11 de enero de 1615. Clirthorm, Tierras Altas, Escocia.
El silencio; pero no cualquier silencio. No es el externo, el que rompen las risas de sus hermanas, los cantos de sus hombres mientras laboran la tierra, o el de sus sobrinos que en constantes idas y venidas corren alrededor de los pasillos del castillo; menos al ala derecha, ellos saben que ahí tienen prohibido entrar.
No, no es el silencio externo (aquel que en realidad nunca ha existido dentro de ese castillo el que Edwin más extraña). Es el silencio interno que permite tener la mente y el alma tranquilas, uno que no ha conocido en mucho tiempo.
Su mente está en constante funcionamiento. Lo atormenta, se ríe de él y de todas las cosas que debió haber hecho, pero no pudo. O que si hizo, pero no de la forma correcta.
Un ruido constante que martillea, al que se cierta forma ya se ha adaptado. El ruido interno, se ha convertido en una nueva forma de vida. Porque es la que merece, porque es la que necesita.
Porque no puede esperar nada más después de todo lo que ha pasado.
Porque no puedes permitirte estar tranquilo y desviarte en sentimientos superfluos, cuando tienes una carga tan grande cayendo sobre tus hombros.
Te convences de que esto es lo que eres. Siempre has sido así. Y de esa forma, duele menos.
En donde te permites observar el ruido externo, más no participar en él.
Esta es la primera vez en meses que Edwin baja de la torre a la hora del desayuno. Sin embargo, no ha sido precisamente porque tuviese ganas de participar en el momento familiar. Por eso es que, en vez de entrar por la puerta del gran salón, él, conocedor de todos los pasadizos encondidos dentro de la estructura; abre una puerta en el costado derecho, y se escabulle en un pequeño pasillo, que lo lleva a un pequeño altillo detrás de la cocina.
Evidentemente, nadie ha estado en esa habitación en años. El olor a polvo y humedad le llena los sentidos, provocando que quiera estornudar. Reprime las ganas, mientras sus ojos se amoldan a la poca luz que entra, proveniente de una pequeña ventana en el costado izquierdo.
No tiene idea alguna de lo que está haciendo y mucho menos del por qué. Pero esa mañana, su madre—la única que le permite el acceso al bloque derecho—le dejó algo de desayuno y le comunicó que cierta pelirroja había despertado un par de días atrás. Esa noticia provocó un revuelo en su interior.
Como aquella noche, cuando había escuchado sus gritos.
No ha querido pensar en eso, aunque lo persigue en sueños. No puede darle lógica a la presión abrasadora en su pecho ni entender por qué se alejó inconscientemente de su lugar seguro en la ala derecha del castillo. Corriendo, no había sido capaz de detenerse, sin importar quién hubiese podido observarlo. Hasta que llegó a la habitación y la tuvo frente a él.
El miedo calaba sus sentidos, un miedo que para él es igual de extraño como familiar. Con pasos temblorosos, se acercó a la joven de piel sudorosa. En una especie de trance, la había tomado entre sus brazos, apretándola junto a él.
En su mismo no entender, sabía que ella lo necesitaba, tanto como él a ella. Calmar esa angustia que la consumía.
''Rae'' así había dicho que se llamaba. Y su nombre en sus labios desprendía un ritmo melodioso.
Edwin se sentía vulnerable, una sensación a la que no estaba acostumbrado.
La piel de Rae estaba fría. Y sus lágrimas, con el poder para descolocarlo, caían por sus mejillas rosadas. Posó una mano suavemente en su rostro, acariciándola, apartando esos mechones rebeldes que caían sobre su frente. El tacto de sus dedos contra su piel quemaba, pero no podía alejarse. Se encontró susurrándole al oído palabras sin sentido, hasta que finalmente identificó aquel canto de cuna que su madre solía tararearle de niño.
Aquel que el solía cantarle a...
Sus pensamientos se interrumpieron con los gritos. Su vista, se fijó en la joven de cabellos pelirrojos, quien ahora parecía respirar con normalidad y su ceño antes fruncido, se había relajado. Su cabeza, sobre su pecho, encontraba consuelo en los latidos de su corazón y en su canto. Su aroma, una mezcla entre la menta y otras ramas, inundaron sus sentidos, cuando, también de forma involuntaria, depositó un tierno beso en su frente.
—Estoy acá, Rae —susurró, su voz temblando al compás de su propia vulnerabilidad—. Todo está bien.
Entonces el ruido dentro de él también cesó. Por leves instantes, su cabeza pareció llenarse de una paz desconocida, de una calma que tan solo podría encontrar en algún sueño. Como si en los brazos del otro, todo lo demás dejase de importar.
Pero... ¿por qué? Edwin no conocía a esta joven, más allá de aquellas palabras cargadas de tensión que compartieron en la sala de reuniones. Pero aquellos ojos azules, más profundos que cualquier lago que alguna vez haya visto, le dijeron que a lo mejor si lo hacían.
Aunque ninguno de los dos parecía recordarlo.
—Edwin, hijo... — una voz suave cerca de él lo sacó de manera brusca del trance en el que se encontraba. Al levantar la vista, las vio. Paradas junto a la puerta estaban su madre y la hermana de la pelirroja, quien a pesar de ser su viva imagen física, no parecía mirarlo de la misma manera; ambas con una expresión cargadas de perplejidad en el rostro. Así cómo el tampoco sentía esa extraña conexión como con la que tenía en brazos.
Y tristemente, volvió el ruido interno. El silencio, que durante unos cuantos minutos había logrado abrazar como un amigo, desapareció; empujándolo al Edwin que debe ser, el único que puede permitirse.
Entonces, se levantó de la cama. Aunque tener que separarse de ella supuso algo parecido a un martirio; como un dolor punzante en el corazón, como si el mismo hubiese sido atravesado. Simplemente porque no podía dejarla, y lo que asustaba aún más: no quería hacerlo. Con cuidado, volvió a colocarla sobre el colchón desgatado, cubriéndola con la manta. Sus dedos, sin poder evitarlo, se permitieron recorrer por otro par de segundos aquel rostro, apartando uno que otro mechón. Su corazón, al igual que su mano, parecían estallar en llamas.
Se alejó sin decir una palabra, el eco de sus zapatos resonando en el suelo de piedra. Apartó a quienes observaban desde la puerta y caminó apresuradamente por el pasillo, desapareciendo entre las sombras.
Los gritos de las tres noches que siguieron le calaron hasta el alma, como un balde de agua helada. Edwin se obligó a permanecer en la ala derecha, embriagando sus penas en alcohol, porque no conocía otra manera.
Lo que lo lleva al tiempo presente. Agachado, contra la pared de la pequeña habitación, sabe que esta da directo con la pared de la cocina en dónde está pegada la mesa de servicio. No sabe que está esperando, tan solo quiere escuchar su voz. Porque tal vez si la escucha, entonces puede convencerse entonces de que está bien, y no volver a pensar en ello.
Deja escapar un suspiro, mientras que en medio de los típicos sonidos de ollas y voces entre las cocinas; logra identificar una. Si bien no es la de la pelirroja que busca, sabe que se trata de su hermana.
— Así que —dice la voz de Nerys —. Mencionaste que las risas que escuchamos son de las hermanas del laird ¿Es una familia numerosa?
— ¡Oh, claro! —responde una voz suave que en el momento el laird no puede identificar —Siendo nuestro señor el menor, a él le anteceden siete hermanas mayores. Tristemente, todas mujeres. Gracias a nuestro Dios, la señora Ailis puedo darle un hijo varón al laird antes de fallecer.
Unos golpe fuerte, parecido a algo cayendo con fuerza al suelo, no le permita escuchar nada más. Pasan un par de minutos, antes de poder captar otro retazo de la conversación.
— Nos parece perfecto, y así en el camino, puedes contarnos un poco más sobre la historia. —susurra, haciendo que a Edwin se le sea más complicado escuchar con claridad lo último que dice. — Como el laird y su familia.
Edwin echa la cabeza hacia atrás, confundido. Dejándose caer en el suelo de rodillas, intenta comprender.
¿Por qué las hermanas tendrían tanta curiosidad sobre su familia, su historia? ¿Por qué el hecho de que quisieran indagar más sobre el pasado le trae un peso tan grande el corazón?
El pasado no debe resolverse, no debe tocarse. Nadie que no tenga que saber, no debe saberlo.
Y ningunas pelirrojas pretenciosas ni nada más, van a venir a cambiar eso.
El ambiente tibio, calentado por el calor de las cocinas, comienza a enfriarse radicalmente. Su aliento, pesado, se convierte en nubes frente a él. La neblina, antes inexistente, se apodera de la habitación.
El joven laird maldice entre dientes. Sabe exactamente lo que significa.
—¿Qué haces acá, Fenella? —pregunta, frustrado, al vacío. Una risa leve, casi sarcástica, retumba en las paredes de la pequeña habitación, un eco que le enternece los sentidos.
Entonces la siente. Un haz de luz tenue e incandescente se posa a su lado. La figura de una mujer de veintitantos, con el cabello negro como la noche y los ojos grises más hermosos que jamás haya visto.
—¿Qué? —pregunta la aparición, su voz un susurro en el aire—. ¿Ahora no puedo venir a visitarte? Me entristece, vida, pensé que éramos amigos.
Edwin niega con la cabeza, dejando escapar una carcajada amarga. Sus ojos verdes se centran en los grises del fantasma; una corriente lo recorre, una mezcla de impotencia por ese pasado inmutable, culpabilidad, y el cariño profundo que siente por ella.
El mismo cariño que sabe que ella siente por él.
—Fuimos más que eso, vida —dice el laird, cansado—. Perdona mis modales, has llegado en un momento inoportuno —añade, señalando la habitación como si ese gesto explicara la situación.
La aparición asiente; un suspiro gélido escapa de sus labios.
— Esto tiene que ver con la llegada de las gemelas. — comenta, pero no es una pregunta. Fenella está dando una afirmación. — Con los sentimientos encontrados que tienes hacia Rae.
El joven la mira con incredibilidad. — ¿Qué? El ser fantasma tiene sus ventajas. Además de que te conozco, vida.
— No es un asunto del que quisiera hablar ahora, Fenella — corta Edwin, con voz dura. — Ya tengo mucho en la cabeza, como para buscar complicarme todavía más.
— ¿No has pensado que tal vez esto es lo que tenga que ser? — cuestiona la aparición de ojos grises, en un tono que le hizo doler el corazón. — No te había visto tan... motivado con algo, no desde que.... bueno, lo sabes.
— He dicho que no quiero hablar de eso — responde el hombre, en un tono más elevado. Sin importarle si nadie en la habitación contigua pudiese oírlo. — No es lo que más importa ahora, al menos.
La aparición levanta ambos brazos, en señal de rendición.
—¿Qué hay de Agnes, de ella si podemos hablar?
El tono empleado por la fantasma encoge el corazón del laird, quien el sentir le pesa más allá de cualquier otra cosa. Asiente, todavía pensativo.
— Sabes que de ella siempre puedo hablar contigo, vida.
La aparición le dedica una media sonrisa. Una de sus manos de levanta, acercándola a la rodilla del laird, que ahora está sentado con sus piernas cubriendo su pecho. El toque, aunque imperceptible; humedece los ojos de Edwin.
— No te rindas, vida. Vas a encontrarla, de eso no me quedan dudas.
El laird niega con la cabeza, pasando la mano por su cabello rubio. — Han pasado dos inviernos, Fenella...
—Yo lo sabría, vida. Habría venido a mí — responde Fenella, en un tono dulce. — Agnes está viva, yo lo sé y tú también lo sabes. Por favor, no dejes de buscarla.
— Jamás lo haría. Te lo prometí —asegura el hombre con voz rota — . La buscaré hasta el día que mi corazón deje de latir y todavía mucho más después de eso. Vida, Fenella, encontraré a nuestra hija y te vengaré. Un juramento sagrado, que no pienso romper.
La aparición sonríe, retirando con delicadeza la mano que tiene sobre la rodilla del laird, la dirige hacia su mejilla, acariciándola, seña de no solo su profundo agradecimiento, sino del amor que siente por él.
— Rae, pregúntale a Rae — susurra, cerca de su rostro. — Debo irme, vida, sabes que no puedo quedarme mucho tiempo.
— ¿Preguntarle a Rae? — pregunta el laird, enarca una ceja confundido. — ¿Qué quieres decir? — la aparición se levanta, empieza a perderse en el neblina. — Fenella, vida ¡No te vayas, ¿qué quieres decir?!
Pero es muy tarde, la fantasma de ojos grises ha desaparecido.
Rae susurra el viento, pregúntaselo.
El laird patea con fuerza una caja junto a él.
Si Rae es a quien hay que hacerle las preguntas, no está seguro de querer saber la respuesta.
NA: ¡Holaaa! :) me parece por acá que tenemos muchas respuestas y a su vez, muchas más preguntas ¿no es cierto? También tenemos la oportunidad de conocerlo un poquito más a Edwin.
Me gustaría saber qué opinan ¿le está gustando hasta ahora?
Muchas gracias por leer :)
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