Los pueblos del norte
Me encontraba sumergida en una masa amorfa llena de oscuridad, un líquido impenetrable y soberbio que se burlaba de mí. No podía moverme, mis extremidades estaban rodeadas de una brea viscosa que no paraba de robar mi energía. Mi mente parecía inundada por esta sustancia y cada esfuerzo que realizaba, cualquier pensamiento, era absorbido sin compasión. Hilar dos palabras juntas era imposible, mucho menos reunir la fuerza necesaria para abrir los ojos o controlar cualquier mínimo músculo.
Luchar contra la viscosidad y el robo de energía era fútil, era mucho más sencillo abandonarme a la sensación y dejarme arrastrar. Sin embargo, el líquido que besaba mi rostro cambió de temperatura de forma repentina. Era caliente, resbaloso e incluso podía identificar un aroma curioso en cuanto se deslizó por mi nariz.
—Irekea, basta, detente. Maldita sea, —una voz logró atravesar las capas de líquido que inundaban mis oídos—, lo siento. Apenas la estoy entrenando y puede ser muy entusiasta.
Esta vez no fue líquido lo que chocó contra mi rostro, sino algo caliente, suave y muy escurridizo. Fruncí el ceño, conocía la sensación, más pequeña, pero la conocía. Una lengua, una lengua gigantesca se deslizaba sobre mi rostro sin detenerse. Levanté mi mano y con fuerza traté de apartar lo que fuera que estuviera saboreándome para comerme. Me encontré con un grueso y cálido pelaje, mis dedos se enterraron en él como si quisieran beber su calor aun a través del cuero de mis guanteletes.
—Ya era hora —escuché decir a Kay—. Despierta, Axelia, tenemos que retomar nuestro viaje.
La lengua se encargó esta vez de arrastrar uno de mis párpados consigo. La luz del día hirió mi pupila y envió un ramalazo de dolor al fondo de mi cabeza. Llevé las palmas de mis manos a mis ojos y los froté. Mi cuerpo no dejaba de pesar toneladas y era imposible para mí moverme un poco más.
—Les haría bien comer —dijo la voz desconocida—. Llevo carne de ballena conmigo.
—Te lo agradezco, no hemos comido nada sustancioso ni adecuado para este clima —resopló Kay. Escuché cómo masticaba con esfuerzo—. Despierta, Axelia.
La promesa de comida, incluso si era algo tan extraño como la carne de ballena, fue la motivación que requería para terminar de despertar. Abrí los ojos y tardé un par de segundos en enfocarlos. Mi corazón se desbocó y solo la rigidez de mis músculos impidió que me levantara de un salto.
Frente a mí se encontraba un gran lobo gris. Una feroz bestia sedienta de sangre que de seguro me degustaba a lamidas antes de devorarme a bocados. Kay dejó caer una mano sobre mi hombro y me dio un ligero apretón.
—Son perros de trineo, perros-lobo, te aseguro que son inofensivos —dijo con suavidad.
Su aspecto no era el mejor. Con el cabello despeinado y la piel ligeramente ceniza, no parecía la feroz guerrera que el pueblo creía. Noté a su espalda que el hielo estaba tintado con su sangre.
—No te preocupes —dijo al notar la dirección de mi mirada—. Katri, —señaló a una chica de cabello negro lacio y pequeños ojos marrones que se encontraba semioculta por la bestia peluda—, nos encontró en su recorrido diario y ha sido tan amable como para invitarnos a su aldea.
—Es un campamento, no una aldea —dijo la chica por lo bajo mientras tiraba de su perro. El animal obedeció, aunque no sin antes resistirse—. En Efrifold no existen aldeas, ni ciudades. Solo somos un montón de campamentos de pastores, pescadores y cazadores nómadas demasiado dispersos en la nieve.
—Esa una gran cantidad de humildad para todo lo que han logrado aquí —repuso Kay—. Me sorprende que puedan sobrevivir en estas condiciones, es prueba de la resiliencia humana.
—Yo no lo creo así, a veces siento que los ancianos solo se conforman —Katri se encogió de hombros y me tendió una decena de cubos de carne oscura con una brillante franja blanca de grasa. Era evidente que estaba cruda. Busqué con mis ojos la fogata para cocinarla, pero no había ni rastro de fuego.
—Se come así, Axelia, considéralo un lujo —sonrió Kay—. La carne de ballena es un manjar destinado solo a la mesa de los reyes.
Prefería mil veces la comida que llevábamos. Giré a buscarla, pero no encontré nuestro equipaje con nosotros.
—En estas tierras es frecuente el trueque, poco valor tiene el oro cuando lo único que te importa es sobrevivir y el pan y las conservas son muy valoradas.
Eché un vistazo a Katri, efectivamente, nuestras escasas provisiones se encontraban a su lado. Su cuerpo se encontraba inclinado sobre ellas, como si las protegiera de forma inconsciente. Era una chica joven, quizás menor que yo, aunque era casi imposible estimar una edad, pues se encontraba cubierta de pies a cabeza en pieles y apenas dejaba ver sus ojos y la parte superior de su nariz. Torcí mis labios en disgusto y pronto lo lamenté, pude escuchar cómo crujía la piel y la carne viva ardía ante el frío. Comprendí entonces por qué ella tapaba su boca y su nariz.
—Come, debemos ponernos en marcha pronto si queremos llegar a la aldea —apuró.
Llevé uno de los cubos a mi boca. Me sorprendió el sabor y la textura, era confuso. Era como masticar carne de res, pero el sabor era muy similar al del pescado. Apuré los trozos rojos y traté de masticarlos lo menos posible. La grasa tenía un sabor intenso y una textura un tanto asquerosa, sin embargo, en estas condiciones era importante. Nos mantendría calientes y con fuerza.
En cuanto acabé mi ración de ballena, Katri terminó de empacar nuestras pertenencias y abandonó nuestro improvisado refugio. Kay se apresuró a seguirla, su paso era tambaleante. Podía ver cómo el agotamiento y la pérdida de sangre habían hecho mella en ella. Enderecé mi espalda y sentí mis músculos protestar, necesitaríamos algunos días para descansar y reponernos, tiempo que no teníamos si deseábamos detener la masacre que estaba por ocurrir en nuestro reino.
Ajusté los broches de mi armadura y cerré mi abrigo sobre mi pecho. Levanté los bordes de mi capa sobre mi cuello y distribuí sobre mis labios la grasa de ballena que había quedado sobre mis dedos. Alivió el ardor casi de inmediato y respiré aliviada. Una molestia menos, una victoria insignificante, pero victoria al fin.
Me deslicé fuera del refugio y me encontré con una imagen sobrecogedora. Una superficie blanca infinita que se extendía tanto que mis ojos dolían de solo intentar encontrar su final. Aquí y allá se levantaban algunos montículos que rompían el horizonte, pero eran escasos. Mi contemplación se vio interrumpido por una serie de ladridos excitados.
Frente a mí se encontraba una gran jauría de perros con aspecto de lobos frente a un trineo también de tamaño descomunal. Eran animales enormes, me llegaban a la cintura y su cabeza era casi dos veces la mía. Mi mano se dirigió al pomo de mi espada como un reflejo natural. Si una de esas bestias se abalanzaba sobre mí, perdería su cabeza.
—¿Qué esperas? —dijo Kay desde el trineo—. Sube.
—Sí, quiero llegar al campamento y regresar por el bote. Lo he marcado, pero nunca se sabe. Siempre hay exploradores avariciosos —dijo Katri desde la retaguardia del trineo.
Me apresuré a subir al trineo, tomé asiento detrás de Kay y cubrí mi rostro. Katri hizo restallar un látigo contra la nieve y dio un grito. Los perros dejaron de ladrar y como si se tratara de una sola bestia, empezaron a tirar del trineo.
Era una sensación curiosa. Sabía que nos deslizábamos sobre la nieve, pero se sentía casi como volar. El camino era liso, suave. Algunos perros ladraban con entusiasmo y respondían con presteza a las órdenes de Katri.
No pude disfrutar demasiado del paseo, el aire helado lastimaba mis ojos y apenas podía mantenerlos abiertos. Descansé mi cabeza sobre la espalda de Kay y dejé que el imperceptible movimiento me regresara a las tierras de los sueños. Me sentía mareada, mis ojos dolían y apenas podía mantener la conciencia, de seguro la reina entendería.
La repentina falta de movimiento me regresó a la realidad. Nos encontrábamos en medio de un campamento. Una decena de tiendas de forma cónica y elaboradas con pieles se alzaban sobre la nieve. Katri tenía razón, esto era tan pequeño que no podía ser llamado aldea. Los límites estaban marcados por paredes construidas con bloques de hielo, incluso podía distinguir algunas estructuras sencillas elaboradas con el mismo material.
Frente a nosotros se encontraba un anciano con una frente tan amplia que bien podíamos descansar el trineo en ella y sobraría espacio. Lucía también una barba que de seguro él consideraba distinguida, pero que solo lo avejentaba. Su piel había sido masticada y vomitada por el frío y la sal. Sus brazos se encontraban cruzados sobre su pecho y sus cejas estaban tan fruncidas que sus diminutos ojos parecían estar cerrados por completo.
Observé como intercambiaba algunas palabras con Katri. Ella le señaló nuestras provisiones y este las revisó con saña. Discutieron por unos instantes, parecía reacio a dejarnos pasar, por suerte, un envase de mermelada de moras que Katri deslizó bajo las mangas de su abrigo sirvieron para convencerlo.
—Está bien, es poco para pagar su estancia, pero hará bien al pueblo, pocas veces llegamos a probar comida proveniente de las tierras no congeladas —sentenció.
Traté de rodar los ojos, sin embargo, mis lágrimas parecían congeladas, así que me limité a cerrarlos y rumiar su apestosa conducta. Típico jefe, se quedaba con lo mejor y dejaba las migajas para repartirlas entre el pueblo. Con dificultad, cada tienda recibiría una o dos cucharadas de mermelada y un paquete de galletas o dos, quizás, si tenían suerte, la mitad de un pastel rancio. Dudo que apreciaran el pan marinero.
—Si quieren entrar al poblado deben dejar sus armas, somos un pueblo pacífico —su rugido me sacó de mi ensimismamiento. Frente a él se encontraba Kay, quien pese a sostenerse en Katri para mantenerse en pie, se erguía con todo el poder que le daba su título.
—Soy la reina de Calixtho, mis armas son como una extremidad para mí. Una mujer de Calixtho jamás anda desarmada.
—Eso será en sus tierras, Su Majestad —escupió el título con tal desdén que por un instante pensé en decapitarlo de un golpe—, pero en mis tierras las armas están prohibidas. Es lo que nos ha mantenido seguros durante siglos y no cambiaré nuestras creencias por usted ni por nadie. Si lo prefiere, puede seguir adelante, pero le advierto, en cada aldea encontrará la misma respuesta a sus espadas y dagas.
Kay bajó la cabeza derrotada, era evidente que deseaba conservar sus armas y, como a cualquier mujer de Calixtho, deshacerse de ellas era como quedar desnuda, era una afrenta, un ataque, ¿qué clase de idiota irrespetuoso desnuda a una reina? Mi adormilada sangre burbujeó, me levanté de golpe, pero solo logré tambalearme como un ciervo recién nacido.
—Está bien, Axelia, entrega tus armas también. Debemos descansar y necesitamos su ayuda si queremos llegar a casa.
Llevó las manos a su cintura y se deshizo del talabarte. Luego susurró algo a Katri, quien se inclinó y sacó la daga que llevaba en su bota. No quería entregar mis armas, pero un sencillo y severo gesto de parte de Kay fue suficiente. Mi entrenamiento entró en acción, no podía desobedecer a un superior, menos a la reina.
Mis dedos crujieron mientras luchaban por liberar las correas del talabarte. Por fin, después de lo que parecieron horas, logré liberarlo y entregar mis armas al anciano, quien extendía sus manos con una avaricia poco natural y correcta para una persona que pregonaba el pacifismo. Pronto entendí por qué. Desenvainó y admiró el acero de nuestras armas al sol. Sus ojillos se deslizaron sobre las filigranas sencillas de la espada de la reina y sobre el tenaz filo de la mía.
—Nunca había visto acero de esta calidad. Es una lástima que lo utilicen para matarse entre sí —masculló con pena—. No se preocupen, les serán devueltas en cuanto abandonen nuestra aldea.
—Campamento —escupió Katri por lo bajo. El anciano le dirigió una mirada de reproche y luego negó con la cabeza.
—Es natural en los jóvenes despreciar sus orígenes y familia, solo los recuerdan cuando en demasiado tarde —sermoneó.
Katri parecía contar con la experiencia y madurez suficiente como para no caer en un tira y afloja con el anciano. No valía la pena discutir con viejos recalcitrantes, esa era una lección que tarde o temprano se aprendía en la juventud. El anciano sonrió satisfecho ante la aparente muestra de respeto de la chica y se giró para gritar algunas palabras hacia las tiendas. Era un idioma nuevo, extraño. Los sonidos eran toscos, como si cada palabra rasgara su garganta.
Pronto, un hombre y una mujer se acercaron a nosotros. Por cómo abrazaron a Katri pude identificarlos como sus padres. Eran iguales que ella, bajos, con el pelo negro, extremadamente lacio y ojos marrones. El hombre nos dirigió una mirada rápida y tomó las riendas del trineo. Esa fue mi señal para abandonarlo. Con cierta dificultad me incorporé y abandoné el abrigo de la estructura, Katri me tendió una mano y me vi obligada a tomarla, no podía mantener el equilibrio suficiente para levantar una pierna sin terminar de bruces en el suelo.
Así, sin mediar más palabra, el hombre tomó el trineo y se perdió en la dirección por la cual habíamos venido. De seguro se dirigía a buscar los restos de nuestro bote. Pronto, se le unieron otros trineos, de seguro le sacarían provecho a la madera.
—Ella es mi madre, Arnkatla —dijo Katri. Sus palabras me llevaron a ignorar los trineos y concentrarme en lo que ocurría cerca de mí. La mujer realizó una cortés y rápida reverencia. Como todos en estas tierras, parecía que su piel estaba congelada sobre sus huesos, llevaba, además, una expresión de agotamiento perenne que amenazó con arrojarme sobre mi espalda ahí, sobre la nieve. Era contagioso.
Arnkatla nos condujo hacia una de las tiendas. Una modesta estructura cónica de tamaño promedio si las comparaba con algunas de sus vecinas. Las pieles cubrían por completo el exterior, el cuero y el pelaje se intercalaban y bailaban con el suave viento que empezaba a arremolinar la nieve a nuestro alrededor. Acaricié el pelo, era suave, o al menos así parecía, aquí y allá podía ver cómo se intercalaban zonas con pelaje gris, pardo y blanco, era una curiosa combinación.
—Mi padre ha salido a buscar su bote, lo compartirá con algunos vecinos. Evaluarán su estado y decidirán si es útil para pescar en el mar o si vale más como leña —explicó Katri mientras se ponía de rodillas y se deslizaba en la diminuta apertura que hacía las veces de puerta en la tienda.
Kay le siguió con cierta dificultad, Arnkatla sostuvo las pieles por ella, y con una sacudida de su mano me invitó a entrar. Era un gesto grosero, ¿por qué me metía prisas? Si no lo deseaba, no tenía por qué ayudarnos. Aun así, entré lo más rápido que pude.
En cuanto el calor acarició mi piel, comprendí la razón detrás de sus prisas. No quería perder tan agradable calidez. Me aparté de la entrada para permitirle ingresar y me dediqué a observar el lugar. Dentro se podía ver una estructura firme de madera, cuerda y piel que mantenía en pie el hogar, justo en el centro se encontraba un generoso fogón de piedra, sobre él, burbujeaban una serie de ollas, teteras y sartenes. El suelo estaba cubierto de pieles y alfombras de lana. Empecé a sentirme acalorada, desabroché mi abrigo y permití que se deslizara fuera de mi cuerpo.
Busqué con la mirada un lugar para desplomarme y desaparecer, solo deseaba dormir, y si era posible, no despertar. Podía sentir cómo la ira amenazaba con dominarme de nuevo y como el vacío en mi pecho luchaba a brazo partido contra ella por el honor de consumirme.
—Pueden descansar junto al fogón —dijo Arnkatla. Parecía tener dificultad para pronunciar las palabras y su acento era tosco, casi como si acentuara demasiado cada sílaba. Asentí y me dirigí a la alfombra de piel más mullida que encontré y me desplomé.
Desperté bajo el agradable beso del calor y la suave presión de un par de manos que recorrían mis costados. Traté de reaccionar, de saltar y actuar. Aun sin mis armas era capaz de defenderme. Una mano firme presionó mi hombro el tiempo suficiente como para que mis ojos y mi mente comprendieran el ambiente que me rodeaba.
Katri se encontraba sobre mí, casi sentada a horcajadas en mis caderas. Sin embargo, descansaba casi todo su peso sobre sus rodillas, sin tocarme demasiado. Una de sus manos se encontraba sobre mis costillas, a medio camino de liberar los broches de mi peto, la otra se clavaba con fuerza en mi hombro derecho.
—Te dije que tuvieras cuidado, Katri —dijo Kay desde el lado opuesto de la tienda—. No puedes jugar con los reflejos de una guerrera y menos si es de la frontera de Calixtho.
Kay lucía mucho mejor, su piel ya no estaba tan pálida, sus mejillas poco a poco se llenaban de color. Quizás debido a la sopa que no dejaba de beber directamente de un tazón o a lo que sus ojos no podían dejar de mirar. Carraspeó, ahogó una risita digna de una escolar y concentró sus ojos sobre el estampado de una de las alfombras.
¿Qué podía provocarle tan absurda e infantil reacción? Parpadeé un par de veces para apartar el sueño de mis ojos y despejar mi cerebro. Justo en ese momento lo volví a sentir, manos torpes que se deslizaban sobre mis costados, tanteando aquí y allá los broches y hebillas.
Un cosquilleo insoportable empezó en algún lugar intangible de mi cuerpo y subió hacia mis mejillas. Mi mente gritó a todo pulmón y mis manos se apresuraron a apartar las suyas. ¿Qué se creía que estaba haciendo? No era correcto. Nadie podía tocar mi armadura así, nadie salvo alguna íntima amiga, mi amante o mi novia.
Un estallido de dolor cruzó mi pecho y escapó por mi espalda. Sus manos jamás volverían a tocar mi armadura. No me ayudaría a vestirla para la batalla ni a retirarla cuando regresara a sus brazos. Sobre el rugido ensordecedor que dominaba mis oídos pude escuchar cómo Kay trataba de tranquilizar a Arnkatla y le explicaba, con torpeza y en su propia lengua, la razón de mi exabrupto. Al menos, eso esperaba que estuviera haciendo. No me daba la gana de controlar la tormenta que había explotado en mi pecho, no quería explicarme, no deseaba hacerlo. ¿Por una vez podrían aceptar mis deseos?
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