llena de retazos de tela que mi madre y yo fuimos recolectando a lo largo de los años. Cada pedazo cuenta una historia: una camisa vieja que ya no usaba, un vestido que amaba cuando era niña, un pañuelo que pertenecía a mi abuela. Mi madre y yo pasamos meses cosiéndola juntas, y cada vez que me acuesto, me siento envuelta en los recuerdos de nuestra familia.

Siempre he sido una persona reservada. En la escuela, no soy de las que llaman la atención. De hecho, intento pasar desapercibida. Mis gafas gruesas de montura negra, que me cubren casi la mitad del rostro, y mi ropa sencilla lo hacen más fácil. Prefiero vestir con suéteres cómodos y jeans, todo en colores neutros, especialmente en mi color favorito: el azul. Me hace sentir tranquila, casi invisible, como si pudiera fundirme con el cielo o el mar y desaparecer. A veces, me miro en el espejo y veo una chica de cabello castaño claro, que cae en ondas suaves alrededor de mi cara. Mis ojos son de un color indefinido, entre verde y marrón, y aunque a veces me gustaría que fueran más vibrantes, he aprendido a aceptar mi apariencia tal como es.

Cuando no estoy en la escuela, me encanta pasar tiempo con Copito, mi gran perro blanco. Su pelaje es tan suave y esponjoso como su nombre indica, y es mi compañero más fiel. Siempre está ahí, moviendo su cola alegremente cuando llego a casa, como si yo fuera lo mejor que le ha pasado en el día. Sus ojos marrones, grandes y expresivos, parecen entenderme de una manera que pocas personas logran. Me gusta pensar que Copito es más que un perro; es mi confidente, mi protector, y el único ser en el mundo que realmente me conoce.

A veces pienso que Copito es mi único amigo. En la escuela, las cosas no son tan fáciles. Soy el blanco de las burlas de algunos compañeros. No sé exactamente por qué. Tal vez es por mi apariencia, o porque prefiero los libros a las fiestas. Lo cierto es que, muchas veces, mis días están llenos de comentarios hirientes y risas a mis espaldas. Me llaman "la rara de los libros", y eso duele más de lo que me gustaría admitir. Intento ignorarlos, pero a veces las palabras se clavan en mi pecho como agujas, y es difícil respirar.

Hay alguien, sin embargo, que hace que todo sea un poco más soportable, aunque ni siquiera lo sabe. Se llama Lucas, el chico popular del último año. Es el tipo de persona a la que todos admiran, con una sonrisa que parece sacada de una película y una manera de ser que hace que todos quieran estar a su alrededor. Tiene el cabello oscuro, siempre perfectamente peinado, y unos ojos azules que parecen brillar con una luz propia. Yo sé que nunca me ha mirado, pero no puedo evitar que mi corazón lata más rápido cuando lo veo pasar. Es un amor imposible, y lo sé. Alguien como él nunca se fijaría en alguien como yo.

Me senté en la cama y estiré los brazos antes de alcanzar el libro que dejé en mi mesita de noche anoche. Era una novela romántica, una de esas historias donde los protagonistas se encuentran en una librería y descubren que tienen más en común de lo que pensaban. Me reí para mis adentros, pensando en lo mucho que me gustaría vivir algo así, pero también sabiendo que probablemente nunca tendría el coraje de hablar con alguien sobre mis pasiones.

Después de leer unos minutos, escuché un golpe suave en la puerta de mi habitación.

—Rhode, cariño, baja a desayunar —dijo mi madre con su voz dulce y habitual.

Cerré el libro con cuidado, colocando un marcador entre las páginas antes de dejarlo sobre la mesa. Me levanté y bajé las escaleras, dejando atrás mi pequeño santuario de historias. El aroma a tostadas recién hechas y café recién preparado me recibió en la cocina, envolviéndome en una cálida bienvenida.

—Buenos días, mamá —saludé, sentándome a la mesa.

—Buenos días, cielo. ¿Dormiste bien? —me preguntó mientras servía un plato de huevos revueltos.

—Sí, muy bien —respondí, tomando un sorbo de café. Sentí cómo el calor me recorría el cuerpo y me ayudaba a despertar del todo.

Mientras comíamos, dejé que mis pensamientos se alejaran nuevamente hacia los libros que me esperaban arriba. Hoy no tenía clases ni trabajo, así que planeaba pasar el día sumergida en mis lecturas, disfrutando de la tranquilidad y el silencio.

—¿Tienes planes para hoy? —preguntó mamá, sacándome de mis pensamientos.

—No muchos, solo leer un poco —contesté con una sonrisa.

Mamá asintió, ya familiarizada con mi respuesta. Entendía cuánto significaban los libros para mí, aunque a veces parecía preocuparle que pasara tanto tiempo sola. Pero para mí, los libros eran más que suficiente. Eran mis amigos, mis compañeros.

Desde hace unas semanas, todo ha cambiado un poco. En la televisión, en la radio, en las conversaciones de mis padres, todos hablan de un virus extraño que ha aparecido en varias partes del mundo. Dicen que los síntomas son raros, difíciles de identificar. A veces es como un simple resfriado, otras veces la gente siente fatiga extrema o pierde la voz. Los médicos y las noticias insisten en que no debemos preocuparnos demasiado, que todo está bajo control. Los gobiernos repiten una y otra vez que mantengamos la calma. Pero yo... yo no puedo evitar sentir que algo no está bien.

Cuando salgo a caminar con Copito, noto que el aire se siente diferente. Es como si estuviera cargado de una electricidad extraña, algo que no puedo explicar. Y hace unos días, vi algo que me heló la sangre. Varias aves cayeron del cielo, sin razón aparente, estrellándose contra el pavimento frente a mis ojos. Era como si el mundo mismo estuviera enfermo, y aunque todos dicen que no hay nada de qué preocuparse, no puedo evitar sentir que están equivocados.

Después del desayuno, regresé a mi habitación. Me dejé caer en mi sillón favorito junto a la ventana, y retomé mi lectura. Las horas pasaron sin que me diera cuenta, como siempre sucede cuando estoy absorta en una buena historia. El sol comenzó a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y rosas.

Fue entonces cuando lo escuché. Un sonido agudo, penetrante, que rompió la calma de la tarde. La alarma de emergencia de la ciudad. Me quedé inmóvil, con el libro aún en mis manos, mientras el sonido aumentaba en intensidad. Nunca había oído la alarma sonar así.

Me levanté lentamente, dejando el libro en el sillón, y caminé hacia la ventana. Afuera, mis vecinos corrían de un lado a otro, algunos subiendo rápidamente a sus autos, otros llamando a sus familiares. Sus rostros reflejaban miedo y confusión.

—¡Rhode, baja inmediatamente! —gritó mi madre desde el pasillo con una urgencia que nunca había escuchado en su voz.

Mi corazón empezó a latir con fuerza mientras bajaba las escaleras a toda prisa. La casa, mi refugio, de repente se sentía como una jaula de incertidumbre. Encontré a mis padres en la sala, mirando el televisor donde un noticiero emitía un mensaje de emergencia.

—El virus —dijo papá con una voz grave, sin apartar la vista de la pantalla—. Dicen que debemos evacuar la ciudad.

Sentí que el miedo me invadía. ¿Evacuar? ¿Dejar mi casa, mi habitación, mis libros? La idea me aterrorizaba. Mientras intentaba procesar lo que estaba pasando, mamá me tomó de la mano.

—Tienes que empacar lo esencial, Rhode. Solo lo necesario —me dijo, mirándome con seriedad.

Asentí, aunque mi mente seguía aturdida. Subí las escaleras nuevamente, pero en lugar de dirigirme al armario, me detuve frente a mis estanterías. Mis ojos recorrieron los lomos de los libros que tanto amaba. ¿Cómo podría elegir solo unos pocos para llevar?

Con un suspiro, empecé a sacar algunos de mis favoritos, aquellos que sabía que no podía dejar atrás, mientras el eco de la alarma seguía resonando en mis oídos.

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