La objetora moral
Mi espalda impactó contra las rocas que recubrían la calle. Traté de contener un gemido de dolor, solo me traería burlas y desprecio de parte de mis atacantes, aquellas que alguna vez llamé amigas y con quienes juré convertirnos en el dolor de cabeza de las gruñonas e inútiles guerreras de la frontera.
—Quien lo diría, Var, nunca pensé que pudieras golpear con tanta fuerza —escupí y la miré a los ojos. Sabía que era débil de corazón y así como mis ex amigas la habían conducido a esto, yo podía sacarla.
—Cállate, cobarde —espetó Styr antes de patearme en la cara. Algo crujió y pronto mi visión quedó cegada por un destello rojizo. El dolor en mi nariz y la imposibilidad de respirar me agobiaron por unos instantes, malditas estúpidas, odiaba sentirme así.
—Sí, calla y recibe tu merecido. Cobarde, estúpida objetora moral —bufoneó Beyla haciendo rebotar sus rizos rojizos con cada palabra. Esta vez fue ella quien pateó mi indefenso cuerpo. Su pie se clavó sin misericordia en mi estómago.
Var guardó silencio y apartó la mirada, sabía que sentía cierto miedo y asco hacia la sangre ¡qué irónico!
—Cómo cambian las cosas cuando cumples 16 ¿no? —Traté de levantarme, pero una nueva patada de Styr me llevó al suelo—. Hace unos días bebíamos vino juntas en el bar, ahora se creen mejores que yo porque se dejaron colocar esas apestosas túnicas de entrenamiento en la Palestra.
—Hace unas semanas no sabíamos que teníamos una objetora moral en nuestro grupo —escupió Beyla—. Una mujer demasiado cobarde como para tomar las armas en defensa de su hogar. —En lugar de patearme, me sujetó los brazos detrás de la espalda y me obligó a ponerme en pie. Mi cabeza latió y protestó ante el cambio de postura ¿iban a seguir golpeándome? ¿cuándo se cansarían? Cuando molestábamos a algún chico usualmente lo dejábamos en paz después de un par de golpes. Por supuesto, yo era algo peor que un hombre o que la basura, era una objetora moral.
—No voy a defender algo en lo que no creo. Además ¿qué peligros? Estamos en paz y nuestro enemigo ha sido derrotado. Ustedes viven una fantasía heroica que terminará en un par de años.
Al parecer les disgustó conocer la verdad. Styr le hizo un gesto a Beyla y esta me obligó a levantar el rostro con un tirón a mi cabello. Uno de sus brazos aún sujetaba los míos detrás de mi espalda, no forcejeé, habría sido inútil, así que me limité a sonreír con todo el cinismo que pude reunir ¿qué más iban a romper?
Dos golpes, uno en cada pómulo, luego uno directo a mi boca. Escupí la sangre y protesté ante mi labio roto. Por un instante temí por mi vida. Estaban furiosas y bebidas. Lo mejor sería guardar silencio hasta que se cansaran o mejor, hasta que pasara algún hombre incauto al cual pudieran molestar.
—Beyla, Styr, deberíamos dejarla en paz —intervino Var con su acostumbrado tono cauteloso—. Podrían venir guerreras del ejército interno, o la policía.
—Bah, esas mentecatas no vendrán por aquí. —Styr señaló el callejón oscuro en el que nos encontrábamos. Tenía razón, era un rincón de mala muerte del pueblo, no vendrían aquí hasta el final de sus rondas. Mi alma cayó a mis pies, por primera vez deseaba que alguna guerrera apareciera, que la autoridad me defendiera. Mis antiguas amigas estaban furiosas y a juzgar por la violencia de sus actos, no pretendían terminar pronto.
—Vas a matarla —repuso Var.
—Si se muere no será una gran pérdida para este reino. Una cobarde como ella ¿qué tan importante puede ser? —comentó Beyla con desenfado.
Aquellas palabras llenaron de lágrimas mis ojos. El miedo era una cosa, pero sentirme inútil, sin reconocimiento y prácticamente un ser invisible y sin valor para nadie, otra mujer más en Calixtho, una que ostentaba un título que, lejos de darle importancia, la convertía en una paria.
—Oh mira, va a llorar. —Un nuevo tirón a mi cabello me hizo levantar la mirada— ¿Qué ocurre, cobarde? Apenas estamos empezando, queremos divertirnos un poco y las objetoras morales son el juguete perfecto. —Styr tomó un largo trago de vino de su cantimplora y luego lo escupió en mi rostro. Las heridas abiertas escocieron como nunca y me removí tratando de escapar de aquel tormento.
—Styr, déjala. —Volvió a pedir Var y por un momento temí por ella. Styr se dio media vuelta y la enfrentó con gesto altivo.
—No y grábatelo, Var, ella es una cobarde, es inferior a nosotras, es solo un juguete de ahora en adelante.
Styr giró de improviso y descargó un puñetazo en mi pecho, justo por encima de uno de mis senos. Me doblé de dolor, las lágrimas que había luchado por contener escaparon con libertad.
—Pobre bebé llorona, y eso que fallé. El próximo no fallará, te lo prometo —amenazó—. Quizás deba ver el blanco para no hacerlo ¿qué dices?
Negué con frenesí, pero sus manos ya habían sujetado el cuello de mi camisa. Dos tirones después, yacía con el pecho al descubierto ante el frío del otoño. Cerré mis ojos, si no veía lo que ocurría, no estaba pasando, era a alguien más a quien le estaban desnudando, sí, eso era. Sentí el frío filo de una daga contra mis clavículas, rasgando y cortando las vendas que cubrían mis pechos.
¿Qué sería de mí una vez se aburrieran? No podía regresar al orfanato semidesnuda. Sería el hazmerreír de todos en el pueblo. Todos me conocían como la chica problema. Siempre dispuesta a beber hasta desfallecer, muchos considerarían justo mi estado, una consecuencia natural de mis acciones. La chica problema había buscado pelea a alguien más grande que ella, lo tiene merecido.
—Styr...
—Var, cómo vuelvas a defenderla serás la próxima ¿me entiendes?
Quise intervenir y decirle a Var que lo dejara, que yo no valía la pena. Que, si iba a arriesgarse a ser víctima de Styr, que lo hiciera por una buena causa. No alcancé a hablar, Var cuadró los hombros y frunció el ceño, luego largó a correr hacia la salida del callejón. Era la más rápida de las cuatro, Styr no la alcanzaría, si había ido a buscar ayuda, me dejarían en paz.
—Maldita sea, Styr —rugió Beyla y en un instante me vi libre, mas no pude hacer nada, caí al suelo como un fardo de heno—. No voy a arruinar mi carrera por tus locuras y la cobardía de Var. Me largo.
Styr masculló algo sobre traidoras y cobardes, propinó dos certeras patadas a mis costillas y antes de marcharse amenazó:
—Esto no se quedará así, Steina. Volveremos a vernos y no tendrás tanta suerte.
Permanecí sobre las rocas durante un tiempo indefinido, casi eterno. El dolor sordo en todo mi cuerpo me mantenía despierta y no me dejaba perder el conocimiento, pero tampoco me permitía levantarme y alejarme de allí. Tenía que hacerlo, no tenía forma de saber si Styr y Beyla regresarían o si Var tendría el valor de acusarlas ante alguna policía o ante alguna guerrera.
Con esa idea en mente, logré incorporarme unos centímetros. Clavé mis dedos en las rendijas entre las piedras y me impulsé hacia una de las paredes del callejón. Con cautela y reuniendo gramo a gramo mis fuerzas, logré ponerme en pie. En el suelo frente a mí se encontraba el charco de vino y sangre que había dejado el evento. La imagen del vino y sangre mezclándose hasta hacerse uno despertaron mis ansias. Quizás podría arrastrarme a algún bar cercano y pedir una botella. Lavaría mis heridas y podría olvidarme de todo por unos instantes.
Cerré mis ojos y me concentré en mi cuerpo. Mis piernas estaban bien, algo magulladas, pero bien. Podría avanzar si me esforzaba lo suficiente. Abrí mis ojos y me encontré con dos pares de ojos grandes y acaramelados enmarcados por un cabello lacio y castaño. Di un respingo y resbalé. La dueña de aquellos ojos se apresuró a sujetarme por las axilas y a detener mi caída hasta dejarme sentada contra la pared.
—Mira cómo te han dejado —suspiró.
—Fue una pelea de bar. —Me apresuré a mentir.
—Claro, la misma pelea de bar que me hizo esto. —Señaló en su sien un golpe a medio curar—. Las guerreras suelen ser algo brutas.
Noté su brillante capa color carmesí y bufé. Ella era una guerrera. Una más que se burlaría de mí en cuanto se diera cuenta de mi condición.
—Lo sé, soy una de ellas, pero no de las brutas —dijo con una sonrisa en su voz mientras soltaba los broches de su capa. En un santiamén la tuve sobre mis hombros, cálida, con un dulce aroma cítrico. Sonreí, siempre había pensado que, al llevarlas todo el día encima, apestarían—. Soy Lynnae ¿y tú? —inquirió mientras sacaba de su bolsillo un pañuelo.
—¿Te importo acaso? —rugí y ella solo se limitó a empapar el pañuelo con el agua de su cantimplora—. Déjame en paz, puedo sola —exigí, pero ella no me escuchó, se limitó a pasar el pañuelo por mi rostro. Lo hizo con tal suavidad que apenas y lo sentí. Luego de un par de pases, frunció el ceño.
—No se detiene, debemos ir con una doctora. —Con presteza deslizó sus brazos debajo de mis rodillas y en mi espalda. Por reflejo rodeé su cuello con mis brazos. Lynnae se incorporó conmigo en brazos y bufó—. Debo entrenar más, estás algo pesada para mí.
—Déjame en el suelo, puedo caminar. Solo quiero ir a un bar.
Lynnae hizo caso omiso a mis palabras y con algunos resuellos de su parte y peligrosos traspiés, se las arregló para sacarnos de aquel pútrido callejón.
Las calles estaban desiertas a aquella hora, la luna brillaba ya en el horizonte y el sol empezaba a asomarse tímidamente del otro lado. Una noche perdida entre el alcohol y la violencia que carcomía las mentes de las nuevas generaciones. Una noche de traiciones y pérdidas para mí.
—¿Dónde vamos? La casa de la doctora del pueblo está en la dirección contraria —indiqué.
—Mi casa está más cerca, te quedarás allí y yo buscaré a la doctora —explicó Lynnae como si confiara plenamente en mi—. Mi hermano y su esposa cuidarán de ti mientras la busco.
Que confianza, me maravillé. Llevar a una extraña a tu casa y esperar que tu hermano y su esposa cuiden de ella mientras no estás ¿qué clase de casa de locos era esa?
—Ni siquiera sabes quién soy —alegué, con la esperanza de que me dejara en paz y pudiera escapar hacia el orfanato. Podría fingir que me faltaban algunos meses para los 16 y vivir bajo su techo hasta el día en el que el exceso de vino acabara conmigo.
—No, pero necesitas ayuda y eso es suficiente para mí.
Su respuesta me robó las palabras hasta que alcanzamos su hogar. Era la humilde morada del mejor carpintero del pueblo. Un hombre llamado Demian al que todos respetaban mucho. Su esposa, era conocida por ser de las pocas princesas nórdicas en radicarse en nuestro reino. Su hermano debía de ser un gran guerrero de Cathatica, no cualquier pelele podía ostentar la mano de una princesa. Se escuchaban historias fantasiosas sobre aquel lugar, siendo la más sonada aquella que aseguraba que, para casarte con una princesa, debías de matar un oso con tus propias manos ¿Demian había matado un oso?
Lynnae llamó a la puerta con el pie. Al ruido respondió el agudo llanto de un bebé y las protestas de un hombre.
—¡Lynnae! Te he dicho que entres por tu cuenta, que no llames a la puerta porque despiertas a Jansey. —Ante mí se erguía un hombre enorme, de frondosa barba castaño claro y ojos grises desesperados—. Oh, ya veo, pasa, pasa.
Demian se hizo a un lado para dejar pasar a su hermana y a mí hacia la sala de su casa. Lynnae me dejó sobre uno de los muebles de la sala, un sofá marrón de diseño sencillo, pero cómodo. Dejé caer mi cabeza en uno de los reposabrazos. La sentía latir y protestar, necesitaba vino, solo eso la calmaría.
—Buscaré a la doctora, no dejes que beba, por favor —indicó Lynnae antes de marcharse.
—No le hagas caso, dame una jarra de vino y desapareceré de tu vista.
—Más bien desaparecerás de la vida. No hay vino para ti, pero si algo de sopa. —Demian desapareció detrás de una cortina y regresó con un cuenco de arcilla y una cuchara—. Es mejor que el vino.
—Lo dudo —bufé, pero acepté la sopa de buen grado ¿cuándo había comido por última vez? Hacía días que no regresaba al orfanato, por ende, no había disfrutado de las ventajas de su comedor.
Comí de buen grado y al terminar me levanté dispuesta a irme. No quería que la doctora del pueblo me viera con pena, o peor, compartiera mi historia con el pueblo. Porque así eran todos en estas tierras, vivían por y para los chismes y las historias de los demás.
—Aquí está. —Lynnae entró en el preciso momento en el cual luchaba por levantarme. Detrás de ella venía una mujer alta e imponente, con una mirada dura, pero afable. Llevaba el cabello negro atado con una coleta y un gran bolso a un costado, aún desde mi posición podía oler el fuerte aroma a hierbas y ungüentos que desprendía.
—Yo la veo muy bien —sentenció con tal severidad que me obligó a reposar de nuevo mi espalda en el sofá—. Mucho mejor —aceptó antes de tomar asiento en una mesa baja frente a mí—. Soy Melinda. —Tendió una mano en mi dirección y le devolví el saludo. Su apretón en mi antebrazo fue firme, seguro, una mujer digna de confianza, según las reglas de etiqueta.
—Steina —grazné.
—¿Estará bien? —inquirió Lynnae desde la puerta.
—Bueno, aún no he podido evaluarla. No soy una bruja —bromeó la mujer mientras apartaba la capa de mi pecho. Casi como un gesto inconsciente, forcejeé con ella, pero una ceja alzada y una mirada dura fueron suficientes para que le concediera la capa. Entonces, dedos seguros apartaron lo que quedaba de mi camisa de mi pecho. Chistó y negó con la cabeza—. Estas niñas, me temo que la consorte tiene razón y debemos subir la mayoría de edad a los 18.
—No me hable de esa mujer —gruñí.
—Es tu reina, quieras o no —repuso al apartar las vendas de mi pecho y notar mi tatuaje—. Steina de la casa de Cressida, no te presentaste con tu nombre completo —acusó.
—No tengo por qué. Ya no es importante, solo es un peligro, una tara, una asquerosa marca que mis madres me impusieron antes que pudiera negarme ¿de qué me sirve ahora? No tengo familia, todos los que vean ese tatuaje me considerarán una traidora, una apestada más, por algo que no hice ¡Estoy harta!
—¡Ey! Basta, basta, tranquila. —Dos manos fuertes sujetaron las mías. Abrí mis ojos y noté que había estado rasguñando el tatuaje mientras gritaba y protestaba por mi destino ¿podía ser más patética?
—No es una marca por la que debas sentirte avergonzada, Steina —dijo la doctora.
—¿Qué sabe usted? —siseé.
—Mucho —respondió, luego desabotonó su camisa lo suficiente para mostrar la parte superior de su pecho, allí, lucía un tatuaje exactamente igual al mío. Un lince a punto de saltar sobre su presa—. También soy de esa casa —sonrió con amabilidad—. No es la casa, Steina, es la persona. Tus madres y las cabezas de casa tomaron muy malas decisiones, pero eso no implica que nosotras tengamos responsabilidad en los hechos.
—Los demás piensan que sí, ya no podemos comerciar y las burguesas están dominándolo todo —musité.
—Lo sé, pero no debemos darles razones para que piensen mal. —Revisó las cortaduras en mi rostro, chasqueó la lengua y buscó en su bolso. En un instante tenía hilo y aguja en la mano—. Con tus acciones puedes demostrarles que están equivocados, pero beberte la herencia de tus madres y meterte en peleas, no es la manera.
Limpió mis heridas con un alcohol poderoso, con aroma a bayas. Fruncí la nariz y tomé aquella botellita ¿podría tomarlo?
—No, deja eso. —En un segundo me arrebató el líquido de las manos, como si fuera alguna niña pequeña que merecía ser reprendida—. Vamos a alejarte un poco de esas bebidas, no te hacen bien.
—¿Y cómo pretendes coser mi cara? —inquirí.
—Bueno, son pocos puntos y hay guerreras que lo hacen por su cuenta.
Mi alma cayó a mis pies. La sola idea me causaba repulsión un miedo atroz. Por favor, ¿qué le costaba darme unos sorbos para reunir valor? No hubo manera de convencerla, parecía decidida a alejarme del alcohol. Al final, Lynnae sujetó mi cabeza mientras Melinda se dedicaba a agujerear mi rostro con su infernal aguja.
—¿Por qué decidiste convertirte en objetora moral? —inquirió mi prima al terminar de coser. Respiré profundo un par de veces antes de responderle. No quería que mi voz temblara, las lágrimas que corrían por mis mejillas ya eran prueba fiel de mi debilidad.
—Porque no puedo servir en el nombre de quienes decapitaron a mis madres —respondí con veneno en la voz —¿Cómo sabes que lo soy?
—Tus madres cometieron el error de confiar en quien no debían, el error de dejarse llevar por su ambición. No lo cometas tú. No confíes en esa parte de ti que clama venganza —aconsejó con voz cálida para luego repantigarse en el sofá a mi lado—. Y lo sé por la paliza que te dieron. Las chicas de la Palestra creen tener el mundo a sus pies y ser las únicas valientes, las únicas heroínas en cuyos hombros descansa el futuro de este reino. Si eliges ser objetora moral, van a perseguirte todos los años, hasta que seas lo suficientemente mayor como para no ser aceptada en el ejército.
—¿Y qué se supone que haga? ¿Alistarme en la próxima cohorte de la Palestra? ¿Seguir con mi vida como si esas dos malditas no me hubieran convertido en una huérfana? Todavía recuerdo el día en el que la consorte me cargó en sus brazos —exclamé.
—Puedes empezar por perdonarte a ti misma, Steina —respondió Melinda con amabilidad—. Perdónate por sobrevivir y luego concéntrate en hacer algo con tu vida.
—No quiero hacer nada con mi vida —mascullé.
—¿Incluso si se trata de investigar a las burguesas? —aportó Lynnae. Aquello llamó mi atención y fijé mi mirada en ella.
—¿Qué han hecho? —inquirí con renovado interés. Si estaban metidas en algo turbio, con gusto vería rodar sus cabezas en la tierra.
—Tenemos nuestras sospechas, parecen estar trabajando para derrocar a las reinas y cambiarlo todo en este reino bajo un supuesto lema de igualdad y gobierno libre por el pueblo.
—¿Qué? Odio a las reinas, pero... el pueblo no puede gobernarse solo ¿qué sandeces son esas? —Me levanté del sillón debido a la indignación que surcaba mis venas, pero pronto lo lamenté cuando mis costillas protestaron.
—No son sandeces, es la verdad que promulgan, debemos detenerlas antes que sus peligrosas ideas encuentren oídos dispuestos a escucharlas y manos ambiciosas dispuestas a prestarse para la ocasión por un par de monedas de oro —explicó Lynnae—. Tienen los recursos y tienen la retórica, nosotras tenemos la fuerza y el conocimiento ¿qué dices? ¿te unirás?
Miré a Lynnae y a Melinda, un propósito, una razón para seguir adelante con mi vida y no terminar mendigando monedas en algún callejón oscuro. Su propuesta era justa, una cruzada por defender Calixtho sin tener que obedecer ni inclinarme ante las reinas. Era la misión perfecta para mí.
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