Destino
Es curioso como la novedad típica de un viaje pronto queda olvidada y se transforma en un polvoroso tedio que es imposible barrer de todos los rincones de la mente. Podía mantenerme ocupada con el trineo o durante las breves clases de esgrima con Katri, pero las horas muertas, esas que llegaban sin compasión y dominaban cada instante libre de mi día, se transformaban en una carga que apenas podía soportar y que me recordaban, minuto a minuto, que el aroma de Erika desaparecía de los abrigos y ropa que había heredado.
Kay parecía llevar mucho mejor que yo el tiempo, se limitaba a dormitar todo el día, a revisar el mapa o a murmurar para sí misma oscuras estrategias de batalla para cuando llegáramos a Luthier. Yo solo deseaba que estuviera en lo cierto y que pudiéramos detener al desgraciado que estaba detrás de todo. Ahora que tenía tiempo para pensar, no podía olvidar el estruendo de aquella máquina infernal ni la mortalidad de sus proyectiles.
Si nuestras cotas de malla y armaduras eran inútiles, Calixtho estaba condenado. Apreté la barra de dirección hasta que mis huesos tronaron, tal como lo había experimentado en el mar, sentí odio y temor a partes iguales, ¿cómo había podido desear este tipo de situaciones para mi vida? ¿Estaba tan ciega y corrompida por la violencia que no lo había notado? Ahora que notaba esa misma sed en los ojos de Katri, ese ardiente e inocente deseo de aventura y superación, entendía mejor lo que mi hermano y hermana me habían querido advertir.
—Llegaremos al último campamento nómada al atardecer, estamos de suerte que hayan decidido asentarse esta temporada en la frontera —informó Katri—. Allí dejaremos a los perros y avanzaremos hacia las aldeas fronterizas de Cathatica. A partir de ese momento, será usted, Kay, quien nos guiará.
—Vamos con buen tiempo, en esas aldeas siempre hay algún cochero dispuesto a llevarnos hacia alguna ciudad portuaria y con suerte, podremos tomar un barco hacia Luthier. Son unos, —miró el mapa—, 842 kilómetros de recorrido, un buen barco nos llevaría al puerto principal de Luthier en cinco días, si el clima y las corrientes lo permiten. Es mejor opción que viajar por tierra, donde seríamos víctimas de ladrones de camino. Además, —meditó por un segundo—, los barcos suelen ser fuentes de chismes muy interesantes, quizás podamos reunir información valiosa.
La perspectiva de volver a estar encerrada en una caja de madera glorificada no me hizo gracia, sin embargo, reducía el tiempo de viaje y con ello, incrementaba, así fuera un poco, la probabilidad de una victoria.
Katri no se equivocó, llegamos justo al atardecer al poblado nómada. Su jefe, otro anciano desgarbado y con aires altivos, recibió los perros y prometió regresarlos al padre de Katri. De hecho, algunos comerciantes tenían un viaje pautado para el día siguiente y estarían encantados de sumar los perros de Katri a los suyos.
Desempacamos y le dimos unos instantes a Katri para que se despidiera de sus amigos peludos. Irekea no paraba de gimotear y tirar de su arnés. Parecía consumida por la angustia al ver a Katri apartarse de ella un par de pasos. Katri no parecía estar mejor, no dejaba de regresar a abrazarla, de hecho, se despedía y se acercaba a nosotras, solo para regresar cuando escuchaba lloriquear a Irekea. En un punto, aferró su pelaje con fuerza y sus hombros temblaron presas de dolorosos sollozos.
—¿Podemos llevarla? —balbuceó sin levantar el rostro.
—Lo siento, Katri, no podemos —susurró Kay con pena—. Llamaría demasiado la atención y justo ahora necesitamos ser sigilosas.
—Usted es la reina de Calixtho, no es especialmente sigilosa —masculló Katri con altivez— ¿Qué tanta atención puede llamar un perro lobo?
Para mi absoluto terror, Kay pareció meditarlo unos segundos. Yo ya estaba preparada para cruzarle el rostro con una bofetada a aquella mocosa insolente, todo aprecio que hubiera podido desarrollar por ella durante nuestro viaje desapareció por arte de magia. ¿No podía controlarse o mantener el mínimo respeto? Por supuesto, era consciente que no era el mejor ejemplo para hablar de respeto a Kay, pero ella no tenía ningún problema personal con la reina.
—¿Puedes controlarla? ¿Indicarle que debe sentarse, guardar silencio, acostarse, no moverse y ocultarse? ¿Puede atacar si se lo ordenas?
—Puede cazar para nosotras y sí, está en entrenamiento, pero puede hacer todo lo que dice —admitió Katri—. Es algo entusiasta, pero estoy segura de que será una gran adición a nuestra aventura.
Aventura. Decía aquella palabra como una niña explica su último juego de batallas con sus amigas, con inocencia, con luz y sed de aventuras, como si fuese lo único en su mundo.
—Está bien, Katri, pero debes saber que donde vamos estará en peligro. Una espada, un escudo, incluso una bala, podrían acabar con su vida, ¿quieres eso para ella? Estaría mucho más segura aquí, en la nieve, junto a tu familia.
Katri clavó sus ojos en los de Irekea, un nuevo sollozo estremeció su cuerpo y negó con la cabeza. Cayó de rodillas junto a su fiel amiga y susurró algunas palabras en sus orejas. Irekea respondió con una extensa lamida a su rostro, lo que solo provocó un sonido que estrujó mi corazón, una mezcla de sollozo y carcajada que revelaba la amargura detrás de las decisiones adultas y responsables.
Irekea pareció comprender las palabras de Katri, pues esta vez no gimoteó cuando ella se alejó. De hecho, era Katri quien no paraba de llorar ni de secarse las lágrimas con los guantes mientras dejábamos atrás el campamento. Kay rodeó sus hombros con un brazo y susurró algunas palabras en su oído. Katri asentía sin parar y para cuando aquel breve intercambio terminó, había dejado de llorar, dio una última mirada al campamento y suspiró.
En una transición suave y casi imperceptible, el hielo dio paso a la roca y la tierra congelada. Pronto, solo había montones de nieve sobre un paisaje agreste y casi tan carente de vida como el desierto. Nadie debía de vivir aquí, al menos, no campesinos. Quizás cazadores. Una noche ligera cayó sobre nosotras, el sol casi había desaparecido en el horizonte. Según Katri, pronto dejaría de salir casi por completo y una extraña luz azulada cubriría el cielo al mediodía y el resto del día estaría casi a oscuras o si acaso, con una tenue luz crepuscular.
La penumbra hizo visible un grupo de luces a nuestra diestra, eran pequeñas, algo dispersas y muy tenues. Titilaban con el ritmo típico del fuego. Apresuramos el paso para llegar y con suerte, encontrar una posada o un refugio generoso para la noche.
El bullicio fue lo primero que percibimos al llegar, típico de Cathatica, gritos, risas y cánticos. Luego nos golpeó el olor. Después de pasar días en la pureza del hielo, rota solo por el aroma del pescado y la carne de ballena, el olor de la cerveza rancia, a sudor humano y orina rancia era casi un insulto mortal.
—¡Ugh! —protestó Katri mientras cubría su nariz— ¿Es así como se vive en los reinos?
—Solo en aquellos que aún no utilizan desagües o letrinas —explicó Kay—. No te tapes la nariz, podrías insultar a alguien, ya te acostumbrarás —dijo con un tono conciliador y casi nostálgico, como quien tiene experiencia con ese tipo de conflictos.
Pronto nos vimos rodeadas por destartaladas cabañas de madera mohosa, las calles se encontraban encharcadas, había montículos de nieve amarillenta aquí y allá, así como piezas de cacería y pieles colgadas en terrazas y ventanas. La creciente oscuridad era combatida por antorchas colocadas por habitantes preocupados, de tal manera que las brechas entre luz y oscuridad eran desiguales. Había conocido el desorden de Cathatica antes, pero esto era mucho mayor, nada que ver con aquella ciudad portuaria a la que Erika nos había dirigido.
—Apresurémonos —dijo Kay con tono aprensivo—. Estaremos más seguras en una posada o bar que en estas calles.
Por suerte, encontrar un bar no fue difícil, era el edificio más grande, ruidoso y destartalado de todos. La puerta se encontraba ligeramente abierta y a través de ella se escapaba una mezcla de calor, risas, gritos y olor a alcohol y comida asada y frita capaz de tumbarte de tu caballo.
Las risas y conversaciones se detuvieron momentáneamente en cuanto cruzamos el umbral, decenas de pares de ojos nos atravesaron como una lluvia de flechas en plena batalla. Miradas retadoras, violentas, curiosas, lujuriosas y aburridas con la vida nos siguieron hasta que nos hicimos un lugar en la pegajosa barra.
—Cerveza, hidromiel y licor de bayas, es todo lo que tengo —rugió un camarero sin acercarse a nosotras. Estaba muy ocupado llenando enormes jarras de cerveza a los hombres más grandes y rudos que había visto en mi vida, reían y se empujaban y cuando sonrieron, pude notar que les faltaban tantos dientes como extremidades.
—¿Y comida y una habitación? —inquirió Kay.
—Estamos llenos, si no les importa, pueden dormir junto al fuego —señaló con la barbilla hacia la única chimenea que calentaba el bar—. Y por ahora solo tengo papas y carne frita.
Noté que no especificó el tipo de carne, era mejor así. Eché un vistazo a Katri, quien parecía luchar entre el asombro y el miedo. Era como si esta pocilga le maravillara tanto como un palacio y los clientes a su alrededor la intimidaran y aplastaran con el peso de las montañas.
—Todo estará bien, no golpees a nadie y estarás bien —le aseguré—. Muchos son pura imagen, otros sí que pueden ser peligrosos.
Dio un pequeño salto en su lugar y se acercó a mí. El gesto me pareció lo más tierno del mundo y no pude evitar rodear sus hombros con un brazo.
—Acabo de ver un hombre al que le falta la nariz —gimió por lo bajo—. En Efrifold lo máximo que llegué a presenciar fueron dedos y pies congelados, tan negros como la noche sin luna, pero jamás una nariz.
—Yo vi uno al que le faltan los dedos. Es una sociedad un tanto violenta, es normal —señalé—. Parte de dejar tu hogar es sorprenderse por las diferencias y no ser tan obvia con ello, podrías ponerte en peligro.
En pocos minutos tuvimos frente a nosotras tres platos con carne y papas, ambos fritos. Su superficie brillaba por el exceso de aceite y cuando tomé un trozo y lo llevé a mi boca, la grasa sobrante se deslizó por mi barbilla. El sabor no era desagradable, y después de días de comer comida salada, fría o recalentada, podía considerarlo un pequeño manjar. Katri, por su parte, parecía genuinamente impresionada con las papas y había desaparecido su porción en un parpadeo.
La comida venía acompañada por tres jarras gigantescas de cerveza. Bebí de la mía casi sin respirar, no había notado que mi cuerpo se encontraba tan seco hasta el momento que el líquido tocó mis labios.
Katri atacó su jarra con la misma energía y Kay la detuvo dando un ligero apretón a su antebrazo.
—Bebe despacio. Si vamos a dormir junto a la chimenea, deberemos turnarnos para vigilar nuestras cosas y proteger nuestras vidas.
—¿Por qué no pidió agua entonces? —inquirió la chica con curiosidad. Contuve una risa y terminé de ahogarla con mi porción de cerveza. ¡Cuánta inocencia!
—En un lugar como este, era más seguro beber cerveza que pedir agua —explicó Kay por lo bajo.
Katri asintió con la obediencia y sed de aprendizaje de un niño pequeño. Bebió despacio y masticó con cuidado la carne, casi como si temiera atragantarse con ella. Para una persona que había crecido entre carne de reno, ballena y pescado, era un comportamiento un tanto extraño, sin embargo, no estaba de más ser precavida. No era carne preparada con cariño por una madre o deshuesada con la atención de un padre.
En cuanto terminamos de comer y beber, Kay pagó al camarero y nos guio a través de una marea de pieles, cuerpos sudorosos y empujones hacia la chimenea. El suelo estaba cubierto de pieles roñosas y en ellas ya dormían, o trataban de dormir, algunas personas. Otras, se limitaban a divertirse debajo de las pieles y unos pocos, ni siquiera tenían esa decencia. Katri se sonrojó y de inmediato apartó la mirada.
Sentí un irrefrenable impulso de reír y abrazarla, de un momento a otro me vi obnubilada por la ternura y cualquier deseo de enseñarle a respetar mis orígenes y a las guerreras de Calixtho desapareció por completo.
—No los mires demasiado o te invitarán a unirte —bromeó Kay mientras buscaba un lugar libre en el suelo para las tres. Por suerte, lo encontró entre los cuerpos que descansaban y no entre aquellos que se encontraban entretenidos en otro tipo de actividades. Desempacamos nuestras pieles y nos desparramamos sin mucho miramiento sobre las ofrecidas por el local.
—Es un poco, quiero decir, en una tienda no hay mucha privacidad, pero eso —tartamudeó Katri mientras se cubría con sus pieles. Sus mejillas no paraban de acaparar color y por un momento temí por su salud.
—Eso es natural —dije con confianza, como si no me hubiera visto apabullada por la falta de decoro de Erika—. No tienes que avergonzarte.
—No, si no me avergüenza —apartó la mirada y cubrió su rostro con las pieles.
—¿A no?, entonces —inquirí mientras me recostaba a su lado—, ¿qué sucede?, ¿te emociona acaso?
Kay contuvo un resoplido, negó con la cabeza y tomó asiento. Noté su postura, hombros relajados, pero firmes, las manos sobre el regazo, cerca de su espada y su daga y ojos fijos y decididos, observando con atención a la par que veía con desgano a su alrededor. Era más que evidente que tomaría la primera guardia y con ello, me daba una privacidad que no había pedido.
—Habré nacido sobre hielo, pero corre sangre por mi cuerpo —masculló Katri en un susurro.
—Ah, bueno, adelante —hice un gesto vago con la mano—. Eso tampoco les molesta demasiado, solo no hagas ruido que me toca la segunda guardia.
Segundos después, los necesarios para que un cerebro inocente entendiera mis palabras, recibí con orgullo un codazo iracundo y algunos insultos ahogados. En ese momento comprendí la razón detrás de las bromas subidas de tono de mis superiores en la frontera y los juegos atrevidos de Erika. Molestar a alguien inocente y mojigato venía con irresistibles recompensas. Era como si la risa fuera más genuina y la diversión detrás de ella, pura, en un sentido un tanto retorcido.
Kay me despertó para la segunda guardia, mi cuerpo agotado respondió al instante, presa de la memoria que el arduo entrenamiento había grabado a fuego en mis huesos. En susurros Kay me describió la situación, poca cosa había ocurrido, los clientes se habían marchado poco a poco y todo parecía tranquilo.
—No te confíes, en estos momentos, con pocos testigos, es cuando puede ocurrir algo —advirtió como conclusión a su parte, y como si no prestase atención a su propio consejo, cerró los ojos y se abandonó al sueño y el olvido.
Estiré mis agarrotados músculos y traté de sacudir el sueño de mi mente. Tenía los ojos pesados, atrapados por algunas legañas inoportunas y la piel pesada por la mezcla de suciedad y grasa que se acumulaba sobre ella, sensaciones que, lejos de ser incómodas, trataban de arrastrarme de regreso a las pieles y a la oscuridad. Miré a mi alrededor, no había una jofaina cerca, ni quería utilizar el agua de este lugar, así que me conformé con las mangas de mi abrigo.
Era bien entrada la noche y solo quedaban algunos borrachos en las mesas y la barra. Entre estas, se deslizaban sinuosas dos mujeres de compañía poco agraciadas, desesperadas por encontrar algún cliente con el que dar fin a una noche de trabajo.
—No las mires demasiado, se acercarán a nosotras —chistó Kay en sueños—. Siempre reconocen a las mujeres de Calixtho.
Aparté la mirada a toda prisa y me enfoqué en el techo, los jamones detrás de la barra y de manera muy fugaz, en los borrachos. No convenía fijar la mirada en algún lugar. Las personas que dormían a nuestro alrededor, incluso aquellas que se divertían con anterioridad, descansaban plácidamente, o eso podía parecer al ojo poco entrenado. Aquí y allá podía notar el destello de una mirada o un movimiento rápido y furtivo para acercar las pertenencias al cuerpo u ocultarlas bajo las pieles. Los vellos de mi nuca se erizaron, había un delicado equilibrio entre la placidez del sueño y la tirantez de la vigilia, como si alguien esperara algo.
La pesadez del entorno crecía y se desinflaba por momentos. Las repentinas carcajadas de los borrachos y sus golpes a las mesas aceleraban mi corazón, mientras que sus cuchicheos y miradas esquivas lo paralizaban casi por completo. No podía fijar mi mirada en ellos, era un movimiento tonto, pero tampoco podía descuidarlos. Las mujeres de compañía encontraron clientes, dos borrachos barbudos que apenas podían tenerse en pie, y se perdieron con ellos en la gélida y oscura noche. Un grupo de hombres vació sus jarras casi como si estuvieran sincronizados, rieron, cuchichearon y apoyaron sus manos en los mangos de sus armas. Dirigí mi mano a mi espada, no parecían tener buenas intenciones.
Las miradas de aquel variopinto grupo se dirigieron a nosotros, varios pares de ojos ensangrentados y furiosos hicieron contacto con los míos. Luché por mantener mi expresión desinteresada, casi aburrida, incluso jugué con algunos pelos sueltos de las pieles, apelmazados ya por años de uso y abuso.
Por suerte, aquel grupo pareció juzgar como poco valioso lo que llevábamos quienes dormíamos al calor de la chimenea. Parecían un grupo de idiotas, pero no lo eran. Un par de pieles y algunos bolsos no eran un botín digno si el precio a pagar era la vida, o peor aún, la prohibición de ingreso a la única taberna decente del pueblo.
El grupo se marchó y el tabernero aseguró la puerta detrás de ellos. Quedaba ahora un borracho solitario que dormitaba sobre la barra y otro en una mesa, que parecía muy entretenido con las telarañas y animales que correteaban entre las vigas y la paja del tejado. El tabernero se dispuso a limpiar todas las superficies con agua y un retazo de tela que había visto días mejores. Solo interrumpía su trabajo para entregar bebida a los hombres cuando estos la solicitaban.
El resto de mi guardia transcurrió sin mucha novedad. El borracho de la barra se desmayó sobre ella y el de la mesa se marchó después de dos jarras de cerveza. El tabernero apagó todas las velas y se acercó a alimentar la chimenea.
—Deberías dormir —indicó mientras arrojaba trozos de leña a las llamas—. No abriré hasta el amanecer.
—Estoy bien así —respondí.
—Si no es mucha intromisión, ¿qué buscan en un pueblo perdido como este? —Se limpió el hollín de las manos con el delantal y me miró expectante.
Vaya que era entrometido, dar información, cualquiera, podía ser peligroso. Sin embargo, debíamos encontrar un puerto, y un barco, pronto. Nuestros enemigos navegaban con ventaja.
—Buscamos un barco que nos lleve a Luthier, estamos de paso —dije con tono despreocupado, pero con la suficiente seriedad como para no invitarlo a hacer más preguntas.
—Oh, para eso deben dirigirse a Nuk, cerca de las montañas, al sur. Es un día de camino si consiguen caballos. Cerca de aquí encontrarán una caballeriza donde los alquilan.
—No creo que pueda alquilar caballos —dije con fingida pesadez, el tabernero era amable, nada en él resultaba sospechoso y, sin embargo, no podía sacudirme la sensación de estar diciendo demasiado—. Supongo que nos quedan algunos días de viaje por delante.
—Como gustes, ahora si me disculpas, debo ir a dormir.
El resto de mi guardia transcurrió sin grandes incidentes, desperté a Katri a unas horas de la salida del sol, le entregué mi daga y le indiqué que evitara cualquier conversación. Para mi sorpresa, la chiquilla despertó con energía e incluso maquilló con mayor rapidez a la usual el terror que le daba el filo de mis armas.
Luché un par de minutos por conciliar el sueño, ese era el gran problema de tomar las guardias intermedias, dormías por partes y nunca descansabas lo suficiente. De alguna manera, lo que antes parecía una cómoda y cálida piel para dormir, ahora era un infierno, demasiado dura, demasiado peluda e incluso, demasiado maloliente.
—¿No ibas a dormir? —preguntó Katri con curiosidad, parecía preocupada por mí y a la vez, aliviada por contar con algo de compañía.
—Es difícil cuando te toca dormir por trozos —protesté ya resignada a no dormir ni un instante más.
—¿Ya conocías estas tierras?
Era una pregunta inocente, diseñada para aligerar el ambiente y llenar el tiempo. Me preparé para controlar la ira que usualmente acompañaba a los recuerdos de Erika, pero me encontré sorprendida por un dejo de nostalgia y tristeza marcadas por una pizca de felicidad.
—Sí, ya conocía Cathatica. Vine aquí con una amiga, hace pocas semanas, de hecho. Es solo que parece que hubiera ocurrido hace una eternidad.
—¿Querías mucho a tu amiga?
Ninguna respuesta hacía honor a lo que sentí por Erika, por lo que me limité a responder con un sencillo «Sí».
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