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Nuevos horizontes

Nuk nos recibió con la calidez usual de Cathatica. Gritos, risas, amenazas, chistes y regateos parecían atravesarte nada más cruzabas sus límites. Dejamos los caballos en el establo del pueblo, junto a una buena propina y alquilamos los servicios de un joven y su carreta.

—Necesito que nos lleves al puerto, a toda prisa, por favor —indicó Kay al cochero.

—No tiene que apresurarse demasiado, señora, el barco zarpará al mediodía, si va a viajar lo mejor es que busque algunas provisiones. La comida en el barco puede ser terrible. Nunca se sabe lo que puede pasar.

Kay lo meditó unos segundos, luego aceptó la oferta y permitió que el chico nos llevara por todo el pueblo en busca de bastimentos para el viaje. No pude evitar notar que, aunque muchas tiendas y pequeños puestos que vendían lo que necesitábamos estaban relativamente cerca unos de otros, el chico siempre nos llevaba a sitios específicos. Hice notar eso a Kay de inmediato.

—Nada que preocuparse, de seguro recibe comisión por llevar a viajeros despistados. El dinero es escaso, pero tampoco podemos llamar la atención y desplazarnos en este lugar como si lo conociéramos.

—¿Debemos pasar como viajeras comunes? —inquirió Katri.

—Es lo más seguro, mujeres aventureras que dedican sus vidas a recorrer tierras inhóspitas. No es algo demasiado alejado de la verdad y nos garantizará cierta seguridad en el viaje. No me apetece pasar los siguientes cinco días cuidando mis espaldas en un barril flotante —respondió Kay con cierta dureza. Lucía pensativa, las líneas de su rostro se habían endurecido y no dejaba de pasar la mano por su cabello mientras luchaba por controlar el constante movimiento de uno de sus pies.

Por fin, con las bolsas ahora llenas de pan marinero, galletas, mermelada y carne seca, así como jabón y otros productos de extrema necesidad, el cochero dirigió a los caballos hacia un camino que se perdía fuera del pueblo. Sin embargo, y cuando ya estaba soñando con un camarote cálido, se detuvo frente a una nueva tienda.

—Creí que ya lo teníamos todo —dijo Kay mientras deslizaba una de sus manos hacia su bota, esa donde guardaba una de sus dagas.

—Oh, esta es una tienda única, señora, los viajes en barco pueden ser aburridos, así que siempre recomiendo a mis clientes comprar algo en este local. Es una tienda de variedades, todo con lo que pueda perder el tiempo lo encontrará aquí —resaltó con emoción.

La fachada del local era por decir lo menos, poco ostentosa. Tenía sentido, los edificios de las afueras debían de ser las primeras víctimas de ladrones y algún pirata demasiado listo. Contaba con una puerta tan gruesa como un brazo, paredes de piedra y dos diminutas ventanas protegidas por gruesos barrotes de hierro corroído por la brisa marina que ya podíamos sentir en nuestros labios.

Kay suspiró y bajó de la carreta de un salto, le imité y tendí mi mano a Katri, quien parecía poco acostumbrada a este medio de transporte. Me agradeció con una sonrisa y titubeó unos instantes mientras elegía qué pierna apoyar en el borde de la carreta y cuál arrojar al suelo. Cuando por fin saltó al suelo, Kay nos instó a seguirla al interior de la tienda, el cochero se quedó en la puerta, el lugar perfecto para ver lo que ocurría en el interior, lo cual parecía llenarlo de ansiedad, y el exterior, donde se encontraban nuestras pertenencias y su medio de vida.

—¿No crees que pueda ser una trampa? —inquirí con la mano ya en el pomo de mi espada.

El suelo se encontraba limpio y no rechinaba al andar, el silencio reinaba en el local y solo podía ver estanterías llenas de libros, juguetes y artilugios indescifrables, pero no había un vendedor sonriente e insistente dispuesto a llenar sus bolsillos a costa de los nuestros.

Por si los barrotes parecían excesivos, en cuanto giré la vista pude ver que las contraventanas también eran de acero y que, si las cerraban, quedaríamos en completa oscuridad, salvo por algunos candelabros repartidos aquí y allá.

—¡Bienvenidas! —gritó un chico desde el techo.

Desenvainé de inmediato y di un paso al frente, Kay y Katri quedaron a mi espalda, protegidas y con tiempo suficiente para desenvainar si era necesario.

—Puedo ver que mi hermano las ha traído hasta mí —dijo el chico sin inmutarse por mi muy afilada espada—. Soy Conan y en estas tierras me conocen como el vendedor de baratijas. —Esbozó una sonrisa amplia y bajó de la estantería dando una floritura.

Deseé que se quebrara la crisma contra el suelo, al menos así repararía el daño a mi hígado y a mi desayuno, el cual permanecía hecho una bola al fondo de mi estómago. Envainé y Kay se adelantó para estrechar su brazo en el típico saludo de Calixtho.

—Estamos por hacer un viaje y su hermano nos recomendó —hizo una pausa y miró al cochero con expresión risueña—, o más bien nos secuestró, para traernos hasta aquí. Así que espero que puedas sorprenderme.

—Se lo tengo dicho, que deje de secuestrar viajeros —dirigió una mirada de falsa cólera a su hermano y luego volvió a sonreírnos—, un día de estos me darás un disgusto, Gavriil, ¿pero él me escucha? No, para nada. Solo heredamos esta pequeña casa y la carreta, debemos ser precavidos si no queremos terminar muertos de hambre en invierno.

—No te preocupes —dijo Kay, luego dio una palmada y recorrió con la mirada el lugar—. Tienes una interesante colección de cosas aquí.

Kay parecía genuinamente interesada en esta tienda llena de cachivaches inútiles. Recorrió con la mirada el lugar y caminó entre las estanterías mientras Conan la seguía de cerca hablando sin parar.

Decidí esperar fuera. Podía aceptar armas y comida de parte de Kay, pero ocio jamás, era un uso superfluo del dinero del reino.

—Mira esto. —Katri se acercó a mí con un libro de aspecto curioso en su mano. Era pequeño, no estaba encuadernado como los nuestros. Su exterior era liso, casi resbaloso, contaba con una ilustración más bien grotesca y de poca calidad, como el dibujo de un niño, bastante colorida. En su interior, las hojas eran suaves y ligeras, pero lo más extraño eran las letras, uniformes en exceso, muy bien alineadas, superaba con creces a los textos de las imprentas de Calixtho.

Esto no podía ser de este mundo y justo cuando separaba mis labios para llamar a Kay, ella se acercó a nosotras sosteniendo un pequeño artilugio. Era muy parecido al que me había mostrado en el bote días atrás, solo que este era mucho más brillante y tenía una tapa. La destrabó y ante nosotras surgió una diminuta llama.

Compartimos una mirada, su expresión era insondable. Por fin teníamos una pista, en una tienda de baratijas de todos los lugares posibles. Sentí la sangre reverberar en mis venas, el desgraciado responsable de la muerte de Erika había estado aquí, esa caja mágica había estado en sus manos.

—Conan dice que la compró a un pobre hombre que mendigaba por las calles. Solo tenía consigo esta caja y —miró el libro que aún tenía en la mano—. Ese libro. —Tendió la mano y Katri se lo entregó con confusión—. Es un libro de mi mundo, una novela policíaca o de detectives. Son autoconclusivos. Mira, «Los enigmas de Barthwaite» Se trata de una colección de relatos.

—Si los quieren son suyos, 10 monedas de oro —canturreó Conan. Kay de inmediato enmascaró su expresión y la transformó en una de alegría y curiosidad.

—Por supuesto, aunque nos gustaría ver más, ¿ese mendigo te dejó otra cosa?

Conan frunció el entrecejo y recorrió con la mirada la estantería más cercana. Encontró un pañuelo y lo que parecía ser un pequeño bolso de mano, aunque era tan diminuto que ni siquiera calificaba como tal.

—Nos llevamos todo —dijo Kay con vehemencia.

Conan y su hermano parecían flotar de pura felicidad cuando se despidieron. Si bien Kay no había dejado una fortuna detrás, las ganancias de nuestra compra de seguro les permitirían vivir con cierta holgura durante algunas semanas. Gavriil incluso aceleró el carruaje para hacernos llegar antes al barco.

El muelle, como aquel en el que ya habíamos atracado, estaba cubierto de todo tipo de sustancias purulentas. Sangre de pescado, vísceras y grasa de ballena que no dejaban de ser lavadas con constantes baldazos de agua de mar y que no tardaban en regresar con el arribo de un nuevo barco o la descarga de una bodega.

Gavriil cargó la mayoría de nuestras pertenencias en su espalda y avanzó con paso seguro en sobre aquella resbaladiza mezcla. Katri le imitó, su equilibrio era envidiable, no se preocupaba por evitar que sus botas deslizaran y permitía que sus ojos vagaran con libertad entre las diferentes embarcaciones que rodeaban el muelle.

—Ese será su barco, El Vendaval. — Gavriil señaló una fragata que se encontraba fondeada a decenas de metros del muelle—. Debemos alquilar un bote para llegar a ella.

Se dirigió a un anciano desdentado que se encontraba sentado en uno de los muchos botes del muelle. El hombre apenas y nos había mirado y concentraba sus blanquecinos ojos en el horizonte, su expresión era la de quien esperaba que una ola o el mar mismo se lo tragase de una vez.

—Oiga, ¿cuánto por llevarnos hacia la fragata? —preguntó Gavriil con un tono tan familiar y alegre que por un segundo me encogí en mi propia ropa presa de la vergüenza.

—Diez monedas de plata, mocoso —bufó el hombre, por fin nos dirigió la mirada, frunció el ceño al ver nuestras bolsas de viaje y agregó—: Por persona.

Estaba por separar mis labios para protestar cuando Kay arrojó una pequeña bolsa al hombre. Este la atrapó al vuelo. Bufé, de seguro el velo de la edad de sus ojos era muy selectivo.

Gavriil subió de un salto al bote, trastabilló casi al borde del agua por unos segundos y con él, nuestras pertenencias. Por suerte recuperó el equilibrio. Kay le imitó y me tendió la mano para ayudarme a bajar. Rechacé su ofrecimiento y salté al bote, para mi orgullo, logré mantener la dignidad. Ahora solo faltaba Katri, le tendí mi mano y ella no dudó en tomarla. Por el rabillo del ojo pude ver como Kay negaba con la cabeza y disimulaba una sonrisa sabihonda. De inmediato aparté mi mano de la suya, justo cuando ella estaba por recuperar el equilibrio. Caímos juntas al fondo del bote.

—¡Mocosas desgraciadas! ¡Mi bote! Eso serán diez monedas más —protestó el anciano.

La cabeza de Katri había aterrizado justo sobre mi estómago, su cabello se encontraba desparramado sobre mí. Sus mejillas estaban enrojecidas, sus ojos esquivaban los míos y sus brazos luchaban por encontrar un soporte sólido que le permitiera levantarse como si nada hubiera pasado.

Sujeté sus hombros y la ayudé a incorporarse. Era tan ligera como el pétalo de una flor. Aparté los mechones que le tapaban los ojos y los sujeté detrás de sus orejas, estos se rebelaron y regresaron a su posición anterior. Casi podía sentir el calor de su piel a través de mis guantes y no pude evitar esbozar una sonrisa ante su turbación. Katri era una mezcla extraña entre independencia y virginal inocencia. Conocía todo lo necesario para sobrevivir en las condiciones más duras del mundo, pero una caricia sin segundas intenciones lograba desarmarla.

—Déjala en paz antes que se derrita aquí mismo —bromeó Kay. Si ya la odiaba, ahora la quería muerta, ¿cómo se atrevía a romper nuestro momento? Estaba por gritarle que se metiera en sus asuntos, cuando noté que nos encontrábamos en medio del mar.

El viejo y Gavriil remaban con energía, la proa del bote dividía con eficiencia el agua del mar y Kay se encontraba justo en el timón. Me dirigió una mirada risueña y traviesa y señaló con la barbilla hacia el frente. Katri y yo seguimos la dirección de su gesto solo para sorprendernos con el descomunal tamaño de la fragata que supuestamente nos llevaría a Luthier.

Katri era la más sorprendida de todas. Sus ojos se abrieron al máximo, como si temiera perderse cualquier parte del barco si no lo hacía. Reprimió un escalofrío y abrazó su torso, su pecho subía y bajaba preso de emociones que de seguro no podía poner en palabras. Allí estaba su libertad y su condena, aquella para la que había firmado cuando decidió seguirnos en busca de aventuras.

—Será entretenido —susurré para que solo ella me escuchara—. Son solo cinco días, así que hay que hacerlos valer.

—Cinco días antes de morir —murmuró para sí.

—¿Qué? Para nada. Has aprendido mucho, Katri, no vas a morir —mentí. Por alguna razón, era más fácil mentir que dejarme llevar por la brutalidad de la realidad. Katri no sabía utilizar una espada de manera correcta, podía defenderse de cualquier guerrero principiante, quizás un borracho o algún agresor, pero jamás de un guerrero hecho y derecho. Estaría muerta en segundos. Aun así, no tenía por qué decirle eso, solo le causaría malestar y ella ya conocía la verdad.

—Tu misma lo dijiste, en unas semanas no te conviertes en una experta —negó con la cabeza—. Y ahora me alejaré aún más de mi hogar.

—Mira el lado bueno, Katri, —rodeé sus hombros con mi brazo—. Vas a vivir mucho más que si te hubieras quedado en casa, así que siéntete orgullosa de cada segundo.

Junto al barco se encontraba una miríada de botes de todos los tamaños. Hombres y mujeres cargaban barriles, bolsas de cuero y lona, así como jaulas con gallinas y gansos. Al ver que nos acercábamos, un hombre sin camisa, con el pecho lustroso por el sudor y marcado por cicatrices y tatuajes se separó del grupo. El anciano dirigió la proa del bote a su dirección.

—Traigo tus últimas pasajeras, si tienes espacio.

—Siempre hay espacio en los barcos de Solvarr —dijo con confianza y una sonrisa tan blanca que por un segundo sentí que era capaz de dejarme ciega—. Y si es para tres hermosas damas, soy capaz de arrojar por la borda a diez gordos burgueses.

Katri ahogó una risita, su cuerpo perdió toda tensión y pude notar como sus ojos vagaban por las marcadas líneas de aquel torso desnudo hasta culminar en el borde de sus pantalones de piel. Llevaba la correa por debajo de la ingle, de tal manera que la piel se doblaba sobre sí misma y enmarcaba un triangulo invertido lustroso surcado por un camino de vello que se perdía ahí donde la imaginación empezaba.

Tragué un resoplido de fastidio. Katri era de «esas», hombres y mujeres por igual, no tenía una preferencia. El mundo entero era tu competencia en esos casos y rara vez terminaba bien. Recordé a Erika y su amor por la libertad, su novio Vasil y cómo había estado inmersa en aquel extraño arreglo romántico. Mi estómago dio una voltereta y mi corazón se arrugó a medio latido, había estado de acuerdo con aquello, había aceptado sus condiciones, lo que no quería decir que estuviera de acuerdo con todo aquello. No lo estaba y dudaba que lo estuviera alguna vez.

—Si no me equivoco tu madre biológica tenía los mismos gustos, Axelia —dijo Kay cerca de mi oído. Volví a resoplar, la vergüenza subió por mi cuello, ¿mis pensamientos eran tan transparentes?

—Mi madre era diferente —mascullé.

—Y tu otra madre también, por lo que he escuchado, ¿no podrían ellas ser tu ejemplo en este caso?

—No lo fueron por mucho tiempo gracias a Luthier —espeté. Musculitos fue una distracción bienvenida, sujetaba una escalera de cuerdas y le había tendido una mano a Katri para ayudarla a subir. Ella la tomó encantada y empezó a subir con movimientos trémulos y las mejillas encendidas.

Lo aparté de mi camino y sujeté la escalera por mi cuenta. Podía subir sola. Él solo sonrió y con una minúscula reverencia de burla dejó la escalera en mis manos. Me concentré en cada paso y en la posición de cada una de mis extremidades. Debía mantener la dignidad y no mostrarme como una torpe. Debajo de mí, Kay aceptó la ayuda del chico y subió con un ligero quejido de dolor. Pisoteé cualquier resquemor de culpa, se lo merecía.

Cuando por fin pasé la amurada, me encontré con una cubierta impecable al extremo. Un grupo de pajes estaba de rodillas bajo el bauprés, sus pechos jadeantes y sus manos jabonosas los señalaban como los responsables de tanta limpieza.

Desde el castillo de popa bajó un hombre de tamaño medio, en comparación con otros hombres de Cathatica, tenía el cabello marcado por las canas y una expresión de absoluta afabilidad enmarcada por líneas que parecían ocultar un carácter severo.

—Bienvenidas a El Vendaval. —Tomó el brazo de Kay en un saludo firme—. Siéntanse como en casa. Los Hijos de Cathatica somos hermanos de las Hijas de Calixtho.

Tenía que ser un anciano, dije para mí. Solo personas muy mayores o demasiado formales se expresaban así de nuestros dos reinos. Volví a analizarlo con la mirada, para ser un anciano estaba muy bien conservado, su camisa holgada de lino blanco no ocultaba la firme línea de sus músculos y sus manos no parecían manchadas por la edad. Debía ser un hombre en exceso formal, algo raro para los hombres de mar de Cathatica.

—Me honra su recibimiento, capitán. Mis compañeras y yo esperamos encontrar un espacio en su navío.

—¡Por supuesto! Tengo un camarote familiar libre en popa, si están dispuestas a pagar por él. De lo contrario me veré obligado a enviarlas a proa y ya no hay mucho espacio —dijo aquello con verdadera pena.

—Tenemos para pagar por él —respondió Kay tendiéndole algunas monedas de oro. El capitán sonrió satisfecho y le hizo una seña a Musculitos. Este se echó nuestro equipaje a los hombros y desapareció a través de una escotilla.

—Espero que no sea excesivo mi atrevimiento, pero me gustaría tenerlas en mi mesa esta noche —sonrió con renovada calidez—. Me gusta conocer a mis pasajeros de primera clase, incluso si solo vamos a compartir un par de días de navegación.

Dejé a Kay con el capitán y me retiré un par de pasos hacia el borde de la amurada. En ese momento Gavriil levantó la mirada y nuestros ojos se encontraron. Esbozó una gran sonrisa y me despidió con grandes aspavientos mientras el anciano barquero dirigía el bote hacia el muelle con lánguidos movimientos.

De nuevo dejaba atrás la tierra firme, de nuevo abandonaba Cathatica. Sacudí mis hombros para liberarme de la molesta sensación de persecución y amenaza que me invadió. Era ilógico, no estábamos en peligro y sin embargo, ahí estaba ese sentimiento, reusándose a desaparecer, como el miedo que se aferra a tu estómago justo antes de una batalla. La última vez que había abandonado estas tierras lo había hecho con el corazón henchido de amor, cegado por emociones que ni yo misma podía identificar, ahora me encontraba adormecida y a la vez, demasiado despierta en medio de una danza de flamas que se esforzaban por rozar mi piel.

El peso de una mano sobre una de las mías me arrancó de mi contemplación. Era Kay, en su mirada solo había calidez y comprensión, no era la expresión segura y sabia de una reina, había algo más allí, liderazgo, aunque me costara admitirlo.

—Sé que esto es difícil para ti, pero te estoy agradecida por acompañarme.

Estiré mis dedos y recién noté que se encontraban acalambrados, algunos nudillos tronaron. Kay lo notó y suspiró. Sus manos acunaron las mías y con un gentil masaje me ayudó a recuperar la movilidad y la sensación.

—Esto que hacemos es mucho más grande que nosotras, Axelia, no lo olvides —dijo con solemnidad antes de darme un par de palmaditas en el hombro—. Vamos, disfrutemos del zarpe, tenemos algunas horas antes de la cena para estudiar nuestros hallazgos.

Cierto, casi lo había olvidado. En nuestro equipaje se encontraba el camino hacia el desgraciado que había cegado la vida de Erika. No, el desgraciado que estaba acabando con la vida de mis hermanas de Calixtho. Estábamos cerca de hacerlo pagar y aunque todavía había preguntas sin respuesta, estábamos cada vez más cerca de su pista.

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