El complot
Daven no se inmutó ante la amenaza de Erika, solo asintió con solemnidad y tomó asiento frente a los barrotes con un suspiro cansado. Al verlo en aquella posición no pude evitar sentirme poderosa y en control de todo, incluso si no estaba encadenado y sometido en algún calabozo de la frontera.
—Las casas nobles no están felices con la nueva burguesía y con las reinas —empezó. Estuve tentada a interrumpirlo y comentar que eso ya lo sabíamos, pero algo en sus ojos me detuvo—. Las ramas secundarias, aquellas que sobrevivieron a los juicios, han decidido que esta es su oportunidad de brillar.
—Solo las casas de Lykos, Cressida, Aretina y Cynara perdieron a sus cabezas —comenté.
—Aren es leal, Athos solo tiene a una cabeza como sobreviviente y Rassain, bueno, conoces a esas chicas, han sido de mis clientes más extrañas. —Tembló visiblemente presa de algún recuerdo perturbador y por un instante sentí pena por él, por el trabajo que le tocaba desempeñar.
—Solo nos has dicho cosas que ya sabemos —espeté.
—Se han aliado contra la reina, están trabajando juntas —respondió.
—Aunque improbable, debido a sus propios conflictos internos, también es algo que sabemos —interrumpí—. Son pocas, están en su momento más débil. Han establecido tratos comerciales beneficiosos entre ellas. No por eso puedes acusarlas de traición. —Mi sangre hirvió ante mis propias palabras. No tenía por qué defender a esas mujeres despreciables, en especial después de lo que le habían hecho a mi madre. Sin embargo, sin pruebas concretas no podía borrarlas del mapa.
—Planean un gran golpe, las escuché hablando un día. Quieren la cabeza de la reina consorte, quieren enviar un mensaje con ella, ya que es quien ha promovido todos estos cambios en el reino. —Por fin decía algo con sentido—. Fueron días terribles, aunque de provecho para mí. Todas las representantes de sus casas con la edad suficiente para casarse fueron obligadas a hacerlo, no importaba con quien, solo tenía que ser una mujer leal al viejo sistema. Eligieron entre las más inocentes chicas de la ciudad y las más resentidas de todas, esas que odian los cambios a muerte, muchas guerreras de la frontera ya en reserva están en ese grupo. —Sus ojos se clavaron en los míos—. Por eso no confío del todo en ti, eres como ellas, tienes esa misma aura de resentimiento y odio, esa sed de sangre que solo el viejo sistema podría calmar.
Cerré los puños con fuerza y aparté la mirada ¿qué derecho tenía para decirme esas cosas? Respiré hongo un par de veces, no estaba faltando a la verdad. Solo deseaba sangre, quería venganza y podía entender como aquellas que estaban más desesperadas habían aceptado jugosos tratos con las nobles del reino.
—Sin embargo, no tengo otra salida. Debo confiar en que tu amiga la burguesa o la capitana tengan en sus sangres, un gramo de lealtad, por pequeño que sea. Esas mujeres se las arreglaron para formar familia a toda prisa, gastaron todo su dinero en mí y en mis compañeros, quieren una prole que las sustituya en caso de muerte. No hay persona más peligrosa que aquella que lo ha perdido todo y está dispuesta a morir por un ideal.
—¿Qué dijeron mientras dormías? —intervino Erika.
—Aseguraron que todo estaba listo, que Kay no lo vería llegar. El nacimiento de la nueva heredera de Lykos marcaría el comienzo de la gran batalla.
—La nueva heredera de Lykos nació semanas antes de nuestra partida y no hicieron nada —repuse. Quizás solo buscaba calmar mis propios miedos.
—No lo decían literalmente. —Daven rodó los ojos—. No sé cuál es su plan, a mí también me sorprendió no encontrar la ciudad en llamas al día siguiente del nacimiento de la niña, solo sé que un trabajo de tal envergadura no lo dejas de lado porque sí. Eso es todo lo que sé.
Compartí una mirada con la capitana y con Erika. Ambas se veían bastante preocupadas. Comprendí que no deseaban hablar más con el prisionero, por lo que nos despedimos de él y agradecimos su lealtad a la corona. Él solo escupió el suelo y alegó que esperaba ser libre y que cumpliéramos con nuestra parte del trato. Tenía oro suficiente consigo como para vivir cómodamente en Cathatica. Él solo deseaba vivir.
—No puedo dejar de lado las pruebas de este barco. Es un negocio muy importante para mi madre —empezó Erika tan pronto la capitana cerró la puerta de su camarote.
—Lo sé y yo tengo un contrato que cumplir —bufó la capitana—. Pero no podemos dejar pasar por alto las palabras de Daven. Si lo que dice es cierto, la reina consorte está en gran peligro, puede que incluso la hayan matado mientras estábamos navegando.
Sequé mis manos sudorosas con mi pantalón. No era fanática de la realeza, ni siquiera estaba segura de mi lealtad hacia aquellas mujeres que tanto habían cambiado a Calixtho, olvidando su pasado ¿tan malo era dejar que las cosas siguieran su curso? ¿regresar al viejo sistema? ¿por qué debíamos de perdonar siglos de violencia contra nosotras? Luthier no merecía nuestra ayuda, nosotras no teníamos que cambiar por ellos, estábamos perfectamente bien antes y habríamos seguido así de no ser por Kay y sus ideas.
—Puedo enviar un mensajero —dijo Erika sacándome de mis cavilaciones—. Dos para asegurarme, con unos días de diferencia.
—Me parece bien. Yo enviaré una carta tan pronto atraquemos en puerto.
Contemplé su conversación, parecía hacerlo desde la lejanía, desde lo más alto del palo mayor. No. Incluso más lejos. Como si yo me encontrara en el mar, un mar oscuro y profundo que amenazaba con tragarme entre acusaciones de traición y venganza. No pensaba igual que ellas, solo deseaba olvidar lo que había descubierto, no comunicarlo, dejarles lidiar con las consecuencias de sus propios actos. Si de verdad eran merecedoras del trono iban a poder sobrevivir.
Rechiné mis dientes. Si morían, aquellas responsables del sufrimiento de mi madre tomarían el poder, serían premiadas con el oro y la sangre de nuestro reino. Ahogué un grito de frustración con un gruñido sordo. No. No podía tomar bandos, no podía apoyar a nadie porque ambos lados habían traicionado a mi madre, a mi familia y a miles de guerreras que habían dado su vida en la lucha contra Luthier.
—Comprenderé si quieres regresar a Calixtho y tomar tu lugar en el ejército. Las reinas necesitarán a todas las guerreras leales que puedan —dijo Erika con sobriedad y seguridad al malinterpretar mi gruñido—. No te mantendré alejada de tu deber en estos momentos tan críticos.
Oh, Erika, si tan solo pudieras leer mi mente. Negué con la cabeza y lamí mis labios resecos. No. Por mí, ambos bandos podían destriparse y desollarse en las calles. No movería un dedo ni mucho menos derramaría mi sangre por ellas.
—Mi deber está contigo ahora. Te seguiré donde quiera que vayas —respondí con firmeza. Lo contrario a lo que sentía, pues con cada segundo mi cuerpo parecía perder aquello que lo anclaba a la realidad, aquella chispa que me convertía en lo que era, en una persona real, para convertirme en un ser que solo se limitaba a existir, a huir de aquello que odiaba porque era más sencillo que enfrentarlo.
—Está bien. De todas formas, una guerrera o dos no harán una gran diferencia —aceptó la capitana—. De más está decirles que cuiden sus espaldas en tierra. No hablen con nadie que no sea de su expresa confianza o mejor, no lo compartan con nadie. Esta es información que solo debe ser manejada por altos cargos y personas de confianza.
—Puede confiar en nosotras capitana. —Erika entrelazó sus dedos con los míos—. No diremos nada. Muero por explorar las aguas más septentrionales, quiero ser la primera en llegar a ellas. —Compartió una mirada llena de emoción e inspiración conmigo—. Seremos las primeras en explorar el círculo polar del norte.
Asentí llevada por su entusiasmo. Ahí estaba, era todo lo que necesitaba para anclarme a este mundo. Si tomaba su mano no me sentía flotar sin rumbo ni razón alguna. La capitana asintió con solemnidad ante nuestra decisión y señaló la puerta. Era obvio que la reunión había terminado.
—Subiré a cubierta. Atracaremos pronto. Prepárense a desembarcar y a pasar unos días de tranquilidad, chicas.
...
Me arrojé sobre Erika en cuanto la puerta de nuestro camarote compartido se cerró detrás de nosotras y el pestillo estuvo echado con firmeza y quizás algo más de fuerza de la necesaria de mi parte. Sus labios sabían a gloria, sus gemidos eran todo lo que necesitaba para ahogar el pitido en mis oídos y el rugido en mi pecho.
—Axelia —jadeó en cuanto sujeté sus muslos y la levanté sobre mi cadera. Su espalda impactó contra la pared, pero lejos de desanimarnos aquello solo nos llenó de un deseo aún mayor.
El beso que nos unía subió en intensidad, sus labios se deslizaron a mi cuello y se clavaron allí, urgentes, ardientes y deseosos de fundirse con mi piel. Nuestros vientres se rozaban con una energía casi furiosa, su calor y el mío amenazaban con derretir la ropa que nos separaba. Quería arrancar aquellas prendas, quería unirme con ella y olvidarme de todo y de todos por unos instantes.
—Axelia, las maletas... —suspiró en el momento en el cual dejé que mis dedos liberaran los cinturones y lazos que mantenían cerrados sus pantalones. Gruñí, en el momento menos pensado quemaría todos sus cinturones y pantalones, botas y todo lo que me complicara el acceso.
—Que se jodan las maletas —siseé perdida en el dulce aroma que escapó de su vientre en cuanto pude abrir su pantalón. En cuanto mi mano hizo contacto con su suave monte de Venus sus uñas se clavaron en mis hombros por debajo de mi abrigo, haciendo crujir la costura de mi camisa.
—Sí, que se jodan. No te atrevas a detenerte, Axelia —ordenó con tal tono que por un instante me vi tentada a hacer precisamente eso. Por suerte para ella, el fuego entre ambas era imposible de resistir. Me abrí paso entre su ropa interior, deslizando mis dedos en aquella humedad que solo crecía a cada instante.
En un instante sus jadeos se transformaron en gemidos y estos en gritos ahogados contra mi cuello y en agarres frenéticos contra mi cabello. Con insistencia dirigió mis labios de regreso a los suyos, su lengua dominó la mía y sus dientes mordisquearon mis labios hasta adueñarse por completo de mi boca. No me importaba, nada importaba más que nuestra conexión y contoneo de nuestras caderas, su húmedas y los gritos que amenazaban con llamar a la capitana a nuestra puerta en cualquier momento.
No tardó mucho en alcanzar ese momento, ese instante que precede a la cima. El tiempo se detuvo a nuestro alrededor, sus ojos se clavaron en los míos, perdidos, oscuros, consumidos por el fuego que nacía en su centro y que pronto recorrería su cuerpo quemando todo rastro de razón. Cambié el ritmo a uno más frenético y la observé caer en aquel abismo, me perdí en el infierno de aquella mirada enloquecida hasta que éste la consumió por completo y la obligó a cerrar los ojos, arquear la espalda y revelar su cuello a mis dientes y labios hambrientos.
Con lentitud la realidad regresó a nosotras. Besé su sien a la par que sus piernas dejaban mi cintura para descansar en el suelo. No la solté, sostuve sus caderas en mis manos y acaricié con mi mejilla la suya, concentradas en respirar el mismo aire y en recuperar el control perdido.
No me atrevía a verla a los ojos. Allí, escondida en su hombro, perdida en nuestras respiraciones agitadas me encontraba a la perfección. Lo que había ocurrido había sido consecuencia de mis emociones desbordadas, del momento interrumpido, de una avalancha de emociones que no había podido, ni querido controlar. Ahora que todo regresaba a la normalidad, empezaba a ser consciente de lo ocurrido y de cómo segundo a segundo se levantaba un muro de silencio entre ambas.
—Axelia —susurró ella por fin. Sus dedos acariciaron mi cabeza con dedicación y dulzura—. Tenemos que movernos de aquí, o la capitana derribará la puerta y nos obligará a desembarcar sin otra cosa más que lo que llevamos puesto. —Dejó escapar una risita y besó mi mejilla—. No te habría tomado por tímida después de algo así.
—Calla —murmuré. No sabía por qué hablábamos en voz baja. Tal vez, solo queríamos extender la intimidad del momento todo lo posible.
Permanecimos en silencio otro rato, hasta que el bamboleo del barco se hizo muy suave y casi imperceptible. Habíamos atracado. Pronto, el rumor de pasos y gritos se hizo presente e invadió aquella burbuja de paz que nos había rodeado durante los últimos minutos.
—Debemos bajar —dijo Erika al fin. Empujó con suavidad mis hombros y me alejó de su cuerpo. En ese instante sentí la cruda mordedura del frío que se colaba por la ventana. O tal vez, solo era el vacío que acababa de golpear a mi corazón. Un extraño agujero que no había estado allí antes.
—Sí, tienes razón. —Di un par de pasos hacia atrás. Por alguna razón no podía levantar la mirada. Me dirigí a mi litera y saqué mi bolsa de viaje, cargada de ropa sucia y de poco más. Me incliné hacia adelante para descolgar mi capa. Quería esconderme en su interior, desaparecer un instante detrás de sus tejidos y protegerme en la fortaleza que parecía desprender.
Dos brazos rodearon mi cuello, sobre mis hombros sentí el cálido peso de una capa de piel y a mi nariz llegó el inconfundible aroma de Erika, tan suave y sinuoso como la seda. Permití que la cerrara con ayuda de una cadena de plata y dos broches con forma de zorro. Astucia, un símbolo muy acorde a una ingeniera como ella.
—¿Está todo bien? —inquirió mientras rodeaba mi cintura con sus brazos—. Hacía mucho que no tenías esa expresión en la cara cuando veías tu capa.
—Sí, está todo bien —mentí. Era más sencillo mentir que poner en palabras todo lo que estaba sintiendo en esos instantes. Esa tormenta que iniciaba en mi pecho y arrasaba con todo hasta llegar a mi cabeza.
—Bueno, pero puedes decirme cualquier cosa. Lo sabes ¿no? —Dejó un suave beso en la parte posterior de mi cuello. Ese pequeño punto de mi piel ardió con ferocidad y un jadeo escapó de mis labios—. Vamos, si te das prisa podemos continuar lo nuestro en el baño de la posada. Es muy tarde para intentar llegar a mi casa y los caminos no son seguros de noche.
—Me tienes a mí —dije por fin—. Yo puedo protegerte. —Pronuncié aquellas palabras como un ruego. Era como si una parte de mi deseara demostrar con absoluta impotencia mi utilidad, mi importancia en su vida.
—Por supuesto que puedes, pero arriesgarse es una tontería. —Se separó de mí y de nuevo sentí como mi piel se congelaba—. Vamos, te gustará la posada. No es tan terrible como otras que puedas encontrar en Oandor, la principal ciudad naviera de Cathatica.
Me dejé guiar por ella, paso a paso recorrimos el barco y por un instante me sentí nostálgica. Había sido mi hogar durante tres semanas, uno incómodo en verdad, pero un refugio lleno de calidez y nuevas experiencias. La capitana se encontraba en la cubierta y con una expresión muy severa en su mirada supervisaba a las guerreras, marinas y oficiales que tenían permiso de desembarcar por aquella noche.
—Y no quiero escuchar que alguna de ustedes es protagonista de excesos o descontrol. —Clavó sus ojos en la doctora y en Lois—. Cualquier exceso.
—Le quitas la alegría a la vida ¡Anímate! —respondió la doctora antes de tomar del brazo a Lois y arrastrarla hacia la plataforma que nos unía al muelle. Suspiré aliviada, al menos no tendría que bajar aquella incómoda escalera de cabos.
—Cuídense mucho, no sabemos quién tiene ojos y oídos en este lugar —advirtió la capitana en un susurro solo para nosotras.
—Lo haremos —aceptó Erika.
Mientras bajaba del barco di una última mirada hacia atrás. Mis amigas estaban formadas frente a la comandante y esperaban con gran impaciencia que esta mencionara sus nombres para poder disfrutar de la tan ansiada libertad en tierra. Negué con la cabeza, aunque deseaba compartir con ellas, esperaba que no dieran con la posada donde me refugiaría. No quería dividir mi atención, no mientras tuviera a Erika de mi lado.
Regresé mi mirada a la tierra, el muelle era gigantesco y muy largo. Había que caminar muchísimo para llegar a la orilla. A la distancia se dejaba ver una gran ciudad, incluso más grande que Calix. Había una empalizada que la protegía, las puertas estaban abiertas y dejaban ver dos calles muy bien iluminadas con antorchas y lámparas de aceite. Era una imagen bastante alegre, muy animada. La ciudad estaba tan iluminada que parecía estar inmersa en un festival, incluso la música escapaba de algunas de las ventanas y llegaba a nosotras arrastrada por el viento cortante. Me sorprendí sonriendo, era imposible resistirse a la música y al buen ánimo en el ambiente.
Avanzamos y nuestros pies chapotearon en la gruesa madera del muelle. Erika no parecía prestar atención al líquido que había a nuestros pies, ni a la sensación pegajosa que dejaba al andar. Agucé la mirada al pasar ante uno de los pilares que sostenía el muelle y que portaba una antorcha y pude identificar el líquido. Una asquerosa mezcla de tripas de pescado y sangre.
—Es bastante salvaje —comenté mientras me esforzaba por ignorar pensamientos cruentos y muy gráficos, más no pude evitar preguntarme: ¿así se sentiría andar y correr en el campo de batalla?
—Todos los muelles son así, atracan balleneros, barcos pesqueros y por más que les expliques que no destripen los animales en el lugar, no lo entienden. Es difícil domar a una persona de Cathatica. —Se encogió de hombros con desenfado, al no escuchar mi respuesta giró a verme y no pude contener una sonrisa traviesa.
—No lo sé, no me pareció tan difícil allá en el camarote. —canturreé en su oído y rodeé su cintura con un brazo, acercando su cuerpo al mío en una promesa carente de palabras.
—¡Agh! Cállate. Quise decir «civilizar» la gente de Cathatica es difícil de civilizar —bufó a toda prisa. Desde mi lugar podía sentir el calor que irradiaban sus mejillas.
—Eso no importa. Para lo que queremos hacer no hace falta ser civilizadas —bromeé.
—Axelia, no juegues con fuego —advirtió Erika con gélida sensualidad.
—¿O qué?
—Veremos quién doma a quién en la posada. —Deslizó su brazo por mi espalda, justo entre la capa y mi cuerpo y dejó que su mano se colara por debajo de la correa de mi talabarte y de la cinturilla de mi pantalón. Contuve un jadeo de sorpresa y traté de sacar su mano. Me distraía tenerla allí, como una mensajera que solo entregaba tentación y calor a mi piel—. Quieta, nadie la verá. Avanza, estamos en mi territorio y aquí mando yo.
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